Con motivo de un descarrilamiento importante ocurrido en la línea de Córdoba a Sevilla, mi familia —al convoy yo lo llamo mi familia— había comentado mucho los sinsabores de nuestro oficio. El Tímido, y Doña Catástrofe opinaban que las únicas horas de tranquilidad completa que disfrutamos son las pasadas en la ociosidad de las estaciones terminales; cuando la máquina nos deja y sabemos que allí hemos de quedarnos: sólo entonces descansan nuestros rodajes, y se encalma la fiebre de los tubos para la calefacción, y el silencio y la certidumbre de que ningún peligro ha de herirnos extiende por nuestro cuerpo una somnolencia reparadora. Pero, mientras se camina, se sufre: el camino es la amenaza constante, la tragedia que acecha en cada cruce. Sobre el mar los barcos pueden luchar contra la muerte, detenerse, cambiar de rumbo, correr delante de la tempestad si no se creen capaces de resistirla. Nosotros, sujetos a la tiranía ineluctable de dos cintas de hierro, nada de esto sabemos hacer. Los barcos, si se hunden, es despacio; nuestro desastre, por el contrario es instantáneo; el choque, el descarrilamiento, nos matan de un modo fulminante.
Vemos llegar la muerte, y no sólo, no nos es permitido esquivarla, sino que corremos hacia ella, y con nuestro propio ímpetu favorecemos su obra. Al Presumido, que en los albores de su vida había ambulado mucho por Andalucía, se le ocurrió la siguiente comparación, por desgracia exacta:
—Somos como los toreros: a un torero le ves sano y riéndose cinco minutos antes de la corrida, y cinco minutos después está de cuerpo presente. Así nosotros: ahora a mí, por ejemplo, nada me falta: mis ruedas trabajan bien, mis asientos son cómodos, todas mis ventanas cierran…; y puede ser que esta misma noche, antes de llegar a Segovia, me veáis convertido en astillas.
La desagradable conversación continuó hasta que la Caliente vino a recogernos, y bajo su recuerdo depresivo —un recuerdo al que se mezclaba algo supersticioso— salimos de Madrid. Yo iba malhumorado, presagiaba desdichas y siempre que la locomotora silbaba ante el enigma de la noche, lóbrega y húmeda, un gran frío —un frío que era miedo— me traspasaba. Delante de mí marchaba El Misántropo, más tiznado y callado que nunca; apenas oscilaba, y su andar monótono infundía sueño.
—Oye, Misántropo —le dije.
Pero no contestó, y yo, sin advertirlo, me quedé dormido. Al despertar no reconocí el sitio donde nos hallábamos: mis huéspedes dormían, y como todas las luces iban apagadas el tren adelantaba sin proyectar a sus lados claridad ninguna. La niebla era espesa; imposible orientarse; todo el camino parecía un túnel. A intervalos, cuando el fogonero abría el horno para proveerlo de carbón, el humo de la Caliente se teñía de rojo, y simulaba, sobre la tiniebla de la noche, una trenza ensangrentada. Únicamente el oído me informaba algo: por los diversos ruidos del expreso sabía cuándo cruzábamos un campo abierto, o cuándo corríamos entre montañas: de súbito me advertí sobre un puente; luego sentí que me hundía, en un túnel; y esta espantosa ceguera aumentaba mi temor a morir.
El alto que hicimos en Segovia nos despertó a todos, charlamos y las luces del andén contribuyeron a reanimarme. Además, de allí en adelante, el camino era mejor. Cuando llegamos a Venta de Baños, llamaron mi atención unos treinta o cuarenta vagones que reposaban, como olvidados, en una vía de descarga: a unos les faltaba la techumbre, otros no tenían puertas ni estribos, y todos mostrábanse desconcertados, desvencijados, cual si hubiesen sufrido algún tremebundo magullamiento; muchos, cuya tablazón estaba completamente astillada, parecían esqueletos. Era un convoy trágico.
A mis preguntas, El Misántropo contestó:
—Estos coches están aquí provisionalmente, esperando a que los lleven a Valladolid, donde hay un taller de reparaciones.
