XIII

Los individuos que en el anterior capítulo procuré describir, son fundamentales y los tropezamos en todos los viajes, como si la naturaleza conservase sus arquetipos o prototipos y hubiese obtenido de ellos millares de reproducciones que después repartió por los incontables caminos del mundo. Según dije, el elemento físico o plástico de estos perfiles, puede variar —y varía— hasta lo infinito: el viajero galante, el madrugador, el señor que no duerme… serán gruesos o delgados, boquirrubios o carinegros, viejos o jóvenes: esto, lo accidental, no tiene importancia: lo inmutable, lo que en ellos resurge inflexible, es su carácter, su personalidad arcana o espiritual, que ni ceja, ni se entibia, ni se curva.

Pero al lado de estas siluetas con rasgos manifiestos de familia, aparecen los raros, que por serlo escasean; las almas díscolas, las voluntades inadaptables que, al pasar, lo hacen irradiando a su alrededor un poco de inquietud. En ellos su misma vida interior, rotunda y férvida, les impone una cara suya, pues ya sabemos que el rostro es la tribuna adonde el alma se sube a hablar, y el púlpito es, casi siempre, espejo del orador. El raro, por consiguiente, impresionará, verbigracia, por su manera de mirar; —aunque ni el tamaño ni el color de sus ojos sean extraordinarios—; por su modo de peinarse, de vestir, de cortar las páginas del libro que se dispone a leer; ¡por algo, en fin, undívago y filante, que le es privativo! Justamente su simpatía, el interés que despierta, provienen de ahí.

Yo he conocido a uno de esos sobresaltados, guerrilleros del amor y de la vida, que permanecen al margen de las rutinas sociales y aun en las afueras del código. Una mujer le perdió, y como muchas veces, en el espacio de tres años, viajó conmigo, y le sentí pensar y llorar, y tuve ocasiones de leer las cartas que ella y él se escribían, puedo decir que asistí a sus últimos momentos.

Fluctuaba su edad entre los veintiocho y los treinta años, y tenía —más tarde lo supe— un nombre españolísimo; un nombre trisílabo, grave y heróico, que sonaba a Romancero: se llamaba Rodrigo. Era de estatura mediocre y cenceño, pero vigoroso, a juzgarle por lo mucho que decían de su fuerza sus manos fibrosas y velludas, y la muy suelta agilidad de sus movimientos. Su semblante, cobrizo y aguileño, parecía el de un árabe, mientras el bigote rubio, de guías levantadas, y los grandes ojos verdes, muy diáfanos, eran holandeses; y de esta antítesis de rasgos provenía la llamativa originalidad de su rostro. La tez oscura acendraba la claridad de la mirada y la blancura de los dientes, que con su luz y en igual medida intensificaban el cobre de su piel. Había, pues, en él, dentro de una perfecta armonía, una magnífica contradicción de razas.

Residía don Rodrigo en la ciudad de Valladolid, y la noche —la madrugada, mejor dicho— en que le conocí, su figura, no bien apareció en el andén, sujetó mi atención. Había pocos viajeros. Le vi acercarse seguido del mozo que llevaba su equipaje, y subir a uno de los compartimientos de primera clase de Dos-Caras, que marchaba delante de mí: mas la intimidad del anciano vagón, tantas veces reparado, no debió de complacerle, por cuanto no tardó en apearse y venirse conmigo. Desde entonces don Rodrigo, siempre que esperaba el paso de mi correo, bien por ser yo el coche mejor del tren, o por obra de esa atracción que los objetos inanimados ejercemos sobre las personas que nos son gratas —y de la que ya he hablado— me prefería a mí.

En aquel nuestro primer encuentro, antes que la discreta elegancia y porte galán de mi huésped, fue la extremada agitación de su espíritu lo que me cautivó. La casualidad quiso que en el departamento por él elegido no hubiese nadie, y en la soledad su ánimo se descubría mejor. Merced a esta compleja sensibilidad mía que —según en otro capítulo queda explicado— es abreviatura de los cinco sentidos corporales del hombre, yo, simultáneamente, veía a don Rodrigo y le oía, y como la piel percibe el calor, de igual manera sus ideas y deseos, según iban produciéndose, llegaban a mí. Yo —no creo ocioso repetirlo—, a las personas que están quietas y piensan fuertemente, las comprendo mejor que si hablasen, porque su inmovilidad y su silencio, que en cierto modo las transforman en cosas inanimadas —para decirlo con las palabras que emplearía un mortal— las acerca a mi modo de ser.

