Este hecho señala en mi biografía un nuevo rumbo importante. Al siguiente día de la catástrofe, en la que hubo cinco personas muertas y más de treinta heridas, una máquina que en socorro nuestro enviaron de León, me trasladó, juntamente con Dos-Caras y otros compañeros que conservaban sus rodajes sanos, a los talleres de Valladolid, ante les cuales y a la intemperie estacionamos varias semanas, en tanto llegaba nuestro momento de ser reparados. Yo recordaba haber visto años atrás, en aquel sitio, una ringlera de coches enfermos; yo, que era mozo sólido, los miré con desdén; parecíame imposible descender a semejante postración; y ahora, al hallarme postrado como ellos, comprendí que el plano descendente de mi vida empezaba.
En los quince días que duró mi convalecencia, mis curanderos —carpinteros, fontaneros, cristaleros, ebanistas, electricistas, tapiceros, etc—, infligiéronme crueles padecimientos. Las averías y goteras de mi salud eran harto más serias de lo que yo imaginaba; el choque había sido formidable, y aquel bárbaro esfuerzo con que, a la vez, todas las unidades del convoy quisieron meterse, y como enchufarse, unas en otras, tundió todo mi cuerpo. En un instante quedé magullado, macerado, pero yo no lo sabía: los dolores empezaron después: me molestaban los flameos, el piso, la techumbre; particularmente las heridas de los balazos que recibí en el asalto del expreso de Hendaya, se habían abierto con el furibundo golpazo y me hacían sufrir bastante. A estos dolores localizados, añadíanse otros indecisos, generales y profundos, que por su misma vaguedad la cirugía de taller no podía combatir. Yo escuchaba discurrir a los carpinteros: unos decían que si mi armazón padeció tanto fue porque mi maderamen, cortado antes de sazón, presentaba hendeduras que disminuían su resistencia; el más viejo aseguraba que el lugar menos firme de mi individuo era el comedio del costado correspondiente al pasillo, y que motivaban tal debilidad varias rodaduras de mi tablazón; enfermedad gravísima que nace en el tronco del árbol y proviene de no haberse soldado completamente la capa de madera de un año con la del año anterior. Estas explicaciones me descubrieron que cierto vago desasosiego que de cuando en cuando me afligía y que yo traía observado se agravaba con la humedad, no provenía de un error de construcción, sino de mí mismo, de aquellos viejos árboles que me dieron el ser, y era, por consiguiente, algo así como una mala herencia.
Como en los días de mi nacimiento, mis manejadores volvieron a clavarme, a cepillarme, a ajustar mis ensambladuras, a oprimir mis tornillos, a corregir mis abolladuras a golpe de martillo: enderezaron los tubos de la calefacción, forraron de nuevo mis asientos, aseguraron las redecillas para equipajes, revistieron el cuarto-tocador, cuyos azulejos el choque había reducido a añicos; cubrieron mi tránsito de linóleo, y una vez bien bruñido, limpio y con los herrajes relucientes, volví a la circulación. Al salir del taller, mi cristalería y todo mi cuerpo, perfectamente barnizado de un color verde oscuro, refulgía al sol. Mis camaradas me felicitaban.
—Sea enhorabuena —decían—; estás mejor que antes, más joven…
—¡Buen viaje, Cabal! —me gritó Dos-Caras, a quien sus reparadores aún no habían dado de alta.
