XIX

A lo largo de mi tránsito yo oía cuchichear:

—¿Qué hace ahora El Meñique?;…

Esta curiosidad candorosa, que todos hallaban muy legítima, muy razonable, corría de unos viajeros a otros hasta la puerta donde el amigo de Manuel, cuya conocida privanza todos envidiaban, montaba una guardia sin sueño, y la respuesta venía en seguida:

—Está hablando de las corridas de Sevilla…

Y esta información era para todos tranquilizadora y dulce como una ráfaga de buen aire.

Luego circuló la noticia de que El Meñique había pagado siete mil pesetas por un caballo; después, que quería comprar un cortijo a orillas del Guadalquivir…; y durante larguísimo rato mis huéspedes no supieron hablar más que de caballos y de cortijos.

Un caballero, de buena traza y frondosos bigotes, que viajaba con su esposa y dos hijas, ya mujeres, dejó su asiento con propósito de saludar al Meñique.

—¿Volverás pronto? —le preguntó su mujer.

—En seguida.

Salió al corredor y, favoreciéndose con los codos, comenzó a abrirse paso; la tarea era ardua, porque la masa de viajeros allí estacionada apenas ofrecía suturas. Sin embargo, apoyándose en unos, empujando a otros suavemente, recurriendo con urbanas frases a la amabilidad general, adelantando siempre de perfil, como si nadase contra corriente, el caballero del frondoso bigote consiguió acercarse a Juanito Paisa, cuya atención solicitó tocándole en un hombro. Paisa volvió la cara.

—Buenas noches; dispénseme usted: deseaba saludar a Manuel…

El amigo de Manuel fijó en el recién aparecido una mirada escrutadora, una mirada de portero. Indagó:

—¿Usted le conoce?

—No, señor… y quisiera tener ese gusto. Si usted le trata y puede presentarme…

Las mejillas de Juanito Paisa se arrebolaron de orgullo; destosió y sonrió jactancioso.

—¿Que si puedo presentarle…? ¡Ya lo creo! No podía usted haberse dirigido a nadie mejor que a mí. ¡Como que el mejor amigo suyo soy yo…! Pero tendrá usted la bondad de aguardarse un poquito, porque Manuel está hablando y le molesta que le interrumpan.

Muy paciente, el señor del frondoso bigote repuso:

—Esperaré…

Aquel aplazamiento le irritó unos segundos; en seguida se serenó: miró hacia atrás, comprendió el difícil camino que acababa de recorrer, y esta consideración le regocijó hondamente. Desde la posición conquistada podía ver al Meñique y hasta oír, ele cuando en cuando, alguna palabra de las muchas que iba diciendo, y experimentó la satisfacción del hombre que se reconoce bien situado en la vida. Juanito Paisa le había vuelto la espalda. Transcurrieron doce o quince minutos, y el señor del bigote frondoso se creyó olvidado; los omoplatos de Paisa proyectaban sobre él una emoción de soledad; volvió a sentirse abandonado, casi desgraciado…; a punto estuvo, de regresar a su compartimiento, pero pensó que su mujer y sus hijas le pedirían detalles de su conversación con El Meñique, y esto hízole variar de propósito. Sacando ánimos de su propia flaqueza, llamó la atención del amigo de Manuel.

—¿Podrá ser hora? —murmuró lo más gentilmente que le fue posible—; porque… como mi familia me aguarda…

Juanito Paisa comprendió la tribulación de aquel hombre; por iguales zozobras había pasado él antes de llegar a ser, a fuerza de constancia y de pequeños sacrificios, el mejor amigo del matador… ¡y fue clemente!

—¡Ahora mismo! —exclamó—. ¡No se apure usted…!

Avanzó lo necesario, lo estrictamente necesario, para que el señor del frondoso bigote pudiese franquear la puerta, y agregó, dirigiéndose al torero:

—Manuel, dispensa: aquí hay un caballero empeñado en conocerte…

Manuel González se levantó; sus labios oscuros insinuaron un movimiento que no llegó a cuajar en sonrisa, y extendió su mano al recién llegado; aquella mano que se mojaba en sangre de toro todos los domingos.

—Celebro verle a usted tan bueno, amigo —dijo.