Yo los miraba con horror; recordaba cuanto, al emprender el viaje, mis compañeros habían glosado a propósito de los descarrilamientos y de los choques. Aquellos vagones rotos, doloridos, casi inútiles, eran como una procesión de enfermos que aguardasen a la puerta de un hospital.
Finalmente la noche transcurrió sin que nos ocurriese desgracia ninguna, y con las luces primeras del amanecer y el cantar batallador de los gallos, la serenidad me volvió al cuerpo Sin embargo, cuando a media mañana llegamos a Irún, ya de vuelta de Hendaya, mi cansancio y mi melancolía me inmergieron en un sueño profundo. De un tirón dormí varias horas.
Me despertó un encontronazo; por su rudeza comprendí que era La Recelosa, siempre arisca y vehemente, quien me lo daba. Acababa de hacerse dueña del convoy. Era noche cerrada y en el andén había bastante concurrencia.
—¡Ya era tiempo de que despertases, Cabal! —me gritó un compañero.
—¿Tanto he dormido? —pregunté.
—Toda la tarde.
Doña Catástrofe murmuró a mi lado, misterioso:
—Creo que hiciste muy bien en descansar, porque acaso esta noche no podamos dormir.
En el acto, telepáticamente, adiviné su pensamiento.
—¿Lo dices por los ladrones franceses?
—Sí.
—¿Les has visto?
—Dos de ellos están conmigo, en el mismo departamento, pero no se hablan: demuestran no conocerse.
Una áspera emoción de alegría y de susto me sacudió; una vibración semejante, tal vez, a la que produce en el público de las Plazas la salida del primer toro.
—¿Quiénes son? —dije.
—Por las señas que de ellos nos dio el expreso de Francia, uno debe ser Cardini, el italiano: cobrizo, cenceño, la expresión áspera… Le corta los labios una cicatriz que debieron pintársela a cuchillo.
—¡El mismo! —exclamé—; ¿y el otro?
—Es pequeño y tiene la cabeza sanguínea y cuadrada, como los hombros. Creo que es Dommiot.
El Presumido reclamó la atención de Doña Catástrofe:
—¡Mira… mira…!
Yo miré también. En la puerta del restaurante de la estación, al que sus ventanas iluminadas daban un aspecto de fiesta, acababa de aparecer la figura simpática, ágil y fuerte, llena de novelesca armonía, del bello Raúl. Instantes después Mauricio, el boxeador, que salía de la Cantina, se le acercó; pero si algo hablaron fue rapidísimamente y sin mirarse.
—¿Crees que vendrán con nosotros, Catástrofe? —decía yo.
—Pienso que sí.
—¿Irán a asaltar el tren…?
Doña Catástrofe vacilaba; si tenía opinión, no quería emitirla. Insistí hasta arrancarle una respuesta que mi inquietud estimó poco categórica:
—Recuerda —dijo— lo que acerca de esta gente conversamos días atrás: si fuesen españoles, afirmaría rotundamente que no; tratándose de ladrones franceses… ¡la verdad…! no lo sé…
Yo me hallaba situado a la zaga del convoy: detrás de mí iban el coche-correo, con quien no tenía comunicación, y el furgón de cola. Delante llevaba a Doña Catástrofe, y seguidamente y por el orden en que los cito, al Presumido, El Tímido, El Misántropo y los dos Hermanos Sommier. Yo deseaba que Mauricio o el bello Raúl viajasen conmigo; pero, por la dirección en que miraban, supuse que los vagones de vanguardia les interesaban más. En cambio muchos viajeros, recelando tal vez la posibilidad de un choque, me elegían a mí. La mayoría de mis plazas estaban ocupadas, y mis redecillas se curvaban bajo el peso de los equipajes. Entre mis huéspedes había dos turistas inglesas, flacas y de cabellos grises, que estudiaban en sus Baedeker; y un novillero andaluz, cuyo nombre no supe nunca, pero a quien conocía por haberle llevado aquel verano a las corridas de San Sebastián. Era un mocetón de gentilísima presencia y muy de arrestos, según demostraré más tarde.