Yo iba contento, aunque no tanto como en la primera mañana de mi historia: ahora ya era un buen galán experto, pintado, retocado, maquillado como un viejo verde; conocía a los hombres, y estaba cierto de que nada nuevo iban a enseñarme; mi regocijo no era la limpia, la inocente alegría de vivir, sino la vulgar costumbre de vivir. Además, me preocupaba aquel maleficio rojo que, según Dos-Caras, actuaba sobre mí. La sangre llama a la sangre —había asegurado el viejo compañero— y la Muerte, que me visitó cuatro veces en menos de veinte años, podía volver…
De Valladolid me rodaron hasta Madrid, donde estuve olvidado varios días, y luego me agregaron al rápido de Asturias en sustitución de un primera, que, sin gloria, hallábase de maniobras, descarriló y se partió un eje. Este regreso a mis antiguos días de esplendor me causó gran satisfacción; equivalía a haber resucitado. Durante los siete u ocho años que formé en el correo de Galicia, donde los vagones no se comunicaban, mis fuelles estuvieron inactivos; yo los sentía anquilosarse poco a poco en la ociosidad, y eran para mí como esos muebles de lujo que hablan a sus dueños arruinados de un pretérito mejor. Al usarlos de nuevo, al apreciar cómo su esfuerzo me acercaba y ligaba a mis camaradas, el orgullo de clase tornó a cosquillearme: los correos, como los mixtos, son convoyes heterogéneos, trenes de acarreo, a quienes la mezcla de categorías sociales desposee de unidad; en ellos los vagones, aunque rueden juntos, no pueden hallarse verdaderamente unidos, porque se desprecian o se odian entre sí, como sus viajeros; mientras los expresos y los rápidos, cuyos coches tienen dimensiones iguales y peso análogo, trepidan menos, corren y frenan mejor, y representan un núcleo, una casta.
Sobre la línea de Asturias trabajé dos meses; lo suficiente para conocer la imponente hermosura selvática del Puerto de Pajares, que, desde Busdongo, donde empieza el célebre túnel de La Perruca, a la estación de Puente de los Fierros, es, según dictamen de muchos viajeros, uno de los parajes más bravos, ariscos y maravillosamente accidentados del mundo.
Cierta mañana, a poco de regresar a Madrid, supe que los guardavías tenían recibidas órdenes de trasladar todas las primeras del rápido asturiano a una vía de descarga. ¿Por qué? Ni mis compañeros ni yo sospechábamos el motivo de tal resolución. A la mañana siguiente, a la hora acostumbrada, vimos partir el rápido, que había sido nuestro, provisto de unidades nuevas, y con la pena ele no marchar sufrimos la vergüenza de la preterición. A nosotros, veteranas del camino, se nos posponía a aquellos coches bisoños, probablemente mal construidos. Transcurrieron varios días; unos días de septiembre, lloviznosos y tristes, que agravaban nuestra pesadumbre. Nos sentíamos despedidos; estábamos cesantes. Pasó otra semana. Y, entretanto, el sempiterno ir y venir de les trenes, el traqueteo animador de las locomotoras resoplantes, el parlar misterioso de los discos, toda aquella enfebrecida existencia de estación, en fin, junto a la cual nuestra inmovilidad parecía aún más trágica.
Al cabo, una tarde recibimos la visita de tres señores, muy apersonados y de muy tacaña conversación, que iban a examinarnos; y por lo que hablaron supimos que la Compañía de ferrocarriles del Norte vendía doscientos vagones a la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante, y que en el lote figurábamos nosotras. Al reconocerme —y lo hizo con severa escrupulosidad— uno de aquellos caballeros exclamó:
—¡Este coche no parece malo!
El señor a quien dirigía la observación repuso:
—Lo repararon hace poco: puede decirse que está nuevo.
Reflexiones ambas que me entristecieron y ofendieron con la compasión que demostraban hacia mí. Mis examinadores, al justipreciarme, lo hacían recordando mis años de servicio, como convencidos de que no en mi presente, sino en mi propia historia, estaba mi mayor éxito. Respecto de esto no me era posible dudar, pues cuando de algún individuo u objeto decimos que no parece malo, es que tampoco lo juzgamos bueno. Fuimos aceptados, sin embargo, mis compañeros y yo, y otra mañana una máquina-piloto tiró de nosotros y, circunvalando la capital por líneas que jamás habíamos visto, nos dejó cerca de la estación del Mediodía, en un sitio desde el cual divisábamos la parte superior de un hermoso edificio, que más tarde supe era el Ministerio de Fomento.