—Muchas gracias, igualmente —repuso, visiblemente turbado, el señor del frondoso bigote.

No dijo su nombre. ¿Para qué? Hubiera sido un rasgo de orgullo. Allí ni él ni los demás significaban nada; ante el matador glorioso no podía haber más que admiradores…

El Meñique añadió cortés, brindándole su asiento con un ademán:

—Si quiere usted descansar un rato…

—Muchas gracias… muchísimas gracias: sólo vine por tener el honor de saludarle…

Esta fineza la agradeció El Meñique con otro ademán. Después se creyó obligado a presentar a las dos personas con quienes se hallaba:

—Don Ricardo… el marquesito… un señor que quería conocerme…

El visitante, por momentos más cohibido, se inclinó varias veces. Hecho lo cual, y sin más preámbulos, ofreció al espada un riquísimo habano.

—Para que se lo fume usted a mi salud —dijo—; en el estanco de la estación no había nada mejor.

Manuel miró a su apoderado, sonrió y se guardó el obsequio en un bolsillo.

—Se agradece —murmuró.

Muy satisfecho de sí mismo, el señor del bigote volvió a estrechar la mano del diestro; despidióse, de Juanito Paisa, agradeciéndole mucho el favor que acababa del hacerle, y de nuevo rompió a través de los viajeros que obstaculizaban mi corredor. Tras él, con admiración, la gente cuchicheaba:

—Es un amigo del Meñique

Y las miradas envidiosas le seguían.

En Alcázar de San Juan una veintena de personas esperaban la llegada del expreso para saludar a Manuel, y el ídolo tuvo que asomarse a una ventanilla. Todos leí preguntaban lo mismo:

—¿Y el pie…? ¿Cómo está el pie…?

—Va mucho mejor.

—¿Un botellazo, verdad…?

Con mucha flema, El Meñique repetía:

—Sí, un botellazo…

Su longanimidad, su elegante resignación, inflamaban en sus adictos su cariño hacia él.

—Si yo llego a estar allí —decían—, te juro que el bárbaro que te tiró la botella se la come…

El diestro no contestaba; parecía fatigado.

—Iremos a Sevilla, a aplaudirte —ofreció uno.

—Vamos todos y te sacaremos de la Plaza en hombros —exclamó otro.

Tristemente, Manuel González repetía:

—Muchas gracias; si tengo suerte…

Silbó La Regadera y empezamos a rodar. Entonces aquellos hombres corrieron a lo largo del andén; se empujaban, se atropellaban, mientras decían:

—¡La mano, Manuel…! ¡Dame la mano…!

Ninguno quería renuncian a este honor, y Manuel González procuró complacer a todos. Luego, mientras Juanito Paisa se precipitaba a cerrar el cristal de la ventanilla, noté que El Meñique movía y se miraba los dedos, como si le doliesen. Juanito, que no le quitaba ojo, también lo advirtió.

—¿Te han hecho daño, verdad…? ¡Pero si mil veces te recomendé que no le dieses a nadie la mano…!

Burlón y melancólico, Manuel suspiró:

—¿Y qué voy a dar, Juan?

—¡Das una rodilla…! —replicó el notario. Por el corredor circuló la noticia de que El Meñique acababa de lastimarse, y muchos viajeros, que ya se habían sentado, volvieron al pasillo. Con gran regocijo de su corazón, el amigo de Manuel sintióse obligado a repartir explicaciones.

—A mí, si doy la mano —decía— no me sucede nada; pero a Manolo la gente le quiere demasiado y, sin intención, por supuesto, le estropean. El año pasado, en Madrid, al apearnos del tren, un admirador le cogió una mano, y con la alegría de verle empezó a apretársela… más… ¡más…! sin poder contenerse, como en un frenesí epiléptico, hasta que se la magulló de manera que al siguiente día no pudo torear.

Contempló al idiota con humildes y enternecidos ojos.

—Por eso —terminó— apenas viene alguien a saludarle, me pongo a su lado: ¡yo no consiento que a un hombre tan bueno como él se le haga daño…!

Las sombras que el expreso proyectaba a un lado y otro, sobre los repechos, me indicaban que los huéspedes de los demás coches dormían, pues todos los vagones iban a oscuras. Únicamente mis ventanillas persistían iluminadas, y mis viajeros, como desvelados por la vecindad del matador, no pensaban dormir.