Bajo la marquesina, a cuya cristalería las luces del andén comunicaban un júbilo argentino, resonaba un murmullo ininteligible de multitud: ruido de conversaciones, de pisadas; voces de gentes que se buscan y se despiden; pregones… Un muchacho gritaba los títulos de los diarios que acababan de llegar; a lo largo del expreso, la voz monótona de un individuo vestido con una blusa blanca, repetía:
—¡Almohadas de viaje…!
El bello Raúl y su cómplice subieron al tren en el preciso momento en que este arrancaba: Raúl entró en El Misántropo; Mauricio, en El Tímido.
Yo estaba inconsolable.
—¡Qué lástima! —suspiré. Doña Catástrofe, que adivinó la razón de mi pena, me regañó:
—¡Cállate, Cabal…! Más vale así. ¿Para qué quieres exponerte a que esos desalmados, si por acaso acometiesen a los pasajeros, te den un tiro…?
No contesté porque me hallaba en un estado de nerviosidad desconocido para mí; y supuse que mi sobresalto no debía de ser completamente irrazonado al cerciorarme de que mis compañeros, cuál menos cuál más, participaban de él. De extremo a extremo del expreso, como por un hilo eléctrico, nuestras impresiones iban y venían aceleradas y sigilosas. Yo le preguntaba a Doña Catástrofe:
—Oye: ¿qué hacen esos…?
—Jacobo Dommiot va leyendo un periódico.
—¿Y Cardini?
—No hace nada.
—¿Duerme?
—No: ni lee ni duerme: mira.
—¿A quién? —insistía yo que buscaba, en cada gesto de los malhechores, el prólogo de un drama.
—A nadie —replicaba paciente el anciano Doña Catástrofe—; Cardini no parece reparar en nadie, no mira a nadie: tiene la cabeza apoyada contra el respaldo y sus ojos insomnes miran delante de él, lo cual es mucho peor…
Transcurridos algunos minutos el veterano vagón, que, a fuer de viejo, era curioso, indagaba:
—Presumido, escucha: pregúntale al Tímido lo que hace Mauricio.
El Presumido, complaciente y a su vez ávido de saber, trasmitía la pregunta:
—Atiende, camarada: ¿duermes…? ¿No…? Responde, entonces: ¿qué hace Mauricio?
—Nada de particular: lo llevo en el pasillo, fumando.
—¿Viaja contigo mucha gente?
—Voy completo.
—¡Buena ocasión para acabar aplastado bajo un túnel…! ¿Eh…?
—¡Cállate, salvaje…!
El Presumido gustaba de embromar a nuestro compañero, a quien, en memoria o como burla de sus muchos lamentos, solía apodar Doña Quejido. Este, para hacernos reír, demostraba enfadarse, pero no era así, y realmente se querían como hermanos.
Luego la curiosidad que nos recomía a todos no tardaba en contagiar al Presumido, quien, a su vez, preguntaba al Misántropo:
—¿Qué hace el bello Raúl…?
—Nada sospechoso: lleva la visera de su gorra sobre la nariz y los ojos cerrados.
—¿Duerme, efectivamente?
—No: pero parece procurarlo de buena, fe, y ello me tranquiliza.
De este modo las noticias ambulaban por la cadena invisible que —semejantes a eslabones— formaban nuestras preguntas y respuestas. Aquellos cuatro bandidos nos obsesionaban, nos desvelaban: su vivir borrascoso les embellecía y servía de prestigioso basamento a sus figuras: les temíamos, les admirábamos y envidiábamos su estrella rebelde; entre tanta gente estaban solos y más alto que nadie; en sus armas llevaban sus fueros, sus pragmáticas; eran los protagonistas del convoy.
A espaciados intervalos, de punta a punta del tren, las mismas interrogaciones, tantas veces repetidas, y que eran como las llamas con que ardía nuestra curiosidad, volvían a correr.
—¿Qué hace Dommiot?
—Leer.
—¿Y el italiano?
—Cardini mira; y supongo que piensa cuando mira tanto.
—¿Y Mauricio?
—Fuma sin cesar; muéstrase receloso; acaba de prender su quinta pipa.
—¿Y Raúl…?