Este cambio contrarió a todos mis camaradas, menos a mí. Realmente mi juventud más tenía de simulada que de real: el accidente de Toral de los Vados me había modificado: a intervalos experimentaba, aquí y allá, dolores profundos, y en las grandes velocidades mis largueros gemían. A mí, antes tan sólido, tan callado, ahora todo me hacía suspirar: a veces era un eje lo que se quejaba, otras el marco de una puerta; en aquella parte, especialmente, donde mis últimos carpinteros habían creído sorprender varias rodaduras, mis maderas, no bien se recalentaban con el movimiento, producían un quejido monótono, fino, casi musical; algo parecido a ese soplo que los médicos escuchan en los corazones gastados. Era evidente que el reuma, el seguro enemigo de los organismos que empiezan a cansarse, iba infiltrándose en mí; las lluvias, y más aún la escarcha, me dañaban, así como los caminos en cuesta, que, desnivelándome, imponían a mis paredes un esfuerzo mayor; por todo lo cual me holgué de verme destinado al Mediodía, donde la llanura del terreno suaviza el trabajo, y el sol calienta con mejor ahínco, y el aire es más seco.
—Cualquiera de las líneas que llevan a Andalucía o a las regiones levantinas —pensé— será cordial para mí como una estación de invierno.
Grande fue mi alegría al verme añadido al expreso de Sevilla, que salía de Madrid a las ocho y veinte de la noche. Por la mañana —y como, para borrar mi pasado—, dos hombres se ocuparon en sustituir la mayoría de los anuncios y paisajes que exornaban mi corredor por otros correspondientes a la región Sur. A las bebidas espumosas del Norte, sucedieron los vinos de Jerez y de Málaga, y las fotografías de San Sebastián, Bilbao, La Coruña y Gijón, fueron reemplazadas por otras flamantes de Sevilla, de Granada y de Córdoba. Yo estaba inquieto y alegre, así por la novedad del camino, como por la curiosidad de conocer a mis compañeros de ruta.
A media tarde fui colocado en el tercer lugar del convoy, empezando a contar por la cabeza. Detrás del primer furgón iba un primera, a quien, por hacer justicia a su color, llamaban El Negro; luego, yo; y a mi zaga otro primera, muy fachendoso y contento de sí, apodado El Majo, y que disfrutaba fama de matón, porque una vez, yendo de maniobras con la máquina, embistió contra dos terceras abandonados en una vía, y los descarriló. Tenía unos topes bruñidos y poderosos, hablaba campanudamente y con señalado ceceo andaluz, y vanagloriábase de poseer un peso neto de treinta y ocho toneladas. Estas circunstancias le erigieron en jaque del expreso, y todos, hasta los mismos coches-camas, le testimoniaban respeto.
Mientras llegaba la hora de partir, mis camaradas me dijeron sus nombres y quisieron, a su vez, saber quién yo era y de dónde venía. Sucintamente respondí a sus averiguaciones —pues nunca me gustó caminar de prisa en la amistad—; les manifesté haber servido cerca de nueve años en la, línea de Hendaya, que más tarde pasé a la de La Coruña —callé que en un correo— y que después del choque de Toral de los Vados trabajé dos meses en la ruta de Asturias, de donde venía. Mi acento, marcadamente castellano, pero con inflexiones, a veces, gallegas y vascas, divertía a mis oyentes. Todos, para mirarme, adoptaban un empaque de superioridad; debí de parecerles desabrido, sencillote y hasta un poco tonto, quizás. Me sentí mal acompañado; aquellos majaderos se proponían amedrentarme para reír a mi costa; yo acababa de llegar y querían hacerme pagar la novatada; era algo de lo que —según muchas veces he oído contar— les sucede en las academias militares a los alumnos recién llegados.
—¡Buen chasco vais a llevaros! —meditaba yo.
Bruscamente, con su aire atropellador de perdonavidas, El Majo me interrogó:
—¿De dónde eres tú?
—¿Y tú? —repliqué en el mismo tono insolente.
—De Zaragoza.
