XII

Como los trasatlánticos —según dicen— la vida ferroviaria, en sus distintos aspectos, brinda al observador expansiones magníficas de caracteres y excelentes muestrarios de tipos. Yo miro constantemente fuera y dentro de mí, y conforme mi perspicacia se asotila, veo multiplicarse las figuras y vestirse de importancia cosas y hechos que antaño estimé baladíes. A mi alrededor el mundo me parece, simultáneamente, más sencillo en su esencia, y en su aspecto más polifacético, vario y heterogéneo: donde antes no distinguía nada o muy poco, ahora percibo mucho: una atención bien disciplinada vale un microscopio.

Entre las emociones que primero llegaron a mí, he consignado la que me produjeron los discos blancos, verdes y rojos, en la oscuridad de la noche; en cambio, en los banderines, de iguales colores, de los guardabarreras, no reparé hasta mucho después, quizás porque de día, bajo el imperio analéptico del sol, el peligro asusta menos. Luego reconocí mi injusticia, mi ingratitud, hacia esos empleados oscuros que, con calor, con frío o con lluvia, a la hora bochornosa de la siesta, en Castilla, y entre las nieves de las madrugadas cántabras, aguardan el paso de los trenes y con su banderín —como el espada con su muleta— parecen engañar a la Muerte y apartarla de nuestro camino. ¡Cuántas veces, en las noches de niebla, la locomotora marchaba despacio y pitando, y los vagones, empavorecidos, nos estrechábamos unos a otros, cuando, de súbito, la bandera blanca de un guardabarrera nos devolvió a todos la serenidad…! ¡Y cuántas veces también, en uno de esos momentos en que el sueño o la excesiva confianza parecen vendarle los ojos al maquinista, un banderín rojo nos atajó y detuvo a pocos metros del desastre…!

De ciertos guardabarreras me acuerdo como si les tuviese decante: cerca de Burgos había un mocetón de barbas mal rapadas y pelambrera intonsa, que nos miraba foscamente; parecía aborrecernos y cargarnos de maldiciones, y, sin embargo, sus banderines siempre nos fueron propicios. Había un cojo que parecía conocernos, pues nos sonreía a todos: a los Hermanos Sommier, al Misántropo, a Doña Catástrofe, a mí…, y su sonrisa era tan alegre como lo que su bandera blanca, prometía. Hasta que una tarde en que —con razón— su banderín rojo mandó parar el expreso, vimos que también sonreía, y desde entonces su placidez dejó de inspirarnos confianza. Tampoco he olvidado a una pobre mujer, parva y parda, que vigilaba el paso a nivel de una carretera, cerca de Dueñas, y que siempre estaba embarazada…

De los tipos que yo llamo de casa —me refiero a los empleados que ambulan con nosotros— el principal, el más pintoresco, es el interventor.

A los interventores les debo muchos ratos deliciosos de hilaridad. Un buen interventor es, exactamente, lo contrario de un despertador: porque este despierta al dormido cuando debe, y aquel cuando menos debiera hacerlo. Cien veces fui testigo de la siguiente escena:

Empieza la noche y todos los viajeros duermen; ¡todos… menos uno…! Este infeliz está fatigadísimo, se cae de sueño, los huesos doloridos se le derrumban, y, sin embargo, sus ojos se niegan absolutamente a cerrarse. ¿Qué puede desvelarle así? ¿Algún remordimiento, tal vez… alguna ambición? No: mi sensibilidad me coloca muy cerca de él, y reconozco su alma limpia, blanca: no padece de celos, no teme nada, sus negocios marchan bien… Su única preocupación es descansar; ¡y no lo consigue…! Acaso por obra de esos raros magnetismos a que las personas son tan accesibles, es, precisamente, la beatitud con que los demás pasajeros duermen y roncan, lo que a él le conserva tan despabilado…

