Si yo tuviese tiempo y memoria —y paciencia también— para trasladar al papel siquiera la cuarta parte de mis recuerdos, mis confesiones ocuparían varios volúmenes. ¡Desfilaron ante mí tantos horizontes, tantos episodios, tantas figuras…! Y este mismo vivir bordonero, exasperó mi acuidad sensorial, pues la función crea el órgano, y así las impresiones renovadas son a los nervios lo que al músculo el ejercicio físico. A más intenso y perseverante meditar, mayor inteligencia.
El tesoro emotivo de los años tempranos perdura intacto en mí. Todavía recuerdo, sin que las imágenes hayan palidecido, la alborotada impaciencia de los primeros viajes, la avidez retozona con que mis ruedas bisoñas se deslizaban sobre la brillantez de los rieles; el entusiasmo temerario con que acometíamos las cuestas arriba; el vértigo clamoroso de los descensos a través de campos borrachos de flores y de sol; el riesgo elegante dé las curvas trazadas por los ingenieros sobre el dorso de los precipicios; la embriaguez de las carreras vertiginosas, cuando ensordeció el viento y La Caliente, o La Recelosa, o La Triste —cualquiera de mis antiguas dueñas— atrafagada y jadeante, nos arrastraba a ochenta y cinco o noventa kilómetros por hora. Y evoco también conmovido la mansedumbre de los crepúsculos gallegos, la melancolía grave de las sobretardes castellanas, la evaporación neblinosa —aroma de humedad— que desdibuja las lejanías norteñas, el profundo silencio rústico de esas estaciones minúsculas donde nuestra locomotora, fatigada, cubierta de tizne y sudor, se detuvo a beber.
Hay nombres de ciudades y de pueblos que resuenan en los tímpanos sutiles de da memoria con la dulzura de un nombre de mujer; y ese poder de evocación que, según oí decir los hombres, ejerce sobre ellos la música, lo tienen para mí ciertos pregones: algunos resumen capítulos enteros de mi vida.
Dentro de mí oigo gritar:
—¡Venta de Baños…! ¡Cambio de tren para las líneas de Santander, Asturias y Galicia…! reveo el paisaje, las máquinas latientes, las andanas de vagones dispuestos a partir, los viajeros que preguntan y corren de un convoy a otro.
O bien:
—¡Miranda de Ebro…! ¡Cambio de tren para los viajeros de Bilbao, Logroño, Castejón, Pamplona, Zaragoza y Barcelona!… la maravillosa Sierra de Pancorbo se levanta delante de mí.
La voz evocadora grita:
—¡Buenos quesos de Burgos!… pasa la histórica ciudad, con su caserío oscuro sobre el que la catedral levanta el encaje prodigioso de sus dos torres.
—¡Puñales y navajas de Albacete!…
Es la Mancha, de color ocre, desarbolada y adusta, y también la ilusión verde de la región valenciana, que va acercándose.
—¡Tortas de Alcázar…!
Son las noches frías, el aire que corta, la lluvia ingrata.
—¡Agua…! ¡Agua fresca, agua…! ¿Quién quiere agua…?
Es Castilla, es la tierra que abrasa, son los vagones cuyas imperiales vahean bajo el fuego del sol, el emparrado mezquino que sombrea el brocal de un pozo casi seco…
Así, pensando en todo esto, creo rejuvenecerme, y el espíritu cumple el milagro de vivir muchas veces lo que la materia torpe sólo conoció y gozó una vez.
