XVIII

Hecho a viajar, en pocas semanas mi bien ejercitada atención conoció detalladamente las particularidades y horizontes de la principal línea andaluza; y cuanto más recapacito en las sorpresas que me dio su estudio, pasmo mayor me causa la pluralidad de máscaras o facetas de la psicología hispana. Aquí, más que en ninguna otra nación, un monte, un río, una falla del terreno, poseen capacidades aisladoras inverosímiles. Conocer Andalucía, conocer Galicia, o Castilla, o Aragón, o Valencia… no faculta al extranjero a decir: Conozco España. ¿Y cómo no sería así cuando la variedad de pueblos, rudos y combativos, que por aquí pasaron, no pudiendo fundirse totalmente unos con otros, hicieron de ella, más que un alma, un increíble racimo de almas? Si aplicásemos a nuestra península las reglas de la metoposcopia, sacaríamos en limpio que España, con sus estepas tristes, desjugadas, amarillentas y rugosas, parece un viejo rostro cansado de llorar. Sus montes pelados, sus planicies estériles, sus ríos sin agua —aquellos mismos que hace siglos prodigaron su riqueza y hoy corren humildes como millonarios arruinados—, nos hablan de un larguísimo historial de guerras y de salvajes fanatismos, y los odios centenarios que separaron a unas ciudades de otras, aunque pulidos por la cultura, duermen todavía en lo inconsciente de la raza y hace de cada español un sujeto poco gobernable.

Como antes el carácter de las provincias Vascongadas, y luego el espíritu de la región gallega, así el alma andaluza, rápidamente, penetró en mí. Mis relaciones con El Majo continuaban siendo de las más ácidas, y estábamos ciertos de que acabaríamos golpeándonos, pues ni él renunciaba a sus pragmáticas de baratero, ni yo se las toleraba; en cambio, las restantes unidades del convoy me querían mucho, especialmente El Negro, que siempre iba a mi lado, y otro coche apodado El Rubio y no por su color, sino por el considerable número de ingleses que había viajado en él; ambos me profesaban conmovedora devoción, y se hacían lenguas cuando se trataba de elogiar mi sutileza en el arte de conocer, y mi memoria.

En los quinientos sesenta y tantos kilómetros que hay entre Madrid y Sevilla, los paisajes que más interesaron mi sensibilidad fueron los alrededores de Tembleque, por cuyas alturas, sembradas de molinos, pasa la línea que divide las cuencas del Guadiana y del Tajo. Vienen después las llanuras quijotescas de la Mancha; las tierras malditas —tierras de sal— de Villacañas; el castillo morisco de Alcázar de San Juan; el pueblo de Manzanares, construido sobre los belicosos cimientos de una fortaleza; y más adelante los de Valdepeñas y Santa Cruz de Mudela, famosos por sus inmensos viñedos. La estación de Almuradiel ocupa la altura máxima de la vía, que muy luego, al penetrar en la cuenca del Guadalquivir, empieza a descender, llega a Venta de Cárdenas y horada la cordillera Mariánica por el célebre desfiladero o garganta de Despeñaperros. Los túneles, las curvas peligrosas, los tajos tableteantes, se suceden, y corremos entre bloques gigantescos cortados perpendicularmente, como a cuchillo; peñascos áridos y oscuros, de una adustez castellana. Llegamos a Santa Elena, primera estación andaluza, y después de Vilches, a la que un viejo castillo señorea, y de Vadollano, descansamos cinco minutos en Baeza, arrancadero de los trenes para Granada y Almería. Pasan luego —y sólo he de citar las villas principales— Menjíbar, que fijó en tiempos pretéritos el límite de las Españas citerior y ulterior; Espeluy, en donde deben apearse los viajeros que vayan a Jaén; la iglesia, con trazas hoscas de alcazaba, de Villanueva de la Reina; Andújar, a la que sus alcarrazas y botijos dieron renombre; y más allá de Montero y de Pedro Abad saludaremos las siete torres —diez veces centenarias— del castillo de Bujalance, construido a expensas del tercer Abderramán. Un poco más y ganamos Córdoba, triste, augusta y hermética —según el público decir— como un altar: y después Villarrubia, donde una vez don Pedro el Cruel escondió sus tesoros; Posadas, que acrecienta la blancura de sus edificaciones con el lozano verdor de sus tupidos naranjales; Peñaflor, que parece enorgullecerse de su nombre; Lora del Río, a la que sus trigales ponen un nimbo de oro; Tocina, de donde parte el ramal que guía a Mérida, la romana; y finalmente, Brenes, en cuyo horizonte la Giralda, maravilla de Andalucía, parece rezar a la vez al Islam y a la Cruz…

Las apreciaciones, siempre justas, de mi mejor amigo El Negro, me ayudaron a registrar en los arcanos morales de las tierras por donde pasábamos.

