XVI

Muchos días estuve enfermo de tristeza; tanto porque consideraba la levedad de nuestra existencia, cuanto por el olvido y desdén en que los vivos tienen a sus muertos. Hasta que ladinamente los afanes del trabajo cuotidiano y la consideración egoísta de que yo también andaba, expuesto a los riesgos más grandes, fueron aliviándome.

Contribuyó eficazmente a devolverme mi buen humor habitual una escena cómica que, durante varias semanas, proporcionó temas de vaya y de risa a todo el convoy.

Faltaban minutos escasos para que saliésemos de Madrid, cuando reparé en dos caballeros que hablaban por señas, a pocos pases de mí. Sus ojos brillaban inusitadamente, sus labios se movían en silencio y sus manos gesticuladoras ora trenzaban los dedos, ora los encogían o estiraban tan pronto hacia abajo como hacia arriba. Estos complicados arrumacos los acompañaban, a veces, con agachadillos y exagerados movimientos de hombros.

—Son mudos —pensé.

Jamás había presenciado escena igual, y para convencerme de hallarme en lo cierto pedí a Dos-Caras su opinión.

—Sí —respondió—; son mudos. Al más alto le he visto varias veces, y aun creo que ha viajado conmigo.

Ambos tipos me fueron simpáticos, porque su silencio les aproximaba un poco a mí. Un mudo —reflexionaba yo— es el tránsito entre los que sienten y hablan, y los que sentimos y no podemos hablar. De los dos, uno iba afeitado y era rubio; el otro era pequeño, grueso y pelinegro, y adornaba su rostro de mejillas nacarinas —como de efebo— con una barbita recortada en punta.

Ya nos íbamos cuando el caballero de la barbita puntiaguda subió a mí, saludó desde una ventanilla con efusivos gestos a su amigo, y luego anduvo por el tránsito buscando un lugar donde instalarse. Mis huéspedes, en su deseo de viajar lo más cómodamente posible, fingían no percatarse de la afligida solicitud de sus miradas. Yo leía en sus almas egoístas:

—¡Un mudo! —rezongaban todos—; ¡bah; que se fastidie…!

Hasta que un viajero, más piadoso, le llamó con la mano y le señaló un asiento desocupado junto al suyo. El señor de la barbita recortada a la francesa agradeció la indicación, y para demostrarlo usó de expresivas zalemas. Inmediatamente distribuyó su equipaje en las redecillas, y, por señas, emprendió la parla con su amparador, que era mozo embigotado y de buen pergeño.

—¡Otro mudo! —pensé asombrado—: ¡También es casualidad! ¡Nunca había visto mudos y, de repente, conozco tres…!

Por la manera con que eran mirados comprendí que mis pasajeros estaban casi tan sorprendidos como yo. Entretanto los dos sigilosos interlocutores parecían encantados de hallarse reunidos y de hablar en un idioma que nadie entendía, y mutuamente se arrebataban la palabra, si no de los labios, sí de los dedos. No necesito decir que sus guiños y musarañas me eran totalmente intraducibles, mas no lo necesitaba, pues cuanto iban pensando de manera rectilínea y diáfana llegaba a mí, sílaba a sílaba. Su conversación era vulgar: ese diálogo vacío, desjugado, con que todas las personas, para mostrarse sociables y bien educadas, se importunan mutuamente en los viajes.

—¿Dónde va usted?

—A La Coruña.

—Lo celebro mucho: yo, también.

—Hay demasiado público; vamos a descansar mal.

—Sí; desgraciadamente somos muchos. ¿Usted duerme en el tren?

—Muy poco: de madrugada, únicamente.

—Como yo. ¡Es un asunto exclusivamente nervioso! Empiezo a pensar en que el interventor vendrá a despertarme, y ya me es imposible cerrar los párpados…

Una tregua. El señor de la barbita se cree obligado a ofrecer al joven del bigote un cigarrillo, aquel acepta y con motivo de estas recíprocas atenciones ambos se prodigan a porfía zalemas amables: sus labios y sus ojos, sonríen, probablemente sus dedos sonríen también…

Ha transcurrido más de una hora, y llegamos a El Escorial, donde recogemos un viajero: un señor delgadito, pálido, de bigote canoso, que sube a mí. Creo conocerle. Al pasar ante el departamento donde van los dos mudos, exclama campechano:

—¡Salud, don Andrés…!

