La llamada por los geógrafos Meseta Central de nuestra Península, comprende las dos Castillas, las provincias del antiguo reino de León y las de Extremadura, y traza un plano inclinado limitado al Norte por la cordillera Cantábrica, la de los maravillosos paisajes; al Este y Oeste, por la cordillera Ibérica y los Montes de Galicia, respectivamente; y al Sur, por la cordillera Mariánica, entre cuyas nudosidades fragosas se abren los caminos de Andalucía. Así, circundado de montañas, el macizo ibérico, tanto por su historial rojo como por su forma, parece un anfiteatro.
Frecuentemente he oído asegurar a personas doctas —ingenieros, sin duda— que viajaron conmigo, que en la época terciaria toda esta parte de nuestro país la cubrían lagos enormes que, al secarse, originaron terrenos sedimentarios dispuestos en estratos horizontales, algunos de notable espesor. De ahí, de la agonía de esos lagos que el subsuelo sediento se bebió, nació la llanura; esas planicies uniformes, encalmadas, con algo de agua dormida en su serenidad. Castilla es un mar hecho tierra; y acaso estimulados por la misma vastedad de sus horizontes, sus hombres descollaron entre los más peregrinadores y bravos del planeta, porque algo de marino había escondido en lo más arcano de sus almas. En la catorcena centuria aquellos campos aparecían cubiertos de selvas tupidísimas, en donde los magnates se ejercitaban en la caza del jabalí y del oso, y perseguían al ciervo. Hasta que, poco a poco, las guerras y el odio, genuinamente español, que el hombre rústico profesa al árbol, destruyó las frondas. Cuando estas empezaron a escasear, las nubes huyeron y con ellas la lluvia, manantial de la vida, y el bosque mudóse en estepa; y mientras España se desangraba, fuera de sus fronteras, en guerras inútiles, sobre el solar patrio abandonado, desolado, cubierto de cardos silvestres y de pedruscos, parecía caer, semejante a una maldición, las cenizas humanas que los vientos recogían en el rescaldo de los autos de fe. Con cenizas no se abona el campo, y nuestros inquisidores no supieron abonarlo de otro modo; y así lo conocí yo, inhóspito y seco como aquellos mismos corazones que tanto batallaron sobre él.
El suelo castellano es cariparejo; quiero decir que, salvo ligeras variantes, su aspecto es idéntico sea cual fuere la estación del año. Abrasada por el sol en verano, aterida en invierno bajo la escarcha, azotada por los vientos, cortantes como cuchillos, que irrumpen por los nevados gollizos de los montes norteños, la llanura conserva inalterable ese color amarillento propio de las tierras que bebieron mucha sangre, y al que parece aludir una de las tres franjas del pabellón nacional. Las montañas, que fácilmente se cubren de verdura o que con la nieve, y en el solo espacio de una noche, se visten de blanco; las montañas cuya sonoridad cambia de continuo y parecen saltar a un lado y a otro de la vía, tienen muchos adeptos; son la mentira. Yo, no; yo prefiero la llanura, con su monotonía de oración: la llanura se imita siempre a sí misma; no sorprende, no entiende de artificios teatrales, ni colabora en la cobardía de las emboscadas; en ella al enemigo se le ve desde lejos: es fiel, es noble.
Alrededor de la Meseta Central las regiones ribereñas dibujan un anillo verde; y así, vista desde arriba, Castilla monda y triste es como el cráneo calvo de un dios ceñido de pámpanos. En el itinerario que ahora sigo, la zona alegre no comienza resueltamente hasta las inmediaciones de Palencia. Sin cesar, el camino intenta arrepentirse de cuanto hace, y digo esto porque apenas desciende cuando, sin transición, vuelve a subir, y corre de derecha a izquierda, como borracho. Las montañas-rusas con que el vulgo se divierte en las ferias, son una mala caricatura de lo que es un viaje a Galicia. ¿Quién contaría los puentes y los túneles, que siembran de sorpresas la ruta? Acabamos de salir de Castilla, y ya nos parece que la dejamos muy atrás: tal es la capacidad subyugadora de la nueva región que cruzamos, y el interés histórico de ciertos lugares.
Dejamos atrás la Tierra de Campos, que bien pudiera llamarse granero de España, sobre la cual se levantan, desde el siglo XV, las ruinas de dos que fueron poderosas fortalezas. Pasan Paredes de Nava, donde nació Alfonso de Berruguete; Cisneros, cuna del terrible Cardenal, y Sahagún, la romana, en que reposan los muy removidos huesos de Alfonso VI. El convoy llega a León, que más que con su catedral, modelo de arquitectura gótica, se enorgullece de haber visto nacer al guardador de Tarifa, don Alonso Pérez de Guzmán; luego a Veguellina, que se vistió de fama con el paso honroso que en la primera mitad del siglo XV mantuvo el muy bizarro Suero de Quiñones; y poco después, a Astorga, la Asturica Augusta, de los romanos, aquella que Plinio calificó de ciudad magnífica, y cuyas torres y murallas la infunden todavía un perfil militar.
