En unas revistas ilustradas olvidadas sobre mis asientos, he leído artículos laudatorios acerca de la última obra del escultor montañés Pendro Juan, el cual, cuando yo trabajaba en la línea de Hendaya, viajó diferentes; veces conmigo hasta Miranda de Ebro, y de cuyo rostro aguileño y palidísimo, flaco, como consumido por las brasas de sus ojos extraordinarios, recuerdo muy bien. Los críticos celebraban con un ahínco que acreditaba la sinceridad de sus elogios, la expresión, la emoción palpitante, la elasticidad de carne viva —palabras suyas— que el artista genial trasmitía a la piedra…
Sin duda todos aquellos ditirambos eran justos, y yo los aprovecho para fortificar lo que en diversos pasajes de este libro expuse a propósito de las vibraciones de inteligencia, de voluntad, de memoria y de sensibilidad física, que el hombre comunica a cuantos objetos le acompañan habitualmente. Si un escultor, por ejemplo, con sólo el esfuerzo de su inspiración y de sus manos, infunde a un pedazo de mármol el calor de su alma, ¿cómo negar esa constante y certera transfusión de alma —llamémosla así— con que a lo largo da los años las personas, soslayadamente, vivifican sus trajes, sus muebles y las habitaciones en que habitan? Sin maliciarlo el hombre divide su tesoro vital en dos partes, de las cuales se reserva la mayor, y la otra, que se le escapa por los ojos, y par la punta de los dedos y con el calor de su propio cuerpo, es la que reparte, la que difunde alrededor suyo y queda adherida a las cosas. He ahí el por qué los trajes recién salidos de las sastrerías son fríos, por bien confeccionados que estén; y por qué las novelas autobiográficas, por sencillo que sea su argumento, apasionan más y obtienen mayor número de lectores, que las imaginadas, fruto exclusivo del arte y de la inventiva de su autor. Esta vida adquirida, esta vida pegadiza gracias a la cual siento y hablo, donación subconsciente es de los hombres, y si, ellos lo supiesen sus escritores comprenderían que la historia, por ejemplo, de un billete de Banco, que pasó por millares de manos y pudo servir así para pagarle das medicinas a un enfermo como para comprar a un asesino, bien merece los honores de ser llevada al papel. Diré más: estos libros de Memorias son, por su misma índole y composición, más difíciles de escribir que las novelas; agotan, porque en cada novela sólo hay un argumento y uno o dos protagonistas, mientras en una existencia tan agitada como la mía, en cada nuevo personaje que aparece surge un nuevo protagonista y con él, quizás, un nuevo enredo. Un libro de Memorias equivale a una sucesión de novelas.
En mi biografía hay millares de meses tediosos, absolutamente idénticos, que no hubiese querido vivir; pero, afortunadamente, de cuando en cuando la aventura, la divina bruja de los ojos verdes, me miraba, y su roce era tan eficaz, tan excelso, que aunque sólo durase horas bastaba a consolarme de mi fastidio de varios años. Acordándome de aquellas muchachitas que, cuando yo rodaba sobre la línea de Galicia, salían a verme a los andenes del tránsito, yo pensaba:
Me parezco a ellas en lo de esperar; ellas aguardaban todos los días la visita de lo extraordinario, y yo también. Yo soy, dentro de mi esfera, como una pequeña estación en donde, tarde o temprano, el tren de lo imprevisto se detendrá un minuto…
El hada Sorpresa, tacaña por temporadas hasta la sordidez, tiene a ratos prodigalidades excesivas. Su alma es histérica, ilógica, y, por lo mismo quizás, adorable. Ora no da nada, ora da muchísimo; ¿pero si repartiese sus dones más proporcionalmente, no nos parecerían menos sabrosos…?
Los dos hechos que voy a narrar se desarrollaron, uno a continuación del otro, desde la noche de un veinticuatro de diciembre —es la segunda Nochebuena notable que recuerdo— y la mañana del día veintiséis: el primero es un episodio lírico, plácido; un dueto al par sensual y romántica que, si terminó conforme sus mantenedores se obligaron delante de mí a desenlazarlo, reducido quedó a un bellísimo cuento; pero que si tuvo segunda parte, sirvió de primer capítulo a una novela cuyo desenlace ignoro. El otro episodio es un enredo trágico, una cabriola siniestra, una visión de pesadilla: aquel era blanco; este negro; aquel tenía el color de los azahares nupciales, y este el tono oscuro de la sangre coagulada. Aquella vez a la aventura —artista portentosa— le bastaron treinta y seis libras para hacer un Rembrandt.