—Pertenecemos —decía mi compañero— a un país milagroso; y lo califico así, pues vive a despecho de cuanto sus habitantes hicieron por destruirlo. De esa Castilla que tú has recorrido más que yo, la falta de árboles ahuyentó a los pájaros, que tanto benefician los campos, porque persiguen a los insectos; y como los árboles faltan, las nubes emigran y con ellas la lluvia, que todo lo enverdece. ¿Vas contando bien los eslabones de esta terrible cadena? En Castilla los cambios atmosféricos son atroces; la sequía te resquebraja, el polvo te ciega y, entretanto, la langosta fecundiza la tierra endurecida por la incuria de los hombres. Tú no imaginas el poder asolador de ese insecto: llega en nubes constituidas por millones de millones de individuos que, al caer, cubren los sembradíos, borran los caminos, desnudan en pocos momentos a los árboles de su follaje y detienen los trenes. Hace un bienio la langosta nos paró al salir de Tembleque: no se veían los rieles y todo el campo, a nuestro alrededor, aparecía negro; la nube había acertado a caer justamente sobre la vía férrea, y como estos animalitos, al ser aplastados, expelen una baba oleaginosa, pronto la locomotora empezó a patinar. Era grotesco, era increíble, que unos bichitos así pudiesen tanto. La pobre Regadera despedía, como nunca, agua y vapor; jamás la habíamos visto tan furiosa. El maquinista, para ayudarla, echó en los rieles arena; pero esta, al revolverse con el aceite de las langostas estrujadas, formó una masa que, adhiriéndose a nuestros rodajes, nos obligó a inmovilidad.

Calló los instantes que tardamos en franquear un puente, y continuó:

—En Andalucía, donde la actividad agrícola es algo mayor, la langosta no suele presentarse; pero si por allí no hay langostas, hay caciques, y no sabría explicarte cuál de estas dos calamidades me parece mayor. ¡Casi estoy por decir que al cacique le tiene miedo la langosta…!

—El cacique —interrumpí— descendiente caricaturesco del señor feudal, es un tipo que abunda en Castilla, en Galicia y, probablemente, en otras muchas partes.

—Sí —replicó El Negro—, el caciquismo es dolencia muy española; mas no puede ser grave en las provincias norteñas, donde la tierra está hermosamente dividida entre pequeños terratenientes; mientras la desventurada Andalucía, por obra del abandono o mala fe de nuestros gobernantes, languidece entre unas cuantas manos, generalmente ociosas. Aquí los terrenos mejores se dedican a ganaderías de reses bravas o a cotos de caza, y hay millares de braceros que necesitan emigrar en busca de trabajo. ¡Júralo conmigo, Cabal…! Nuestros hombres se van, no porque América les deslumbre con su oro, sino porque con su miseria España les despide. Cabal, en este país, quien no sea militar, o fraile o político, o siquiera empleado de cierta categoría, debe marcharse. Aquí, los ricos no le dan al necesitado empleo, sino limosna; es más cómodo para ellos y, desde luego, más teatral.

Estas meditaciones resucitaron en mi memoria las que, a propósito de un tema bien diferente, me expuso una noche, saliendo de Hendaya, mi viejo amigo Doña Catástrofe. España se halla depauperada y abúlica; en este país nuestro, donde el gobernar no es un deber ingrato, sino un negocio, los pobres no pueden vivir; ¡ni siquiera robar…! Convencida de su desamparo, la legión trabajadora se encorva pasivamente bajo la autoridad del cacique y del cura. Lo que me regatea el mundo —discurre— me lo dará el Cielo. Porque en los hombres la fe en el más allá crece según la fe en sí propios disminuye. Y, de este modo, llegan a la muerte sin haber vivido. La riqueza de una nación se mide por su agricultura, por sus minas, por sus fábricas; cada predio, cada filón, cada chimenea humeante, es una cifra…; y también, pero inversamente, por sus catedrales, sus cuarteles y sus alcázares. Esos mendigos que limosnean a la sombra de las torres de las iglesias, representan el verdadero cimiento de esas torres, porque lo que las levantó y mantiene en pie, es el dolor. ¡Ah…! ¿Cómo es posible que los espíritus progresivos no lean de corrido en todo esto…?