A mí, que nací compasivo, su tortura me enternece: el compartimiento está a oscuras y en la sombra el desvelado suspira y roe maldiciones. Por mucho que rebusco, no comprendo su nerviosidad: la temperatura es buena, el asiento blando, nada cruje dentro de mí, freno sin ruido y tengo un rodar suave que no pierdo ni aun en los máximos arrebatos de velocidad. Mi huésped, sin embargo, continúa sin hallar aquella actitud grata que, poco a poco, ha de encalmarle. Su espíritu está lleno de luz: es como si dentro del cráneo se le hubiese quedado olvidado un rayo de sol. Monótonamente transcurre una hora. El insomne, la cabeza en la almohada y el cuerpo medio caído sobre el codo derecho, continúa llamando al sueño: pasan unos minutos, no logra su deseo y muda de actitud. Ahora es el lado izquierdo el que le sustenta: una mano se le ha enfriado y la mete en un bolsillo; el cuello le molesta y lo desabotona; le hormiguean las piernas; se le entumece un brazo; una bota le oprime: con objeto de olvidar estas importunidades, ora se alarga en su asiento, ya se recoge… De pronto siente —¡oh, alegría!— que los párpados empiezan a pesarle; sus esfuerzos van a ser recompensados; al fin, sigiloso, astuto, lentamente el duende divino del sueño se acerca. El viajero abre la boca, sus articulaciones y sus músculos se aflojan, y por instantes el traqueteo de mis ruedas le parece más lejano; todo se esfuma; la conciencia va apagando sus luminarias; ya sólo arde una luz, la más pequeña… y cuando este último fulgor se extinga, el espíritu, dulcísimamente, se sumergirá en la sombra…

Y es entonces, en ese momento de indescriptible beatitud, es cuando el viajero siente que le tocan en un brazo, y una voz que dice, con cierta impaciencia:

—¡Caballero… chist, caballero…! ¡El billete…!

Es el interventor. Este hecho se repite varias veces todas las noches. El interventor nunca aparecerá cuando el viajero está despierto, ni mucho después de haberse dormido, sino en el mismo divino instante de dormirse; con precisión tal, con exactitud tan estricta, que he llegado a sospecharles movidos por un mecanismo de relojería.

Habitualmente los viajeros reciben al inspector sin protesta; quizás algún viajante de comercio refunfuñe algo, pero sin excederse. Los pasajeros temibles son los pusilánimes —futuros enfermos, quizás, de delirio persecutorio— que, al subir a un tren, siempre lo hacen con el miedo a ser robados. Uno de estos, en el trayecto de Palencia a Sahagún, no reconoció al interventor que le despertaba, y creyendo habérselas con un ladrón abalanzóse sobre él y de un puñetazo le partió las narices. Los interventores, que ya conocen estas historias, van prevenidos.

Respecto de los viajeros hay mucho que escribir. Desde luego —y antes de entrometernos en particularidades— deben dividirse en dos grandes grupos; a saber: viajeros que pagan billete, y viajeros que no pagan. Pertenecen al primero el pasaje de tercera y de segunda clase; el menos atendido, precisamente; y al segundo, los señores de primera, para quienes, no obstante, son todos los respetos y flexibilidades de los empleados del convoy. La costumbre de viajar de balde en los ferrocarriles es tan antigua que constituye una especie de lugar común en la biografía de toda persona de cierto prestigio, al extremo de que pagar es casi una demostración de insignificancia. Yo lo observo: cuando llega la revisión de billetes, este viajero presentará un papel amarillo; aquel, un pase de color encarnado; otro, un carnet azul, o verde, o gris… cual si en cada uno de los siete colores del espectro hubiese una razón para no pagar. Y tan es así que si el revisor tropieza —por casualidad rarísima— con un billete entero, apenas si podrá abstenerse de mirar a su dueño con una expresión hecha de desdén y de asombro, como diciéndole:

—¿Por qué se deja usted robar por las Compañías? ¿No le da a usted lástima tirar su dinero…?

He llegado a adquirir un conocimiento tan inmediato y justo de las personas, que, a poco de conocerlas, ya sé en qué categoría debo incluirlas. Las figuras rebeldes, las dueñas de una fuerte personalidad, escasean; algunas, muy pocas, viajaron conmigo; pero la mayoría de los tipos —no en cuanto tienen de epidérmico o formal, sino en lo substantivo— se parecen unos a otros asombrosamente, y son de muy fácil clasificación.

Entre las mujeres honestas —vayan solas o acompañadas— sólo admito dos tipos: las desenvueltas, que no parecen preocuparse de nadie, y acaso abusen de las cortesías debidas a su sexo para expugnar un asiento cómodo; y las tímidas, que no hablan con nadie, ni se atreven a cruzar las piernas, si están cansadas, ni son capaces de ir al cuarto-tocador si no es de madrugada y cuando suponen que nadie ha de verlas.

