XXIII

Como los soldados en tiempo de guerra, los vagones estamos obligados a socorrernos mutuamente en el peligro y a cubrir las bajas que los choques, los descarrilamientos, los incendios o, sencillamente, la vejez y el mucho uso, causan en los convoyes.

El choque, tristemente famoso, de Chinchilla, donde el correo de Valencia y un mixto procedente de Cartagena se encontraron, y en el que finaron su vida de trabajo once coches —la mayoría de pasajeros—, diseminó una inquietud por toda nuestra red ferroviaria. Los talleres de reparaciones restituyeron a la circulación algunos vagones; varios trenes, que llamaré clásicos por integrarlos siempre las mismas unidades, fueron descompuestos cumpliendo órdenes de la Dirección General, y sus coches pasaron de unos convoyes a otros. Esta marejada nos alcanzó a nosotros también, y de resultas el Barítono y yo tuvimos que despedirnos de La Empresa, del Primer Actor y demás veteranos camaradas de nuestra supuesta farándula, para entrar al servicio del correo-expreso de Valencia, que sale de Madrid a las nueve y treinta y cinco minutos, de la noche.

Este cambio de horizontes nos satisfizo mucho, no sólo por el bien fundado deseo de conocer esa huerta valenciana que luce, junto a la seca amarillez del macizo ibérico, como una esmeralda, sino también por la blandura del clima y la suavidad y brevedad del camino: cuatrocientos noventa kilómetros de tierra llana, a nadie asustan.

Como sobre la línea andaluza, El Barítono continuaba rodando delante de mí, y aunque por la menor categoría del tren que ahora servíamos nos habían, quitado el puente que nos ligaba antes, el hallarnos entre unidades desconocidas contribuyó a anudar mejor los lazos de nuestro viejo afecto. Lo que antes nos sorprendió fue el dialecto valenciano, que no tardamos en traducir, y pronto reconocimos que los oriundos de la región levantina es gente muy alegre y decidora, pero sin que esa turbulenta alacridad que les dio el sol excluya de ellos la templanza en las palabras, ni la cortesía. Esto y los incidentes del camino nos proporcionaban abundantes motivos de conversación, y así, mirando y glosando lo que observábamos, entretuvimos agradablemente muchas jornadas.

Más allá de Getafe, donde la vulgaridad oficial se opuso a que el genio de Julio Antonio elevase a Nuestro Señor Don Quijote un monumento, el camino, hasta Alcázar de San Juan, nos era conocido. Luego la ruta se vistió para nosotros de novedad. Sucesivamente vimos pasar, a la luz de la luna y en filar pintoresco, Campo de Criptana, que parecía decirnos adiós con los brazos de sus molinos; los trigales de Socuéllamos y el magnífico encinar que inspiró al hidalgo manchego su discurso a propósito de la edad de oro; Villarrobledo, que de los robledales que la circundan tomó nombre; Minaya, que evoca gestas del Mío Cid; y pasado Albacete, célebre por sus fábricas de armas, Chinchilla, a la que su penal, instalado en un castillo cimero, prende un nimbo amargo; y luego Almansa, antiguo baluarte de la planicie castellana, con su castillo mondo, escueto y blancuzco, como una osamenta, cerca del cual Felipe V, con las manos tintas en sangre austríaca, aseguró sobre sus sienes la corona; y diez y ocho kilómetros después, el caserío de La Encina, rodeado de desolación.

Hasta allí prolonga Castilla su adustez, su secura, su amarillez de viejo rostro hidalgo; pero traspuesto el andén de Fuente la Higuera y los dos túneles que lo siguen, el paisaje varía y pronto la jocunda feracidad levantina empieza a metérsenos alma adentro. Huyen hacia atrás Mogente, la morisca; las ruinas gloriosas de Montesa y Játiba —la Sostabis romana— pueblo romántico y artista, cuna de los Borgia y del Españoleto, en cuyo formidable castillo, que señorea el monte Bernisa, padecieron duro cautiverio los Infantes de la Cerda y el duque de Calabria. De minuto en minuto el paisaje se embellece y los prístinos resplandores del amanecer lo matizan prodigiosamente: bosques feracísimos de naranjos y de granados se acercan al camino y, en las curvas, parecen cerrarnos el paso. A veces, el viajero que extendiese un brazo por una ventanilla, podría tocarlos. Ya el pueblecito de Carcagente, al que sus palmeras infunden un engurrio tropical, quedó atrás; cruzamos el Júcar, y a la derecha mano, desgranando su caserío por las sinuosidades de una quiebra, aparece Alcira, con una gracia y una policromía de acuarela.