Platicando en este tono, en el que había más melancolía que apasionamiento, salimos de Sevilla aquella noche. Mediaba, si no recuerdo mal, el mes de septiembre. Viajaban conmigo, entre otras muchas personas, un oficial de Marina, que venía de Cádiz; cinco turistas yanquis, y un matrimonio español, al que cierto caballero, amigo de los dos —pero antes devoto de ella que de él, según demostraré luego—, prestaba escolta.

Lo que inmediatamente referiré, más que una escena es un diálogo; pero… tan expresivo, tan burlesco y, a la vez, ¡tan grave…! Quizás aquella conversación, que procuraré repetir textualmente, fuese el prólogo de alguna novela cuyo argumento yo había de ignorar, y —por lo mismo— al recordarlo me abstendré de reír. ¡Quién sabe! La vida, aunque es el único drama que los hombres estrenan sin ensayos, siempre es algo muy serio.

Así, parodiando a los autores de comedias y para mejor esconder mi personalidad de vagón atisbador y chismoso, presentaré a las figuras antes de dejarías hablar.

Ida: veintiocho años. Lindo talle. Rubia. Tiene labios de ironía y unos bellísimos ojos daros, que si fueron optimistas alguna vez ya sólo conservan la voluntad de ser alegres. En todo su cuerpo largo y maestro en la delicada gracia de las actitudes melancólicas, persiste una laxitud alusiva a la idea que envuelve su nombre: Ida; un nombre triste como un adiós.

Don Alfonso: esposo de Ida. Cuarenta años; tipo desdeñoso y cordial a la vez; esto es: distinguido. Buena presencia. Viste de oscuro.

El otro señor —nunca oí su nombre—: la misma edad de don Alfonso. Hombre de mundo, alto y un poco triste. En las sienes, canas prematuras. Su rostro, afeitado, expresa bondad y cansancio: es una doble expresión muy frecuente, porque la bondad —entre los humanos— suele ser una de las expresiones; de la fatiga. Traje y guantes grises. En la solapa un clavel recién cortado, rojo, trágico…

Al salir de Sevilla, don Alfonso ha tomado un billete para la primera mesa; el otro señor toma el suyo para la tercera; tanto porque dice haber almorzado tarde, como por no dejar sola a la señora. Ida nunca cena en los trenes; no puede; se marea. Por mi tránsito pasa un servidor del dining-car, que repite ante la puertecilla de cada departamento:

—Señores: la primera mesa va a empezar…

Don Alfonso (Levantándose). —Autorícenme ustedes a marcharme. (A ella). ¿Te envío un té?

Ida. (Dulcemente). —No, gracias.

Don Alfonso. (Obsequioso). —Un té, bien azucarado… y con unas pastitas…

Ida.— Me haría daño; ¿no lo sabes? (Mirándole amorosamente). Come bien tú; come por los dos…

Váse don Alfonso. Ida y el señor del clavel encarnado —que también así podemos designarle— quedan solos en su departamento. En torno suyo, sobre los asientos, hay libros, periódicos, almohadas de viaje… Ida, que se adivina espiada, registrada, por su acompañante, vuelve la cabeza y, sin querer, le mira. Yo me preparo a escuchar: siempre me ha divertido ver cómo los corazones buscan, para acercarse, los caminos más retorcidos, y su empeño en justificar su amor: lo único que no necesita ser justificado.

Él.— En los trenes, de noche, no se puede hacer nada.

Ida.— Si la luz no fuese tan débil, yo leería. (Dirige a mis dos lámparas una mirada despectiva, que me ofende).

Él.— ¿Le gusta a usted leer?

Ida.— Según… (Pausa breve). Los libros amenos no abundan. Es tan difícil hallar un libro interesante como conocer un hombre entretenido.

Él. (Con acento seguro). —¿Verdad que son muy raros dos hombres interesantes?

Ida.— Dos por mil.

Él.— Exagera usted.

Ida.— ¿Le parecen pocos?

