XXII

Al Barítono, que rodaba delante de mí, le referí por pasatiempo el original idilio que acababa de presenciar.

—¡Dichoso tú! —interrumpió desabridamente—, pues tuviste la suerte de tropezar con gente limpia. ¡Si supieras cómo voy…!

—¿Qué te sucede…?

—No me lo preguntes; estoy como para que me metan en lejía ocho días seguidos.

Le rogué que no mortificase por más tiempo mi curiosidad, y que desembuchase sus cuitas procurando desfigurar la verdad lo menos posible; y dije esto, porque tenía entre nosotros fama merecidísima de fantaseador y embustero.

—Sucede —explicó— que viaja conmigo el tipo más extravagante y gracioso que puedes soñar. Va solo, y cuando se quitó el gabán advertí que iba vestido de smoking. ¿De dónde sale este hombre? —pensé—. Es pequeño y rubio, muy rubio, casi albino; usa monóculo; parece inglés, pero es español, acaso del riñón de Castilla la Vieja, porque, al hablar, ni de milagro se come una letra. Apenas dejamos Madrid, extrajo de un maletín una suculenta merienda, dos botellas de vino de Rioja, otras dos de champagne y un frasco de ginebra. Sirvióse a continuación una copa de Rioja, y con mucha elegancia y enfática ceremonia se puso en pie: «Señores —exclamó dirigiéndose a unos circunstantes imaginarios—: yo agradezco infinito esta comida que la cortesía de todos organizó en mi honor; y lo agradezco tanto más efusivamente, cuanto que el pasar solo esta Nochebuena hubiera sido muy doloroso para mí. Queridos amigos: yo brindo a vuestra salud, y hago votos por que el año próximo, en está misma fecha, volvamos a estar juntos». Llevóse la copa a los labios, bebió parsimoniosamente y en seguida comenzó a batir palmas, tributándose una calurosa ovación. Está ofreciéndose un banquete a sí mismo —pensaba yo— Con empaque correcto y frío y de gentleman, el hombre del monóculo se sentó, desdobló su servilleta y empezó a comer. A intervalos demostraba sostener con los comensales más próximos a él diálogos breves, para lo cual se interrogaba y respondía urbanamente: «¿Otra rodajita de salchichón, marqués?». «Muchas gracias». «¿Una copita de vino, don Eugenio?». «Se acepta, sí, señor; ¡y con mucho gusto!». «Salud, don Eugenio». «¡Salud, señores!». Cada vez que libaba, esto es, de tres en tres minutos, se ponía de pie. No por esto dejaba de charlar. «Para obsequiarme —decía— no podían ustedes haber elegido lugar más a propósito. Este hotel es bueno, la cocina excelente, y desde ese mirador, si hubiese luz, veríamos un paisaje magnífico. Cuando llegué aquí, hace unos momentos, estaba triste; pero ya mi melancolía se desvaneció y dentro del corazón oigo sonar un cascabel. ¡Oh, qué bella es la vida para el hombre que, cual yo, consigue verse a todas horas rodeado de amigos decidores y fraternos!». «¡Bravo!». «¡Viva don Eugenio!». «Mil gracias, compañeros: y, pues las dos botellas de Rioja, rendidas bajo nuestras caricias, yacen exánimes, opino que bebamos Champagne». «¡¡Muy bien!!».

