XX

Los diarios de Sevilla informaron a sus lectores de que la víspera, y por efecto de una maniobra inhábil, el expreso de Madrid había salido con cerca de media hora de retraso; pero en el fárrago de hechos que rellenan la vida cotidiana el suceso escapó inadvertido, lo cual no me extrañó, pues los hombres creen que la vida consciente no se extiende más allá de ellos mismos. ¡Ah, Si supiesen leer sólo un poco…! en el Misterio, hubieran reconocido que lo que creyeron choque fortuito de dos vagones, era un desafío.

Efectivamente, el tiempo, lejos de suavizar las asperezas de mis relaciones con El Majo, las había hecho más vidriosas y difíciles. Acostumbrado a ejercer hegemonía despótica sobre el convoy, mi enemigo no aceptaba que yo le tratase de igual a igual, y sin otras consideraciones ni reverencias que las mismas, exactamente, que él me tributaba; yo, por mi parte, no le consentía la menor insinuación autoritaria; éramos de la misma fuerza y de temple parecido, y, fatalmente, teníamos que pelear. No perdía ocasión de hostilizarme: en las estaciones del tránsito paraba súbitamente, para que yo me lastimase contra él; en las cuestas arriba se dejaba ayudar por mí, y una noche, cruzando Despeñaperros, intentó lanzarme fuera de la vía en una curva. La cobardía de su traición me encendió la cólera, y arrastróme a decirle los peores insultos.

—Eres —le dije— un majadero y un villano, y hemos de matarnos.

—Iba a proponértelo —repuso muy engallado.

—Pues en la primera ocasión será, y poco he de poder si no te expulso del convoy.

Estábamos, pues, desafiados, y pendientes del lance todos los coches. Hasta las máquinas supieron la noticia, y huelga añadir que unánimemente las simpatías se hallaban de mi parte. Era seguro que El Majo, profesional de la baratería, no me tenía miedo; pero tampoco me lo inspiraba él a mí, y si ya no habíamos liquidado cuentas fue por ausencia de ocasión. Presentóse esta al cabo en la estación de Sevilla, una tarde, con motivo de un sleeping que, por averías, debía ser retirado del expreso.

Sucedía que cuando La Sabrosa andaba de maniobras, bien porque tuviese que beber agua o proveerse de carbón, o ayudar a empujar algún mercancías, siempre iba sola; esto era lo frecuente. A veces, sin embargo, llevábase consigo al primer furgón, y también al Negro; y así yo siempre me quedaba quieto y unido a la cola del convoy. En la tarde a que me refiero el mozo que acudió a fraccionarnos, bien por equivocación o porque así se lo hubiesen mandado —me inclino a creer lo primero— en vez de separarme del Negro, según solía, me apartó del Majo, y así nos proporcionó la oportunidad de pelear que tanto ansiábamos, pues nada se parece a la sed, ni hace mejores migas con el insomnio, que el deseo de venganza. Mientras nos desunían, mi rival me advirtió:

—Pues te corresponde la ofensiva, tómala con coraje.

—Luego me dirás —contesté orgulloso— si supe complacerte.

Y seguí a la máquina. Nuestro duelo había de ser, forzosamente, rapidísimo: limitábase al choque, más o menos rudo, que tendríamos después, al reunimos: por consiguiente todo nuestro odio, todo nuestro futuro crédito también, debían concentrarse en un golpe supremo y decisivo. Para impedir que el maquinista —como siempre hacía— regulase el movimiento aproximativo de las dos partes del expreso, precisaba interesar a La Recelosa en el desafío y erigirla en una especie ele juez de campo. Por medio del Negro, del furgón de cabeza y del ténder, hablé con ella, y no bien cruzamos algunas palabras cuando su voluntad estuvo de mi parte.

—Es indispensable —le dije— que cuando volvamos atrás y yo me halle a cincuenta o sesenta metros del Majo, fuerces tu velocidad, para lo cual arréglatelas de modo que tu regulador no funcione, pues de lo contrario el maquinista te obligará a ir despacio.

—Lo haré así —repuso La Sabrosa—; pero, la verdad: ¿tienes muchos deseos de topar con El Majo?

—Quiero —exclamé vehemente— partirle el cuerpo.