El caballero de la barbita negra y puntiaguda vuelve la cabeza, y responde:

—¡Don Juan, usted por aquí…! Vivamente corre a estrechar la mano del aparecido. Los circunstantes están asombrados, y el joven del elegante pergeño más que nadie. La sorpresa le ha ensanchado los ojos; parece atento; parece escuchar; tiene la expresión iluminada de la persona que acecha detrás de una puerta…

—¿Va usted bien colocado? —inquiere don Juan.

—No —replica don Andrés—; he tenido la desgracia de ir a caer junto a un pobre sordomudo que no cesa de aburrirme con tonterías.

Todos los presentes sueltan la carcajada. Alguien pregunta:

—¿Pero usted no es mudo…?

Don Andrés también ríe:

—¡No! —exclama un tanto despectivamente—; poco a poco: ¡yo, qué he de ser mudo…!

A su vez el joven del bigote, algo turbado por la cólera, exclama:

—¡Es que yo tampoco soy mudo, señor mío! Nadie responde; entre mis huéspedes ha circulado una corriente de pánico; callan todos. Don Juan no comprende lo que ocurre, y ahora es a don Andrés a quien se le desorbitan los ojos y se le cae el labio. El joven del bigote, por momentos más airado y dueño de sí mismo, prosigue retador:

—En cuanto a eso de decir que yo le cuento a usted tonterías… ¡no se lo tolero…!

El señor de la barbita vacila, quiere retirar aquellas palabras que indudablemente son ofensivas, y su amigo don Juan y los demás viajeros intervienen en su favor calurosamente. Ante tal unanimidad de opiniones conciliadoras, el provocador amaina, la prudencia de unos y otros pone templanza en sus palabras, y al cabo llega el momento de las explicaciones pacifistas.

—Yo —dice don Andrés— sé hablar magistralmente con las manos, y a la estación había venido a despedirme un amigo, mudo de nacimiento.

—Y yo —interrumpió el joven embigotado—, que también conozco perfectamente el alfabeto mímico, al verle a usted hablar por señas, pensé: Este señor es mudo. Y así le llamé a usted con un gesto.

—¡Y yo creí que usted era mudo! —exclamó don Andrés.

—¡Estamos iguales…! Por lo demás, si no es de naderías, ¿de qué pueden conversar dos personas que no se conocen…?

Dicho esto, don Andrés y su colocutor diéronse las manos, y los espectadores del pintoresco lance comenzaron a reír y a glosarlo festivamente, con cuyas zumbas hiciéronme pasar un rato amenísimo. Luego, mientras descansábamos en Ávila, le referí a Dos-Caras todo lo ocurrido, y tanta gracia le hizo, que a la mañana siguiente reía aún.

En Valladolid recogí a don Rodrigo y a Raquel, y apenas les tuve cerca, cuando me parecieron cambiados y como envejecidos; particularmente a él le hallé decaído, marchito, cual si una gran pena —los dolores pesan más que los años— le oprimiese.

Acomodáronse cerca el uno del otro, y en sus palabras y en las atenciones con que se agasajaban había dulzura; pero una dulzura triste, en la que un pensamiento severo y escondido diluía su amargor. Pronto comprendí que el hombre sufría de mal de celos: lo decían sus ojos, lo declaraban sobre todo sus manos, que a ratos apretujaban las de su compañera con arranques más de odio que de amor; un odio que la inquietud de separarse de ella encendía. Suavemente, como con lástima, Raquel preguntó:

—¿Qué tienes…?

Él no contestó. Ella se le acercó más aún, lagotera, procurando sentir mejor el contacto de su hombro; pero su ternura envolvía algo de superioridad compasiva, tal vez un poquito —¡oh, muy poco!— de ironía, porque ella era la más fuerte, y únicamente los fuertes ríen bien.