Salí de Madrid, como todos los años me sucedía durante las festividades navideñas, con escaso pasaje. No llegarían mis ocupantes a ocho. En mi segundo departamento viajaban una mujer y un hombre: yo les había oído hablar en el andén; él se hallaba próximo a mí, alquilando una almohada, cuando ella le abordó para preguntarle:
—Caballero… ¿puede usted decirme si este es el tren de Almería?
Tenía una voz dulce, armoniosa; una voz húmeda… —no acierto a calificarla mejor—; una voz idílica, hecha para hablar de amor y decirle al deseo que sí…
Clavó él en la desconocida una mirada huida, hambrienta, de gavilán; un mirar con el que la desnudó y la palpó y la registró, por igual, el cuerpo y el alma.
—Sí, señora; este es el tren…
Y añadió afirmativo:
—Tomaré una almohada para usted.
—Bien, muchísimas gracias…
Buscó apresuradamente su portamonedas para abonar el importe de aquel ofrecimiento, pero él ya había pagado.
—Es igual —dijo con una sonrisa y un ademán elegantes—; ¡es igual…!
Uno tras otro subieron a mí, y él, personalmente, colocó primero las maletas de su compañera de viaje, y luego las suyas, en mis redecillas. Ella parecía agradablemente impresionada, al par que cohibida; la eficaz devoción con que era servida la colocaba, por agradecimiento, en un cierto estado de inferioridad ante aquel caballero lleno de iniciativas oportunas. Claramente yo leía, en su alma. Pensaba: Yo me iría a otro coche porque este señor se inmiscuye demasiado en mis asuntos, pero como le debo el alquiler de la almohada… ¡Y es simpático…! Lástima que me mire así, como si quisiese comerme…; aunque es posible que lo haga sin segunda intención. En fin, si así no fuese, siempre hallaré modo de pararle los pies…
Fluctuaba la edad de la viajera entre los treinta y los treinta y cinco años: era trigueña, ojinegra, antes abastada que escurrida de formas, vestía esmeradamente, parecía presumir —y a fe que podía hacerlo— de tener la pierna linda y el pie menudo y bien calzado, y era, en suma, lo que por estilo conciso y pintoresco el pueblo español denomina una real moza.
Él, flexible, alto y correctamente trajeado, aparentaba igual edad, y sus manos pulidas y su semblante aguileño, prematuramente fatigado, hablaban de un pretérito aristocrático. No parecía, sin embargo, enfermo de desgana, por cuanto en seguida prendió y mantuvo el fuego de la conversación con privilegiada elocuencia, orientando el diálogo hacia donde quería, y expresándose con franqueza y acierto desusados.
—¿Me dijo usted que iba a Almería? —preguntó.
—Sí, señor. ¿Usted también?
—No, señora: yo debía ir a Huelva…
Ella hizo un gesto vago; no comprendía cómo un tren que fuese a Almería pasase por Huelva, o viceversa; creyó haber entendido mal. Él sonreía en silencio, dando tiempo a que su colocutora se percatara de su hilaridad y se extrañase de ella. Así fue: la joven, curiosa, indagó:
—¿De qué ríe usted?
—De una pequeña travesura que he cometido y usted inmediatamente me perdonará. Usted sabrá que la línea de Almería y Granada arranca en la estación de Baeza…
Ella movió la cabeza afirmativamente, y con la ansiedad de la explicación que esperaba su rostro parecía más bello.
—El tren en que vamos —prosiguió el viajero— pasa por Baeza a las tres y cuarto de la madrugada, y el de Almería no sale hasta las nueve o las diez…
—¡Qué horror…!
—El tren que debió usted tomar no era este, el expreso de las ocho y veinte, sino el correo que sale cuarenta minutos después, a las nueve, y llega a Baeza a las seis y media. Hubiera usted podido dormir cómodamente en él hasta esa hora, y así la espera hasta el momento de tomar el correo de Almería habría sido más corta.