La línea de Madrid a Barcelona es más dura y ciento noventa y cinco kilómetros más larga que la de Valencia; pero, comparada con la de Galicia o la de Irún, es llana y accesible como un andén. Componen el expreso una máquina, natural de Graffenstaden, correspondiente a la serie cuatro mil, de más de trece metros de longitud, y a la que sus manejadores apodan La Quisquillosa, por ser —al igual de los caballos blancos— de boca muy sensible a cualquiera indicación, y así se detiene o corre con violencias súbitas, como si estuviese enfadada; y nueve unidades: dos sleeping, dos furgones, un coche-correo y cuatro primeras, de las cuales al que me sigue llaman El Viejo, lo que me contristó un poco cuando, charlando con él, averigüé que teníamos la misma edad. El dining-car es, en nuestro convoy, algo pegadizo, pues el que enganchan en Madrid se queda en el pueblecito soriano Arcos de Jalón, y el que sale con nosotros de Barcelona no pasa de Mora la Nueva.
La heterogeneidad moral que presentan, con respecto unas de otras, las diversas regiones españolas, y de la que ya he hablado, vuelve a sorprenderme aquí. El público que ahora viaja conmigo no se parece al valenciano, y menos al andaluz; acaso sean el andaluz y el catalán los dos temperamentos españoles más desemejantes. Este pueblo me gusta: viste bien, es serio, callado, laborioso, enérgico; sus mujeres son gruesas y altas, y se enjoyan con cuidado, y los hombres tienen la expresión voluntaria y hablan de negocios. Al salir de Madrid, sin embargo, la psicología del pasaje no es rotundamente pura; tiene una veta aragonesa que persistirá hasta Zaragoza. Traspuesto el Ebro, la raza de los fenicios hispanos aparecerá limpia, y el idioma castellano habrá muerto, como arrojado a la vía por inútil.
En cuanto al camino, sin ser de los más bellos, es interesante, y se acerca a ciudades, ruinas y perspectivas, acreedoras a recordación.
Por ejemplo: Torrejón de Ardoz, entre cuyas roídas murallas las familias ducales de los Olivares y de los Alba tienen su sepultura; Alcalá de Henares, cuna de Miguel de Cervantes y de Catalina de Aragón; Guadalajara, ganada a los moros por Alvar Fáñez, el amigo del Cid; Sigüenza, fundada por Roma; la alcazaba de Medinaceli, y otras fortalezas diseminadas por aquellos alrededores rocosos y que en otro tiempo defendieron el tránsito del Valle del Ebro a Castilla; la, morisca Calatayud; Zaragoza, la ibérica y la heroica, cuyas dos catedrales —El Pilar y La Seo— vemos, al cruzar el puente, reflejarse en el río; Caspe, que una vez decidió del porvenir de España; Reus, Pobla, San Vicente…
A través de un bosque de pinos marítimos la vía férrea se aproxima al Mediterráneo y el paisaje cobra belleza mayor. Pasa Villanueva y Geltrú, rodeada de viñedos lujuriantes, y más allá de Sitges el expreso, que corre bordeando la costa acantilada, enfila, sin interrupción, tantos túneles, que podría decirse que camina soterrado. Estos túneles ofrecen numerosas hendeduras, especie de saeteras abiertas sobre la alegría del mar latino, y su luz, que fulge por ráfagas ante nosotros, son como ideas optimistas que esclareciesen a intervalos la tiniebla de un espíritu triste. Enfrentamos luego las fragosas costas de Garraf, y entre tantas rocas nuestros rodajes restallan y crepitan con ensordecedor trajín. A la izquierda, en aquel lontano confín donde el cielo necesita pedirle a la tierra un punto de apoyo, azulean los fastigios de Montserrat; y al fondo, manchando de blanco el horizonte desde la falda del monte Tibidabo al baluarte de Montjuich, la urbe barcelonesa, ceñida de fábricas cuyos millares de chimeneas parecen los tubos de un órgano que entonase, desde el amanecer, la misa del Trabajo; la única cierta…
Pronto se cumplirá el cuarto aniversario de mi llegada a esta línea, y nada digno de ser publicado me ha sucedido aún. ¿Por qué? Jamás mi vida fue tan pacífica… ¿A qué debo atribuir esta calma? ¿Será porque voy haciéndome viejo? ¿Acaso porque la aventura, cansada de protegerme, huye de mí…? ¡Oh, dolor! El silencio que acompaña a la ancianidad parece una emanación, un contagio, del Eterno Silencio; como si, al igual que los ríos meten su corriente en el mar, la Muerte proyectase su tristeza en la Vida.