En Manzanares, donde El Meñique recibió de un grupo de adictos manzanareños vítores y parabienes conmovedores, subió a mí un individuo treintañal, pequeño y flaco, que, no bien columbró a Juanito Paisa, fuése a él con los brazos abiertos.

—¡Juanito… Juanito…! —repetía aquel señor conforme iba andando—. ¡Juanito…!

El amigo de Manuel pareció alegrarse de verle.

—¡Don Felipe! —exclamó.

Hubo, sin embargo, en su gesto cierta tibieza; fue un saludo de amo a criado; Juanito consideraba a don Felipe inferior.

—¿Adónde va usted? —agregó.

—A Sevilla, hijo mío; a la Feria. ¡Como todos los años…! ¡A ver a ese hombre, a esa maravilla…!

Referíase al Meñique. Paisa replicó orondo, con el orgullo de quien abre una caja de caudales:

—Ahí le tenemos.

—¡Ya lo sé…! Me habían dicho: El Meñique viene en el segundo coche. Y por eso me metí aquí. ¿Supongo que me presentará usted a él, verdad…?

—Ahora mismo.

—Usted ya sabe que lo merezco…

—¿Cómo si lo merece usted? —apoyó Juanito—: ¡Más que nadie…! ¡Adentro…!

Penetraron en el compartimiento del torero.

—Manuel —dijo Paisa con un reposo que daba a sus palabras solemnidad—: voy a presentarte a un amigo de los buenos, a un partidario tuyo verdad. ¡Cuando yo te lo digo…!

El Meñique se levantó y estrechó la mano de don Felipe, que, con elegancia y desparpajo, se había descubierto. Aquel hombre era calvo también, y quedéme pasmado de su fraternal semejanza con el matador: tenía sus ojos negros, su tez cobriza, sus mejillas tristes, su perfil de águila…

—Te advierto —prosiguió el amigo de Manuel— que no es calvo; don Felipe no es calvo, pero se afeita la cabeza para parecerse más a ti.

El Meñique rio francamente.

—Hombre… ¡muchas gracias!

Y le examinaba; y cuanto más minuciosamente le detallaba más crecía en él la ilusión de hallarse ante un espejo.

—Así es —ratificó don Felipe—; yo me afeito la cabeza dos veces por semana, para asemejarme a usted más. Y cuando alguien me pregunta: ¿Es usted hermano del Meñique…? siento que me hincho de satisfacción.

Ya sentados continuaron hablando, y don Felipe declaró tener guardados en álbumes y clasificados cronológicamente cerca de cuatro mil retratos de su lidiador favorito.

Era más de media noche.

Yo pensaba:

—¿Será posible que esta gente no tenga sueño…?

Jamás había presenciado vigilia tan larga.

En Valdepeñas, adonde arribamos con retraso, también esperaban al Meñique. Las escenas de Manzanares y de Alcázar de San Juan se reprodujeron fielmente; las preguntas eran siempre: ¿Cómo está la herida…? ¿Fue un botellazo, verdad…? A las que seguían varias palabras ofensivas para la madre de quien arrojó la botella. Después, parabienes, estrujones de manos, promesas de ir a Sevilla pronto, vítores;… y el tren que se va.

Al salir de Valdepeñas Manuel pidió le preparasen la cama, pues quería dormir, y delegó en su apoderado el trabajo de recibir a cuantas personas o comisiones estuviesen aguardándole a lo largo de la ruta.

—Porque yo —declaró— no puedo tirar de mi cuerpo.

Aseguróle don Ricardo que nadie le molestaría, y con esta halagüeña perspectiva el matador despidióse de sus íntimos, y, cojeando, volvióse a su compartimiento. En el instante de cerrar la puerta, Juanito Paisa le llamó, metiendo los labios por la ranura, llena de luz, que aún quedaba entre el batiente y el marco. Juanito tenía celos de todos los amigos de Manuel, y no perdía ocasión de demostrarles que él era más obsequioso que ninguno y el último siempre con quien el diestro hablaba al ir a recogerse.

—¿Quieres algo, Manuel? —averiguó el notario.