Él.— Muchos me parecen. Los hombres son aburridísimos: ¡es menos, porque saben demasiado y abusan pedantescamente de sus conocimientos; los más, porque lo ignoran todo!

Los dos sonríen.

Ida.— Si las mujeres supiésemos eso a tiempo no nos casaríamos… o nos casaríamos muy tarde… ¡Yo me casé a los diez y siete años!

Él.— Hizo usted bien: debemos casarnos temprano, porque así tendremos toda la vida para arrepentimos de nuestro error.

Ida suspira.

Él.— Yo, también soy un gran desengañado. (Corta pausa). El mundo es monótono, gris… ¿No reparó usted en la afición de los individuos que, como yo, traspusieron la cuarentena, a vestirse de gris…? Porque es el único color que sus ojos experimentados ven en todas partes. (Otro silencio discreto). De mozo, mi ilusión parecía un gigantesco y maravilloso jarrón de Sèvres. ¡Cómo lucía! ¡Qué bien ocupaba y alegraba toda mi alma…! Hasta que un mal día chocó contra la realidad y se hizo añicos. Pensé morir. Después… ¡qué remedio…! me apliqué a buscar entre el drama de los pedazos rotos el pedazo mayor, decidido a contentarme con él.

Ida.— ¿Lo halló usted?

Él.— Todavía no. (Mirándola expresivamente a los ojos). O, quizás, sí… ¡No lo sé…!

Ida.— ¿Busca usted aún?

Él.— Siempre.

Ida.— Entonces es usted feliz. Al menos, más feliz que yo. (Con, un temblor, casi imperceptible, en la voz). Yo… ¡ya no busco!

Él.— Reaccione usted: si quiere usted ser dichosa, quiéralo fanáticamente, propóngaselo… y lo será usted. En una enorme mayoría de casos la dicha se reduce a un espejismo de nuestra voluntad.

Ida.— Tal vez… (Mueve la cabeza). Pero ¿a qué afanarnos en crear ese viraje, si, al cabo, quedaremos vencidos…? Recuerde usted que detrás de Don Quijote, símbolo de la ilusión, caminaba Sancho… ¡Como en la vida!

Él. (Fervoroso). —Porque somos cobardes. Luchemos; y, si el mundo nos derrota… ¡volvamos a luchar!

Callan, como otorgándose mutuamente una tregua. Sin que lo advirtieran, entre ambos acaba de brotar una simpatía. Yo lo siento bien, y me allegro. La Sabrosa ha esforzado su andar y en el silencio de los campos, empapados de luna, mis rodajes trajinan con mayor entusiasmo.

Ida.— ¿Qué podría yo buscar? Nada. ¿Laureles…? No, porque no soy artista. ¿Dinero…? ¿Para qué…? ¿Amor…?

Él. (Interrumpiéndola vehemente). —¡Sí, amor!

Ida.— El amor me está vedado: la sociedad me lo prohíbe. Además, yo quise a mi esposo. ¿Cree usted que se puede querer más de una vez?

Él.— Indudablemente, y apela al testimonio del libro inmortal cuya autoridad invocó usted antes. ¿Cuántas veces salió Nuestro Señor Don Quijote en busca del Ideal? ¿No fueron tres…? (Animándose). ¡Ah, si la persona de quien estoy enamorado me correspondiese…!

Ida.— ¡Qué locura! Amar es esclavizarse.

Él.— Cierto: ¿pero hay esclavitud comparable a la esclavitud del aburrimiento?

Ida.— ¿Y las responsabilidades, no ya morales, sino económicas, que acarrea un amor…? (Risueña). Oiga usted a los hombres…

Él. (Exaltándose). —¡Miserables…! La mujer que no amamos, ciertamente nos pesa y estorba; pero la amada nos reanima y en toda ocasión nos sirve de trampolín y de impulso. La primera, es una carga; la segunda, una fuerza. Media entre ambas la diferencia que hay entre llevar nuestra merienda en la mano, a llevarla en el estómago.

Ida ríe. En aquel instante, cruza por delante del compartimiento el oficial de Marina, vestido de blanco: sobre la albura del uniforme, la botonadura y los galones dorados brillan marciales. El oficial es ventrudo y, al caminar, se esparranca para guardar mejor el equilibrio. Lleva una gran pipa entre los dientes, y la lumbre del tabaco tiñe de rojo el semblante carnoso del fumador. Ida y su acompañante continúan discreteando, pero en voz más confidencial.