A cada momento, mi compañero El Barítono me decía:

—¡Mira…! yo, a mi vez, le replicaba:

—¡Mira…! ninguno de los dos nos fatigábamos de admirar.

Embriaga la luz: a veces, los colores se favorecen y exaltan recíprocamente; otras, se estorban: la tierra, según su calidad, se muestra cubierta de hierbas, o es dorada, o roja, y sobre el suelo abermejado la fronda de los naranjos, de los limoneros, de las higueras y de los almendros, parece más oscura. A un lado y otro de la vía se columbran pueblecitos blancos, con la deslumbrante albura de las nieves arribeñas; y también esas casitas rústicas, de paredes celosamente enjalbegadas y techumbre en forma de capucho, que los valencianos llaman barracas, y dan al paisaje una dulzura criolla. El sol, pintor formidable, trabaja a brochazos ingentes: junto al ramalazo ocre, la mancha púrpura, o la verde, o la añil…; y alrededor de esta huerta que ofusca y ciega, en el confín grandioso, Valencia, la capital, que traza a ras de tierra una línea blanca; los perfiles azules de Sierra de Cullera y Sierra de las Agujas, y el lago, de La Albufera, que parece desvanecerse en el zafiro del mar. El aire es fresco, sano, fuerte, y yo lo aspiro con delicia. Aquel inmenso horizonte es un pulmón.

Corridos los primeros días —siempre expugnables a las emociones—, el Barítono y yo íbamos acoplándonos al medio, y conforme esta, insensible adaptación se verificaba declarábamos el parecido de todos los hombres y lugares en cuanto han de más substantivo, y la esencia cierta del alma universal, tan monótona bajo el proteísmo de sus apariencias, volvía a penetrarnos. Sobre la línea valenciana se repetían las figuras y escenas que vi cuando ambulaba, años atrás, por los caminos de Andalucía, de Galicia, de Asturias y de Hendaya: con superficiales variantes, los cuadros, los individuos… ¡hasta las palabras…! eran iguales; lo que nos demostró que, desgraciadamente, mucho antes de que la vida acabe se extingue en nosotros el interés de vivir…

No pretendo negar con esto la acción educativa y sutilizadora —este es su mejor calificativo— de la experiencia: ella me enseñó a inclinarme para conceder a lo pequeño su mérito; ella agudizó mi sensibilidad y me puso en condiciones de apreciar ciertos episodios que antaño no supe ver. Para decirlo en una palabra: ella me elegantizó, ya que la elegancia, en su esencia, se reduce al don de saber observar. Y al Barítono, que rondaba los treinta años, sucedíale lo propio, pues la Humanidad es un libro tan sabio, tan hondo, que no empezamos a comprenderlo sino después de leerlo varias veces.

Hasta entonces, verbigracia, no reparé en los estudiantes, tipo emigrador que reiteradas veces, y siempre a fines de verano, había pasado junto a mí. Como la golondrina anuncia el estío, el estudiante pregona la vecindad del invierno. Vuelven con él a las capitales de provincia —y especialmente a la Corte— la alegría de las calles, el alboroto de los teatros que se abren de las hospederías y de los cafés; simbolizan los estudiantes el ruido, la esperanza, la risa del Mañana triunfante.

Comprendí el mérito de aquella silueta, por primera vez, en Carcagente, donde nos deteníamos seis minutos. Recuerdo que el estudiante aquel se llamaba Pedro: parecía haber cumplido los veinte años, y tenía el talle flexible, reideros los labios, habladores los salientes y negrísimos ojos, y la tez bronceada por los aires magrebinos de la huerta. Varias personas le rodeaban, entre ellas su padre, que le observaba con enternecimiento tranquilo: era un señor bajito y apacible, que —según le oí decir— sólo estuvo en Madrid una vez, y que creía tener de la vida un concepto exacto. Todas las cosas, hoy unidas —pensaba—, mañana se separarán. Y se encogía de hombros: como él dejó a su padre, ahora su hijo le dejaba a él. ¡Nada más natural, puesto que el olvido corre por las venas disuelto en la sangre…! Pero la madre del mozo no conocía esa resignación, y a cada momento sus viejos ojos, que hacía días no cesaban de llorar, volvían a enternecerse. Pedro miraba al espacio azul, desde donde las golondrinas y los vencejos parecían despedirle con sus ásperos gritos de independencia, y sorprendíale que en su corazón, sediento de libertad, no hubiese dolor.