Echándole el aliento de sus palabras al rostro, repitió:

—¿Qué tienes…? Háblame…

A su vez don Rodrigo la miró a los ojos y, nervioso, comenzó a retorcerse el bigote; sus dedos huesudos temblaban ligeramente. Bien se adivinaba que luchaba contra, la fiera de su corazón.

—¿Por dónde empezaría la explicación de lo que tengo? —murmuró—. ¿La crees tarea fácil? Necesitaría hablarte de todo nuestro amor, puesto que el minuto presente es la suma, la síntesis, de estos tres años en que la única razón de mi vida fuiste tú. Sólo puedo jurarte lo siguiente: que cuando, al principio de conocernos, te quería poco, era feliz; que luego, al quererte más, mi felicidad aumentó; y que hoy que te adoro, hoy que este cariño desborda de mi corazón, soy infinitamente desgraciado. ¿Comprendes esto?

Raquel callaba, oía; acaso en su atención hubo, durante una fracción de segundo, un ramalazo ele miedo. Don Rodriga prosiguió, siempre en voz muy tenue, y con aquella conquistadora exaltación lírica que aclaraba el bronce de su cara y le aceraba los ojos:

—En El anillo de los Nibelungos —¿te acuerdas…? lo vimos juntos— Venus dice a Tannhäuser: ¡Nunca lograrás el reposo, ni alcanzarás la salvación! ¡Vuelve a mí, si buscas la paz! ¡Si buscas la salvación, vuelve a mí…! Pero la diosa mentía; ¡dos veces mintió…! El alma no descansa en el amor; nuestra alma no se satisface con lo que tiene, por inmenso que sea; quiere lo que no tiene, busca lo que no ve…; y en eso, que no ve, están el demonio del presentimiento y los gusanos de la sospecha; nuestra pobre alma tiene su infierno en lo que no ve, porque las llamas de ese infierno abrasan y no alumbran.

Se interrumpió; temía ser indiscreto, descubrirse demasiado…

—¿A qué seguir? —exclamó—; ¿a qué hablarte de esto cuando, si tú llegases a penetrarte de la infinitud de mi amor, sin darte cuenta y como empachada de tanto cariño, te irías casando de quererme…?

Continuó hablando, pero a poco calló por figurársele que ella tenía sueño, y su silencio pobló su espíritu de nuevos fulgores. En el alma mansa y adormecida de Raquel yo no leía nada; en ella, pensamientos y deseos eran confusos; parecía un viejo manuscrito medio borrado. En cambio, el espíritu de don Rodrigo vibraba magnéticamente, sus ideas fulgían, una a una, con abrasadoras letras, y era imposible no verlas.

El hombre desconfiaba de su compañera: su inquietud no respondía a ninguna delación, ni se afirmaba sobre determinado indicio; aquella mujer le testimoniaba a diario su cariño, su solicitud vigilante y útil, su adhesión sin tibiezas; y, no obstante, recelaba de ella. Su tortura, como otras veces, al par que me hacía sufrir me admiraba.

—Algo esconde que no sabré nunca —meditaba—; es decir, hay en ella algo que quizás no esté escondido, pero que yo no veo. Si me dijesen: Esa mujer es capaz de robar. Diría: Mentira. Si me dijesen: Esa mujer habla mal de ti. Diría: Mentira. Pero si me dijesen: Esa mujer te engaña… No sabría qué responder. ¡He ahí mi suplicio! ¡Ah…! ¡Si yo pudiera mirar dentro de su conciencia, como miro su piel blanca…! ¡Pero ese milagro nunca se producirá…! En el abrazo supremo, todas las partes de los cuerpos enlazados coinciden: las frentes, los ojos, las bocas… Los corazones, no; estos laten cada uno por un lado; la naturaleza no quiso que, ni aun en ese instante divino, las almas estuviesen juntas…

Prosiguió su indagatoria:

—No es posible que ella me quiera ciegamente, por instinto, como yo entiendo que quiere el verdadero amor. El amor es una descentración del espíritu, una enfermedad. Muchas veces el enfermo se dice: Este amor no me conviene; debo desecharlo… Y, en el mismo instante, siente recrudecerse más su cariño. Yo, desgraciadamente, soy de esos. Pero Raquel, no; Raquel es demasiado inteligente, demasiado equilibrada, para entregarse así. El amor —ya lo dije antes— es ceguera, y en el cerebro de esa criatura hay excesiva claridad. La he observado bien; lo subconsciente significa en ella muy poco: su voluntad es razonada, su fantasía también lo es; ¡hasta su memoria, en la cual cada recuerdo, como los vocablos en los diccionarios, está en su sitio! Su razón, por consiguiente, ocupa y esclarece toda su alma; y el instinto es fotófobo, porque la luz lo mata… Entonces, ¿por qué esta mujer me quiere tanto…? O, de otro modo: ¿por qué, si verdaderamente no me quiere, con tanto empeño procura mostrárseme transida y cegada de amor…? Arbitrariamente no es, porque los nardos del capricho jamás florecieron en su jardín; luego su pasión ha de ser reflexiva, cimentada…

Al llegar a este punto, el apretado soliloquio parecía deshilacharse; don Rodrigo se extraviaba; comenzó su meditación partiendo del supuesto que el amor no razona, y tras mucho discurrir sacaba en limpio que Raquel le quería porque razonaba… Y apenas se sorprendió en flagrante delito de alogia, cuando obligó a su pensamiento a cambiar de rumbo. De pronto le pareció —¡cuántas veces le había parecido lo mismo!— que empezaba a, comprender. Raquel se esmeraba en ofrecerle un gran amor, no para engañarle, sino por el solo dilecto deseo de realizar una obra de belleza, ya que un perfecto amor es lo único absolutamente artístico que existe. Ella amaba por estetismo, porque es bonito amar, mas no por hallarse prendada positivamente de la persona que la servía para hacer obra de amor, como el escultor puede gastar entera su vida en pulir y hermosear una estatua sin hallarse enamorado de ella. El amor es el Ideal, el dios colocado muy por encima del icono que lo representa. Amar infinitamente es acercarse a los héroes, sobresalir, porque sólo los elegidos, los excepcionales, son capaces de ser amados y de amar hasta la perdición. Decir: Yo amo y sé hacerme amar con frenesí, es más que decir: Yo poseo toda la sabiduría o todo el oro de los hombres. Amar es predicar armonía, repartir alegría; hacer arte, en fin…

—Lo que muchos inferiores realizan por instinto —continuaba discurriendo don Rodrigo— lo consigue Raquel con su superior inteligencia. Lo que otros pintan o escriben, ella lo vive. Yo acerté a cortejarla cuando su corazón sentía la necesidad de producir belleza, y materializó en mí su aspiración; otro hombre hubiese pasado entonces, y habría sido lo mismo; lo único que no hicieron los demás y yo sí, fue pasar a tiempo. ¿De qué asombrarnos, cuando en la inteligencia residen todas las capacidades del alma…? Un hombre valiente arrostra la muerte tranquilo, sin esfuerzo y sólo por la natural anchura de su corazón; y un cobarde inteligente verifica igual proeza por reflexión, para imponerse a la admiración de las muchedumbres con el ejemplo de una muerte heroica. El hombre no nació para volar, y vuela, sin embargo, porque su inteligencia le dio alas; no nació para nadar bajo el agua, y su inteligencia, no obstante, le permite hacerlo; y así y por razones parecidas, una persona puede no amar, y con su esclarecida inteligencia crear un amor…

No dijo más, y en la penumbra del departamento su rostro aguileño se me antojó demacrado, apagado, par una indefinible expresión de despedida. Luego cruzó las manos, como si orase, apoyó una mejilla sobre la cabeza de Raquel, y se quedó dormido.

Una semana después don Rodrigo regresó a Valladolid, y extrañé que su amada no fuese a despedirle.

—Estará enferma —pensé.