—Yo nací en Saint-Denis.
—¿San… qué…?
—Saint-Denis —repetí.
—Franchute, entonces…
—No; franchute, no; francés. Y, desde que llegué a España, me llaman El Cabal, nombre que te explicará mi condición; y es que soy completo; o, lo que es igual: que, como nada me falta, nadie puede tener más que yo.
—Así debe ser —repuso El Majo.
Pero sentí que lo decía a regañadientes y que me guardaba rencor.
Habían dado la entrada en el andén a los viajeros de Andalucía; nuestros asientos comenzaron a ocuparse aceleradamente y las risas y voces del exuberante carácter meridional apresaron mi atención por completo. Nada sorprende tanto a los extranjeros, como este radical polifacetismo del alma española. Un viaje alrededor de España equivale a una excursión por cinco o seis países totalmente diversos. Cada región hispana tiene su carácter, su arquitectura, su música, sus bailes, sus trajes: los romanos no pudieron vencer a los cántabros, y vascos y astures —aunque muy distintos entre sí— conservan la sangre de los iberos primitivos; los gallegos son celtas; los andaluces y valencianos descienden de árabes; los godos, los francos y los fenicios, influyeron en Cataluña…; ¡y divierte observar cómo cada una de estas regiones proyecta en los andenes madrileños, a la hora de salida de sus respectivos trenes, una especie de aliento! Cada convoy es una prolongación de aquella provincia lejana que le impone su nombre, un reflejo de su alma. En el expreso de Hendaya, no obstante su cosmopolitismo, predominan las espaldas anchas y huesudas, las largas narices aguileñas, los pómulos descarnados y los ojos claros, de la raza vasca; los huéspedes de los convoyes galaicos y astures son hombres serios, prudentes y de trato a la vez respetuoso y cordial; se oye platicar en gallego y en bable mesuradamente, y suele haber para las mujeres que ambulan solas un respeto hidalgo. El Mediodía es más turbulento: en los expresos y correos que van a Barcelona —años después lo comprobé por mí mismo— sólo se habla catalán; en los de Valencia, valenciano, y andaluz en los de las líneas andaluzas. Por las noches, durante ese par de horas en que la mayoría de los trenes se va, cada una de las dos grandes estaciones ferroviarias de la Corte reasume el plano moral de media Península.
El buen humor español que, la verdad, nunca me pareció muy grande, es patrimonio exclusivo de las regiones frías: las provincias Vascongadas, Aragón, Galicia y Asturias son alegres: lo proclaman sus músicas, sus bailes, su inclinación a los deportes físicos, su potencia estomacal, y algo candoroso que preside los regocijos populares bajo las pomaradas norteñas. En cambio, Castilla, y más aún Andalucía —la vieja Vandalia— son tristes, como la llanura, El regocijo del andaluz es epidérmico; el andaluz se ríe con la piel; ríe por elegancia, por altruismo, porque sabe que el dolor es desagradable; pero su carne, toda su carne sensual, es trágica. No incurramos en la vulgaridad, harto extendida, de confundir la alegría con la gracia. Un hombre puede ser muy gracioso y estar siempre muy triste, como aquel clown protagonista de un cuento célebre; o, por el contrario, hallarse de felicísimo humor y con muchas ganas de reír, y carecer absolutamente de gracia. Estos dos conceptos, no obstante su diversidad evidente, suelen enredarse en nuestro espíritu por obra de aquella costumbre —reflejo de nuestro egoísmo— que tenemos de creer a los demás en la misma disposición ele ánimo que nosotros. Alguien, con sus donaires, pellizca nuestra hilaridad, y en el acto suponemos que también él se ríe; e, inversamente: calificaremos de triste a quien, por placentero que sea, no acierte a divertirnos, Así los andaluces, aunque en secreto lloren o se aburran, se nos antojan felices, pues poseen, como ningún otro pueblo de la tierra, el misterio de la buena risa. El contento es para ellos una especie de traje, y cada cual se esfuerza en comparecer mejor vestido que nadie: si este triunfa con un dichete, aquel procurará acertar con dos: para el andaluz la gracia es la forma más usual de la filantropía. A nuestro interlocutor —piensa— debo entretenerle, consolarle, ayudarle a olvidar sus penas, que más de una tendrá. Al aludido le sucede lo propio, cada cual pone sobre su drama interior una pirueta, y así, del dolor secular —dolor de raza—, de todos los andaluces, brota paradójicamente la eterna gracia proverbial de Andalucía.