Él.— (Con un nuevo ardor en el acento). El mundo objetivo no existe realmente: todo está en nosotros, Ida; todo depende de nosotros… y yo sostengo que usted, o cualquiera, puede ser feliz a condición de ser un poquito cruel. (Un silencio que empleará en recoger ideas). ¿Conoce usted la admirable película de Pietro Foseo, El fuego…?

Ida hace un gesto negativo, y sus ojos claros, sorprendidos, ingenuos, parecen aniñarse con la curiosidad.

Él.— Una mujer joven, bella, elegante, caprichosa y millonaria…; una mujer que lleva consigo completo el trágico ramillete de las tentaciones, saluda una tarde, en el campo, a un pintor. La pobreza, la hermosura adolescente y, más aún, la alta inspiración del artista, la interesan. —Iré a tu casa —le anuncia— para conocerte mejor. A la noche siguiente le visita. Él, trémulo de emoción, ha exornado el estudio con flores: sobre la mesa y bajo una pantalla verde, arde una vieja lámpara de petróleo. Ella examina uno a uno los lienzos, la pluralidad inconcluídos, que decoran el taller, y por momentos muéstrase más enamorada del pintor. —Tienes mucho talento —repite—; un extraordinario talento, y mereces vencer. Informada de las circunstancias que obstaculizan la existencia del joven, añade: —A tu madre la enviaremos cuanto dinero necesite, pero a condición de separarte de ella. Debes renunciar a todo, y dedicar al Arte tu alma entera. A cambio de ese sacrificio, yo te daré amor, laureles, fortuna… y serás tan dichoso que tu corazón, hoy sediento, no apetecerá nada… Él vacila; ¡es tan niño aún…! —¿Y mi novia? —interroga suplicante. —Sacrifícala también: es indispensable que todo salte en pedazos para que tú triunfes. Y prosigue: —¿Cuánto tiempo arde esa lámpara con la luz que ahora tiene? —Ocho horas, señora—. ¿Y te resignas a vivir en una penumbra tan triste? —¿Qué haré —replica él— si no puede alumbrar mejor? —Te engañas. Hay en tu lámpara una fuerza formidable que tú no conoces, pero yo, sí. ¡Mira…! Y, apoderándose de la lámpara, la estrella contra el suelo. Una llamarada de incendio inunda el taller, y el pintor, deslumbrado cegado, por aquel resplandor infernal sigue a la hechicera…

Ida.— (Temblando). ¡Símbolo admirable…! ¡Oh! De emoción las manos se me han quedado frías.

Él.— Delante de cada hombre sólo se extienden dos caminos: el camino de los resignados, y el de los rebeldes. Conviene escoger, y escoger pronto. ¿Qué preferiremos…? ¿Vegetar aburridamente bajo una luz vulgar, o arremeter contra todos los peligros y hacer de nuestra vida una hoguera…?

Ida.— No lo sé.

Él.— Yo, sí; yo rompo mi lámpara. Las pasiones me atraen más por su intensidad que por su duración, pues no importa que la llamarada dure un instante si basta a enseñárnoslo todo. (Misterioso y profético). Y es llegada la ocasión de seguir mi ejemplo. Ida: rompa usted su lámpara.

Ida.— No me atrevo…

Le mira aterrada, cual si sus ojos se inmergiesen en un abismo.

Él.— Rompa usted su lámpara. (Sombrío).

Ida.— ¿Y después?

Él.— No pregunte usted eso: la Felicidad no tiene futuro, no tiene después. Cuando el incendio le haya permitido a usted ver lo infinito, ¿para qué querría usted seguir viviendo? (Pausa).

Ida.— (Con curiosidad pueril). ¿Cómo termina el pintor su aventura?

Él.— Malamente: porque acaba sus días idiota, en un manicomio, haciendo pajaritas de papel. (Transición). Peno, ¿qué importa, si antes de caer en la idiotez fue famoso, rico y amado…?

El esposo de Ida, que vuelve del comedor, aparece inesperadamente:

—Buenas noches.

Ida lanza un pequeño grito.

Don Alfonso.— ¿Soy importuno…? ¿De qué hablaban ustedes…?

Ida. —Como no te sentimos llegar… (Recobrándose). Nuestro amigo me contaba el argumento de una película.