La máquina silba; nos vamos… El estudiante abraza y besa a su padre, que reprime su dolor pensando: Es preciso. La madre, más impulsiva, le moja el rostro con sus lágrimas y, sin que nadie lo advierta, le desliza en un bolsillo un sobre con dinero. Todos los circunstantes hablan al; mozo y le despiden a la vez, y una lluvia de consejos cae sobre su frente loca como agua lustral. Le recomiendan que escriba, que sea juicioso, que estudie mucho…

Pedro se arranca de aquellos brazos con que el pasado le sujeta aún, y sube a mí. Asomado a una ventanilla agita un pañuelo despidiéndose, al mismo tiempo que de sus familiares, del paisaje, de la iglesia, con sus campanas de voz inolvidable, y de aquellos árboles a cuya sombra leyó tantos libros que le entristecieron hablándole de escenas bellas y remotas. Pedro se sienta, registra en sus bolsillos, y sus dedos tropiezan con un sobre. Sorprendido rompe la nema y aparecen doscientas… trescientas pesetas… Es mi madre —comprende— quien me las ha dado. Pero el destino de aquel dinero no debe de ser grave, pues si lo fuese, ella no se lo hubiese entregado a hurtadillas… y el estudiante comprende que las pobres madres, por inocentes lugareñas que sean, conocen mejor la vida y están más cerca de la juventud que cualquier hombre.

Una explosión febril de júbilo le enajena: al fin va a ver Madrid, la gran cosmópolis, con su Universidad, su Ateneo preclaro, sus coliseos, sus bailes, sus casinos, sus centros todos de sabiduría y de perdición… Y ríe: fuera de aquel tren que le lleva, nada le preocupa. Levanta el rostro, mira hacia el campo, se pasa, una mano por los cabellos…; ante su ambición desbridada todo el mundo le parece un camino.

Otra silueta en la que tampoco había reparado bastante es la del mendigo; perfil muy español, por cierto…

Hemos parado en una pequeña estación castellana; uno de esos apeaderos, casi anónimos, apostados a la entrada de un túnel. La tarde se desmaya: por el espacio azul navegan nubecillas manchadas de carmín y de ópalo; el sol dora la cúpula de la iglesia; un aguilucho, suspendido en la inmensidad luminosa, describe, sin batir las alas, círculos homocéntricos, y su blanca pechuga parece de plata.

En el andén hay un ciego, viejo y alto, sarmentoso; la costumbre de humillarse ante el dolor encorvó su espalda; un pañuelo negro —heredero del turbante morisco— ciñe su frente; viste remendado traje de paño pardo, y cubre con zahones sus músculos cenceños; va descalzo, y sus manos, de dedos nudosos, parecen desesperadas.

—Una limosma, por amor de Dios, para quien ya no ve… —repite orientando hacia el convoy sus ojos muertos.

En el silencio su voz humildosa tiene una cadencia conmovedora, y algunas monedas caen a sus pies. Ante su figura mística los turistas suelen acordarse de los brazos queridos que les esperan, y sus almas experimentan vagamente la superstición de que la buena voluntad del pordiosero puede evitarles algún mal tropiezo. Frecuentemente —¡oh, vergüenza!— una limosna no pasa de ser una cobardía. Ya nos marchamos, ya todas las ventanillas se cerraron. Entonces el mendigo, apoyándose en su báculo, retorna al pueblo, y al verle alejarse considero que si la línea del ferrocarril es una corriente de riqueza, aquel camino que él sigue parece un brazo; el brazo con que la aldea miserable pide limosna a los trenes.

Un año y dos meses trabajé sobre la ruta de Valencia, en la que nada desagradable ni extraordinario me aconteció, y una mañana, hallándome en Madrid, supe que aquella noche El Barítono y yo saldríamos para Barcelona en un mixto y con la tablilla de No admite viajeros. El furgón que me trajo estas noticias —un viejo catalán que yo conocía hacía tiempo— me aseguró que se nos destinaba a la línea de Port-Bou, donde, a la salida del túnel internacional, la furia del viento había descarrilado dos primeras.

Díme prisa en comunicarle al Barítono cuanto acababan de decirme, y su regocijo fue espejo del mío: él también era de origen francés, y, como yo, se holgaba de rever el país natal. Asimismo estimulaba nuestro júbilo el deseo que teníamos ambos de conocer Barcelona, y que ya considerábamos irrealizable porque los expresos que van a Cataluña son los de mejor material —como en la fraseología ferroviaria se dice— y nosotros íbamos siendo viejos.