Don Rodrigo iba en busca de su amante, a La Coruña. Se llamaba Raquel, y en la imaginación del enamorado la silueta de la mujer aparecía o se difuminaba, cual en virtud de una especie de sístole y diástole, de su memoria. La cabeza, especialmente, se precisaba nítidamente: tenía noguerados los cabellos, la boca recogida y los ojos negros y lustrosos de las grandes sensuales. También se acusaba claramente una mano, la izquierda, en cuyos dedos soñaba una esmeralda y maldecía un rubí. Alternativamente aquella mano y aquel rostro continuaban ocultándose, o resurgían maravillosamente, como las imágenes en los baños de los fotógrafos.

Don Rodrigo pensaba… sin cesar pensaba, pero su pensar era rudimentario, esquemático, y unas cuantas palabras, muy pocas, lo resumían. Yo las veía cruzar por el espíritu fervoroso del meditabundo: pasaban encendidas, quemantes como llamas, y semejantes a los caballitos de un Tío-Vivo parecían dar vueltas: se iban, volvían, tornaban a marcharse para resucitar en seguida obstinadas, imperiosas alucinantes… A veces eran inconexas, a ratos hilvanaban frases, sílaba tras sílaba; parecían anuncios luminosos. Decían: Raquel… Voy a verte… Raquel, tus labios tienen el dulzor de la vida, y tus ojos el color de la muerte… Raquel… Tus cabellos… Tus manos… ¿Recibiste mi telegrama…? ¿Sí…? Estarás aguardándome, como siempre, en la estación… Raquel… Yo, para verte antes, iré bien asomado a la ventanilla… Te abrazaré… ¡Oh, mi carne de seda…!

A intervalos, el amador, absorto, sonreía a ciertas ideas, y según su atención se detenía en una o en otra, la imagen correspondiente florecía como bañada en una luz milagrosa. Yo le acompañaba en aquel seguido y calenturiento imaginar, y contagiado de su impaciencia casi llegué a gozar y a sufrir con él. Dijo: Estarás aguardándome… y vi aparecer una mujer, de porte distinguido, envuelta en pieles. Dijo: Tus labios… y vi una boca encendida como un corazón. Dijo: Tus nalgas… y vi pasar una ola de carne rosada. Dijo: Tus ojos… y pensé que me hundía en un túnel.

Impaciente, don Rodrigo se levantó y salió al pasillo. Allí, ante aquel amanecer frío y perezoso de febrero, volvió a meditar en Raquel. Era feliz porque iban a estar juntos; de súbito se entristeció considerando que, más adelante, volverían a separarse. Luego pensó en la separación definitiva, en el viaje sin regreso de la muerte.

Miró al paisaje neblinoso, y sus miradas se detuvieron en un árbol. Instantáneamente se quedó triste. Un día —suspiró— me bajarán a la tierra dentro de una caja. ¿Habré visito… estaré viendo ahora… el árbol cuya madera sirva para hacer mi ataúd? Porque es indudable que existe ya ese árbol, destinado a pudrirse conmigo. Y, cuando yo muera, de todas las palabras que conozco y de que me sirvo a diario, ¿cuál será la última que pronuncie…? ¡Parece imposible que los hombres sean tan vulgares que nunca reflexionen en esto…! Volvió a sentarse y mientras prendía un cigarrillo, sus ojos verdegay me examinaron. Me halló confortable.

—Es buen coche —dijo.

Casi al mismo tiempo, exclamó dándose una palmada sobre la rodilla:

—¡Vamos muy despacio!

Y a continuación recordó a Raquel; y al imaginársela lo hizo empezando por lo que de ella más le arrebataba. Sus ojos… Sus cabellos… Sus labios… Sus manos… De los labios pasaba, indefectiblemente a las manos; y de las manos, a las caderas; en el seno pensaba pocas veces, y advertí que siempre al recomponer la imagen de la Amada seguía el mismo orden.

Cuando llegamos a la estación coruñesa, entre él centenar de personas que esperaban al correo vi una mujer de razonable estatura y bien sembrada, ojinegra, arrebujada en una capa de pieles. Una franca risa juvenil bañaba su rostro en luz.— Raquel— pensé. Antes de que el tren se detuviese don Rodrigo saltó al andén y corrió a abrazarla, y yo vi cómo bajo la presión convulsiva de sus brazos, el talle doblegadizo de la deseada ondulaba y cedía. Se besaron. Luego, apoyados el uno contra el otro, sin dejar de mirarse, se alejaron buscando la salida.

De todo esto hablé con Dos-Caras, que les conocía y me proporcionó algunos informes: por razones que mi compañero no supo decirme, vivían separados; él en Valladolid, y ella en La Coruña, pero se reunían con mucha frecuencia, tan pronto en una ciudad como en otra.