A los hombres su libertad les hace más variados y pintorescos.

Empezaré esta rápida enumeración por el viajero madrugador. Es un tipo que sólo existe en las estaciones de donde arranca el tren, en las llamadas de cabeza de línea, y es el primero que sube al convoy. La idea de pasar cómodamente la noche le obsesiona. Como los vagones aún están vacíos los recorre todos, buscando el mejor asiento: va, vuelve, tantea la solidez de las redecillas para equipajes, examina si las ventanillas cierran bien, palpa las colchonetas, se fatiga, se ensucia las manos… y, al fin, elige sitio. En seguida y para que los viajeros que lleguen después crean todo aquel compartimiento ocupado, empieza a repartir sus trebejes: aquí dejará un libro y un par de guantes; allí, la almohada y un gabán; acullá, una maleta… Luego se sienta, mira su reloj y reconoce con melancolía que todavía faltan cincuenta minutos para la salida del tren; De todos modos, no se arrepiente de haber corrido tanto; cree que la suerte favorece a los madrugadores, y la idea de viajar solo le encanta: es un ingenuo. Poco a poco el andén se anima, el público afluye. A la vez todas las luces del convoy acaban de encenderse, y el madrugador experimenta la inquietud del fugitivo que se cree descubierto. En la puerta del compartimento surge un viajero a quien aquellos objetos diseminados teatralmente no parecen intimidar.

—Caballero —pregunta—, ¿son de usted esté libro y estos guantes…?

El madrugador no se atreve a mentir.

—Sí, señor.

Y, solícito, acude a recoger sus guantes y sus libros. El recién llegado saluda, sonríe y se instala.

A los pocos instantes aparece un tercer viajero; desde el pasillo observa y adivina que aquellos asientos van desocupados. Indaga:

—¿A quién de ustedes pertenece esta maleta?

El madrugador, que, esquivando aclaraciones, se había asomado a una ventanilla, se ve constreñido a volver la cabeza.

—Es mía, caballero —responde ruborizándose.

Y la retira. Así, una tras otra, todas las plazas se ocupan. El madrugador ha perdido su tiempo.

La idiosincrasia del viajero soñoliento es otra. A él no le importa que sus compañeros de viaje sean pocos o muchos, ni que haya mujeres. Nunca compra periódicos, y, por lo mismo, le tiene sin cuidado que las luces de su compartimiento alumbren mal. ¡Ni siquiera ha preguntado si el tren lleva coche-comedor! El viajero soñoliento no habla con nadie, y cualquier sitio lo estima bueno. Su única preocupación es dormir, quizás para que el viaje le parezca más corto. Aunque le empujen, aunque le pisen, no dirá nada; abrirá los ojos un momento y volverá a cerrarlos. Al principio de la noche, el viajero soñoliento ocupará un asiento; luego —si le dejan— ocupará dos; y, a la madrugada, tres. El sueño tiene en él una especie de virtud expansiva…

Tengo observado que, en ferrocarril, los hombres de mundo se apartan de las mujeres; ellos sabrán por qué: parece que, todo lo que tienen de deliciosas en el hogar, lo tienen en los viajes de molestas…