—Vamos a dar un escándalo…

—No importa, pues que en ese escándalo va envuelta una lección. Conviene escarmentar a los perdonavidas.

—Pues prepárate, Cabal, y reúne bien tus ímpetus —replicó La Sabrosa— porque ya volvemos.

Había bebido lo necesario y recogido seis mil kilos de carbón, y engrasada y reluciente retrocedía con su suave y poderoso rodar señorial. Desde otros carriles muchos vagones me observaban, y por la expectante atención que en ellos había les comprendí advertidos del lance. Aquellas miradas, en cada una de las cuales había un mordisco para mi amor propio, redoblaron mis ánimos: sentí que toda mi tablazón se contraía y endurecía, semejante a un músculo; que mis pernos y tornillos se apretaban, y que, a la vez, en sus marcos respectivos, todas mis puertas y ventanas se disponían al golpe.

—Apóyate en mí, Cabal —murmuró a espaldas mías El Negro.

Al término de la vía mi rival me aguardaba, y en cada uno de sus topes, redondos como puños, había una criminal amenaza. Sólo nos separaban cincuenta metros cuando el maquinista quiso dar contramarcha; pero La Sabrosa no amainó su velocidad; inquieto el maquinista afianzó ambas manos al volante, y por segunda vez fue desobedecido. Los frenos también parecían rebelados; el choque iba a ser terrible; varios empleados corrieron hacia la locomotora, gritando:

—¡Atrás… atrás…!

El maquinista, muy pálido, explicaba a voces:

—¡No puedo…! ¡No obedece…!

Al encontrarme con El Majo, le dije:

—¡Aguanta, si puedes…!

Y cerré contra él, sirviendo a mi destructora intención con todo mi peso. Lo hice descarrilar: primero fueron sus cuatro ruedas delanteras las que se salieron de la vía; luego su cuerpo comenzó a inclinarse y segundos después perdía el equilibrio y se desplomaba sobre un costado, al aire todos sus rodajes; como muerto. Su imperial, en casi toda su longitud, quedó abierta. Yo, con asombro y regocijo de mis camaradas, permanecí firme: ni una sola de mis piezas se estremeció; ni siquiera mi dínamo padeció… De aquella refriega, en la que, sin culpa, el fogonero y el maquinista quedaron heridos, yo salí únicamente con los cristales rotos.

Tres días permanecí ocioso, en tanto me arreglaban la cristalería y un carpintero remachaba algunos clavos que, con la percusión, habían sacado la cabeza de la madera como para enterarse de lo acaecido; y luego me añadieron a otro expreso recién formado; un convoy lleno de ese proverbial buen humor andaluz tan rico en hipérboles y en símiles dichosos. Mis compañeros se titulaban cómicos, y algo de esto recuerdo haber dicho en otro capítulo de estas Memorias. La máquina que trabajaba entre Sevilla y Córdoba era La Empresa; el coche-cama, La Primera Actriz; entre las unidades de primera había un Galán, un Apuntador, una Característica, un Barba… En cuanto a mí, aunque sabían mi nombre y mi reciente lance me enmarcaba de prestigio, empezaron a llamarme El Representante, por lo urbano y bien dispuesto que todos me hallaron, y con tan buena gracia lo hacían que ni una vez quise protestar.

Con estos excelentes camaradas rodé largo tiempo, y su optimismo y sus agudezas me proporcionaron muchos ratos amables. ¿Qué habrá sido de ellos? Todavía mi salud continúa recia, pero comprendo que el espíritu ha cambiado, y lo advierto en la desgana con que escribo, pues según las cosas —con los años— van perdiendo importancia a mis ojos, día tras día y en proporción igual me cuesta mayor trabajo escribir con entusiasmo acerca de ellas, Todo desmaya, todo envejece… —pienso—; y la tristeza y el cansancio, entrañas de la vida, insensiblemente penetran en mí. He adquirido una capacidad nueva y útil para acercarme a lo que parece pequeño y conocer su profundidad, y merced a este don, el mundo lo imagino más caudal y variado que antes. A ello atribuyo la resurrección de ciertas imágenes que, durante tres o cuatro lustros, mi misma turbulencia juvenil mantuvo desechadas y como cubiertas de polvo en los últimos rincones de la memoria.