—Son antiguos clientes míos —continuó Dos-Caras—; quiero decir, que ambos han viajado mucho conmigo, pues si ella no va a buscarle es porque él viene.

Me pareció adivinar en sus palabras un dejo despectivo que no me sorprendió, pues el viejo Dos-Caras aceptaba a ruedas prietas todas las ordenanzas de la moral corriente. Acaso también hablaban en él los celos y él despecho de ver que sus clientes —como él les llamaba— le dejaban por mí.

—Hace más de un año —dijo— que ambos se quieren. ¡Bah, ya se cansarán…! Ninguna de esas uniones libres duran; unas veces por culpa de ellas, otras por culpa de ellos. El matrimonio es lo único capaz de impedir que las mujeres y los hombres se separen. Por eso toda mujer que se marcha a vivir con un hombre, sin estar casada con él es una tía.

Esta afirmación mezquina y unilateral, me desazonó: expresaba una intransigencia irritante.

—¡Calla, bárbaro! —le grité—. Bien se advierte que te fabricaron con maderas de Castilla, y que en ellas esta tierra nuestra, tan dura —tierra de inquisidores—, infiltró su crueldad.

Dos-Caras mantuvo su opinión: solamente en las mujeres casadas puede haber amor: en las otras, en las amancebadas, no existe cariño: es interés, es vicio, lo que hay… Consiguió indignarme y me lancé a sustentar mi criterio con brioso ardimiento. En la lotería social, el matrimonio es un premio que, por concederlo la suerte y no la lógica, no acredita mérito ninguno en quien lo recibe. Hay aventureras que nacieron para tener un hogar, y señoras casadas con alma de perdidas.

—Mientras les hombres —proseguí— acaparen todos los empleos; mientras dispongan del dinero, llave de la vida; mientras impidan a sus compañeras ilustrarse, trabajar, desenvolverse; mientras las conviden… —¡palabra odiosa!— el amor, ejercítese a espaldas de la Ley o bajo su amparo, será para las pobres mujeres un negocio, una sucia operación de compraventa. Los hombres, egoístas, terriblemente egoístas, tienen agarradas a sus víctimas por el estómago. Si sois nuestras —dicen— nosotros os vestiremos y os proporcionaremos alimentos; de lo contrario, moriréis de hambre. Y ellas aceptan. El problema amoroso, de consiguiente, es, en su esencia, un pavoroso problema económico. La mujer que no ama, o que no se presta al amor, no come. ¡Y precisa comer! Las menos exigentes —con cariño o sin él— se entregan libremente; se venden al fiado; las más previsoras o las más afortúnalas, piden mucho más; piden el matrimonio que, en caso necesario, las ayudará a exigir indemnizaciones; las que se casan venden al contado, porque la firma del marido representa dinero. Pero todas, solteras y casadas, se venden; esclavas del ambiente profundamente inmoral que las oprime y condena a convertir el lecho en oficina o mostrador, todas —¡y bien a pesar suyo!— llevan su porvenir en aquella parte del cuerpo sobre que se sientan…

Con estas exaltadas aseveraciones Dos-Caras se incomodó en términos que, perdiendo su ecuanimidad, me dijo palabras muy desagradables; redargüíle yo con pareja insolencia, y hubiésemos ido muy adelante en nuestro disgusto a no intervenir el segunda que rodaba detrás de mí y que, con frases amables y decentes de feliz humor, acertó a reconciliarnos. Yo fui quien primero aflojó el ceño.

—De hoy en adelante —exclamé— no volveremos a discutir: ¿para qué, si no habíamos de entendernos…? ¡Allá cada cual en su casa y con su opinión! Yo, aunque noble, soy un poco disolvente: me gustan los amores libres y los ladrones.

—Y a mí —replicó Dos-Caras— que soy tradicionalista, me gusta el matrimonio y la Guardia Civil.

Dos semanas después, una noche, Raquel y don Rodrigo reaparecieron. Iban a Valladolid. Ella hizo ademán de subir a Dos-Caras; él la detuvo; con un gesto me señalaba.

—Aquí iremos mejor —dijo—; es el vagón en que realicé mi último viaje.

Ella consintió en seguida con simpática vivacidad, y yo me estremecí satisfechísimo de tener es tan cerca. Dos-Caras gruñó algo que no alcancé a entender, pero parecióme que, irónicamente, me felicitaba.