El viajero galante, pese a su experiencia, no puede vivir sin ellas, y las busca. Este tipo, marcadamente español, antes de sentarse recorrerá el convoy, y allí donde encuentre una señora bonita y que vaya sola, procurará instalarse. Seguidamente buscará el medio de hablarle: con esta intención le ofrecerá un periódico, o solicitará su permiso para encender un cigarrillo. Tratándose de una aventurera todo marchará bien, pues los caminos que a ellas guían son llanos y cortos; pero si la solicitada no es de las de cáscara amarga, sino de las recatadas al par que inteligentes y acostumbradas a viajar, el seductor lleva el pleito perdido, al menos durante el curso de aquella primera entrevista. Generalmente los propósitos del galán y los de la perseguida, caminan encontrados: él querrá leer, y ella, ladinamente, se manifestará cansada y con deseos de apagar la luz; él intentará fumar, y ella, sin prohibírselo, pero con discretos tosiqueos, le obligará a tirar el cigarrillo. Si la temporada es la de verano, es posible que él tenga calor, pero acaso ella, ya de madrugada, se queje de frío, en cuyo caso el viajero galante se apresurará —en tanto se restaña el sudor— a cerrar las ventanilla. Si por el contrario la noche es de invierno, él, generosamente, ofrecerá a la dama su manta para que se abrigue mejor, y aun su almohada; y, con objeto de que repose más cómodamente, se aislará en un rincón, sin otro consuelo que el muy limitado de mirarle los pies. Y así, mordido inútilmente por los cortantes dientecillos de la tentación, sin fumar, sin dormir sin dónde apoyar la cabeza y a oscuras, irán a saludarle las claridades prístinas del amanecer. Mas no haya miedo de que el viajero galante escarmiente: un éxito mediocre bastará para aliviarle de cien descalabros, y siempre no bien la rosada aventura asome, incorregible volverá a empezar.

Con estos tiquismiquis y perfidias yo me divierto y, al par, me instruyo mucho. En la intimidad de un viaje largo, aun los espíritus más herméticos llegan a descubriese un poco. La desocupación de tantas horas les mueve a buscar consuelo en el diálogo: el fastidio les expone a decir palabras indiscretas, y, en un rato de distracción o de abulia, el cansancio físico suele obligarles a cometer incorrecciones de actitud.

Personas vi que, tras una noche en ferrocarril, se manifestaban tan ecuánimes y amables como cuando subieron al vagón. Pero estas son minoría. La descuidada mayoría no tarda en sufrir la necesidad, algo grotesca, de disponerse cómodamente: este se aflojará el cinturón, aquel se quitará el cuello de la camisa, un tercero cometerá la grosería de descalzarse… ¡Lo que más odio…!

Lo importante es ir a gusto —discurre cada cual.

En esta prolija galería de siluetas —cómicas casi siempre— que me frecuentan, nunca falta el señor que ronca; al cual no debemos confundir con el soñoliento, ya presentado.

En un departamento hay seis personas, de las cuales dos, por hallarse en el centro y faltarles un ángulo cómodo sobre que apoyarse, pasarán la noche moviendo la cabeza de atrás a adelante, o de izquierda a derecha. La expresión de estos movimientos responderá al temperamento de cada sujeto: los optimistas y bondadosos se manifestarán propicios a todo: Sí… sí… sí… En cambio, los pesimistas protestarán continuamente: No… no… no

De mis huéspedes, uno es viejo y tiene bigote rubio; aquel es joven y luce una hermosa barba negra: de los dos caballeros sentados junto a las ventanillas, el colocado de espaldas a la máquina es muy delgado, y el otro muy gordo. Cada cual busca un medio de distracción: quién lee una novela, quién desdobla un periódico, quién se abisma en las páginas, repletas de nombres y de números impresos en caracteres microscópicos, de una Guía. A intervalos se observan recíprocamente, y, según transcurre el tiempo, parece envolverles una atmósfera de confianza mutua. Casi a la vez, todos han pensado:

¡Lástima que seamos tantos! Si, en lugar de seis, fuésemos cuatro, podríamos acostarnos y dormir un poco

Gradualmente la lectura les cansa y los periódicos van quedando arrugados sobre las rodillas; algunos, con el trepidar del convoy, resbalan hasta el suelo.

De pronto uno de los dos señores que ocupan el medio del compartimiento, es decir, el lugar más incómodo, el más ingrato, empieza a roncar. ¿Es posible? Momentos antes le vi apoyar la barbilla sobre el nudo de su corbata, e inmediatamente, sin transición ninguna, su respiración hízose sonora. Al principio, creí haber oído mal:

—Pero… ¿se ha dormido…? —me pregunto.

Sí, duerme, no cabe duda; y, por instantes, el aire que absorbe y devuelve por boca y nariz, reafirma y complica su polifonía.

El pueblo, con su exacta agudeza y donoso humor proverbiales, señala en el roncar tres tiempos. En el primero —dice— se sopla; en el segundo, se suspira; en el tercero, se pide pan.