—El bello Raúl duerme… o lo finge…
Estábamos ciertos de presenciar aquella noche algo extraordinario, y nuestra inquietud era tan aguda que hicimos partícipes de ella a la mayoría de los trenes —mercancías o correos— que se cruzaban con nosotros. Las emociones, cuando son fuertes, poseen la virtud de democratizar; la emoción emplebeyece, tiende a la igualdad…
—Llevamos gente sospechosa —les gritábamos al pasar.
Ellos, que, por informes recogidos aquí y allá, en la ruta, sabían de quiénes les hablábamos, respondían:
—¿Son los cuatro franceses que ganaron la frontera hace unos días?
—Sí.
—¡Ah…! ¡Ya nos contaréis cuando volvamos a encontrarnos a la vuelta…!
—Sí… sí…
—¡Buena noche…!
—¡Buen viaje…!
Todos —ellos y nosotros— nos interpelábamos a la vez, las locomotoras silbaban, saludándose, como hacen los grandes barcos que se encuentran en alta mar, y de este modo la noticia del posible drama que peregrinaba con nosotros, volaba simultáneamente de norte a sur, y viceversa.
Mis inquilinos empezaban a rendirse al sueño: algunos no habían abierto los párpados desde San Sebastián; el novillero roncaba sonoramente, envuelto en su capa; hasta las inglesas lectoras guardaron sus libros, y en la misma actitud que tenían, con sólo ponerse una almohada sobre el hombro para reclinar la cabeza, dejaron que sus ojos cansados reposasen. En ningún departamento quedaba luz; los pasajeros, para disminuir el aire que siempre entra por las rendijas de las ventanas, habían corrido todas las cortinillas. Únicamente algunos trasnochadores continuaban en el pasillo, a despecho del frío, fumando. Eran los díscolos, los insomnes, para quienes mi corredor simbolizaba la calle, que tanto amaban. Sin embargo, el sueño, poco a poco, les echaba de allí, y les restituía a sus butacas. A las diez de la noche todo descansaba dentro de mí, y aquella paz, aquella quietud en que estaban mis ideas —creo haber dicho que cada viajero era una idea para mí— me daba la prestancia de una gran conciencia tranquila. En los otros coches, la mayoría de los pasajeros descansaba también. Yo, presintiendo un viaje de aventuras folletinescas, me había equivocado; nuestros ladrones no tenían propósitos belicosos, y eran aburridos como policías…
Al cuarto de hora de salir de Miranda de Ebro, Doña Catástrofe me comunicó esta observación:
—Cardini ha mirado su reloj de pulsera, y luego sus ojos y los de Jacobo Dommiot han cruzado una pregunta. En la oscuridad yo he visto sus pupilas brillar ansiosas y fieras. Es evidente que ambos se interrogaban respecto a la ejecución perentoria de algo que tienen pactado. Estoy intranquilo.
Al mismo tiempo El Presumido nos trasmitía el siguiente aviso que El Tímido y El Misántropo le comunicaban: El bello Raúl había salido al pasillo para leer la hora en su reloj. Mauricio también miró su reloj… Este sincronismo de movimientos iguales, demostraba que aquellos cuatro hombres procedían movidos por una consigna.
Casi a la vez, Jacobo Dommiot y el italiano salieron al corredor. Doña Catástrofe, por momentos más empavorecido, iba relatándome, uno a uno, todos estos detalles. Ya no dudaba de que los facinerosos se disponían a acometer a los viajeros.
—Son pocos —interrumpí—, no creo que se atrevan…
—He ahí mi miedo —replicó el viejo vagón—, que no operen solos, sino en combinación con otros salteadores que hayan hecho lo necesario para descarrilarnos. ¡Nada más fácil…!
Las cábalas de mi compañero me llenaron de zozobra; yo no quería morir. Pregunté:
—¿Es muy peligroso descarrilar?
—Según: en unos parajes, sí; en otros, no. Yo he descarrilado nueve veces, y en una de ellas me destrocé la mitad de las ruedas.
—Pero el maquinista y el fogonero —repliqué— no cesan de otear el camino; son como vigías, y si advirtiesen algún peligro maniobrarían para parar.
