XI

Esta tragedia de la que los periódicos, escandalizados, hablaron mucho tiempo, señala en mi biografía un segundo período. Aquel drama —¿quién hubiera podido sospecharlo?— marcó el término de mi juventud, modificó mi idiosincrasia, hasta allí superficial y novelera, me sugirió ideas nuevas, graves, trascendentes; ¡me envejeció…! Fue para mí, en suma, como ese primer gran aguacero que, de pronto, mata al verano.

Durante dos semanas estuve detenido en Burgos, a cuyos Juzgados correspondió el proceso incoativo del crimen consumado en mí. Me habían llevado a una vía lateral, junto a unas vagonetas cargadas de balasto, y allí me dejaran después de cerrar cuidadosamente todas mis puertas. Yo era algo sagrado. Cada cinco o seis día iban a visitarme varios señores —personas de cuenta, sin duda, a estimarles por la solicitud con que el personal de la estación les acogía— que después de examinar prolijamente, una vez y otra, las horribles manchas bermejas que me afeaban, y las huellas de mis muchos balazos, se marchaban rodeados de un aire de misterio.

Lo que más me afligió fue verme separado —de un modo que luego comprendí que era definitivo— de mis compañeros. Cuando estos, a la mañana siguiente de perpetrado el trágico asalto que dejo referido, llegaron a Madrid, fueron visitados por el Director y otros altos empleados de la Compañía, los cuales reconocieron que la mayoría de las unidades del convoy estaban fatigadas y, por tanto, necesitadas de arreglo. El tren, en el acto, quedó deshecho: El Tímido, El Presumido y Doña Catástrofe, pasaron al taller de reparaciones, y únicamente El Misántropo y los Hermanes Sommier, cuyo estado parecía satisfactorio, fueron a integrar el nuevo equipo que aquella noche —La Caliente, primero, y luego La Tirones y La Recelosa, arrastrarían hasta Hendaya. Cuando aquella madrugada les vi pasar solos, junto a mi, experimenté una pena honda, intraducible; una especie de desgarradura. Ellos me saludaron emocionados. Yo les pregunté por nuestros hermanos, aquellos cuya vida de trabajo compartí durante más de nueve años.

—En Madrid quedaron —me dijeron.

—¿Qué tienen?

—Mucho desgaste: El Tímido llevaba la calefacción y los frenos estropeados; al Presumido deben arreglarle los asientos, y también los muelles, para que no se mueva tanto. Doña Catástrofe es quien está peor: a ese infeliz le duele todo, y lo menos tardará dos meses en salir de la enfermería.

Terminadas las diligencias judiciales, tan cachazudas siempre, fui enganchado a la zaga de un mercancías, el cual, parándose en todas las estaciones, tardó más de veinticuatro horas en llevarme a Madrid. ¡Cuánto me aburrí durante aquel éxodo que a mí, acostumbrado a las grandes celeridades, me pareció interminable! ¡Qué vulgares se me antojaron mis compañeros de ruta, y qué insignificantes, qué horriblemente tristes, esos andenes ante los cuales mi aristocracia da vagón de lujo no se había detenido nunca…! Y entonces fue cuando empecé a comprender esta gran verdad: que para podar traspasar la epidermis de la vida, es indispensable vivir despacio.

Como mi salud continuaba siendo excelentísima, en el taller permanecí pocos días: los justos para que me cambiasen algunas alfombras y el forro de los asientos, y me cerrasen las heridas de los balazos. Seguidamente me trasladaron a la estación, y sin otras dilaciones metiéronme en la composición del directo que cubre en treinta y seis horas los ochocientos y tantos kilómetros del trayecto Madrid-Coruña.