Ella, un tanto molesta, replicó:
—¡Naturalmente…! ¿Por qué no tuvo usted la bondad de explicarme todo eso cuando aún era tiempo?
—Por egoísmo.
—No le comprendo.
—Por egoísmo, sí, señora: por no privarme del placer de viajar con usted.
Hallábanse sentados frente a frente, y podían mirarse bien a los ojos.
—¡Caballero —exclamó la joven embridando mal su despecho— en el fondo de esa galantería no hallo más que una impertinencia inexcusable!
Se había puesto roja y, como antes la ansiedad, ahora la hermoseaba el despecho. Él contestó con una naturalidad desconcertante, por lo sincera:
—No se enoje usted conmigo, porque sería inútil. Todo cuanto está sucediendo y ha de suceder esta noche, es inevitable. Medite usted en el alcance de ese concepto, según los casos, divino o maldito: lo inevitable. Señora: no por la fuerza de mis manos, que antes me cortaría que emplearlas en contra de usted, sino por dictados de la simpatía que ya existe entre ambos, y que es la más irrecusable de las órdenes, ni usted estará mañana en Almería, ni yo llegaré mañana a Huelva.
Ella inquirió, atónita:
—¿Por qué…?
—Porque usted misma, dentro de un rato y en virtud de una maravillosa revolución que ya está verificándose en su alma, sentirá, como yo, la necesidad de abrir en nuestros respectivos viajes un paréntesis de veinticuatro horas. Sobre la realidad monótona de esos rincones provincianos adonde nos dirigimos, acaso más que por nuestra propia alegría para repartir alegría entre los seres que nos aman, está el ensueño, la casualidad novelesca de habernos encontrado.
Ella, a la vez escandalizada y seducida, creyóse obligada a protestar en nombre de su honestidad; pero él, por momentos más apremiante y buen tracista, la redujo a silencio:
—¿No juzgaría usted desfavorablemente —decía— a quien, después de comprar un billete de teatro, no fuese a ver la función? Pues he ahí el caso de quien, teniendo un billete para el teatro de la Vida… ¡no entra en la vida…! Y usted; desde que cruzamos las primeras palabras, tiene un billete para ese teatro; se lo dio la madre Aventura… la mejor de las madres… ¡aprovéchelo usted…! Créame; cuando, la casualidad ríe junto a nosotros, debemos imitarla…
Repelió ella estas teorías con vigor, pero yo, que leía en su conciencia, me maravillaba de la ninguna fe de sus opiniones, y de la rapidez con que su gaitero colocutor la había ganado la voluntad. Tan fue así que, una hora más tarde, el diálogo había cambiado el grave entrecejo de la polémica por la sonrisa pícara del coqueteo, y enfrentábamos Castillejo cuando ella y él, sentados ya el uno al lado del otro, se apretaban las manos con una vehemencia que aceleró el latir de sus pulsos. Verdaderamente el galán, sabiendo mostrarse con oportunidad alegre o melancólico, optimista o desengañado, era un emérito cazador de almas.
—Todo nos acerca —insistía— y, más que la soledad, el misterio lleno de intimidad familiar, de la Nochebuena. Es la noche en que todos se abrazan, en que nadie, ni aun los más infelices están solos…; la noche que los hijos calaveras aprovechan para volver a su hogar y ser perdonados… Y por eso, por ser esta noche de perdón, usted escuchó mis ruegos misericordiosa. Acompañémonos, defendámonos mutuamente de la soledad… ¡abriguémonos contra el espantoso frío de no ser amados por quien quisiéramos serlo…!
Hizo ademán de escuchar, y unos segundos permaneció así, el cuello erguido, las pupilas fulgentes; y agregó misterioso y festivo:
—¿Oye usted lo que dice el vagón…? En este momento nuestro coche corre con un traqueteo trisílabo, y en esos tres tiempos de su marcha yo percibo distintamente las tres sílabas del imperativo más dulce: Quié-re-le… Quié-re-le… El vagón aconseja a usted quererme; no se lo aconseja; se lo manda… Quié-re-le… No piense usted ni un instante en desobedecerle, porque podría irritarse y descarrilar. ¡Oi-gale…!