—No, gracias.

—¿No se te ofrece nada?

—Nada.

Los grandes toreros, por lo mucho que en aquella y en otras ocasiones comprobé, tienen corta la conversación. El amigo de Manuel miraba al espada con cariño filial, con sorpresa, con arrobo: aquel hombre era su admiración, su alegría, su orgullo; era casi el porqué de su vida… y observándole languidecía como un dilettante de la pintura ante un cuadro maestro. Con ternura de mujer, preguntó:

—¿Para salir del tren, qué traje vas a ponerte?

—Este mismo.

Juanito Paisa apuntó un levísimo mohín de tristeza, y El Meñique abrió un poco la puerta; aquel guiño acababa de lastimarle en su presunción de mozo bien sembrado; en tal momento el amor propio le dolía más que el pie.

—¿Por qué dices eso? —exclamó.

—No sé… por nada…

—¡Habla, hombre! ¿No te gusta este traje?

Se examinaba: era un completo de color marrón, muy ceñido, que chorreaba majeza, obra de uno de los más afamados sastres sevillanos. A su vez Juanito le miraba con éxtasis, casi pesaroso de haber hablado.

—El traje marrón —pudo decir al fin— es perfecto, como todos los tuyos…

—¿Entonces?

—Pero es que lo has llevado dos días seguidos. Por eso, para entrar en Sevilla, me gustaría verte con el gris. ¡Tú no sabes cómo te cae…!

Manuel movía la cabeza; consideraba que, para complacer a su amigo, habría de molestarse en abrir la maleta. Juanito Paisa agregó:

—Con el traje gris estás… ¡vamos…! ¡Estás como con ninguno! ¿Iba yo a engañarte?

Desasido y paciente, El Meñique repuso:

—Bueno, hombre; duerme tranquilo: me pondré el traje gris…

Y cerró la puerta.

Para que el torero reposase mejor, don Ricardo Fernán, el marquesito y el amigo de Manuel se retiraron al departamento contiguo dispuestos a dormir. Mis otros inquilinos también descansaban, y todas mis luces, excepto las del pasillo, donde quedaban algunos fumadores insomnes, fueren apagadas. Así llegamos a Venta de Cárdenas, donde, sin miedo a lo intempestivo de la hora, varios admiradores del lidiador esperaban. Yo les oía preguntar:

—¿Dónde estará Manuel…? ¿Vosotros no sabéis en qué coche vendrá…?

La circunstancia de hallarse los vagones en tinieblas les despistaba y empezaron a correr, desconcertados, delante del convoy. Les enfurecía el temor de no ver al ídolo. Algunos empezaron a gritar:

—¡Manuel, Manuel…!

El apoderado del Meñique y sus compañeros se miraban regocijados y llevándose un índice a los labios, dándose mutuamente la consigna de permanecer callados. Los venteños insistían en su demanda y con los nudillos golpeaban en las ventanillas de los coches; pero el expreso volvió a caminar y quedaron chasqueados. Lo propio acaeció en las estaciones de Santa Elena y Vadollano, y en la de Baeza un individuo, cansado de llamar al Meñique, lanzó una gruesa piedra contra mí y me rompió un cristal. El bárbaro fue detenido.

—El peligro está en Córdoba —decía don Ricardo.

Y el amigo de Manuel repetía, afligidísimo:

—¡Eso…! ¡En Córdoba, donde tenemos una parada de quince minutos! Allí no hay escape…

Sus tristes previsiones hallaron confirmación plena. Al entrar, ya casi de día, en la estación cordobesa, columbré una multitud de más de cuatrocientas personas, ávidas de ver al torero herido. Aquel humano enjambre avanzó al encuentro de la máquina, e instantáneamente formó en línea de batalla ante el convoy. A un: ¡Viva El Meñique!, lanzado al aire por un pecho robusto, respondió un ¡Viva!… colectivo, ensordecedor y prepotente.

Los coches-camas persistían embozados en su oscuridad, pero en las primeras las luces lucían porque el trasiego de viajeros era considerable. Desde el furgón de cabeza al de cola, se oía repetir:

—¡Manuel…! ¿Dónde está Manuel…?

Otras voces discutían:

—Deben de venir con él su apoderado y Juanito Paisa.