Yo, en siete años que rodé por aquellas tierras inolvidables de Córdoba y de Sevilla, me divertí mucho con el inagotable picante humor de las charlas, la pimienta de las preguntas, la oportunidad traviesa —a veces corrosiva— de las réplicas, y toda aquella sal prodigada sin medida no bien la conversación se enciende.
La noche a que antes me refería —la de mi primer viaje a Sevilla— era una de las últimas de junio, y el mucho calor parecía desentumecer en todos el deseo de hablar. Peregrinaba con nosotros, rumbo a Cádiz, una compañía de comedias, y la mayoría de los actores se repartieron entre mis compartimientos y los del Negro. Todos, o casi todos, eran andaluces. La primera actriz, Matilde Manzano, a quien yo había llevado a San Sebastián y a La Coruña otros años, iba en el primer coche; el galán joven, cuyo nombre no pude saber porque sus camaradas le llamaban Pedro Domecq haciendo honor al mucho coñac que bebía, viajaba conmigo. Desde sus respectivas ventanillas, la Manzano y el comediante hablaban a gritos:
—¿Sabe usted a quién le di un pellizco esta tarde? —decía él.
—A una gorda, sería.
—Se equivoca usted: a una flaca.
—¡Jesús, qué mal gusto!
—A Pilar Gil.
—No me diga usted dónde la pellizcó.
—Donde me pareció que tenía más carne.
—De todos modos llegaría usted al hueso en seguida.
—¿Que si llegué…? ¡Como que perdí la uña…!
El picante discreteo continuó. Pedro Domecq quería atraer a la actriz a su departamento; ella resistía y coqueteaba:
—Véngase usted aquí, criatura…
—¿Hay algún asiento desocupado?
—¿Pero usted cree que yo iba a ofrecerla un asiento, como a una vieja?
—¿Entonces, qué?
—Mis rodillas, que parecen hechas de plumas, por lo blandas.
—No me convienen.
—¿Iba usted a tener mucho calor?
—Demasiado frío, porque es usted muy fresco. Mejor voy aquí, y así no podrá usted negar después que ha venido siguiéndome toda la noche…
—No hay inconveniente, con tal de que en Cádiz se deje usted alcanzar.
Atajó el diálogo la aparición en el andén del empresario, que iba a despedir a su compañía. Pedro Domecq le interpeló en seguida, y por la confianza irreverente con que se trataban comprendí que eran amigos rancios:
—¿Qué quiere usted que le traiga de Sevilla, don Emilio…?
—Hombre… ¡qué sé yo…!
—Pida usted sin miedo, que con lo grandecita que tiene usted la boca ya puede hacerlo. ¡Venga! ¿Qué le traigo? ¿La Giralda?
—Como traer… me gustaría que trajeses un poquito más de gracia de la que te llevas.
—¡Eso es muy difícil…! ¿No le sería a usted igual que le trajese, para su uso particular, cien gramos, siquiera, de vergüenza…?
—¿Dónde ibas a comprarla?
—Yo preguntaría dónde la venden buena.
—Como quieras: pero considera, niño, que tú no entiendes de eso y van a engañarte…
En el momento de arrancar el tren, los alegres servidores de la farándula empezaron a aplaudir a don Emilio, que les saludaba con el sombrero.
—¡No gastéis los aplausos —repetía el empresario—; no los gastéis, que luego os harán falta…!
Desde todos los coches, muchos pañuelos blancos y muchas manos de mujer, decían adiós.