Él me pareció más delgado y de peor color. Su nerviosidad se había exasperado: mientras el tren corría, don Rodrigo sufría considerando cómo aumentaba la distancia que le separaba de Raquel; cuando nos deteníamos en alguna estación su tortura se interrumpía; pero apenas emprendíamos la marcha nuevamente, su suplicio se reanudaba.

Durante aquel verano hizo cinco viajes, lo menos, a La Coruña, y cuando reaparecía en el andén de la estación gallega, siempre iba solo. Raquel ya no le acompañaba. Una mañana llegó a La Coruña, y el mismo día regresó a Valladolid. No llevaba equipaje, y entre sus cejas distinguí un pliegue oscuro, de mal agüero. Aquel hombre se parecía exteriormente al don Rodrigo que yo conocía, pero interiormente era otro.

Mientras rodábamos comuniqué a Dos-Caras cuánta había visto y observado en las relaciones de sus antiguos clientes. El veterano vagón tardó en responder.

—No sé —dijo— lo que puede separarles; pero yo te aseguro que, de los dos, uno acaba mal.

—¿Por qué?

—Porque las mujeres desconocen la gravedad de los celos: para ellas las infidelidades no tienen importancia, acaso porque —allá en lo más íntimo— creen que su posesión, qué los hombres tanto celebran, vale poco. Pero ellos piensan de opuesta manera, y los celos han matado más gente que los ferrocarriles.

Tras unos momentos de silencio añadió:

—Dime la verdad, Cabal: y conste que no lo pregunto por curiosidad vana, sino para mejor orientarnos en el asunto que nos interesa: ¿tú te has manchado de sangre alguna vez?

—Sí.

—¿Por fuera o por dentro?

—Por dentro y por fuera.

Le referí el suicidio de aquel desconocido que se arrojó al paso de mi expreso entre la estación de Viana y el puente sobre el Duero, y la tragedia de los ladrones franceses, cerca de Burgos.

—Lo más grave, Lo que decide de tu sino —replicó reposadamente Dos-Caras—, es lo del suicidio. ¿Qué edad tendrías cuando te ensangrentaste las ruedas?

—Probablemente menos de ocho años.

—¡Temprano se acercó la muerte a ti…!

Hablaba con énfasis de arúspice, y como yo le moliese a interrogaciones, agregó, sibilino:

—La sangre atrae la sangre, y yo veo en ti una jettatura de drama. Algún gato negro, cuando te construían, debió de aojarte. ¡Quisiera equivocarme, pero creo que de más de un crimen vas a ser testigo…!

Concluyó:

—Ahora es cuando afirmo que ese don Rodrigo no muere en su cama: le has comunicado tu maleficio.

Callé, no porque las palabras de mi compañero me hubiesen amedrentado, sino por considerarlas vacías de sentido. Este badulaque —pensé— no concibe que los viajeros me prefieran a él y quiere vengarse de algún modo. Desgraciadamente, a fines de aquel mismo año, los hechos que pusieron mi vida en desesperado peligro me demostraron que Dos-Caras, fuese por casualidad, o porque verdaderamente lo adornase el don profético, había hablado bien.

Salimos de la Corte en Nochebuena, con pasaje escaso —los ocupantes del convoy no llegarían a sesenta— y con un cielo transparente, magníficamente estrellado. La helada era terrible; ese aire de Madrid que, según un adagio muy cierto, mata a un hombre y no apaga un candil, parecía clavarnos en cada poro una aguja de cristal, y antes de una hora nuestras imperiales griseaban metálicamente bajo la luna, como cubiertas de azúcar cande. Ya en las alturas de Robledo de Chavela el tiempo cambió; escondióse la luna y la neblina nos escamoteó la alegría del faro de las estrellas. Desentumecióse el viento, el terrible enemigo, y nos sentimos envueltos en una turbonada de granizo, lluvia y humo, que nos ensució impíamente. Minutos después, la atmósfera volvió a despejarse un poco, y sobre el talud de un monte riscoso, como apoyada en él, reapareció la luna. Inmediatamente el espacio tornó a anubarrarse, y cuando entrábamos en Ávila empezó a nevar. Tras los muros de la vieja ciudad resonaban voces de borrachos, alboroto de panderetas y roncar bárbaro de zambombas, que esparcían una vaga tristeza por los ámbitos lóbregos y mudos de la estación. Nacido para la vida errante, jamás he comprendido esas fiestas que oigo denominar familiares, y en las que son obligatorios los ruidos desapacibles y la embriaguez. Contribuía a malhumorarme la circunstancia de ser la unidad postrera del correo, por lo que la calefacción llegaba a mí muy debilitada. Dos-Caras me precedía, y me seguía un furgón; no podía ir peor situado.