—¿De qué Juanito Paisa hablas tú? ¿Del notario? ¡Ese está en Sevilla…!

—Te aseguro que viene aquí: Juanito Paisa es el amigo de Manuel y le acompaña a todas partes. ¡Me juego lo que quieras…!

Tanto arreció el vocerío de los manifestantes, que don Ricardo decidióse a mostrarse en una ventanilla. Paisa y el marquesito, contentísimos de exhibirse también, permanecían tras él, muy cerca.

—Buenos días, señores —dijo el apoderado sencillamente.

Sus palabras, aunque articuladas en voz baja, tuvieron la virtud mágica de llegar a todas partes, porque en el acto, la multitud corrió a congregarse delante de mí.

—Yo les agradezco a ustedes mucho —prosiguió don Ricardo— este rasgo de adhesión. ¿Qué querían ustedes? ¿Ver al Meñique…? No es posible, porque viene acostado.

A la vez, cruelmente, los oyentes replicaron:

—¡Que se levante…!

—Viene dormido; pasó muy mala noche…

—¡Despiértele usted! —gritaban a porfía unos y otros—; nosotros también pasamos mala noche. Por verle, la mayoría de los que estamos aquí no se ha acostado.

—Señores —insistió don Ricardo—; yo no me atrevo a despertar a Manuel; adviertan que se trata de un hombre herido…

—No importa —replicaron unánimes los espectadores—; una herida en un pie no es grave. ¡Dígale que se tire de la cama! ¡Queremos verle… queremos hablar con él…!

Consideraban que ya habían transcurrido ocho o diez minutos, y que el momento de salir el expreso era inminente. Empezaron a irritarse. ¿Se les desdeñaba…? Súbitamente la muchedumbre iba a enojarse, porque en el alma colectiva ni la admiración ni el odio tienen entrañas ni cauces fijos. Por fortuna don Ricardo comprendió a tiempo.

—Pues que se empeñan —gritó— esperen un momento. ¡Voy a rogarle que se levante!

Corrió, seguido de Paisa, a la cama de Manuel, que estaba despierto y de torcidísimo humor.

—¡Arriba, Manolo! —imploró don Ricardo—; ya me oíste pelear con ellos; no pude hacer más…

—Yo, no me levanto —masculló el torero.

—Harás muy mal; no necesitas vestirte; abrígate con la manta de viaje y asómate un momento; lo esencial es que te vean, que no crean que les desprecias… Media Córdoba está ahí…

Los admiradores del diestro volvían a gritar:

—¡Manuel…! ¡Sal…! ¡Viva El Meñique…!

Algunos empezaron a golpearme con sus bastones, para hacer ruido. Hubo una nutridísima salva de aplausos; después nuevas voces resonaron:

—¡Manuel…! ¡Queremos que se asome Manuel!

Detrás de don Ricardo, Juanito Paisa rogaba, compungido, al matador:

—Compláceles, Manolo; de no hacerlo considera que vas a captarte muchas enemistades, y que, un día u otro, has de venir a torear a Córdoba…

Con aire resignado, casi místico, El Meñique se incorporó en la litera.

—Os obedeceré con tal que me dejéis tranquilo.

Levantóse cojeando y, envuelto en un kimono rojo y verde, se asomó a la ventanilla.

—Salud, señores…

Pequeño, flaco, cobrizo y calvo, y metido en aquel disfraz orientalesco, a la luz blanca del amanecer El Meñique debía de simular un icono. Muchos aplausos y vítores calurosos, acogieron su aparición. Inmediatamente prodújose un silencio absoluto. Los circunstantes, extasiados, contemplaban al ídolo; y él, a su vez, les miraba. Así transcurrieron ocho, nueve… diez segundos… ¡Curiosos fenómenos de la emoción…! Ya en presencia del maravilloso gladiador, nadie osaba despegar los labios, y los entendimientos estaban como paralizados. Hasta que en medio del hondo y general recogimiento, una voz dijo:

—¿Eso del botellazo qué ha sido…?

No contestó Manuel, y su rostro pálido de fetiche tampoco expresó nada. La escena tenía una suprema fuerza cómica. La misma voz continuó:

—Aquí todos hemos leído los periódicos: ¿de modo que es cierto que en Valencia quedaste muy mal…?