—Sí, que maniobrarían… ¿Y qué…? Llevamos mucha marcha, la noche es oscura y el peligro puede atajarnos en una cuesta abajo… o en una curva… Si estos bandoleros, efectivamente, resolviesen descarrilarnos, ten la certidumbre de que habrán sabido elegir el sitio. Además, La Tirones frena mal.
De nuestros temores participaba todo el convoy, y los minutos empezaron a parecemos muy largos. Nos cruzamos con un mixto.
—¿Hay novedad en la vía? —le gritamos.
—¡No…! —repuso.
Cada vez que pasaba un tren repetíamos nuestra pregunta, y la contestación alentadora era siempre la misma: la vía estaba expedita; podíamos seguir.
No cejaba, sin embargo, mi inquietud; antes acrecía; la idea de desriscarme me mordía, me enfriaba; llegó a dolerme el cuerpo. Doña Catástrofe que, por haberme conocido niño, me quería y hasta me cuidaba con amor paternal, intentó serenarme.
—No tiembles, Cabal: de haber descarrilamiento, serán los vehículos delanteros los que se fastidien. Nosotros, por ir a la cola, vamos seguros; y, aun de los dos, el mejor situado eres tú.
Al filo de la media noche supimos que el bello Raúl había salido de su coche para reunirse con Mauricio en el corredor del Tímido. Al pasar junto al antiguo boxeador, murmuró:
—Vamos.
Los dos malhechores pasaron al otro vagón, y El Tímido suspiró liberado. Al verles seguir adelante, El Presumido empezó a susurrarle a Doña Catástrofe:
—Ahí van… ahí les tienes…
Y, todo el tren, que espiaba los prolegómenos del lance y se sentía a salvo, comenzó a burlarse de la mala suerte del anciano vagón. De ocurrir un asesinato, un incendio o un robo, había de ser en él, que tenía, como los pararrayos, la virtud de atraer la desgracia.
Cardini y Jacobo Dommiot, al ver llegar a sus compañeros, caminaron delante de ellos y les esperaron en el tránsito metálico que unía a Doña Catástrofe conmigo. Les oí hablar y mientras se acabildaban, aquellas cuatro cabezas de ojos fulgurantes, de rasgos duros, de labios finos, palpitantes y sin color, estaban casi juntas. Raúl, concisamente, repartía órdenes:
—Ya sabéis que yo defiendo la puerta.
Todos afirmaron.
—Tú —prosiguió el jefe dirigiéndose a Cardini— te quedas en el pasillo.
El italiano asintió.
—Y vosotros, procurad maniobrar aprisa.
Hablaba a Dommiot y a Mauricio, los dos hércules de la banda.
—Y si alguno se resiste —concluyó— le dais, un buen golpe. Conviene trabajar sin ruido. De las armas sólo debemos hacer uso en un caso muy extremo.
Dicho esto, todos penetraron en mí.
—¿Quién iba a creer, Cabal —musitó Doña Catástrofe— que la fiesta iba a ser en honor tuyo…?
El bello Raúl, armado de una Browning, quedóse custodiando el puente que me relacionaba con el vagón delantero. Sus tres camaradas avanzaron y Cardini, fiel a lo dispuesto por su jefe, permaneció en el pasillo y montó su pistola. Dommiot y Mauricio llegaron al fondo del tránsito, penetraron en el último compartimiento, dieron luz y, con bruscas sacudidas, despertaron a los durmientes. Jacobo Dommiot iba delante:
—Venga el dinero —decía—; ¡el dinero…! ¡pronto…! ¡el dinero…! No intenten ustedes defenderse ni gritar, porque les mataríamos. Somos muchos.
Se expresaba aplomadamente y en un castellano bastante limpio.
—¡Venga todo…! el dinero… los alfileres de corbata… los relojes… las sortijas…
Jacobo Dommiot era el verbo; a su lado Mauricio, los puños cerrados y en actitud de boxear, era la acción; tras ellos, Cardini, lívido y ágil, las apoyaba con la breve y certera elocuencia de su Browning. Los viajeros, paralizados por el terror de la sorpresa, se rindieron a discreción; ni siquiera los que iban armados pensaren en defenderse; el asalto había sido instantáneo y el deseo de vivir se impuso a todos: quién entregaba su cartera y cuanto dinero llevaba en los bolsillos; quién, con la prisa de quitarse pronto las sortijas, se arrancaba a túrdigas la piel…; mientras las manos cortas y velludas de Dommiot iban de un robado a otro infatigables, insaciables… y Mauricio, siempre recogido sobre sí mismo, miraba a todos, con ojos circulantes, dispuesto a golpear. La operación terminó prestamente y en silencio. Sin volver la espalda, Mauricio y Dommiot regresaron al pasillo.