La tercería que el diestro embaucador me achacaba en su amoroso pleito me hizo gracia, y desde luego le deseé la victoria. Divertida y risueña, la joven escuchó también. Luego exclamó:
—¡Es cierto…! Ya le oigo… ¡Ah, es maravilloso…! pero me ordena todo lo contrario de lo que usted supone; usted ha traducido mal… Usted percibe tres sílabas y yo distingo cuatro… El vagón dice: No le cre-as… No le cre-as… No le cre-as…
Él se inclinó sobre las manos que la deseada tenía cruzadas a da altura del pecho, y, lentamente, devotamente, con unción mística, las besó. Volvió a incorporarse, acercó su rostro al de ella y mirándola intensamente a los ojos:
—El vagón dirá —murmuró— lo que tu corazón quiera hacerle decir; porque todas las interrogaciones y todas las respuestas de la vida están en nuestro propio corazón. Fuera de nosotros no hay nada. Cuando tú crees que el mundo te ha dicho algo, es que tu alma se ha contestado a sí misma.
La joven no respondió, y toda su belleza se cubrió de melancolía, circunstancia que juzgué buenísimo agüero para él, pues nada ácimo la melancolía mulle las camas que luego deshace el amor. Hubo una corta tregua. ¿Qué hacía ella…? ¿Soñaba… escuchaba…? Al fin, lánguidamente, con aquella su voz suave de derrota, de entrega, que tanto me había impresionado, y como hablándose a sí misma, murmuró:
—Usted tenía razón: el vagón dice: Quié-re-le… Quié-re-le…
Y cerró los párpados, que él, férvido, se apresuró a besar. Cerca de un minuto permaneció así, sumido en el éxtasis de aquella felicidad. Después, sin apartar los labios de donde tan a su gusto los tenía apoyados, preguntó:
—¿Oyes bien lo que el vagón te manda?
—Sí —replicó ella reclinando su cabeza enajenada sobre el pecho del hombre—; antes no le oía… pero ahora sí…
—¿Por momentos le comprendes mejor, verdad…?
—Mejor —repitió—, mejor… Creo que ya toda mi vida he de estar oyéndolo…
Y, feliz de| sentirse vencida, y como para agradecerle el bien que la hizo limpiando su alma de escrúpulos, le echó al cuello los brazos.
El expreso acababa de detenerse, y ante los coches apagados y herméticos, una voz indolente pregonaba:
—¡Alcázar de San Juan…! ¡Cambio de tren para las líneas de Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia…!
Íbamos, como en la jerga ferroviaria se dice, a la hora; eran las once y diez. El enamorado habló, susurrante:
—Todo parece caminar al compás de nuestro deseo. Nos quedaremos en Valdepeñas, adonde llegaremos a las doce menos cinco. Inmediato a la estación hay un hotel. Aún podemos ir a la Misa del Gallo… y completar así nuestra Nochebuena… una Nochebuena que recordaremos toda nuestra vida.
El convoy volvía a moverse, y el estremecimiento que tuve al arrancar restituyó a la Seducida la conciencia de sus deberes.
—¿Qué dice usted…? ¡Yo no puedo quedarme en Valdepeñas!
Parecía despertar de un letargo profundo, y había espanto en sus ojos. Él indagó, sereno:
—¿Por qué…? ¿No quieres…?
—Sí; querer, sí quiero… Pero es que en Almería está aguardándome mi…
No concluyó la frase, porque él, rápido, con una mano la cerró la boca.
—¡Calla! —suplicó—; pues no quiero saber quién te aguarda. ¿Son tus padres…? ¿Tu marido…? No necesito saberlo… ni tú debes decírmelo. Pero considera que esas personas, a quienes con un telegrama puedes tranquilizar, te aguardarán siempre… ¡Abarca bien la significación de esa terrible palabra: siempre…! Mientras la aventura que yo te ofrezco no espera, porque sólo es un sueño…; un bello sueño que se desvanecerá con esta noche; mi amor es como esos encantamientos de los cuentos de hadas, que se rompen no bien el día despierta…
Elle le miraba asombrada; no le comprendía.
—¿Y después? —interrogó.