—Con la maestría de un viejo camarero —prosiguió contando El Barítono— don Eugenio, que así debe de llamarse mi huésped, destapó una benemérita botella de Clicquot, sonó una detonación, un chorro de espuma mojó mis asientos y en mi techumbre recibí un taponazo. El hombre del monóculo y del smoking tornó a levantarse: su diestra, que ya empezaba a temblar, sostenía una copa llena de sol hasta los bordes. «¡Señores —exclamó—: con este vino, rubio como las trenzas de María Antonieta; con este vino que lleva en su alegre frivolidad la imagen de lo que nuestra vida debía ser, brindemos por la gloria de Francia!». «¡Hurra! ¡Bravo!». Don Eugenio se inclinó: «Gracias, hermanos: que la borrachera sea con vosotros». Tales disparates los decía muy serio, sin sonreír ni una vez y dentro de la más impecable corrección de ademanes, cual si estuviese, efectivamente, entre personas de su mayor respeto. Esta farsa la prolongó más de una hora: poco a poco se enrojecían sus mejillas, y sus ojos brillantes empezaron a divagar. La embriaguez le invadía y la lengua se le enredaba, como los pensamientos. Olvidado de las sombras que le acompañaban, habló consigo mismo. Le pesaban los párpados y tenía, para levantarlos, que hacer un gran esfuerzo. «¿Quieren ustedes más vino?» —monologueaba—; «¿No…? ¿Por qué…? ¿Nadie responde…? ¿Eh…? ¿Nadie responde…?». Abrió los ojos. «¡Ah…! ¿Todos se han ido…? ¡Cobardes; tenían miedo a emborracharse y se han ido…! Bueno; me es igual. Beberé yo solo: afortunadamente, para hacer de mi cabeza lo que quiero, no necesito a nadie… Venga champagne». Destapó la segunda botella y un chorro de vino le empapó la pechera. «Gracias —continuó—, este frío hace bien». De un puntapié arrojó, hasta el tránsito, la maleta que hasta allí retuvo entre las rodillas y le había servido de mesa. «¡Se acabó el banquete! —exclamó—; ya no estoy en un hotel, sino en mi casa; una casa que se mueve, que está borracha, como yo… ¿Qué hora será?». Con mucho trabajo halló su reloj. «Las once y cuarenta minutos. ¡Bravo…! A las doce iré a la Misa del Gallo». Este propósito echó raíces en su espíritu, y lo repitió cien veces. Permanecía sentado, y mis traqueteos, que yo procuraba fuesen rudos, le zarandeaban sobre sí mismo con mucha gracia: tan pequeñito, tan rubio, con los carrillos encendidos, el monóculo, la corbata ladeada y vestido de smoking, parecía un muñeco. Al intentar servirse otra copa de champagne, se apercibió de que la botella estaba vacía. «¿También tú has muerto?, exclamó». La inspeccionó al trasluz; la agitó en el aire, y su silencio le convenció de que no quedaba champagne. Entonces, con un gesto triste de desengaño, la tiró al suelo. «Vete —gruñó—, no te necesito; perdiste tu alegría; estás más seca que un corazón. Pero no creas, ingrata, que estoy solo: mira, me acompaña este… —empuñó el frasco de la ginebra—; ¿qué te habías figurado…? ¿Que iba a serte fiel…? ¡Nunca…! Hay muchas bebidas, como hay muchos amores. ¡Cambiemos… renovémonos…! Nuestra vida no puede reducirse a adorar en una sola mujer, ni a beber una sola clase de vino; la vida es una suma… —reía—: Una suma de amores y de botellas». Quedó silencioso y como amodorrados unos minutos; de súbito le vi recobrarse. Miró su reloj. La idea de ir a la Misa del Gallo le obsesionaba. Inmediatamente cogió el frasco de la ginebra. «Yo también —barbotó— sé rezar… aunque a mi modo, Jesús mío: por tu divina tontería de querer redimirnos». Llevóse el frasco a la boca y trasegó un buen buche. «Por los azotes que recibiste atado a la columna». Otro buche. «Por las tres caídas que sufriste en tu calle de Amargura». Tercer buche. «Por la corona de espinas que te pusieron». Nuevo trago. «Por la herida de tu costado». Otro, y van cinco. De repente se desplomó sobre el asiento, el frasco cayó al suelo y la poca ginebra que quedaba en él me la bebí yo. El pobre hombre empezó a llevarse las manos a la cabeza; estaba lívido. «Qué mal me encuentro —balbuceaba—, me duelen las sienes, tengo náuseas… parece que voy a morirme». Mis zarandeos agravaban su padecer. Comprendí que el calor contribuía a marearle y que intentó incorporarse para abrir una ventanilla; pero el desdichado no podía moverse. Levantó la cabeza y sus ojos agónicos fueron de un lado a otro, buscando quizás el timbre de alarma. En mi vida fui testigo de una borrachera más ejemplar. Yo no cesaba, ni un instante, de mirarle la boca… ¡ya supondrás por qué…!

El pobre Barítono hizo un gesto de asco, que me removió las entrañas.

—¡Cállate! —interrumpí.

—Hasta que las arcadas que sufría produjeron su efecto natural. ¡Maldita sea mi suerte…!

—Motivos tienes para renegar y darte a los diablos, compañero —le repliqué—; pero reconoce que un tipo que tiene el humor inglés de endosarse un smoking para ofrecerse a sí mismo un banquete en un vagón de ferrocarril, es extraordinario.

—Conformes; más si lo que te he contado te sucede a ti, que eres tan limpio, revientas de rabia. ¡Si le vieses ahora!

—¿Qué hace?