Hostigado por el frío, Dos-Caras refunfuñaba:

—Los jefes de tren no se cuidan de su obligación: si cumpliesen con ella y se ocuparan del bienestar de los viajeros, ¿cómo permitirían que tú y yo, los dos coches mejores, fuésemos a la cola…? ¡Pensar que los terceras van más abrigados que nosotros…! ¡Eso es injusto…! ¿Qué asientos se pagan más caros? Los nuestros. ¿Qué vagones rinden más dinero a la Compañía? Los nuestros. Por consiguiente, para nosotros deben reservarse los sitios mejores del convoy.

Me eché a reír.

—Respecto a que nosotros ganemos más dinero que los terceras —dije— habría mucho que hablar, pues bien sabes que la mayoría de nuestros inquilinos viajan de balde.

—Bien, sí —tartamudeó Dos-Caras—; pero eso no importa.

—Pienso como tú.

—No confundamos la utilidad de los hombres con su aristocracia. No reclamo gollerías: pido únicamente ser tratado con las consideraciones debidas a las unidades de nuestra categoría. Un tren es una imitación de la sociedad: la locomotora simboliza el Poder Público; las terceras son el pueblo; las segundas, la clase media; nosotros, la nobleza. Las terceras y las segundas deben trabajar para nosotros y vanagloriarse de nuestro lujo. La aristocracia —especialmente en los tiempos actuales— no aprovecha para nada, o sirve de muy poco, y, sin embargo, en el convoy de la vida es la primera; siempre fue así…

Continuamos platicando, y como nada abrevia tanto los caminos como un razonado charlar, de pronto nos percatábamos de que habíamos dejado atrás la estación de El Pinar, y que las luces que teníamos enfrente eran las de Valladolid. En el andén sólo había un viajero, don Rodrigo; el cual, como si hubiera estada aguardándome, no bien me vio, trepó a mí y se acomodó en el primer departamento que halló vacío. Acompañábase de un pequeño maletín de mano, que dejó sobre un asiento. Le examiné sondeándole. Su aspecto no había variado; pero su espíritu ardía de tal modo que, para no perder nada de lo que en él ocurriese, corté mi conversación con Dos-Caras, El alma de don Rodrigo era algo impermeable y rectilíneo: la memoria, la imaginación, la razón, habían desaparecido: de las cuatro grandes facultades que fijan los cuatro puntos cardinales del horizonte mental, sólo quedaba una: la voluntad; mas no como potencia susceptible de discernimiento, sino rígida y mudada en inexorable deseo. El alma, toda el alma de don Rodrigo, era una voluntad; o, mejor dicho, un fanatismo, un propósito: el propósito de asesinar a Raquel. Apenas se acercó a mí, leí su intención; y ya no pude leer más, porque en su corazón no había más…

Después que el interventor se hubo marchado, don Rodrigo sacó de sus bolsillos un puñal y una pistola. La punta, triangular y rutilante, de aquel la probó apoyándola en la palma de su mano izquierda; una gotita de sangre brotó en seguida. Satisfecho, guardó el arma, después de frotarla pulcramente con un pañuelo. Esta idea cruel le cruzó la frente: Tú llegarás al fondo de su corazón: adonde yo no supe llegar… Seguidamente desarmó la pistola, que era una Browning de las mayores: la desmontó, y examinó y limpió sus piezas una a una. Extrajo las balas del cargador, y volvió a restituirlas a su sitio parsimoniosamente, mientras pensaba: Esta será la que me dé la paz; y si no esta será la otra, o la otra… Alguna ha de ser la que me libre… porque toda bala tiene algo de llave