Por ejemplo: siendo muy mozo, llegué un anochecer autumnal a un pueblo vasco. ¿Era Andoain? ¿Era Urnieta…? ¿Hernani, quizás…? Poco importa: sólo sé que llovía bien, que hacía frío y que el aguacero tamborileaba sobre las techumbres y los cristales del convoy. Lejos, en el paisaje neblinoso, fulgían algunas luces. Olía a jaras. Detrás de la pequeña estación, de pronto, resonó un rasgueo de guitarras, y una voz varonil, entonada y caliente, empezó a cantar un zortziko. Aquel crepúsculo húmedo, aquel porfiado llover, aquella tonadilla triste… ¡qué bien rimaban…! La copla parecía diluirse en el paisaje lloroso, y el paisaje, a su vez, sollozaba en la canción. ¿Por qué ahora, después de tantos años, este delicado recuerdo vuelve a mí…?

Por movedizo y vagabundo quizás, me interesaban los ríos, cuyas aguas sólo nos dicen adiós una vez; y más que los ríos, que realizan la paradoja de lo que estando siempre en marcha nunca acaba de irse, los caminos. ¡Oh! ¡Esos caminos que, de noche, bajo el livor astral, simulan cauces secos…! ¿Quién no sufrió su poesía arcana…? Ellos significan mucho más que un lazo de unión entre dos pueblos: parodia dichosa son del Tiempo, porque como él están a nuestro lado, y delante… y detrás; y como él no cambian, y, sin embargo, jamás hubo sobre ellos dos puntos exactamente iguales; y, como él, en fin, no se mueven y parece, no obstante, que se van. Asimismo constituyen, al igual del Tiempo, el vehículo de lo más malo y de lo más dulce: por ellos ambulan la Gloria y la Suerte; por ellos vienen las novias de los hombres vestidas de blanco; por ellos, tras la diosa Aventura, se fueron los hijos, y los padres pasan en un coche negro… Son también la experiencia, y por eso, sin hablar, guían; y mientras el campo uniforme calla, ellos, al peregrino que equivocó su rumbo, le dicen: ¡Sígueme!

Si la tierra, con todas aquellas divisiones que la geografía política determina, representa el rostro de la humanidad, los caminos marcan los pliegues o surcos de ese rostro. Las emociones, siguiendo una vez y otra trayectorias idénticas, llegan a pintar arrugas en la cara del hombre, como las gentes rústicas; ambulando sin otro guía que su instinto, bocetaron los primeros caminos; y su intuición fue certera pues generalmente el lápiz del ingeniero ratificó más tarde, sobre el papel, el rumbo que en el campo verde dejaron los pies descalzos del patán. En las fisonomías inteligentes y movibles abundan las arrugas, como en las naciones muy trabajadas por el progreso hay muchos senderos. Para las impresiones, los surcos de la piel son los caminos del semblante; para los vagabundos, los caminos son las arrugas de la tierra.

Caminos de hierro, por los que, con una velocidad de ochenta y de noventa kilómetros por hora, corre la vida; caminos carreteros, limpios, señoriales, que devanáis vuestra cinta gris bajo el amparo de la Ley; caminos de herradura que, atravesando bosques, guardáis en vuestra línea ondulante un gesto incierto y trovador; caminos cubiertos, suspendidos atrevidamente entre el llano y el acantilado del monte; veredas serranas que, trepando unas veces, descendiendo otras, bordeáis el espanto de los abismos y conserváis —semejante a un perfume silvestre— la indecisión del primer viajero; rutas, en fin, sea cual fuere vuestra categoría y preeminencia, con que el horizonte responder parece a la insatisfecha impaciencia de los hombres: ¿quién no ha sentido vuestro imán; quién nació tan sordo de corazón que no oyese vibrar, en lo más recogido de su alma, vuestra voz serena…? ¿Y cuál es vuestra poesía que lo magnificáis todo de manera que, hasta el mismo mar, cuando la luna tiende sobre él su calzada de plata, se ofrece más bello?

¡Ah…! Si yo pudiese hablarles a los humanos les exhortaría a no languidecer, ni un instante, en el estéril reposo de las vidas quietas, sino a marchar constantemente, así por los caminos del mundo, como tras las ideas y las pasiones, caminos del espíritu. Yo les diría: Hombres, viejos o jóvenes: desead, moveos, renovaos sin sueño, adorad los caminos: tened siempre un rumbo para vuestros pies, llevad siempre encendida en el alma, a modo de brújula, una ambición. Por mucho que hayáis luchado, acordaos de que la Muerte, cuando llegue a vosotros, os debe hallar en pie

Esto que digo de los caminos explica mi cariño a los árboles, que reparten el bien y mueren en silencio, y tienen la dulzura de la filosofía panteísta.