Don Alfonso.— En el coche inmediato he saludado a la marquesa de Guzmán; lleva a una de sus nietecitas enferma; yo la dije que tú pasarías un momento a visitarla; ¿quieres…?

Ida.— (Levantándose). Sí, sí; hiciste muy bien.

Don Alfonso.— (A su amigo). Estaremos de vuelta antes de que usted se marche a cenar.

El señor del clavel encarnado. —Muy bien… (Saluda).

El matrimonio sale; don Alfonso camina delante. Al franquear la puertecilla del compartimiento, Ida vuelve la cabeza y sonríe; y aquella mirada y aquella sonrisa, el hombre del clavel encarnado las recibe a la vez, tal que dos saetas, en el corazón.

Abril había empezado, y era increíble la cantidad de turistas españoles y extranjeros que las festividades de Semana Santa y Feria —célebres en el mundo— llevaban a Sevilla. A diario los trenes de todas las líneas andaluzas rebosaban gente, y a ello contribuía mucho la emisión circunstancial de billetes económicos de ida y vuelta, cuya gran baratura aun a los más poltrones estimulaba a peregrinar. Nuestros convoyes estaban rendidos del peso que transportaban a cada viaje; los coches, sea cual fuere su clase, así como las vagonetas y furgones, salían cargados de pasajeros, de equipajes, de mercancías y hasta de muebles. Hubo locomotoras que partieron de Madrid arrastrando más de trescientas cincuenta toneladas. En la estación central unos a otros nos informábamos del tráfico.

—¿Cómo iba esta mañana el rápido…?

—Lleno —respondía una voz.

—¿Y el correo…?

—Lleno también: salió con retraso, porque a última hora fue necesario añadirle dos terceras.

Todos los trenes caminaban así, incluso los mixtos flemáticos, a quienes apodábamos los alcanzados, porque siempre se quedaban atrás. Este exceso de trabajo nos fatigaba, pero al mismo tiempo nos excitaba, pues en la acción va envuelta siempre una alegría, y el buen humor bullicioso —algo plebeyo— de nuestros huéspedes, se transmitía a nosotros. El carácter, netamente andaluz, de los festejos que se celebraban, estimulaba el andalucismo de los viajeros: los andaluces exageraban su acento y se comían más letras que nunca, y hasta los oriundos de otras regiones, arrastrados por el ejemplo, procuraban imitarles. Mi expreso, desde el ténder al furgón de cola —y sobre todo en las curvas, que le dan una ondulación pintoresca— parecía una calle de Sevilla o de Córdoba; yo mismo, no obstante mi origen vasco-francés, empecé a hablar un poquito andaluz…

El sábado de Gloria, que disipa, con la algarabía de sus campanas, las sombras de la Semana de Pasión, el número de nuestros viajeros aumentó. Según la locución vulgar, en nuestro andén no se podía dar un paso. A ello contribuía el viajar con nosotros un gran torero y un ministro, tipos a quienes, acaso por la largueza con que ganan su dinero, España, nación pobre, venera mucho. Su Excelencia —decían los periódicos de aquella mañana— se quedaría en Córdoba para asistir, en nombre del rey, a la colocación de una primera piedra, y luego estudiar un problema… ¡no supe cuál…! Yo le observaba: mi sencillez ha admirado siempre a esos prohombres que dedican su existencia a dirigir discursos a las piedras, como para probar su resistencia; a estudiar problemas y a esconder después, primorosamente, todo lo que saben.

El torero, uno de los más gloriosos de su época, iba más allá que Su Excedencia, pues marchaba a Sevilla a curarse la herida que en la plaza de toros de Valencia un espectador le produjo con una botella que arrojó al redondel.

Escoltaban al señor ministro varios periodistas y un numeroso núcleo de figuras parlamentarias. La mayoría de aquellos caballeros pasaban de los cincuenta años, platicaban mesuradamente, y vestían levita y sombrero de copa. Empecé a establecer relaciones entre la forma de esos sombreros, que únicamente usan las personas transcendentales, y la chimenea de nuestras locomotoras. ¿Estimularán la actividad cerebral, determinarán un tiro en las ideas? Su Excelencia departía con todos, prodigaba saludos y su vientre y su rostro barbado denotaban satisfacción. El público, al reconocerle, se detenía a mirarle, y él procuraba, en todo momento, tener una actitud tribunicia. Le rodeaba una atmósfera de éxito, y el personaje procuraba que a su renombre correspondiese su figura. Para el vulgo, la prestancia es talento.