Empezó a meditar con la cabeza echada hacia atrás, contra el respaldo; y tenía los ojos extrañamente abiertos, cual si aquellas reflexiones estuviesen escritas delante de él sobre algún lienzo…

—Lo que ese amigo anónimo me ha dicho, yo lo sospechaba… ¡casi lo sabía…! y, sin embargo, ¡cuánto daño me ha hecho…! ¿Tengo derecho a matar a Raquel…? Sí, porque yo no la quiero matar para vengarme de ella, sino para descansar de su amor: la mato porque la quiero demasiado y su amor me mata. ¡Dios mío…! ¡Qué feliz viviría yo si la quisiese menos…! De modo que yo, al asesinarla, lo haré serenamente, con la tranquilidad de quien, para salir de una habitación, abre una puerta. Después, me prenderán, me encerrarán en un calabozo… ¡Es igual…! Si ya no he de volver a verla, ¿para qué necesito la libertad…?

De su cartera sacó un telegrama, que leyó atentamente. Decía:

Seguridad de verte mañana, devuélveme alegría. Te esperaré estación. Te adoro. Raquel.

Don Rodrigo suspiró; quedóse callado, sin pensar, como idiota. En seguida reanudó su discurso:

—¡Me adora, dice…! Es cierto: Yo sé que me quiere, y, a pesar de quererme, la maldita quiere a otro. O, acaso sólo a mí quiere, lo que no la impide entregarse a otro amor. ¡Ella no miente! Su corazón es mío; el engañado es mi rival, porque ella no le quiere… Pero, si me quiere tanto, ¿cómo puede seguir a quien no quiere? ¿Cuál es la lógica de este absurdo…?

Violentamente se abalanzó sobre el maletín, del que sacó ocho o diez gruesos paquetes de cartas, atados con balduques.

—¡Las había olvidado! —murmuró—; ¡oh, qué ligereza! Es necesario destruírlas en seguida; no permito que nadie las lea: son suyas, son sagradas… ¡porque son suyas…!

Empezó a romperlas en sentido perpendicular a los renglones, para mejor desfigurar lo escrito; en esta tarea, a la que se aplicó ahincadamente, invirtió cerca de una hora; las cartas eran muchas: yo conté más de seiscientas, de las cuales las más pequeñas ocupaban des y tres pliegos. También despedazó varios centenares de telefonemas. Y cuando todo estuvo reducido a trizas, abrió una ventanilla, se llenó ambas manos con aquellos pedacitos de papel, calientes como cenizas, en que una mano de mujer, día por día, fue escribiendo la biografía de su corazón, y los arrojó al espacio negro. Después lanzó otro puñado, y luego otro… y otro… En seguida se asomó a la ventana, y vio que la mayoría de aquellos trocitos de papel, atraídos por el vacío que la marcha del tren dejaba en pos de sí, volaban como ágiles mariposas blancas, detrás del convoy; parecían seguirle, acosarle, con la obstinación de los recuerdos; parecían vivir, y su ansiedad humana acongojó al amante: en el primer momento aquellos pedazos de papel eran muchos; rápidamente su número disminuyó porque venían al suelo, como fatigados; algunos, que habían conseguido detenerse en los salientes del furgón, arrebatados por el viento se marcharon también con el color de las hojas secas. Todavía revolaba uno, sin embargo; el último, el más tenaz: subía, bajaba, volvía a subir… «¿Por qué resiste tanto? —don Rodrigo pensaba—; ¿querrá decirme algo…? ¿Qué palabra de salvación habrá escrita en él…?». Y continuó observándolo, hasta que cayó. Volvió a mirar. Ya no quedaba ninguno, y la historia que hubo en ellos se desvaneció, tal que un perfume, en la extensión ingrata del campo; lo que nació en el calor de una alcoba, moría en el viento y en la nieve. Don Rodrigo, con deseos de llorar, volvió la cabeza y subió el cristal. La primera puñalada de aquel drama, había sido para él y la sentía en el corazón.