—Duerme. Se ha caído del asiento y yace en el suelo, sobre un charco de vino. Parece una vasija rota…

Así charlando acabamos el viaje, y cuando a las ocho y minutos de la mañana La Sabrosa nos dejó en la estación de Sevilla iba ya tan cansado que, apenas los mozos encargados de mi limpieza terminaron de barrerme y fregarme, cuando me quedé sumido en sueño profundísimo. Un empujoncillo del Barítono me despertó nueve o diez horas después; era de noche y me sorprendió ver en uno de mis departamentos de cabeza un viajero acostado; me sorprendió porque aún faltaban dos horas, lo menos, para la salida del expreso, y advertí que, según costumbre, todas mis puertas estaban cerradas. ¿Cómo entonces aquel individuo pudo meterse allí…?

Será algún empleado de la Compañía —pensé—. El recuerdo de lo que el Barítono me había referido la víspera, y la circunstancia de hallarnos en la fecha subsiguiente a la de Navidad, me movieron a sospechar que aquel intruso estuviese borracho.

Bien podía suceder —me dije— que fuese amigo del inspector, y este le hubiese encerrado a dormir aquí.

Aquel hombre hallábase tendido en el asiento contrario al lado de la máquina —hago hincapié en este detalle por ser esencial—; era delgado y de corta estatura; llevaba pantalón negro y botas de charol, nuevecitas, y la cabeza perfectamente escondida entre la visera de una gorra de viaje, que debía de estarle muy grande, y el cuello levantado de un gabán de color gris. Lo que antes hirió mi atención fue que tuviese ambas manos sepultadas en los bolsillos del abrigo. Había en aquel hombrecito algo de muñeco. Después de observarle un rato, mi atención, como sucede siempre que creemos haber examinado bastante una idea u objeto, se distrajo y comenzó a mariposear sobre todos los pequeños incidentes que a mi alrededor se producían.

Empezaban a llegar viajeros, y yo estaba cierto de que, como otros años, el pasaje sería reducidísimo. Enfrente de mí había un caballero de aspecto distinguido y atrayente, pero que tenía cara de muerto. Quiero decir, que su rostro, grave y amarillo, inducía a pensar en la muerte, al igual que otros semblantes, por una u otra razón, mueven a pensar en la vida. Este hecho es innegable. A cada rato oímos decir:— Fulano ha muerto. Y la noticia no nos sorprende; la hallamos natural, porque ya, de siempre, en nuestra imaginación, le habíamos visito difunto. En cambio, nos dicen:— Mengano falleció anoche… Y nos negamos a creerlo, porque en Mengano todo era fuerza, risa, expansión… En esto mi espíritu observador pocas veces falla. Yo, por ejemplo, veo pasar a un individuo con el sombrero puesto, y, sin saber por qué, me digo: «Ese señor debe de ser calvo». O bien: «Ese señor debe de ser tartamudo»… Y, ¡casualidad extraña!, nunca me equivoco.

Pues bien: el señor de la cara de muerto, que largo rato había permanecida en el andén como esperando a alguien, que al cabo no llegó, un minuto antes de partir el expreso trepó a mí, seguido de un mozo que resoplaba bajo dos pesadísimas maletas, y fue a instalarse en el compartimiento donde el hombre de la gorra continuaba dormido.

—Buenas noches —dijo al entrar.

El mozo, con mucho esfuerzo, colocó el equipaje sobre una de mis redecillas, que gimió, y se fue. Casi al mismo tiempo, apareció el interventor.

—Si el caballero no está bien aquí —dijo— puede pasar a otro departamento: el coche va casi vacío.

El interpelado repuso:

—Muchas gracias.

—Seguramente en otro lado cualquiera iría usted mejor.

El viajero acaso iba a ceder; lo leí en su rostro; pero miró su impedimenta, consideró su peso, e instantáneamente se reafirmó en su intención de no moverse. Además, hacía frío; mucho frío…

—Gracias —dijo—, aquí no somos más que des personas y podremos dormir bien.

El interventor parecía indeciso, y renovó su oferta.

—Viajar solo siempre es agradable. Las maletas, si usted me autoriza, puedo transportarlas yo mismo…

Su porfía empezaba a molestarme, tanto más cuanto que aquel hombre, de rostro traicionero, y oscuro, siempre me había sido antipático. Mi huésped, irritado también, le replicó muy seco:

—Prefiero quedarme aquí.

El interventor se marchó, para regresar a poco con una tablilla, que decía Alquilado, y que colocó a la entrada del compartimiento.