Mansamente, con ironía apacible y amarga, El Meñique repuso:

—¿Para preguntarme eso me habéis hecho levantar…?

Como nadie respondiese a observación tan justa, el torero añadió:

—Señores, se agradece la intención…

Y suavemente, sin cólera, levantó el cristal. En aquel momento partíamos y entonces, tibios, rezagados, sonaron algunos aplausos. El Meñique, dolorido en su carne y en su corazón, acaso con ganas de llorar, tiró el kimono al suelo y se volvió a la cama.

Aunque convencido de que Manuel González no era verdadero responsable de nada, yo le había cobrado mala voluntad: por causa suya, sus adictos de Córdoba me molieron a bastonazos, y en Baeza un salvaje, de una pedrada, me había roto un cristal. Era aquel uno de los viajes peores de mi vida. Este mal humor mío lo compartían mis inquilinos, a quienes las ovaciones tributadas al Meñique impedían dormir.

—Será la última vez —musitaban— que vuelva a viajar en compañía de un torero de cartel. ¡Vaya una noche…!

El caballero a quien he adjudicado el remoquete del señor del bigote frondoso, tampoco descansó bien; aunque no eran las voces ni el ruido, sino los remordimientos, los que le ahuyentaron el sueño. A este hombre excelente le torturaba el resquemor de que el tabaco con que obsequió al Meñique no hubiese resultado bueno, y a causa de ello el gran lidiador hubiese formado de su persona un concepto desfavorable. Aquel puro nefando, venenoso tal vez, era, ante los justicieros ojos de su conciencia, como un puñal clavado en el aparato respiratorio del matador. De esta inquietud hizo partícipes a su mujer y a sus hijas, quienes asimismo se atribularon. La esposa preguntó:

—¿Cuánto costó el puro?

—Tres pesetas; era de los más caros; pero se trata de una marca que yo no conozco…

—Debías haber comprado dos, para fumarte uno; y si el tuyo ardía bien, regalarle el otro.

—¡Tienes razón… —suspiraba el marido mordiéndose los labios— tienes razón…! ¿Cómo no se me ocurriría eso…?

Toda su familia sufría de este dolor, aterrada de la facilidad con que el descrédito puede herir a las personas. En el cerebro del hombre del bigote abundante, se había incrustado la siguiente consideración: Antes El Meñique no tenía por qué despreciarme, y ahora sí

—¿Y si volvieses a visitarle —propuso la señora— con pretexto de informarte de su salud, y así… charlando… le preguntases si el puro le gustó…?

—¡Es una excelente idea, papá! —apoyaron las hijas.

Estas palabras, ungidas de discreción, prendieron en los ojos del ingenuo caballero una luz de esperanza.

—¡Tal vez tengáis razón! —exclamó a la vez receloso y contento—; las mujeres sois el Diablo: lo intentaré.

Eran más de las ocho de la mañana y trasponíamos la estación de Los Rosales, cuando el señor del bigote dejó su compartimiento resuelto a echar dudas a un lado.

En el pasillo encontró, precisamente, al Meñique, vestido de gris, y a Juanito Paisa, que chupaba un puro. Para no detenerme mucho con ellos —pensó— fingiré dirigirme al cuarto-tocador… Avivó el paso y procuró dar a su saludo una elegante ligereza.

—Buenos días, Manuel…

—Buen día —replicó el matador.

—¡Celebro hallarle solo! ¿Me permite usted una pregunta?

—Todas las que usted quiera hacerme.

—¿Cómo era el habano que le di anoche…? El temor de que fuese malo no me ha dejado dormir.

El Meñique interrogó a Juanito Paisa:

—El habano que estás fumando, ¿no es el que me regaló el señor?

—Él mismo —repuso Juanito—; ¡y es muy bueno…! ¡Palabra…!

—Los tabacos que me ofrecen —agregó el torero con su hablar parsimonioso habitual— yo los acepto para obsequiar a mis amigos; pero, yo, no fumo…

El señor del frondoso bigote balbuceó algunas frases vulgares de despedida y, por hacer algo, se metió en el cuarto-tocador. Estaba avergonzado.