El teatro —reflexionaba yo— debe de ser algo así

El lidiador viajaba en mi departamento-cama, y le acompañaban su apoderado y los hombres de su cuadrilla, la mayoría sevillanos, más otras cincuenta o sesenta personas de condición social diversa, según sus maneras de hablar y de vestir hacían comprender. No llegaría el famosísimo espada Manuel González a los veinticuatro años, y tanto hablaban las muchedumbres de su arte, como de los dos millones de pesetas que llevaba ahorrados, y del rumbo de su vida. Apodábanle el Meñique por lo limitado de su estatura, y su abolengo gitano lo pregonaban la negrura azabachada de los ojos, el cobre de la piel, y la ágil flexibilidad y armónica disposición del cuerpo. Advertí que sus veneradores eran más numerosos que los de Su Excelencia, y que le miraban con mayor cariño y devoción menos interesada. Desde mis ventanillas, varios pasajeros le observaban también, y había en sus rostros una quietud de felicidad: aquel hombre moreno, enjuto y triste, les parecía el símbolo de la Andalucía que iban a visitar. La multitud se detenía a contemplarle, contenta de tenerle tan cerca, mientras recordaba aquellos domingos triunfales en que, vestido de oro y seda, jugó con la muerte. Yo juraría que hubo unos segundos en que el señor ministro, celoso de la popularidad del lidiador, insinuó el ademán de saludarle. El Meñique, entretanto, chupaba un mondadientes y discretamente entornaba los párpados, como si aquella exhibición le cohibiese…

Faltaban dos o tres minutos para la salida del expreso, cuando un viento de fronda cruzó tempestuosa por el andén. Lo levantaba un nutridísimo grupo de viajeros —más de treinta— que no hallaban asiento y buscaban al jefe de estación para exigirle que añadiese al convoy otra primera. Aquellos señores, pálidos de impaciencia y de cólera, componían una manifestación antipatriótica, muy curiosa. Todos, a porfía, denostaban a España.

—¡Qué país! —vociferaban—; ¡esto sólo sucede aquí…!

El más enfurecido iba sin sombrero y repitiendo a gritos:

—¡Yo necesito llegar a Sevilla mañana…! ¡Si no llego, pierdo cuarenta mil duros…!

Uno decía:

—¡Da vergüenza ser español!

Y varios, a la vez:

—¡Sí, señor; da vergüenza…! Hablando así mirábanse unos a otros, satisfechos de lucir su cosmopolitismo y su elegancia. Los manifestantes, a quienes seguía un centenar de desocupados, hallaron al jefe de estación y al interventor del expreso cerca de mí, y en altas voces manifestaron su pretensión. Expúsoles el jefe, con bien concertadas palabras, la imposibilidad de complacerles por no haber coches disponibles. Uno replicó estúpidamente:

—¡Pues, los inventa usted! Frase que, no obstante su ausencia de sentido, enardeció a todos aquellos señores notablemente. Los brazos se levantaban, arreció la gritería y las manos volvíanse amenazadoras. El caballero de los cuarenta mil duros exclamó: —¡Si yo no salgo para Sevilla esta noche, al director de esta Compañía le doy un tiro!

Un señor pequeñito decía, mirando a una y otra parte con ojos de tigre:

—¡Esto nos sucede porque no tenemos coraje! ¡Aquí no hay sangre…! ¡En Alemania el pueblo ya hubiese quemado la estación! El jefe replicó mesurado: —No, señores: ni en Alemania, ni en ningún país bien civilizado el público protesta, porque supone que cuando los empleados que están a su servicio no le complacen, es que no pueden.

Todos rugían:

—¡Es un abuso…! ¡Si no ponen un coche para nosotros, no dejaremos salir el tren…!

—¡La máquina —gritó el jefe para que todos le oyesen— no puede arrastrar más coches de los que lleva! ¡Ya lo saben ustedes…! Los señores que quieran marchar hoy, que vayan de pie… les autorizo. ¡No puedo hacer más…!

Los manifestantes replicaron:

—¡Pues no sale el tren…! ¡No le dejaremos salir…!

El jefe, que durante la discusión había ido perdiendo terreno, reaccionó:

—¡Atrás todo el mundo! —ordenó de súbito—; ¡retírense ustedes… o me veré obligado a llamar a la guardia civil!