Nos hallamos en las entrañas de los Montes de León, y vamos a penetrar en la región galaica por el llamado Paso de Manzanal, abierto entre las estaciones de Astorga y Ponferrada. Aturde y maravilla la facundia que los genios del paisaje derrocharon allí. A nuestro alrededor, incesantemente, la tierra, semejante a un mar flagelado por la tempestad, baja, trepa, se deprime y abarranca hasta convertirse en abismo, o se enarca y prodigiosamente gana las nubes; y hay en cada perfil cimero tanta vehemencia, tanto ritmo, que las montañas, especialmente en las noches de luna, parecen moverse. Esta sucesión inagotable de valles, de cañadas, de torrenteras abruptas y de montes, juegan con los vientos y, de hora en hora, mixtifican la temperatura: vamos rodando bajo un manto de estrellas, y súbitamente el cielo se entolda y cae un chaparrón; lo que no impide que, minutos después, lívida, triste, espectral, reaparezca la luna. Cubren las escarpadas vertientes bosques de robles, de castaños y de hayas; los manzanos abundan también, y en los parajes hondos y abrigados florecen el naranjo, el limonero, el granado, la higuera y el laurel. Ora el aire es frío, ora tibio; aquí la tierra estará cubierta de maíz, y de trigo o de vides un poco más allá; y, sin cesar, al paso del tren la serranía tendrá una luz especial, y una capacidad ecoica inesperada.
Por segunda vez hemos cruzado el río Tuerto, y ganamos la estación de Brañuelas, emplazada exactamente a mil metros sobre el nivel del mar. Seguimos para hundirnos en un largo túnel; la ruta —lo apreciamos muy bien— desciende rápidamente y cruzamos un segundo túnel y un tercero, y luego otro y otro… ¡hasta trece…! Según mis compañeros me aseguran, para salvar la distancia de un kilómetro, necesitaremos recorrer siete kilómetros. Nos hallamos en el sitio más peligroso de la vía. La Triste, nuestra máquina, no obstante su poder, jadea anhelante: también nosotros nos resentimos de la rudeza del camino; nuestros herrajes empiezan a recalentarse, y, de tanto usarlos, nos duelen los frenos.
De La Granja, donde nos detuvimos pocos minutos, arrancamos desconfiadamente para hundirnos en el túnel de El Lazo; un túnel siniestro donde muchos maquinistas y fogoneros estuvieron expuestos a morir asfixiados por el humo de la locomotora. Esta sensación de ahogo que los mismos viajeros suelen experimentar, aun cuando las ventanillas de los coches estén cerradas, se produce cuando el viento, por soplar en la misma dirección del tren, impide la salida, hacia atrás, del humo.
Continuamos bajando: hemos traspuesto los pequeños andenes de Torre Bembibre, San Miguel de Dueñas, Ponferrada y Toral de los Vados, hasta que hartos de correr bajo tierra llegamos a Quereño, primera estación de Galicia.
La imaginación del paisaje, lejos de agotarse, se acalora, y por instantes compone perspectivas más rudas y bellas. Con facundia pasmosa se renueva y sin treguas se supera a sí misma. Los colores, especialmente, se han multiplicado; los verdes triunfan y flota en el aire un amable olor a tomillo y a tierra húmeda. Abundan los caseríos, las angosturas rocosas, los pequeños saltos de agua por los cuales, como por arterias cortadas, parece desangrarse la sierra.
El valle se estrecha y el río Sil y la carretera de La Coruña adelantan paralelamente a nosotros, y como alternativamente surgen y se esconden parecen jugar entre los árboles. Cruzamos los extensos viñedos de Rúa Petín; pasamos por Montefurado, en cuyas proximidades existe aún el túnel que construyeron los romanos para desviar el rumbo del Sil y poder recoger el mucho oro mezclado a las arenas del cauce primitivo; y tras un prolongado camino descendente que va en busca de la cuenca del Lemos llegamos a Monforte, afamado baluarte de los Condes de Lemos, que de ellos tomó el nombre. La Triste se queda allí, y en adelante será La Enanita, bulliciosa y pinturera, menos fuerte que su hermana, pero mucho más ágil, la que pelee a la vanguardia del convoy.
Descansamos unos minutos y ¡adelante, otra vez! Más túneles; atravesamos uno que mide cerca de dos mil metros, y seguimos bajando, como atraídos por el mar; pasan las estaciones de Ourai y Sarria, y la de Puebla de San Julián, donde la línea se rebela contra el imán humillador de la costa, y vuelve a repechar. La Enanita silba, resopla y a veces la desesperación que hay en su esfuerzo, nos hace reír.