El viajero de que hablo marca estos tres tiempos exactamente. Comenzó soplando con el soplar lento, suave, indispensable para apagar una cerilla. A esta espiración apacible sucede luego un suspiro plácido: ¡aj…! Finalmente, sus labios, juntándose y separándose cadenciosamente, como si saboreasen algo, piden pan… Después vuelve a soplar.

El rostro caído hacia adelante, la gorra o el sombrero ladeados, y las manos gordezuelas cruzadas sobre el vientre redondo, el señor que ronca repite beatífico:

¡Fu… aj… pan…! ¡Fu… aj… pan…!

Los demás viajeros le miran sorprendidos, y a poco este asombro se convierte en envidia, y luego en antipatía, en odio… Evidentemente les molesta que, hallándose todos despabilados, alguien duerma así: aquel roncar tranquilo implica una superioridad, y es una ofensa a sus ojos insomnes. El despecho les impulsa a pensar en voz alta.

Uno comenta, con irritación sorda:

—¡Qué atrocidad! Tiene una garganta que parece un serrucho. ¡Vaya un modo insolente de dormir…!

Otro responde:

—Para ser así es necesario carecer de sensibilidad. Yo, en el tren, no puedo cerrar los ojos.

—Ni yo.

El joven de la barba negra añade:

—Pues, como no despierte, vamos a pasar la noche en el Purgatorio. Es de los que duermen y no dejan dormir a nadie. ¡Qué falta de educación…!

Ajeno a cuanto de él murmuran, el durmiente prosigue feliz:

¡Fu… aj… pan!

Llegamos a una estación, y mis huéspedes creen que el movimiento brusco con que me he detenido despertará al roncador. ¡Mentirosa esperanza! En el profundo silencio de la parada sus ronquidos se oyen mejor. Ni las trepidaciones, ni el frío, le vencen. El señor delgado tiene un mal pensamiento:

—¿Y si abriésemos la ventanilla? Quizás una corriente de aire acabase con él…

Los circunstantes sonríen aprobadores, pero no se atreven; sería demasiado… El tren reanuda su correr crepitante, y el señor que ronca, privado de punto de apoyo, se estremece sobre sí mismo como un pelele: tiembla la prominencia adiposa de su vientre; tiemblan sus brazos ahora inertes, y su cabeza, que no pierde el equilibrio, afirma… niega… duda… ¡Creeríasela colocada en un alambre…!

A la mañana siguiente, ya bien entrado el día, despierta y sus ojos miran asombrados a su alrededor. Su despertar es afectuoso y comunicativo. Bosteza, sonríe…

—Afortunadamente —exclama— ha pasado la noche. ¿Han descansado ustedes…?

Nadie contesta; pero los semblantes amustiados, las miradas sin brillo, de sus oyentes, dicen lo contrario.

—¿Ah? —prosigue—. ¡Caramba…! Yo tampoco he dormido.

El viajero delgado, y el gordo, y el anciano del bigote rubio, y el joven de la barba negra… le miran iracundos, y cada cual echa de menos su revólver. Hay descaros que deben replicarse a tiros.

Como en contraposición al señor que ronca, existe otro tipo que nunca falta tampoco, y es el señor que no duerme. Pero su figura —al revés de la otra—, dice distinción, aristocracia, soberanía…

Dos minutos antes de arrancar el tren cuando creía que ya nadie subiría a mí, llega un caballero. Es amable sin pecar de risueño, grave sin adustez. —Buenas noches— murmura. Coloca en la red su bagaje: un maletín, una sombrerera y un paraguas, todo muy pulcro y nuevecito, y para acomodarse no elige sitio, sino que acepta el más próximo. En seguida desdobla una buena manta a cuadros escoceses, con la que se envuelve las piernas y el cuerpo hasta la cintura y se sienta erguido, los pies juntos y cruzadas las manos sobre el abdomen. Representa cincuenta años, talla mediana; el cabello y el bigote enteramente blancos; color pálido, perfil aguileño; la barbilla, limpiamente delineada, descubre voluntad. Tipo militar, en fin, de comandante para arriba. Sombrero hongo bien encajado sobre las negras cejas, de manera que no pueda torcerse a un lado ni a otro; gabán azul, muy cepillado, guantes de ante amarillo: el cuello de la camisa, blanquísimo, brilla a la luz.