Los revoltosos, maquinalmente, retrocedieron algunos pases; amainaban. El jefe repitió, avanzando:

—Esta parte del andén la necesito libre. ¡Atrás todo el mundo!

La multitud, acobardada, volvió a retroceder, silenciosa, con una humildad de rebaño. Yo pensaba:

¡Cómo le hubiese gustado al pobre Dos-Caras ver todo esto…! Al mismo tiempo sonó una campana. La Regadera silbó y el convoy se puso en movimiento. Asomado a una ventanilla, El Meñique saludó a sus amigos quitándose el sombrero, de ala plana, y vi que el celebrado lidiador era calvo.

—¡Viva Manuel! —gritó una voz desde el andén.

Muchas voces acaloradas repitieron:

—¡¡Viva…!!

Mientras Su Excelencia, desde su coche, sonreía al público, como si aquellas adhesiones de simpatía fuesen para él.

El Meñique asistió a la primera mesa, y la emoción que su presencia produjo en el dining-car debió de ser extraordinaria, porque al regresar a mí le seguían quince o veinte personas que viajaban en otros coches. Esquivando aquella adhesión pegajosa el matador entró en su departamento, donde se sentó; quitóse luego el sombrero, y bajo la luz su calva socrática brilló con una melancolía de marfil antiguo: en aquella posición su nariz aguileña parecía más larga, y su rostro cenceño, prematuramente aviejado por la inquietud, ofrecía, ora sobre los pómulos, el mentón, ya en las depresiones de las secas mejillas, todas las tonalidades del cobre.

Atento a cuanto el ilustre torero decía a sus amigos, pronto fui conociendo los nombres de los que le custodiaban más de cerca. Sentado a su izquierda tenía a su apoderado, don Ricardo Fernán, persona, al parecer, de su mayor predilección; y a la derecha a un joven prócer, de charlar abundante y reír estentóreo, a quien unos y otros familiarmente llamaban marquesito. En el vano mismo de la puerta y ocupándola casi por completo con los hombros, permanecía Juanito Paisa; un notario joven de Sevilla, al que todos respetaban por su manifiesto ascendiente sobre Manuel. A Juanito le vestía el sastre de Manuel, y le calzaba el zapatero de Manuel, y su sombrerero era el de Manuel. Juanito Paisa era, por antonomasia, el amigo de Manuel, y se le conocía y consideraba por esto más que por su profesión, cual si el rasgo culminante de su biografía fuera haberle captado el afecto del matador. Por tanto, a Juanito Paisa no le molestaba que el marquesito estuviese arrellanado al lado de Manuel: si el aristócrata ocupaba aquel sitio era porque él, generosamente, se lo había cedido; él no quería acaparar a Manuel; un hombre como El Meñique se debía a la humanidad, y la felicidad conviene repartirla; pero estaba cierto de que a la menor insinuación suya, el marquesito se habría levantado. Detrás de Juan Paisa, a lo largo de mi corredor, muchos curiosos se estrechaban con el deseo del ver al lidiador: los más pequeños, a pesar de mis temblequeos, se ponían de puntillas. Todas mis plazas iban ocupadas; hacía calor y la fuerte respiración de las ventanillas no bastaba a refrescar la atmósfera.

El tema de las conversaciones era el arte de Manuel González y su miedo a los toros. También se habló del hombre: un viajero le había encontrado más delgado que antes; otro le hallaba lo mismo; un tercero celebraba los brillantes que el espada lucía en la pechera. Se glosó largamente la herida por que cojeaba Manuel; la tenía en el pie derecho, a la altura del tobillo.

—Se la hicieron con una botella en el preciso instante de entrar a matar. Dicen los periódicos que ya le habían dado el segundo aviso y que el público se impacientaba.

Estas conversaciones que, por concernir a lugares y asuntos desconocidos para mí, yo traducía mal, me interesaban menos que el entusiasmo ingenuo de los platicadores, quienes por ocuparse de Manuel, hasta de sus propios asuntos se olvidaban. Esta unánime y férvida admiración me sorprendía; era nueva para mí; yo nunca había visto tantas almas vibrar a compás, y pensé que en una novela de costumbres taurinas, antes que al matador el papel capital debía adjudicársele a la muchedumbre, pues lo pintoresco, lo inverosímil dentro de los grados más agudos de la comicidad, lo bufo, en fin, está en la muchedumbre.