En el compartimiento que los amantes ocuparon, había dos personas. Ellos buscaron un ángulo, cerca del corredor, y, desde aquel mismo instante, la felicidad de hallarse juntos les aisló de todo. Mientras ella hablaba, él la miraba a los ojos, estremecimientos fugitivos agitaban sus labios, y con sus dedos velludos y largos impacientemente se retorcía el bigote. El platicar de Raquel era versátil, alegre, infantil; el de don Rodrigo, grave y vehemente; ella parecía amarle porque amaba a la vida; mientras él, más sombrío, enfervorizaba su pasión con el miedo a la muerte. Evidentemente; el cariño del amante clavaba su arado más hondo. Ella reía, fácilmente; él reía poco, y sus palabras recelosas eran como gemelos dirigidos hacia la interrogación del mañana; eran profundas, inquietaban; Raquel, escuchándole, me producía la impresión de una niña asomada a un pozo. ¡Oh, qué libro maravilloso podría componerse hilvanando las frases con que, inconscientemente, se emborrachaban los amantes…!

Recuerdo que don Rodrigo decía:

—Como todos los segundos, uno a uno, llevan a la muerte, así todas las mujeres que he conocido me acercaron a ti, porque todas tenían algo tuyo, y yo, que te presentía, sin sospecharlo te amaba en todas ellas. Y, cuando viajaba, no era el deseo de curiosear ciudades nuevas —como yo creía— lo que me desplazaba, sino el ansia de encontrarme contigo. Ahora tú eres para mí España, Francia, Italia, Suiza…; tú eres América… ¡Querría huirte, y me sería imposible! Tu recuerdo me rodea; te veo como un horizonte, y fatalmente todos los caminos me llevan a ti. ¿Quién escaparía a su horizonte? Raquel, mi Raquel… te adoro y te temo, porque siento que eres mi destino.

Ella reía; el orgullo de comprenderse tan apetecida, la hacía feliz, y era en aquellos instantes como una diosa embriagada con el incienso quemado ante su altar. A mí, que estaba más cerca de su alma que don Rodrigo, aquella superficialidad, aquella risa, me infundían miedo: Raquel era una de esas mujeres, de cabeza pequeña, que no saben cómo muchas veces un gran amor es una cita que da la muerte.

De súbito el diálogo cambió de rumbo, y fue completamente alegre. Hablaron de sus planes y entonces supe que pensaban visitar el nunca bastante celebrado castillo de Simancas —hoy Archivo General del Reino—; fortaleza gloriosa semejante a un viejo guerrero cambiado en erudito.

Tras un breve silencio, ella, sin motivo, preguntó:

—¿Qué hora es…?

Don Rodrigo, informado de que sus compañeros de viaje dormían, contestó:

—Hora de darme un beso.

Rio ella, rio él y, silenciosamente, juntaron sus bocas. Transcurridos unos minutos, Raquel, maquinalmente, volvió a decir:

—Oye… ¿qué hora será…?

Y don Rodrigo:

—Hora de darme otro beso.

Volvieron a reír, pero ella, que empezaba a tener sueño, insistió:

—¡No… en serio…! ¡Deseo saber la hora…!

Él no respondió; mejor dicho: no habló con los labios, sino con sus largos ojos diáfanos y verdes, por los que había pasado una luz. Rápidamente salió al pasillo, se arrancó el reloj que llevaba en la muñeca y, por la ventanilla, que iba abierta, lo lanzó al vacío. No estaba incomodado; ¡al contrario…! ¡Nunca había sido más feliz que en aquel momento! Volvió a sentarse y sobre sus rodillas colocó a Raquel:

—Bésame —suspiró—; es la hora; la eternidad no tiene para nosotros más hora que esta; la de besarnos…

Sus manos buscaron afanosas entre las ropas de la deseada, y su corazón latió violentamente: palideció, enrojeció, tornó a palidecer. Raquel parecía de ágata: su carne era dura, suave, fría…

Ocho o diez días después los dos amantes me esperaban en Valladolid. Don Rodrigo iba a despedir a Raquel, que regresaba a La Coruña. Al mes siguiente —y siempre conmigo— don Rodrigo fue a La Coruña, de donde volvió solo. Al otro mes sucedió lo propio: era un ambular ininterrumpido, un bello y angustioso no poder vivir distanciados: en la estación coruñesa era ella la que despedía, y en la vallisoletana era él: pero hubo ocasiones en que, incapaces de separarse, él le dio cortejo hasta La Coruña, y ella le acompañó a Valladolid.

Entretanto yo no sabía en qué se ocupaba don Rodrigo, ni la verdadera situación social de Raquel, ni tampoco acertaba con los móviles que les impedían unirse queriéndolo tanto.

Este idilio, que a mí me apasionaba, hacía reír al viejo Dos-Caras.

—Estos dos simples —decía— con tanto ir y venir han hecho de nuestro correo un columpio; una especie de columpio a ras de tierra.