No hablaré de aquellos que cubren los parajes solitarios y, amparándose unos a otros, forman bosques espesos: los, castaños, los robles, los nogales, los alcornoques, los pinos siempre verdes, las encinas —mis abuelas— torcidas como raíces, los olivos descendientes de los que florecían en el huerto donde Jesús se dejó atar las manos. Todos ellos viven apartados del tráfago humano y parecen felices: lozanean a su alrededor altos herbazales que, defendiendo la frescura del suelo, los benefician; por las mañanas, sus frondas sin polvo y mojadas de rocío tienen la fuerte alegría verde del mar. En verano, a la hora sin brisas de la siesta, el canturreo lascivo de las cigarras los adormece, y de noche, bajo la melancolía lunar, sus sombras, alargadas sobre la tierra, parecen almas. Así viven siglos: nadie los molesta; de tarde en tarde, un cazador furtivo, un grupo de contrabandistas, un tren que huye a lo lejos…

Tampoco hablaré de aquellos árboles que embellecen los jardines públicos. Alineados, podados, monótonos, no tienen la altivez ni la melancolía arisca de los otros, sus hermanas del bosque: antes muéstranse débiles y tristes, cual conscientes de su esclavitud. Son, no obstante, verdaderos mimados de la fortuna, y servidores uniformados vigilan su reposo, y limpian sus alcorques de vegetaciones parasitarias y de insectos nocivos; se los abona, se los riega, se los rodea de césped, y cuanto les circunda es alegre, porque la muchedumbre que acude a los paseos sólo va a solazarse. Quizás estribe en esto mi desdén hacia ellos; me parecen empleados del ayuntamiento; no me interesan…

Entero mi amor lo consagro a los árboles olvidados de la suerte, a los árboles-parias, a los árboles trágicos, que el hombre o la casualidad sembraron al borde de los caminos. Nadie los defiende, nadie los cuida; y ellos, sin embargo, no vegetan egoístamente como los otros, sino que, bondadosos, extienden su ramaje sobre la aridez de la carretera por donde el dolor de la vida pobre, de la vida triste, pasa lentamente, y amparan al peregrino y defienden del sol a las bestias cargadas. Nunca pude ver sin emoción esas hileras de árboles que en la sequedad de la planicie castellana derivan hacia el horizonte marcando las ondulaciones de un camino. Parecen marchar tras de un entierro, y en su ramaje ralo que sombrea a intervalos la ruta polvorienta, hay un ascetismo. ¡Qué tristeza la suya, tan honda! Solos, abandonados, nadie acudirá a levantarlos si el huracán los derriba, ni los desembarazará de la cizaña, ni lavará el polvo calizo que mata su fronda, ni les dará un poco de agua cuando sus raíces, bajo el sol de agosto, mueran de sed. Nada los defiende. El carretero cortará de ellos la vara que necesita para apalear su ganado, y al pie de su tronco los pastores, en las noches de invierno, encenderán la hoguera con que han de calentarse. Eucaliptos, higueras, álamos erectos, chopos llenos de gracia, acacias plateadas… no merece perdón el ingrato que arranque a vuestro ropaje una sola hoja. Si sois bellos y buenos, si dais hermosura al paisaje y salud al hombre, ¿quién exigirá más de vosotros…?

Esta sutil inclinación mía hacia los desvalidos y los humildes, me ha ayudado a bucear más hondo en el alma humana, y colocado en disposición de discernir matices sentimentales que antaño no hubiese visto; mi sensibilidad actual alcanza un campo de acción mayor que nunca. En una palabra: me he refinado, me he pulido. Gracias a ello comprendí la dolorosa agudeza emocional del episodio que narraré a continuación y que sin titubeos coloco entre los más bellos de mi vida.