Como demostrase intenciones de dormir, reanudé mi diálogo con Dos Caras, a quien referí cuanto acababa de observar.

—¿Y crees tú —repuso— que matará a Raquel en la estación?

—Estoy seguro, porque es un impulsivo terrible y no sabrá contenerse.

—¡Con tal —gruñó— que, al disparar, lo haga de espaldas a nosotros…! Me haría poca gracia que me agujereasen de un tiro…

Había cesado de nevar y, al salir de Astorga, la niebla era tan espesa que los coches apenas nos veíamos unos a otros. Imposible distinguir las señales que nos hacían los discos; lloviznaba. Caminábamos a menos de cuarenta kilómetros por hora, y frecuentemente La Triste nos sobrecogía el ánimo con sus silbidos dolorosos. Minutos antes de cruzar el río Porqueros se detuvo, empezó a pitar y al cabo siguió con extraordinaria lentitud. La noche era absolutamente negra; sabíamos —porque las ruedas nos lo decían— que repechábamos, y nada más.

Dos-Caras me habló.

—¿Cabal, tienes miedo?

Respondí la verdad:

—Sí, viejo: tengo miedo; ¿y tú…?

—También; más que tú, porque tengo mayor experiencia. Es probable que el loco de don Rodrigo nos haya traído la mala sombra.

—¿Tú crees en brujerías?

—Creo —replicó— en que nadie sabe lo que se esconde detrás de la muerte, y en que si hay un espíritu interesado en salvar a Raquel podía suceder que don Rodrigo no llegase a La Coruña…

Sus palabras misteriosas me atemorizaron, y guardé silencio; pero como saliésemos del túnel del Lazo sin novedad, sentí renacer mi buen ánimo. La niebla, sin embargo, no cedía; llevábamos cuarenta minutos de retraso, y La Triste mantenía su andar cauteloso, a pesar de que el camino, en cuesta abajo, invitaba a correr.

—¿Tienes miedo todavía? —pregunté a mi compañero.

—Más miedo que nunca —repuso—; pues cuando la locomotora silba tanto es porque el maquinista no ve y no está seguro del camino.

A poco de salir de Ponferrada, nuestra marcha aumentó, lo que juzgué buena señal.

—Tendrá prisa el maquinista en llegar a Toral de los Vados, en donde debemos cruzarnos con el tren de Villafranca del Bierzo —comentó Dos-Caras.

En tal instante oímos varios silbidos, que parecían responder a los de La Triste, y en aquel silbar lejano había una angustia inolvidable.

—¡Un tren! —grité—. ¡Viene un tren…!

—El de Villafranca —gimió Dos-Caras.

—¿Vamos a chocar…? ¿Crees que vamos a chocar…?

No oí la contestación de mi compañero; un estremecimiento instantáneo y formidable recorrió el convoy, y los frenos inmovilizaron nuestras ruedas. La detención fue tan rápida, que, según me dijeron más tarde, la pirámide de carbón del ténder se fue hacia adelante, aplastando al maquinista y al fogonero. Pero el sacrificio de aquellos dos valientes no impidió la catástrofe. ¿Cómo describirla, si no la vi…? El choque de las locomotoras fue tan ingente, que quedaron empotradas la una en la otra, y al embestirse lo hicieron tan de frente que no llegaron a descarrilar. De nuestro convoy los tres primeros vagones quedaron reducidos a astillas; otros dos sufrieron gravísimos magullamientos, y Dos-Caras, aterrado por el ruido del encuentro, que sonó entre aquellas montañas con el estrépito de veinte cañones disparados a un tiempo, se desvaneció. Yo sufrí una terrible sacudida y perdí todos mis cristales; también se me desconcertaron las puertas, el depósito del agua y los tubos de la calefacción. Los equipajes rodaron por el suelo, y algunos saltaron de una redecilla a otra. Cuando, pasados los primeros instantes de pánico, comprendí que estaba salvo y pude mirar dentro de mí mismo, vi el cadáver de don Rodrigo tendido en medio del corredor con la frente rota… Había chocado conmigo, y yo le había matado.

—He salvado a Raquel —pensé.