—De este modo —explicó— podrán ustedes descansar, seguros de que nadie ha de molestarles…

Para corresponder a tanta fineza, el viajero quiso darle un duro, pero el interventor se negó a aceptarlo; y después de picar el billete del señor de la cara de muerto, se marchó, sin pedirle el suyo al hombre de la gorra. ¿Por qué? Esto me inquietó, y como no hallase la explicación que buscaba, volví a pensar:

Serán amigos

Transcurridos unos minutos, empecé a sentir que, a pesar mío, el hombre de la gorra me preocupaba. ¿Cómo dormía tanto? Mi correr tronitronante le sacudía extrañamente; sus brazos, sus piernas, parecían rotos. Pero lo que más encandilaba mi curiosidad era su rostro invisible, con el mentón apoyado y cual ahincado sobre el pecho. Contribuía a aguijar mi sobresalto la frecuencia con que, a cada momento, el interventor, o un ruta —que prestaba servicio en otro coche—, o los dos, recorrían mi tránsito. ¿Qué buscaban allí…? Y en sus ojos mi sagacidad descubrió un terror, una angustia. También al viajero de la cara de muerto le chocó aquel ir y venir insólito.

—Me espían —pensó.

Las estaciones de Guadajoz, de Lora del Río, de Palma y de Posadas, habían quedado atrás. El interventor, al fin, se marchó a hacer la requisa de billetes; el ruta también se fue. Yo empecé a tener miedo: adivinaba la vecindad de algo inexplicable, la secreta presencia de una amenaza. Me dije: Este hombre, con cara de difunto, es un aojador.

Hasta que, de súbito, ocurrió lo que yo vagamente esperaba. En una curva, la inercia arrancó al pasajero del gabán gris del asiento y lo tiró al suelo: con el gachapazo, la gorra se le fue hacia atrás, y las manos se le salieron de los bolsillos. Las tenía amoratadas, convulsionadas, tumefactas, y el rostro horriblemente maquillado por la asfixia. Aquel hombre no estaba dormido ni borracho, sino muerto: le habían estrangulado.

Al verle caer así, con ese ruido turbio y esa pesadez que sólo tienen los cadáveres, el viajero de la cara de muerto lanzó un grito y se puso de pie; su semblante, convertido bajo el imperio del terror en espantosa máscara, era indescriptible. ¡Ah, cuántos fotógrafos hubiesen querido retratarle…! Yo, que le espiaba, paso a paso seguí las mutaciones rapidísimas, más breves que segundos, que experimentó su espíritu. Su primer movimiento fue precipitarse sobre el timbre de alarma; pero, en el acto, casi sin transición, se arrepintió. Se vio detenido, envuelto en un proceso resonante, acusado, tal vez, de homicidio… Y tuvo miedo. El infeliz miraba al difunto como si él, realmente, le hubiese asesinado: su mandíbula temblaba, los ojos, horripilados, se le salían de las órbitas. ¿Qué hacer…? Una idea folletinesca le iluminó el cerebro. El expreso acababa de salir de la estación de Córdoba, y antes de volver a detenerse transcurriría cerca de una hora. Rápido el señor de la cara de muerto se asomó al pasillo para cerciorarse de que allí no había nadie; inmediatamente regresó a su departamento, abrió una ventanilla, cogió el cadáver y, a empellones, lo precipitó a la vía. Levantó en seguida el cristal, se sentó y aparentó leer en un libro.

En aquel instante reaparecían el interventor y el ruta, y aún me estremece la lividez espectral que les desfiguró al encontrar solo al viajero de la cara de muerto. Les vi apoyarse al uno contra el otro, temblando, y sus labios se tiñeron de violeta. Sus piernas se doblaban. Querían hablar, y la voz les faltaba.

Estos son los que han matado al hombre de la gorra —pensé.

Por su parte, el viajero de la faz mortuoria, los miraba de hito en hito, casi tan asustado como ellos. Al cabo, el interventor, aunque ahogándose, pudo balbucear:

—Señor… ¿El caballero que iba aquí…?

El interpelado repuso fríamente:

—No sé; salió hace un momento…

Al oír estas palabras, que envolvían algo sobrenatural, los dos miserables, seguros de hallarse en presencia de un milagro, se retiraron sin contestar.

Al otro día, los periódicos de la noche dijeron que un millonario argentino, recién desembarcado en Cádiz y que se dirigía a Madrid, fue robado y asesinado en el expreso de Sevilla durante el trayecto de Córdoba a Montoro, y que los criminales habían lanzado el cadáver a la vía.

Nunca la pobre Justicia supo más.