Empezaban a sentirse los primeros fríos de un mes de octubre; día tras día el añil celeste se debilitaba, y por los campos corrían temblores amarillentos. Algunas hojas secas habían caído ya, y el serojo empezaba a llenar de dolor las zanjas. Era la estación en que los trenes regresan a la Corte cargados de veraneantes, y se marchan vacíos.

Aquella noche, al salir de Madrid, sólo llevaba conmigo cinco pasajeros. Me interesó uno de ellos por su aspecto decaído. Aparentaba cincuenta años, pero acaso tuviese muchos menos: era alto, esquelético, encorvado, trémulo, y al andar se apoyaba en un bastón de muletilla que asía con una mano flaca, húmeda, impaciente, con esa fiebre —deseo de agarrarse a todo— que pone en los dedos la agonía. Aquel hombre, a quien nadie fue a despedir, alquiló cuatro almohadas y se instaló junto al corredor y de espaldas a la máquina. Tuvo un largo y angustioso ataque de tos, y empapó en sangre un pañuelo. Yo creí que se acostaría; pero mantúvose sentado, acaso porque en esta posición respiraba mejor. Poco a poco ordenó a su alrededor las almohadas: una, a la altura de los riñones; otra, detrás, de la cabeza; las dos restantes, debajo de los brazos. Hecho esto pareció descansar, y suavemente, como aliviado, entornó los párpados; mas apenas sus ojos —que eran grandes y ardientes— se apagaron, cuando me pareció que su rostro pajizo cubríase de nueva lividez, y que su nariz aguileña se afilaba, y sus pómulos salientes se acentuaban más; y advertí también que entre el bigote lacio y las descuidadas barbas, la boca, de labios blancos, había quedado abierta. Así, enfundado en un viejo gabán, con el perfil vuelto hacia arriba y una boina que, ajustándole las sienes, realzaba la convexidad del frontal, mi huésped parecía un cadáver.

—No tardarás en bajar a la tierra —pensaba yo.

De vez en vez, molestado por mis traqueteos, abría los ojos, tosía, escupía en su pañuelo y tornaba a adormecerse; aunque no era el sueño, sino la flaqueza y total ruina de su organismo, lo que le inmovilizaba. Pronto le olvidé.

En el andén de Alcázar de San Juan vi una mujer de buena estatura, de cabellos castaños y vestida de luto, a quien en seguida reconocí. ¡Era Raquel…! Y la silueta ensangrentada del infeliz don Rodrigo pasó, semejante a un remordimiento, por mi memoria. En los cuatro años transcurridos desde entonces la silueta de mi antigua cliente —como hubiera dicho Dos-Caras— había mejorado. La encontré más esbelta y ágil que antaño, y también más triste; indudablemente el luto la espiritualizaba, la embellecía.

—¿Vestirá así por él…? —me dije.

Y seguí meditando, mientras la observaba: ¡Si supieras que este vagón, que crees no conocer, es el mismo que tantas veces te llevó y te trajo de La Coruña a Valladolid! ¡Si supieses que yo, leyendo en el pensamiento de tu amante, que te adoraba, muchas veces te vi desnuda…! ¡Si el corazón pudiera explicarte que me debes la vida, porque fui yo quien mató a tu hombre la noche, precisamente, en que él iba a matarte…!

Raquel se acercó a la Biblioteca, a comprar algo que leer, y la oí platicar con la vendedora. La joven había pedido obras de Leonardo Ruiz-Fortún, escritor entonces muy en boga. En los armarios, a la vista, no quedaba ninguna, por lo cual la vendedora púsose a registrar en un arcón: sus manos, conocedoras y diligentes, avezadas a manejar libros, iban de un volumen a otro.

—¡Bien sabía —exclamó, incorporándose— que quedaban varias! Tome usted: Silencio. Es una novela que las señoras piden mucho.

Raquel suspiró: porque aquella obra tenía para ella un recuerdo:

—La he leído…

—Vea otra: El amigo íntimo.

—También la he leído; conozco casi toda la producción de Ruiz-Fortún; es mi autor predilecto.

—Otra… la última: Años de paz.

—¿Ah…? ¿Es nueva…?

—Acaba de ponerse a la venta; la recibimos ayer.

Con aire desasido Raquel abonó el importe del volumen, que empezó a hojear, y cuando, de pronto, acertó con ese paisaje interior, de irisada y taladrante observación, que todos los dilettanti del libro buscan en la obra recién comprada, sus ojos —¡ah, prodigios del arte!— fulgieron de emoción.