El día lo pasamos inquietos, temerosos de que alguna contraorden nos volviese a nuestro antiguo derrotero; mas no ocurrió así: a media tarde una máquina-piloto vino a sacarnos del convoy valenciano, que nos vio marchar con envidia, y ya cerrada la noche salimos para la Ciudad Condal.

Este viaje lento, sembrado de paradas interminables y devanado bajo la serenidad tibia de una noche de septiembre, es el más hermoso de mi vida. Lo embellecía mi reposo interior, la satisfacción de no llevar a nadie dentro de mí: mis luces iban apagadas, mis puertas cerradas con llave; todas mis tuberías y mis asientos descansaban también: yo era como una conciencia sin remordimientos, como un corazón sin afanes. De idéntico bienestar disfrutaba El Barítono, y frecuentemente nos sonreíamos y estrechábamos el uno contra el otro, felicitándonos por nuestra ventura.

—Fíjate —decía mi compañero— en que, por primera vez, nuestros dueños nos llevan, nos pasean, sin exigirnos que transportemos a nadie. Somos, pues, verdaderos viajeros.

—¿Te duele algo? —le preguntaba yo.

—Nada: cuando voy muy cargado, sí, suele darme en el segundo compartimiento un dolor que me abate bastante; pero ahora me siento ágil y con ganas de correr, como un muchacho. ¡Si supieras qué elasticidad conservan mis muelles todavía…!

Yo quería al Barítono. Después del Tímido, del Presumido, del Misántropo, de Doña Catástrofe y de los Hermanos Sommier, mis colegas fraternos del expreso de Hendaya, ningún compañero había sabido apoderarse tanto como este de mi amistad; ni siquiera el viejo Dos-Caras, de quien, por quisquilloso y autócrata rancio, anduve siempre un poco distanciado. Por los años en que yo servía sobre la línea de Francia él trabajaba en la de Asturias, y asistió al hundimiento del túnel donde La Tirones y El Tímido hallaron la muerte. Después rodó mucho tiempo por el camino de Galicia con el expreso. Aunque nunca habíamos hablado, El Barítono me conocía de cruzarse conmigo a lo largo de la vía gallega, y, según me manifestó, siempre consideró que la Compañía, al incluirme en un correo, era injusta con un vagón de mi importancia. Estas palabras —¿a qué negarlo?— me halagaban, y en medida igual me predisponían a reconocer las cualidades eminentes de mi camarada. El Barítono se parecía a mí en el elástico vigor de sus movimientos, en la hermosa conformidad de sus perfiles, en su boato interior, en su elegancia… y si no llegué a considerarle idéntico a mí fue tal vez porque mi presunción y mi orgullo —mis dos grandes defectos— nunca me permitieron ver claro en los demás.

Aquella noche, rodando a la cola de un mixto cuya lentitud y torpe manera de frenar nos hacía reír, volvimos a entretenernos mutuamente con el relato de lo que cada cual había visto, y los cuadros y personas que llenaron nuestra existencia ambulante acudieron en muchedumbre. Al cabo reconocimos que, si bien de la misma edad, mi historia era harto más accidentada que la suya, y esto reafirmó el ascendiente que desde siempre ejercí sobre él.

En Barcelona descansamos tres días; allí volvieron a limpiarnos, y después de reconocer todos nuestros mecanismos nos engancharon a la cabeza del expreso de lujo que sale, a las ocho y cincuenta minutos de la mañana, para la frontera. ¿Qué diré de la alegría, plena de juventud, que experimentamos al sentirnos llevar…?

—¡Ya nos vamos, Cabal! —me gritó El Barítono.

—Sí, viejo —repuse—; ya nos vamos, y antes de cuatro horas estaremos en Francia.

Como le pareciese que mis palabras no encerraban bastante calor, exclamó:

—¿No te alegras?

—Sí, que me alegro; ¡mucho…!

En realidad, yo comprendía el cariño a la patria menos que él, y así mi regocijo no igualaba al suyo. Él continuó poniéndole risueñas apostillas a su contento, y hasta me descubrió su esperanza —completamente irrealizable— de rodar algún día sobre los caminos franceses.

—Y si me encuentran viejo —suspiró— que me envíen a un taller de reparaciones y me conviertan en tercera.