No quiero recordar lo que sufrí. Los primeros viajes los hice sin cruzar la palabra con nadie. ¡Cuánto echaba de menos la rapidez y la limpieza de mi antiguo convoy…! Sin ser orgulloso, precisamente, mi distinción, mi selecta crianza, me vedaban allanararme a compartir la plebeyez de un tren correo. Los vagones rotulados de primera clase, habían nacido en España y eran, evidentemente muy inferiores a mí. Y no hablaré de las unidades de segunda, pretenciosas y cursis; y menos de la grosería de las de tercera: vehículos pequeños, sucios, maltratados, apestando a humanidad… Me molesta el vulgo y aborrezco también la mesocracia. Soy, desde la cuna, artista y prócer: adoro la elegancia, la alegría discreta, lo que es bello, lo que es rico… A mi mutismo, ellos, los muy ramplones, correspondían con mezquindades y desdenes propios de su estofa ruin: pasaban a mi lado sin saludarme, y luego, aunque comprendiesen que yo podía oírles, en sus corrillos murmuraban de mí. Mi procedencia exótica les molestaba, y cuando advirtieron que en las estaciones los viajeros distinguidos me preferían, su antipatía mudóse en odio. Por fortuna yo era el más fuerte de todos, y cuando la máquina, en sus maniobras, nos hizo chocar a unos con otros, puse gran esmero en lastimarles.

Mucho padecí, sin embargo, al extremo que pensé enfermar de tristeza. Andaba con el espíritu orientado hacia atrás; vivía de recuerdos; y como para estimar bien las cosas nada hay mejor que distanciarse un poco de ellas, en mi evocación los años idos se me ofrecían más placenteros y hermosos que nunca. Rememoraba límpidamente la ufanía loca con que en Irún, y por vez primera, salí al camino; el aspecto de aquellos aledaños bravíos, en los que los tonos graves de la tierra y del cielo se armonizan en un acorde de rara majestad; las casas de frontis oscuros y largos balconajes de madera, que a la hora de la sobretarde con sus ventanas iluminadas me hablaban de quietud; los valles arbolados, la altivez de los Pirineos, y más que otro monte ninguno el muy belicoso de San Marcial, que ha bebido sangre de los pueblos más fuertes de Europa. Recordaba asimismo mis emociones sobre el puente internacional, en cuyo comedio me parecía pertenecer, a la vez, a dos naciones, y tener dos almas; el recelo que me producían los discos y las campanas de las estaciones, y las distintas maneras con que las manos, según fuesen francesas o españolas, despedían al convoy: las manos francesas son más dulces; saludan mostrándonos la palma y bajando los dedos; quieren despedirnos y nos llaman; todavía —cuando ya no hay remedio, cuando ya nos vamos— quieren retenernos: mientras en las manos españolaos, que vuelven hacia nosotros su dorso, el adiós es definitivo…

Tampoco podía olvidar un lance que, habiéndome causado al principio agudísimo miedo, luego me emocionó y removió hasta enternecerme.

Llevaba yo más de un año de vida ferroviaria, y conocía al dedillo todas las señales de la locomotora: sabía que esta, con dos silbidos cortos y seguidos manda apretar los frenos, y aflojarlos con un pitido breve; que muchos silbidos cortos anuncian peligro inminente, así como que en los empalmes, o lugares donde las líneas se bifurcan, tres silbidos prolongados dicen que el tren tomará la vía de la derecha, y un solo silbido que seguirá la zurda, etc.

Corríamos aquella noche entre Villabona y Tolosa, cuando la máquina empezó a silbar como nunca lo hizo: no lanzaba la serie de silbidos rápidos que pregonan riesgo, sino que pitaba caprichosamente. El terror me sobrecogió. Los gritos ensordecedores del vapor eran tan pronto agudos como graves, y todos largos, desesperados, de una polifonía nueva y acongojadora. Pensé que íbamos a chocar con otro tren, o a despeñarnos en el Oria.

—¿Por qué la máquina grita así? —pregunté a un compañero.

—No te asustes —dijo—; el padre de nuestro maquinista vive cerca de aquí, y su hijo silba para que el viejo sepa que no ocurre novedad, y que se acuerda de él…

También citaré un episodio algo infantil, quizás, pero que me dio la primera impresión de la muerte.