En las otras regiones que conozco las gentes viajan por placer, por turismo, para tomar baños en las playas de San Sebastián o de La Coruña, o para asistir, a mediados de abril, a las corridas de toros de Sevilla. En la línea catalana se viaja por necesidad, por negocio; mis huéspedes son gentes laboriosas y ordenadas, para quienes la vida es una actividad lógica y no un pasatiempo. No son bruscos, según el vulgacho de otras provincias cree, sino diligentes en la acción; no son avarientos, sino emprendedores y productores. Como dentro de la idiosincrasia total de nuestra Península, puede aseverarse que Andalucía representa la fantasía y la gracia, Cataluña simboliza la acción, el impulso codicioso y perseverante. Bilbao y Valencia la imitan, la siguen de muy cerca… pero Cataluña es, hasta el momento actual, la voluntad de la España futura. En esta tierra fuerte a los hombres se les estima por su energía, por su producción útil; aquí, en los trenes, un torero no llama la atención, y, lógicamente, un ministro interesa menos aún que un espada.
En Reus, donde nos deteníamos ocho minutos, recogí una mañana a un matrimonio. Podía frisar el marido en los cuarenta y cinco años, y la esposa, que nunca debió de ser bonita, manifestaba poco menos. Los dos eran vulgares por el tipo, por la expresión de sus semblantes pasivos, por su indumentaria… No obstante, me impresionaron; estaba seguro de conocerles, y me eché a discurrir:
—¿Dónde les he visto…? ¿Cuándo…? ¡Debe de hacer mucho tiempo…!
Dediqué atención a lo que hablaban, en voz muy baja, cual avergonzados de tener algo que contarse.
La mujer decía:
—Yo creo que la señora Nicasia cuidará las gallinas…
—Es de suponer.
—Y que regará el jardín conforme la expliqué…
—Sí, sí, lo regará; no te atormentes.
Las respuestas del marido eran pacificadoras, cordiales. Pequeño, el vientre abultado y las piernas y los brazos muy cortos, aquel hombre sencillo y carirredondo, irradiaba buena fe. Dijo corridos unos instantes:
—Ya nuestro Alejandro estará levantándose para ir a la estación.
—Si recibió tu telegrama…
Ella recelaba siempre; él creía.
—¿Por qué no había de recibirlo…?
Después de un silencio, la mujer exclamó:
—¡Pobre hijo mío…!
El esposo suspiró, movió la cabeza…; volvió a suspirar:
—Sí; es muy triste educar un hijo para que luego la patria nos le quite así. En fin, no desesperemos: el comandante me ha prometido colocar al muchacho en una oficina, de mecanógrafo, para que no le saquen al campo…
De lo que hablaron colegí que vivían en algún hotelito de las afueras de Reus, y que aquel Alejandro, hijo suyo, debía marchar a una guerra que España sostenía en Marruecos, y de la cual, de tarde en tarde, los periódicos publicaban telegramas.
—¡Pobre mujer y pobre hombre! —pensé.
Les observaba con una atención en la que había más misericordia que curiosidad.
—Afortunadamente —seguí discurriendo—, los hombres, junto a la idea de patria ponen la idea del honor militar; al lado de los prejuicios que les atormentan, los pobres colocan otros prejuicios, igualmente falsos, pero consoladores… ¡y así van viviendo…!