—¿Serías capaz —interrumpí enojado— de degradarte hasta ese extremo?

—Yo, sí. Yo, con tal de ver París, lo acepto todo.

Después se quedó triste.

—Oye, Cabal: esto de regresar a Francia, después de tanto tiempo y cuando ya somos casi viejos, ¿no será un mal síntoma?

—¿Síntoma de qué?

—Agüero o anuncio de muerte. Tengo bien observado que numerosas personas que vivieron expatriadas sintieron de súbito el anhelo de volver a su país, y apenas lo satisficieron cuando la muerte les sorprendió… ¡exactamente como si aquel deseo hubiera sido la voz con que la tierra, donde fueron a nacer, les llamase…! Nosotros vamos, venimos… devoramos millones de kilómetros… nos creemos libres… somos como los pájaros… hasta que un día la tierra, nuestra madre nos llama… ¡y hay que obedecerla…! Cuando nosotros, hace mucho tiempo, salimos de Francia, fue por un puente, en medio de la luz y del aire… ¿te acuerdas…? Y ahora regresamos a ella por un túnel, bajo la tierra… Cabal: ¿tú no crees que exista en esto un maleficio…?

No supe qué argüirle, pues parecióme que tenía razón, y una suave melancolía descendió sobre los dos. ¡Morir…! ¿Qué desesperante tiniebla envuelve esa palabra? ¿Morir es descender, irse… o es regresar a la estación de salida…? Un largo momento permanecí silencioso y como traspasado de frío; pero luego el paisaje, con sus perspectivas de hermosa violencia, reanimó mi optimismo. Caminábamos bien: a su hora las estaciones de Gerona, la heroica; de Flassá y de Figueras, cuyo presidio puso un colofón a tantas vidas, quedaron atrás. En seguida el suelo, que ya comenzaba a inquietarse, se enardece, se encrespa furioso, y las primeras estribaciones pirenaicas asoman. La enorme cordillera detrás de la cual España y Francia se atrincheran, azulea más lejos, y sus cimas parecen galopar hacia el Norte.

—¡Los Pirineos! —grita El Barítono.

—Sí —repito emocionado—. ¡Los Pirineos…! ¡No son estos los que yo conocía; sin embargo, con qué gusto los veo…!

Y, desde el cabo de Creus hasta el de Higuer, mi pensamiento va y vuelve. Corremos entre la montaña y la costa, y el mar está tan cerca que, a veces, sus olas rompen espumeantes al pie de la vía. Un poco más y llegamos a Port-Bou, donde nos detenemos media hora; siete minutos después estamos en Cerbère. ¡Francia…! La bandera ha variado; pero yo, que no pienso como El Barítono, creo que, pues todos los trenes —vayan o vengan— han de salir de un túnel, es allí, bajo la tierra, donde la sociedad futura debía sepultar definitivamente el concepto retrógrado de patria. Ese túnel, para mí, es una lección.

Veinte días nada más ambulé sobre la ruta de Bort-Bou. Una tarde, al regresar a Barcelona, supe que había ocurrido un descarrilamiento cerca de Calatayud, y que el expreso de Madrid se reformaba.

A la mañana siguiente, temprano, unos guardavías se acercaron al Barítono y a mí, y les oímos hablar:

—¿Son estos los dos coches que llegaron ha poco de Valencia? —preguntó alguien.

—Sí —repuso otra voz—, y hay que desengancharlos.

Cuando el convoy iba hacia la frontera, El Barítono marchaba delante de mí; a la vuelta sucedía lo contrario, y, por esta circunstancia, yo fui el elegido.

—Nos separan, Cabal —gimió mi compañero.

—Sí, hermano —repuse conmovido— y no imaginas cuánto voy a echarte de menos…

Aquellos hombres desenlazaron las cadenas que nos sujetaban, levantaron el puentecillo metálico que nos unía y se dispusieron a empujarme.

—En este momento —exclamó El Barítono— envejecemos un poco los dos: separarse es morir…

—O disponerse a vivir otra vez —interrumpí animoso—; ¡y más vale creer esto último…! ¡Que seas dichoso, que la ventura te acompañe siempre!

El repuso, magnífico y sacerdotal:

—Que la felicidad marche contigo.

Aquella noche, en el expreso de lujo de las ocho menos once minutos, salí para Madrid. Meses después supe que mi camarada había sido alcanzado y muerto por una locomotora, en Cerbère. ¡Tenías razón, pobre hermano! Tu deseo de volver a Francia era una cita que te daba la tierra.