Era una tibia mañana azul, de mayo o de junio; las praderas se habían vestido de verde y sobre los hilos del telégrafo cantaban centenares de pájaros; en la blancura de las alquerías, en el murmullo de los regatos emigradores, en la jocunda lozanía de les árboles, triunfaba un júbilo de resurrección. Advertí, de pronto, que un pajarito, volando a la altura de mis ventanillas y paralelamente al tren, parecía divertirse en acompañarnos. Yo le oía piar alegremente; jugaba, parecía borracho de sol, era feliz… Luego, probando el vigor de sus alas, adelantó hasta situarse a la cabeza del convoy; después intentó remontarse para cruzar la vía; no pudo: al pasar sobre la máquina, la terrible columna de ardiente vapor que exhalaba la chimenea lo alcanzó, lo elevó, casi perpendicularmente, a considerable altura, y lo arrojó asfixiado, casi quemado, a un lado del camino. Yo le vi caer exánime, y chocar contra el suelo…

—Lo ha matado —me dijo un compañero que había seguido, como yo, los incidentes del pequeño drama.

—¿Y ya no podrá moverse? —interrogué candoroso.

Mi colega se burló de mí.

—¿Eres tonto…? ¿Cómo quieres que se mueva…? ¿No acabas de oír que la máquina lo ha matado…?

Entonces me puse a reflexionar, y de mis meditaciones deduje que morir era no moverse más. Así brotó en mí la idea de la muerte.

¡Oh, aquellas escenas, aquellas conversaciones vibrantes de emotividad moceril, aquellos camaradas de mis primeros años, qué lejos están…! Ahora la vida se me aparece distinta, y en torno mío todo adquiere la tonalidad gris de mis asientos; ya nada es muy bueno ni muy malo; todo está bien y se parece a todo; el negro y el banco se hicieron grises: el gris es el color de las conciencias usadas… y la mía empieza a estarlo.

Mas si es evidente que el tiempo nos arruina y satura de melancolía, también nos transforma, y al hacerlo sigilosamente se lleva aquellos mismos dolores que nos dio: de donde colijo que vivir no es envejecer, sino renovarse, y que la idea luctuosa de la vejez más visos tiene de espejismo que de realidad.

Digo esto a propósito de mi encuentro con El Misántropo y los Hermanos Sommier, en la estación de Madrid. Ellos me informaron de que Doña Catástrofe había vuelto a la vía de Hendaya con otro convoy, y que se cruzaban con él todos los días; y que El Tímido y El Presumido formaban parte del rápido de Asturias.

—Esos dos —añadieron mis camaradas— han progresado: ruedan menos que antes y viajan de día.

Luego preguntaron:

—¿Y tú, Cabal…? ¡Pobre…! Tú no tuviste suerte; tú no mereces estar en un correo.

Estas palabras, que meses atrás me hubiesen lastimado mucho, no me produjeron impresión. ¿Por qué? ¿Acaso mi sensibilidad se había embotado? ¿Era que la resignación penetraba en mí…?

—Mejor andaba con vosotros —repuse— pero tampoco diré que vivo mal. Es cierto que mis jornadas actuales son de treinta y seis horas, pero en cambio camino más despacio, por lo cual los peligros de la ruta no son tan graves…

¿Era el amor propio, la vanidad de no aparecer dolorido a los ojos de mis compañeros lo que me obligaba a hablar así…? No: era, sencillamente, porque, sin yo mismo advertirlo, había ido acoplándome al nuevo ambiente.

En los comienzos de aquella segunda etapa, lo extrañaba todo: las locomotoras, los coches, el camino, das paradas frecuentes y, a mi juicio, interminables.