—No entiendo: ¿qué significa ese después…?
—Más adelante, ¿cómo haríamos para vernos…? Usted me dijo que iba a Huelva: ¿reside usted allí?
—No pienses en eso: que no te interese saber dónde yo vivo, como a mí no debe interesarme dónde habitas tú: Huelva, Almería, Madrid… ¿qué importa, si nuestra noche de hoy no ha de repetirse nunca y si jamás volveremos a saber el uno del otro…?
Calló unos instantes, sinceramente entristecido, tal vez. Les hermosos ojos negros de la deseada se habían humedecido.
—¡No volver a vernos! —suspiró.
—Nunca —afirmó él—; porque en eso… ¡sólo en eso…! estriba el secreto de amarnos siempre. ¿No reconoces que, entre todas las personas que llenan tu biografía, te sientes, como yo, un poco sola…? Lo cual significa que ninguna logró acercarse completamente a tu alma. ¿Qué adelantaría yo, por consiguiente, informándome de tus ocupaciones, y de con quién habitas, y de todo ese fárrago de monotonía, de tristeza, de prosa, en fin, que pinta de gris tu vivir cotidiano? Si a mí sólo me cautiva tu espíritu, ¿a qué preocuparme de cuanto permanece fuera de él…? Haz tú lo mismo. Yo no quiero, óyelo bien, no quiero saber nada de ti, ni siquiera tu nombre, porque el nombre es una materialización del alma; algo que la vulgariza, que la ensucia un poco; y, además, porque llegando a mí y marchándote sin quitarte el antifaz del anónimo, no ofenderemos a las personas que, a su modo, te aman. Date a mí esta noche, que más adelante en el ingrato filar del tiempo no llamaremos Nochebuena, sino Noche-única; y mañana, en trenes distintos, huyamos el uno del otro.
Seguía ella sin interpretar bien lo que el desconocido la proponía: pero su corazón, impulsivo y sentimental, ya le amaba.
—Te quiero —balbuceó—, te quiero , dueño…
Su violenta confesión tuvo más de sollozo que de alegría. Él replicó:
—Nos querremos siempre, y voy a explicarte la razón. Du desde tu primera juventud, ¿no acariciaste la alegría de pertenecer a un hombre que te adoraba y en quien tú adorabas?
La ingenua exclamó:
—¡Es cierto!
—¿Tenía un semblante determinado ese hombre?
—No…
—¿Cómo se llamaba?
Ella repuso, sorprendida de cómo aquel breve diálogo esclarecía su comprensión, todavía remisa:
—No lo sé; nunca le puse nombre.
—¿Ves…? Luego, si jamás tuvo cara ni nombre, ¿por qué no sería yo…? Y eso, puntualmente, me sucede contigo. Si, dóciles a la universal rutina, nos dijésemos nuestros nombres, en el acto tendríamos un punto de semejanza con los millones de mujeres y de hombres tocayos nuestros; mientras que, manteniéndonos innominados, tú siempre serás para mí Ella… ¿comprendes…? la Sin nombre… la Única…, y yo, para ti, igual…
Desfallecida, emborrachada por el pique novelesco de aquella aventura, la joven repetía:
—Lo que tú quieras… decide tú…
—Mañana, después de haber sido muy dichosa, ¿tendrás resolución para irte…?
Y, como no obtuviese respuesta, añadió:
—Bien; así me gusta; no te pesará… porque más adelante, cuando tu experiencia madure, reconocerás que el más esforzado amor dura menos que nuestra breve vida, y es con relación a ella —¡oh, dolor!— como un traje que nos hubiesen cortado pequeño…
Estábamos en Valdepeñas. Una voz anunciaba:
—¡Valdepeñas…! ¡Un minuto…!
Instantáneamente los dos enamorados se levantaron acelerándose en recoger sus equipajes.
—¿Oyes? —exclamó él triunfante—: La felicidad pasa, y para llevarnos consigo nos otorga un minuto. ¡Lo justo…!
Bajaron al andén y les vi dirigirse, con andar célere, hacia la puerta de salida de la estación.
A lo lejos, en la oscuridad fría y estrellada de la noche, las campanas volteaban felices anunciando que Jesús había abierto los ojos…