XV

Salí de La Coruña aquella noche de otoño llevando a Raquel, que iba a Valladolid, y a dos recién casadas de los cuales —y a su tiempo debido— volveré a hablar. Marchaban estos a Madrid, y como el único departamento cama del correo era el mío y estaba retenido por tres señores desde la víspera, el flamante matrimonio hubo de resignarse con un compartimiento de primera. Hablaban parcamente, y a estimarles por el desvaimiento y mentecatez de sus ademanes parecían avergonzados de cuanto los amigos que fueron a despedirles al tren demostraban maliciosamente esperar de ellos.

De la novia, ni el cuerpo, ni los ojos, ni siquiera la juventud —no habría cumplido los veinte años— interesaron mi atención; era insignificante. Se llamaba Digna. Él también se parecía a centenares de individuos que yo había visto. ¿De qué se habrá enamorado este hombre —meditaba yo— que es mozo y a quien su trabajo hubiera permitido aspirar a una compañera mejor…? Como respondiendo a mi pregunta presentóse a mi memoria aquel viejo y triste adagio español según el cual la suerte de la mujer fea la bonita la desea; y es así, indudablemente, cuando el refrán lo dice. Mas, ¿dónde buscar la lógica del hecho…? Quizás en el recelo que muchos hombres tienen a cortejar a la mujer que, por hermosa, suponen muy recuestada y ufana de sí, y por tanto de difícil acceso; y ese miedo a quedar desairados les contiene, y les lleva a los pies de la fea, de quien esperan orgullosamente ser admirados.

—La humanidad —pensaba yo— va bien cubierta: de mentiras se viste por dentro, y de trapos por fuera, y de ambos disfraces necesita el amor. El desnudo es la verdad, y la ilusión pocas veces vivió de la verdad. Desnudar a una mujer o desnudar un alma es exponerse a hacer una caricatura. Por dicha suya, los hombres ignoran que en toda buena caricatura se esconde avergonzado un retrato maestro…

Mucho rato Digna y su marido estuvieron callados: se miraban a los ojos, se sonreían y se apretaban las manos. Yo leía en sus espíritus y su candor me divertía. Él la deseaba, paro algo, más decisivo que su voluntad, le vedaba ningún gesto audaz, y esta lucha íntima le quitaba las ganas de hablar y le encendía los carrillos. Ella, la esposa, tenía miedo. Les dos, sin embargo, estaban contentos de hallarse allí, solos, después de un día de agitación calenturienta.

—¡Qué bien estamos ahora! —exclamó él.

Digna, confirmó:

—¡Muy bien…!

Callaron: nada nuevo tenían que decirse, y les pareció que hacía mucho tiempo que estaban casados. Sus compañeros de viaje se habían dormido, y ellos, a su vez, experimentaban cierto cansancio; a Digna se la caían los párpados.

Él preguntó:

—¿Lástima de noche, verdad?

Envolvía su observación una impaciencia sexual que la mujer, delicadamente, fingió no advertir.

—¿Por qué? —dijo—; ¿no estamos juntos?

No atreviéndose a exponer su idea, el marido guardó silencio. Después:

—¿Me quieres? —indagó.

Tengo observado que los hombres siempre son los que aman memos, y los que más se preocupan de ser amados. Ella repuso, sencillamente:

—¿No lo sabes…?

Volvieron a estrecharse las manos, y tras un breve silencio él dijo algo triste, algo cobarde… que no entendí; y ella, de pronto, se echó a llorar y escondió el rostro contra el pecho del hombre. Él exclamó desconcertado:

—¿Por qué lloras…? Di… ¿Por qué lloras…?

Digna no contestó; lo ignoraba; después lo atribuyó a sus nervios… En realidad lloraba instintivamente, lloraba de miedo ante el porvenir indescifrable, hecho de jeroglíficos sin solución; como lloran los niños ante las puertas de los cuartos oscuros. Una hora más tarde, casi abrazados, dormían los dos.

Pasó la noche. Al llegar a Madrid me crucé con Doña Catástrofe, mi viejo compañero, que se disponía a marchar.

—¿Te han dicho la hecatombe? —gritó.

—¿Cuál? —repuse inquieto.

—La del rápido de Gijón.

—Nó.

—Me la contaron anoche, en Irún. ¡Terrible! Más allá de Busdongo, momentos antes de salir del túnel de La Perruca, hubo un desprendimiento de tierras. El Presumido y otros se libraron; pero La Tirones y varios coches, entre ellos El Tímido, quedaron aplastados.

La noticia —divulgada al siguiente día por la Prensa—, me causó un efecto desgarrador: aquella máquina y aquel coche, precisamente, representaban la mitad de mi juventud, y al desaparecer algo mío se iba con ellos. No supe qué responder; empecé a temblar…

—¿Te acuerdas —prosiguió el viejo vagón— del miedo que el pobre Doña Quejido, como le llamábamos para incomodarlo, le tenía a la tierra?

—Sí, que me acuerdo.

—Pues, ahí ves: nosotros decíamos que era una manía suya, y no había tal: era un presentimiento.