Todos los hombres parecen iguales y son distintos, como las hojas del mismo árbol. Así las máquinas: todas las de una serie, en teoría, tiran semejantemente, y arrastran igual peso, y calientan y frenan de idéntico modo; y, sin embargo, yo respondo de que cada una arranca y frena y sirve la calefacción de manera distinta. Al principio todo esto molesta: lo inesperado, de que sorprende, siempre desazona un poco; luego, en fuerza de repetirse, dijérase que se domestica y convierte en costumbre, y ya lo toleramos y hasta es probable que esto nos guste. Así me acaeció con mis nuevas dueñas. Desde Madrid a Coruña cambiamos de máquina cuatro veces. Es imposible precisar la cantidad exacta de carbón que se consume en cada kilómetro: esto depende de la naturaleza del terreno, del peso del convoy, de la dirección del aire —hay ocasiones en que el viento opone a la marcha del tren una resistencia inconcebible—; y, finalmente, del fogonero y de la acertada disposición interior de la máquina. Sin embargo, la locomotora que transportaba a mi correo desde Madrid a Valladolid asombraba a los peritos por el escaso carbón que gastaba, y de aquí su remoquete de La Económica. Pertenecía a la serie cuatro mil; había nacido en los talleres gigantescos de Graffenstaden, podía arrastrar hasta cuatrocientas toneladas, y tenía un caminar silencioso y seguido. De Valladolid a León nos llevaba La Impetuosa —por otro nombre La Casa Real— que frenaba casi instantáneamente, lo que producía en el convoy repercusiones muy desagradables. En León nos recogía La Triste, así apodada por lo callado de su caminar y las lúgubres inflexiones de sus silbidos; yo juro que nunca, ni antes ni después, he conocido otra locomotora que pitase igual. La trajeron de América, y era gigantesca; correspondía a la serie cuatro mil quinientas. Con ella arribábamos a Monforte, donde nos esperaba, bulliciosa y resoplante, La Enanita, que en la parvedad de su cuerpo llevaba la razón de su nombre.

Con todas ellas llegué a hermanar, pues basta acercarse a las cosas y atisbar el dolor en que viven, para comprender los móviles de sus acciones y disculparlas; porque comprender es perdonar…

Lo propio me acaeció con mis doce compañeros del convoy. En los comienzos se me manifestaron hostiles, especialmente el que rodaba delante de mí y a quien apellidaban Dos-Caras, por ser la mitad de primera clase y de segunda clase la otra mitad. Varias semanas convivimos sin hablarnos: él tiraba de mí, yo halaba del segunda que me seguía, cada cual cumplía su deber y así todos, mutuamente, nos pagábamos. Hasta que cierta noche, en la felonía de una curva y a causa de la helada, estuvimos abocados a descarrilar los dos. Con el miedo —enemigo de las etiquetas— yo le dije algo que demostraba mi interés hacia él; replicóme en seguida y con calurosa solicitud, y ya fuimos amigos. No me pesó. Dos-Caras, que había viajado harto, era bueno y muy querido en el convoy, por lo que su afecto me valió en seguida el de los otros coches. Mucho me alegré: sin embargo, ninguno de ellos descollaba: eran pobres vagones indisciplinadas y vulgares, sin historia ni relieve.

Con las pequeñas estaciones del tránsito me sucedió igual: la vida, así la de los objetos que parecen inanimados como la de los hombres, es una constante adaptación, y yo me adapté. Mientras pertenecí a un expreso, apenas si llagué a conocer de vista esos andenes que, por minúsculos, mi lujoso convoy desdeñaba; ni concebía que ningún tren pudiera detenerse en ellos, ni siquiera que fuesen da utilidad. Detestaba los coches de carga, sucios y pesados; adoraba la velocidad y las paradas breves, y me reía de los mixtos cachazudos y de los mercancías, que aguardan media hora y aún más, en cada estación.

Cuando supe caminar despacio mi alma cambió, y mi carácter tornóse más dulce, y mi observación más minuciosa y sutil. La Naturaleza siempre es la misma, y no obstante, para los niños tiene un aspecto, y otro para los jóvenes, y una tercera expresión, completamente distinta, para los viejos. Y conmigo fue igual. El trayecto de Madrid a Venta de Baños, que recorrí durante cerca de dos lustros, y que creía no reservaba disimulos para mí, ahora me parecía nuevo. Era como un libro que yo hubiera, jurado saberme de memoria, y que, en realidad, no hubiese leído. La mayoría de sus detalles me sorprendían con su novedad, y admiraba la grandeza de ciertos aspectos que veces innúmeras pasaron ante mis ojos y en los cuales no reparé: árboles, montañas, cañadas pintorescas, un torreón elevado en la cumbre de un cerro, un cementerio medio escondido en el declive de una loma…

A cada rato, me preguntaba:

—Pero… ¿es posible que esto, que ahora veo, haya estado aquí siempre…?