Inmediatamente se acercó al expreso, que ya se iba, y, sin vacilar, obediente a la sugestión arcana de las cosas, subió a mí y fue a colocarse —dando el rostro al camino— en el departamento donde viajaba el enfermo de que hablé antes. Era el mismo compartimiento en que don Rodrigo hizo su postrer viaje, y da decisión rectilínea —voz de fatalidad— con que penetró en él, pudiendo haber elegido otro, me escalofrió. Yo hubiese querido decirla: Raquel: el coche que ahora te lleva a Andalucía es antiguo conocido tuyo; es el que tú y tu Rodrigo llamabais nuestro vagón. Yo sé cómo besas, y doy fe de cuánto él te quiso; yo le he oído dudar de tu cariño y le he visto romper tus cartas. También le vi muerto: donde su cuerpo estuvo tendido, tú, ahora, sin saberlo, acabas de poner los pies; hubo sangre suya ahí, por donde tú has pasado

Raquel, después de sentarse cerca de una ventanilla, miró a su alrededor; esto es, me miró. Seguidamente y acaso bajo mi influencia, pensó en el amante muerto, y por su frente resbaló una melancolía. En su espíritu leí este nombre: Rodrigo; y, a continuación, aparecieron los ojos claros y el bigote rubio del sin ventura. Suspiró y su conciencia se llenó de oscuridad. Yo la miraba con cariño: si la hubiese visto acompañada de otro hombre, la habría odiado; pero iba sola, y aquel afecto que, tras de tanto tiempo, dedicaba al amado, me la hacía simpática. Y volví a pensar: ¿Por quién llevará luto…? De su mano izquierda, que exornaban antaño una esmeralda y un rubí, la esmeralda faltaba, como si su dueña hubiera querido dar a entender así que la esperanza había emigrado de su corazón.

Raquel observó unos momentos el cielo límpido y estrellado. Después sacó de un neceser una plegadera de marfil y oro, y con una parsimonia, que era una caricia, comenzó a cortar las hojas del libro: lo hacía con esmero, con amor… En seguida emprendió la lectura, e interesada, tanto por el estilo apasionado como por el asunto, leyó, de un tirón, lo menos veinte páginas.

Bruscamente el viajero que llamaré de las cuatro almohadas comenzó a toser; a cada nuevo esfuerzo se incorporaba, jadeante, lívido, como si fuese a dictar su última voluntad, mientras con una mano desesperada se arañaba el pecho.

—Es un tísico —monologueó Raquel—; un incurable…

Y, aunque piadosa, apartó con disgusto los ojos del desconocido, que proyectaba un perfil macabro sobre mi fondo gris.

Nuevamente reanudó su lectura.

En aquel momento el autor trazaba, con rasgos magistrales, el hechizo perezoso de una siesta andaluza: Eran las tres de la tarde de un día de agosto: Alicia, la heroína, esperaba a su amante escondida entre las persianas del balcón; del cielo azul descendía una ola de fuego; en el sosiego provinciano de la calle un pianillo de manubrio desgranaba las notas de un vals sensual; en las ventanas y sobre los arriates de las azoteas, las macetas de claveles y de nardos ardían, como llamas, bajo el sol; y en aquella orientalesca borrachera de calor y de luz, el corazón de Alicia volaba hacia el campo, donde todo es saludable y violento…

Por segunda vez Raquel miró a su compañero de viaje. El infeliz tosía y se ahogaba; gruesas gotas de sudor perlaron su frente; sus ojos se desorbitaron con la angustia. Después, ya calmado, volvió a reclinar la cabeza hacia atrás y sus mejillas, empurpuradas momentáneamente por la asfixia, recobraron su lividez. Raquel pensó, egoísta:

Este pobre hombre me da asco. Si no se duerme cambiaré de coche

Tornó a su lectura, y rápido el superior espíritu de Ruiz-Fortún, su autor favorito, volvió a poseerla: como un brujo la dominaba, la aturdía. Había en el verbo del gran artista, adorado de las mujeres, una emoción quemante y como usada, dotada de milagroso vigor. Todo era en él pasión, ímpetu, amor romántico y exaltado. Leonardo Ruiz-Fortún era un griego que resultaba en el cansado occidente el espíritu optmista de la vieja Hélade. De sus libros, el pesimismo, que es cobardía, estaba proscripto, y todos sus personajes eran andaluces y hermosos como héroes…

Embelesada, Raquel cerró lentamente sus largos ojos negros… y, de súbito, la imagen lejana le don Rodrigo ocupó unos segundos su memoria. Humilló la cabeza; se quedó triste, con esa segura melancolía que emana del fastidio; haca tiempo que esta disposición depresiva de alma la visitaba.