—Trabaja, tumbona —comentan los coches— que no tienes motivos para estar cansada. ¿Qué dirías si llevases, como nosotros, treinta horas de viaje…?
Un esfuerzo más nos planta en Lugo, donde reposamos: salvamos luego los ríos Calde y Ladra, tributarios del Miño, y el Parga; llegamos a la estación de Curtís, lugar muy conocido de los peregrinos que van a Santiago de Compostela; y luego a la célebre Betanzos, en cuyas puertas el espíritu del Islam dejó vestigios de su gracia. Después, y ya siempre caminando cuesta abajo, veremos pasar los andenes de Guísamo, Abegondo, Cambre, El Burgo, El Pasaje. Al fin aparece la estación terminal: La Coruña. ¡Oh! ¡Y con qué alegría, con qué irresistible necesidad de calma, hacernos alto bajo una marquesina, después de un viaje en el que mil veces sentimos resbalar la muerte junto a nuestras ruedas…!
A pesar de lo cual este recorrido me agrada: no solamente por su hermosura, de la que se hacen lenguas muchas personas que anduvieron por Suiza y conocen los rincones más agrestes del Tirol, sino por la clase de público que viaja conmigo. Como los vascongados, los gallegos son comedidos y limpios, y esta última cualidad, especialmente, les granjea mi simpatía; porque, a despecho de haber tenido que sufrir a tantos tipos ineducados, aún no pude acostumbrarme a que nadie me escupa, o deje en mis alfombras el barro de sus botas.
En medio de este ininterrumpido bordonear del centro a la periferia de España, y viceversa, mi vida es un poco monótona, porque las escenas —como las personas— se repiten.
En la estación inicial o de salida, todos los coches, barridos, sacudidos y con nuestros cristales recién fregados, nos mostramos alegres y flamantes. La máquina, bien engrasada, bien frotada, con todos sus mecanismos bruñidos y expeditos, también parece nueva. Súbitamente se abren dos o más puertas y los viajeros irrumpen en el andén y nos asaltan; con la descortesía de la impaciencia mujeres y hombres, a empellones, ganan nuestros estribos, y corren luego de un lado a otro, como enloquecidos, buscando un asiento. Entretanto los mozos de andén nos cargan de maletas, de sombrereras, de portamantas, de cestas con merienda, de bultos de todos colores y formas, que van metiendo apresuradamente, y como a destajo, por las ventanillas. Cada una de estas parece una boca; cada estribo, una escalerilla de abordaje. Ya estamos abarrotados todos de personas y de equipajes, y apenas arranca el tren la multitud viajera se aquieta y empieza a dar muestras de ese aire de aburrimiento que conservará durante el camino. Un raro ambiente de monotonía, de fatiga, peregrina con nosotros. En las estaciones del tránsito nunca ocurre nada insólito: unos pasajeros se apean, otros suben… Las conversaciones de nuestros ocupantes son apacibles, y lánguidas y descuidadas todas sus actitudes: este lee, aquel mira hacia el paisaje distraídamente, la mayoría dormita: a intervalos, un bostezo, un comentario rápido… Los soñolientos han cambiado de posición cien veces, y otras tantas el lector abrió y cerró su libro. Únicamente el cansancio y el silencio triunfan. De pronto, media hora antes de arribar a la estación terminal, como si hubiese recibido una corriente eléctrica, aquella muchedumbre desarticulada y abúlica, unánimemente reacciona. Con raro sincronismo, todos pensaron: —Ya llegamos— y esta idea les sacudió, les removió; los cuerpos se yerguen, los ojos se abren despabilados; quién se arregla el nudo de la corbata y con un pañuelo se desempolva el calzado; quién corre al cuarto-tocador a peinarse; quién se apresura a cerrar sus maletas. Las mujeres se asoman a las ventanillas, y las parece que, desde hace unos instantes, el tren corre más. Apenas hacemos alto, nuestros huéspedes nos dejan con la misma impaciencia y la misma alegría con que horas antes nos conquistaron; su aburrimiento se ha trocado en odio hacia nosotros, y quieren perdernos de vista cuanto antes. Hay quien, para no perder tiempo en bajar por el estribo, salta al andén desde la plataforma del coche. Los mozos de estación, infatigables, nos saquean, y los bagajes salen apretujándose por las ventanillas; los atadijos pequeños escapan en racimo. Cuando el convoy queda vacío los vagones aparecen manchados de mil modos y apestando a tabaco: los periódicos, arrugados, pisoteados, las almohadas sucias, las botellas vacías, las cortinillas caídas, nos dan el aspecto de un lugar donde acabara de librarse una batalla. Momentos después, los empleados de nuestra limpieza —mujeres y hombres— penetran en nosotros: aporrean nuestros asientos para mullirlos; examinan sus muelles, recogen las cortinas, nos sacuden, nos barren… y, diez o doce horas más tarde… ¡volvemos a empezar…!