Aquel hombre, de una impasibilidad atormentadora, no, lee ni fuma: sus pupilas vivaces miran al espacio, examinan a los viajeros y, a intervalos, se detienen en mí. A su curiosidad distraída la mía responde. Más de una hora hace que estamos juntes y todavía sus pies no se han movido, y los pliegues que, al sentarse, formó la manta con que se calienta, duran aún. Solamente la disposición de sus manos ha cambiado: la izquierda, que se hallaba debajo de la derecha, ahora está encima.

Poco a poco mis inquilinos se animan a charlar, y la conversación se generaliza: hablan mal de España, tópico malsano inevitable entre españoles, y el humo de los cigarrillos azulea el ambiente. Hay risas, interjeciones. Únicamente el caballero del nevado bigote permanece serio, callado y sin fumar, y su hermetismo envuelve un reproche Súbitamente la parla cesa, y, bajo las primeras insinuaciones del sueño, cada quisque busca una actitud cómoda. Este hunde su cabeza en una almohada mientras ahoga un bostezo; aquel se arrebuja en su gabán; quién se cala mejor la gorra para quitarse de los ojos la luz; la euritmia se pierde…

Únicamente el señor que no duerme no se ha estremecido: tan sólo el orden de sus manos ha vuelto a cambiar: la diestra cubre a la otra. Nada parece molestarle: ni la rigidez de su cuello almidonado, ni el pertinaz temblequeo de mi caminar, ni la probable dureza del asiento. Con las alas, casi horizontales, de su sombrero hongo, colocado a plomo, su espíritu vertical parece dibujar una cruz, El celoso atildamiento de su indumentaria dice pulcritud: limpio, es rígido como una camisa de frac. Planchado no estaría mejor.

A mí mismo, tan avezado a conocer mentes, este viajero-tipo me inspira una admiración de la que participan los demás pasajeros. El caballero que está a su lado le interroga amablemente:

—Desearía tenderme un rato. ¿Le molesto a usted si coloco los pies sobre el asiento?

—De ninguna manera.

—¿No quiere usted acostarse? Podemos acomodamos los dos muy bien.

—Muchas gracias.

Le ofrece un periódico:

—Si desea usted leer…

—Tampoco; gracias.

—¿Usted no duerme cuando viaja?

—Nunca.

Otro señor, que acaba de abrochare las orejeras de su gorra debajo de la barba, le pegunta:

—¿Tiene usted inconveniente en que apaguemos la luz?

—Ninguno.

No se habla más, y el compartimiento se anega en tinieblas. La oscuridad, sin embargo, no es completa, y en la penumbra, aunque densa, veo fulgurar obstinados, implacables, los ojos del señor que no duerme. Aquellos ojos sin misericordia resisten al sueño, al silencio, al emperezamiento del monorrítmico tremar de mi marcha; y, lo más prodigioso: resisten a la terrible adormidera de la oscuridad. Nada les aflige. Pupilas inquisitivas, pupilas policíacas, ¿cómo podéis vencer a la sombra…? Pasa una hora, pasan dos; son las cinco de la madrugada y los ojos vigilantes, semejantes al ojo de Dios, de aquel hombre, permanecen abiertos.

A la mañana siguiente, bajo la luz solar que a raudales ufanos incendia mis cristales, los viajeros sacuden su sueño, se desperezan y comienzan a corregir el desaliño de sus trajes. Este recoge del suelo su cuello y su corbata; otro tiene alborotado el pelo, y la camisa le asoma por entre el chaleco y el pantalón…

Para ejemplo y vergüenza de todos, el señor que no duerme está según le conocieron la víspera. Catorce o diez y seis horas de viaje no descompusieron en una tilde el equilibrio severísimo de su individuo. Aquel éxodo penoso ha sido para su cuerpo lapidario, dulce y fácil como un paseo en tranvía.

Hemos llegado a la estación terminal, y mis huéspedes se apresuran a cerrar sus maltas. El señor que no duerme es el primero en dejarme: en un santiamén ha doblado su manta y recogido su maletín, su sombrerera y su paraguas.

—Buenos días —dice.

Y sale. Ni una mancha, ni una arruga lleva: el pantalón sin rodilleras, los puños limpios, intacto el lazo de la corbata, el sombrero a plomo…

¡Como si fuera a retratarse…!