Apenas caminamos un poco, una ráfaga de aire oreó nuestro abrasado interior; el calor, no obstante, era fuerte, y las caras de mis huéspedes aparecían bruñidas y como barnizadas, por el sudor. Pasamos raudos ante las estaciones de Villaverde, de Getafe y de Pinto, en cuyo castillo corrieron las lágrimas de la Princesa de Éboli, y al detenernos en Valdemoro, Pedro Domecq empezó a llamar desde una ventanilla:
—¡Señorita Manzano…! ¡Señorita Manzano!
La actriz se asomó:
—¿Qué quiere usted…?
—Hacerle una pregunta.
—Diga.
—¿No cree usted que hace un calor impropio de esta estación…?
Matilde Manzano se echó a reir, y con ella muchos pasajeros. De ventanilla en ventanilla volaban donaires; un buen humor pueril, una alacridad de feria, estremecía el convoy. Transcurrió otro cuarto de hora, y, al llegar a Aranjuez, nuevamente Pedro Domecq volvió a gritar:
—¡Señorita Manzano…! ¡Señorita Manzano…!
Por segunda vez, la gentil comedianta dejó ver su rostro picaresco:
—¿Qué necesita usted, fiebre tifoidea…?
—¿No piensa usted, como yo, que sigue haciendo un calor impropio de esta estación…?
Algunos de mis inquilinos habían pasado al dining-car, pero la mayoría, en la que figuraba Pedro Domecq, cenaba dentro de mí, lo cual, como siempre, alarmaba gravemente mi afición a la pulcritud.
Más allá de Castillejo, donde estacionamos dos minutos, empezó a herir mi atención la desalación de la llanura manchega, más triste aún que las planicies de la Nueva Castilla. Todo yacía muerto, horriblemente seco, bajo la luna lívida; lo que no era polvo, era piedra, y entre los repechos amarillentos sobre los cuales los viajeros, asomados a las ventanillas iluminadas, recortaban sus sombras, el estrépito del convoy resonaba como los ruidos en las casas desamuebladas. Áridos, pajizos, teñidos por una melancolía de osamenta, los pueblos de Villasequilla, Tembleque y Villacañas, fueron quedando atrás; mas no bien hacíamos alto, resonaba la voz irónica de Pedro Domecq, que indagaba:
—Señorita Manzano: ¿no cree usted que reina un calor impropio de esta estación…?
Desvelados por la temperatura bochornosa, muchos pasajeros celebraban con carcajadas aquella interrogación que, cuanto más repetida, mayor gracia parecía tener.
—¿Qué tal máquina llevamos? —pregunté al Negro.
—Superiorísima —contestó cayendo en seguida, a fuer de andaluz legítimo, del lado pintoresco de la hipérbole—; cuatro años hace que ruedo con ella y no me ha dado un disgusto. Frena bien y en invierno administra el calor como ninguna. Si no echase más agua que humo, sería perfecta; nosotros, por eso, la llamamos La Regadera. En Córdoba nos recogerá La Sabrosa: ¡un dije…! blanda, voluntariosa y suave; una locomotora que cuando dice ¡allá voy!, parece una paloma…
Estas noticias me tranquilizaron: a pesar de ser bisoño en aquel expreso, me satisfacía hallarme entre vagones distinguidos, y con un jefe de tren y un guardafrenos y vigilantes y rutas, a mi servicio, como antes, en mis años prósperos. La Regadera tenía un andar rítmico y cómodo, favorable al sueño; mis inquilinos iban sosegándose y su silencio me invitaba a dormir: la mayoría de mis luces estaban apagadas y una laxitud inefable me invadía: poco a poco dejé de oír, dejé de ver; mis sensaciones quedamente, como de puntillas, se alejaban… Una detención súbita me despertó; estábamos en Baeza y empezaba a clarear.
La voz, enronquecida por el coñac y el frío del amanecer, de Pedro Domecq, repetía inútilmente:
—¡Señorita Manzano…, señorita Manzano…! ¿Verdad que hace un calor impropio de esta estación…?