Me aburro —pensó— y aburrirse, cuando estamos solos, equivale a no hallarnos satisfechos de nosotros mismos; es odiarnos un poco… Luego, una idea pintoresca turbó agradablemente su espíritu: ¿Cómo sería Ruiz-Fortún…? ¡Ah! De haberle ella conocido, seguramente le hubiese amado.

Llegábamos a Santa Cruz de Mudela, donde mudábamos de locomotora; eran más de la una de la madrugada. El hombre de las cuatro almohadas, a quien mis luces daban una apariencia espectral, sufrió un nuevo acceso de tos, y Raquel hizo sobre sí misma un esfuerzo para no oírle. Momentos después reanudó su soliloquio:

Sí; el autor de Años de paz tenía razón: no todo en el mundo es podredumbre y felonía. El vulgacho es lodo, pero sobre la gentuza egoísta y sórdida campean voluntades diamantinas; espíritus horros de impureza, que saben hace de la vida una plegaria excelsa; y Ruiz-Fortún pertenecía a esos elegidos…

La tos del paciente, que sonaba lúgubre con una voz salida de la tierra, quebrantó transitoriamente el hilo áureo de aquellas meditaciónes. La joven tuvo un nuevo gesto de impaciencia y de asco. Luego su fantasía volvió a piruetear y pensó en escribir a Ruiz-Fortún explicándole la desolación de su espíritu y la admiración —veneración, más bien— que hacia él sentía; y como el novelista, a fuer de cumplido caballero, se apresuraría a contestarla, era seguro que legarían a ser amigos… amantes, quizás… En este punto de su laborioso discurrir la figura del escritor, por primera vez, le preocupó, pues ella jamás habría podido enamorarse de un hombre feo. ¡No…! La naturaleza no gusta de dejar sus obras inconclusas: los artistas divinos y deformes, como Leopardi, son, afortunadamente, muy raros. Y Raquel se tranquilizó al convencerse de que Leonardo Ruiz-Fortún tendría, como lord Byron, una hermosa cabeza juvenil, grave y triste…

En Venta de Cárdenas subieron a mí y se instalaron en el departamento donde iba Raquel dos viajeros, que debían de ser madrileños por lo que de su acento y conversaciones pude colegir. Transcurrió la noche. A la mañana siguiente, al llegar a Córdoba, el señor de las cuatro almohadas se incorporó, saludó con una sonrisa glacial a sus compañeros de viaje, y salió al corredor. Caminaba inclinado, tembloroso, y, al andar, arrastraba un pie. Tras él, en el departamento, quedó flotando un olor a hospital. Cuando descendió al andén y le vi alejarse, de espaldas a mí, pensé: Ya siempre te veré así, porque tú no vuelves

Mi asombro fue enorme al oír que uno de los dos pasajeros que viajaron con él desde Venta de Cárdenas decía a su amigo:

—¿Conoce usted a ese que acaba de salir?

—No.

—Leonardo Ruiz-Fortún.

—¿El novelista?

—El mismo: creo que el pobrecito se quedará en Córdoba…

Raquel, que, como yo, había seguido este diálogo, a durísimas penas reprimió un grito. ¿Era posible que aquel tuberculoso, aquella lamentable piltrafa de la vida, fuese el mismo escritor de inspiración férvida, de propósitos anchos, de estilo recio, con quien ella horas antes, precisamente, había soñado? ¿Cómo en un cuerpo exangüe, casi muerto, podía alojarse un espíritu así…? ¿O era que, tal vez, la misma implacable brasa del alma había roído la carne hasta consumirla…?

—¡La naturaleza es ciega! ¿Para qué fantasear? ¿Para qué esforzarnos en ser dichosos? —discurría Raquel.

Tras una pausa, fríamente, por la ventanilla, tiró el libro al espacio.