Y, según meditaba, es decir, según me ejercitaba en la preexcelente gimnasia de la autoinspección, mi yo crecía, porque nada reafirma ni ensancha tanto nuestra personalidad como la reflexión.

Esas estaciones pueblerinas que nunca figuran sobre el itinerario de los expresos ni de los rápidos, me divertían ahora, y llegué a sentirme feliz junto a sus andenes señeros. Me interesaban sus cantinas, a las cuales el pasaje sediento acudía a beber; los viejos mendigas, que el arado encorvó y convirtió en harapos humanos; las mozas que, con un vaso en la mano y un botijo sobre la cadera, pregonaban delante del convoy con voz musical:— ¡Agua! ¿Quién quiere agua…? El empleado que gritaba mientras, sin prisa, iba cerrando nuestras portezuelas:— ¡Señores viajeros… al tren!

También me cautivaba el público allí congregado: gentes sencillas, efusivas, cargadas de mantas y de alforjas, que se precipitaban en masa al asalto de los coches de tercera, y los llenaban de alegre estrépito; multitud campesina que requebraba a las mujeres y solía llevar guitarras y aun cantar una copla —si el maquinista daba tiempo— y que esparcía a su alrededor un alboroto de feria.

¿Y que diré de esas señoritas pueblerinas que todos los días, y generalmente a la hora del crepúsculo, acuden a la estación a ver pasar el tren…? A ellas no les interesan el rápido, ni los expresos que, soberbios, cruzan silbando y sin pararse. ¿Qué pueden importarles estos lujosos convoyes, de alma cosmopolita, que corren envueltos en humo y con todas sus ventanillas cerradas, y a los que ellas, si alguna vez viajasen, no subirían? En cambio el correo, que se detiene dos o tres o cinco minutos, sí las atrae, porque acaso lo inesperado… —que es el amor que esperan— va en él: porque el Príncipe Azul de los cuentos yo no peregrina a caballo, sino en ferrocarril, pero no se ha ido del mundo… y Ellas lo saben.

Yo las veo divagar por los andenes, cogidas de la cintura y vestidas sencillamente de negro, de blanco o de rosa… según el tiempo, y el deseo de ideal que las agita me conmueve. Algunas, por su mayor belleza, llegaron a impresionarme excepcionalmente, y al acercarme a la estación donde estaban pensaba más en ellas. Todavía recuerdo a la muchacha del lunar, en Cercedilla; y a la niña rubia, de Venta de Baños…

Otra silueta que perdura en mi memoria es la de un preso a quien dos guardias civiles conducían esposado. Los curiosos le miraban ávidos: era uno, que se iba, que se lo llevaban, como a los muertos; uno que nadie volvería a ver… Él, humillado, bajaba la frente. Los guardias, graves como sepultureros, y como estos avezados a sacar de las ciudades lo nocivo, lo podrido, lo inútil, le seguían impasibles. Le vi subir a un coche de tercera y supe que le llevaban a la cárcel de Valladolid. Me impresionó la reconcentrada expresión de dolor, de vencimiento, de cólera estéril, de aquel hombre, y durante todo el camino pensé en él; en el bárbaro contraste entre sus muñecas esclavizadas y la emoción de libertad que sugiere la carrera de un tren.

Día por día la llaneza —no deliberada, sino espontánea— de mi carácter, me granjeaba afectos mejores entre mis compañeros. Las paradas largas, en vez de irritarme como antaño, me complacían, y supe hallar interesante la conversación de los tercera, y aun de los mercancías, porque hablándome de sus trabajos me informaban de particularidades nuevas para mí.

De este modo acabé por volver a sentirme feliz, con ese bienestar sólido que no es inocencia ni ceguera, sino razonamiento y equilibrio, y entonces reconocí que el secreto de la felicidad está en ser alegre y en amarlo todo.