De pronto —¡oh, dragados increíbles de la memoria!— reconocí en mis huéspedes a aquellos recién casados que una noche, y en vida todavía de don Rodrigo, trasladé de La Coruña a Madrid; los mismos que, torpes y vergonzosos, después de oprimirse las manos y como si ya se lo hubiesen dicho todo, se quedaron, dormidos. Ahora les veía claramente, conforme entonces se me aparecieron: ella, pequeña, alaciada, feílla; él, pacato, gordezuelo y congestionado dentro del traje estrenado aquel día y que parecía estarle un poco estrecho. ¡Ah, mudanzas dolorosas del tiempo…! ¡Y cuán cambiados les encontré; qué viejos, qué fofos, qué tristes…!
—¿Es posible —exclamé— que él haya dedicado entera su vida a ella, y ella toda la suya a él? ¿Es verosímil que cada alma se resigne así a sólo leer en otra alma en la cual, por cierto, nada hay que leer…?
Empecé a tejer cábalas: ellos se casaron hacía, próximamente, veintiún años; su hijo, por consiguiente, tendría veinte años… o diez y nueve… ¿Qué pudieron hacer los dos en tanto tiempo…? Vi pasar sobre sus cabellos grises las horas monótonas, los días apacibles, idénticos, como uniformados, sin otra alegría que su amor —que no era el amor, sino una pobre atracción grave, tibia, casi mecánica—. Perdieron su humilde vida así, esperando… ¿Qué…? ¡Ah, muy poco…! Si era de noche aguardaban a que fuese de día; y por las mañanas, la hora del almuerzo; y después de almorzar, la hora de cenar; y, terminada la cena, la hora de dormir… y siempre igual, pareciéndoles que, con ver crecer a su hijo, hacían bastante. Probablemente, ambos se conllevaron bien, aunque sin ímpetus, y ahora de sus corazones, semejantes a frascos de esencias que hubiesen quedado destapados, el deseo de vivir —aroma de las almas— se había desvanecido. ¡Qué ocaso tan triste…!
Hube de suspirar muy recio, porque El Viejo me preguntó:
—¿De qué te lamentas, Cabal…? Anda y no seas cojijoso, que ya llegamos.
Hícele partícipe de mis observaciones, y de la peña que me producían los estragos del tiempo. Tuvo un gesto de empaque y suficiencia.
—Cosas más graves —repuso— he visto yo. ¡Envejecer! ¡Eso les sucede a todos…! ¡Ah, si yo quisiera hablar…! Te juro que, aquí donde me ves, de mi vida podría sacarse una novela.
Me eché a reír con tan buenísmo arranque que amostacé a mi interlocutor.
—¿A cuento de qué viene esa algazara? —atajó.
—Me río —le repliqué sin cortar el chorro de hilaridad que me removía el cuerpo— de lo vulgar que eres. Acabas de hablar como un hombre. ¿No lo sabías…? Apenas dos de nuestros viajeros charlan media hora y simpatizan, uno de ellos exclama, siempre con una leve melancolía en la voz, como si el recordar fuese un dolor para él: Mi historia es una novela. A otros les parece que un volumen no es bastante, y dicen: En mi historia hay argumento para tres o cuatro novelas…
Mi camarada, más humillado que avergonzado, repuso:
—¿Y qué…?
—¡Nada…! Que para aliviarte del peso de tu biografía busques a otro, porque yo no la aguanto.
—¿No crees que la vida de cualquier hombre, como la tuya… como la mía… es una novela…?
—Posiblemente.
—¡Luego tengo razón…!
—Mira, Viejo —exclamé—; no te amontones y medita lo que voy a decirte: como la mayoría, por no asegurar la totalidad, de los hombres son vulgares; como no saben vivir, sucede que esa novela que tú atisbas en ellos necesariamente ha de ser mala; y, por lo tanto, que si cada ciudadano… ¿me oyes…? cayese en la tentación de escribir su historia, nadie volvería a comprar un libro.
Amohinado gruñó:
—Si nada te ha sucedido… te felicito.
—¡Al contrario! —interrumpí vivamente—; si no hablo es porque mucho me sucedió. Las almas, Viejo, son como los ríos: cuanto más profundos, más callados…
Así terminó la escaramuza.