—No intenten ustedes salir al corredor ni pedir auxilio —advirtió Dommiot— porque les asesinaríamos.
Dicho esto apagó la luz —como invitando a los desvalijados a reanudar su sueño— y cerró la puerta. Seguidamente y de la misma traza, siempre callados y ejecutivos, irrumpieron en el compartimiento inmediato, donde la escena anterior se repitió puntualmente. Sin aspavientos ni voces, en medio de un absoluto silencio, los infelices viajeros, agarrotados bajo las cadenas del pánico —no hay ligaduras que sujeten mejor— se dejaban robar. Los más animosos entregaban cuanto tenían; pero en algunos el terror era tan agudo, que no podían mover los brazos, y Jacobo Dommiot, por sus propias manos, tuvo que registrarles. En menos de tres o cuatro minutos, unas ocho carteras, otros tantos relojes y alfileres de corbata, y más de quince sortijas, pasaran al bolsillo del ladrón. ¡Hermosa redada…! Entretanto, Cardini y el bello Raúl se comunicaban constantemente con los ojos. Los de Raúl decía:
—¿Sucede algo?
Los del italiano:
—Nada: todo marcha bien.
Luego, a su vez, los ojos pequeños, pero espejeantes y habladores, de Cardini, interrogaban:
—¿Oyes pasos? ¿Viene alguien…?
Los del bello Raúl, que parecía tranquilo, replicaban:
—No…
Comprendí entonces por qué los astutos salteadores me eligieron para escenario de su hazaña, y admiré su pericia. Cualquiera de las unidades centrales del convoy se comunicaba, a la vez, con dos vehículos, y era más difícil de guardar que yo. En cambio yo, que no podía relacionarme con el coche-correo, iba medio aislado, y mis viajeros, para huir a otro vagón sólo podían hacerlo en una dirección y por una puerta; la misma que el bello Raúl defendería hasta la última bala.
El interés del drama crecía… crecía… y me embebía de modo que no podía responder palabra a lo que, sin interrupción y angustiosamente, mis compañeros me demandaban.
Al allanar el tercer departamento, y no bien Dommiot avivó las luces, una de las inglesas empezó a gritar; enloquecida procuró huir, pero Mauricio la asestó un puñetazo en la mandíbula que la derribó al suelo, sin conocimiento. Quedó atravesada en la puerta, la mitad del cuerpo en el pasillo; al caer el sombrero se la escapó de la cabeza, su pelo se esparció y Cardini, para sujetarla si por acaso volvía en sí, la puso un pie sobre los cabellos.
La otra inglesa parecía petrificada. Los demás viajeros también se mostraban inertes y dóciles.
—Las carteras, pronto… las sortijas… les alfileres de corbata… ¡no intenten ustedes resistir porque somos muchos! —repetía Dommiot.
Sin hacer caso de amenazas, el novillero, que había tenido tiempo de prevenirse, acometió al ladrón. Jacobo Dommiot le dio en medio del pecho un golpe maestro, pero el torerillo era duro y agarrándose a su enemigo le derribó sobre el diván; el cuello de Jacobo Dommiot se cubrió de sangre. Como por la disposición en que se hallaban, ni Cardini ni Mauricio podían favorecer a su compañero, limitáronse a vigilar a los restantes viajeros fijamente, amenazadoramente, como significándoles: Les aconsejamos no intervenir en la pelea; si permanecen ustedes neutrales, no les haremos daño. Todos parecieron comprender, pues nadie se movió ni gritó. Las puertas de los dos departamentos saqueados, continuaban cerradas: evidentemente la Browning del italiano tenía una fuerza persuasiva extraordinaria. Transcurrió un minuto. Los que luchaban seguían asidos y revueltos, buscando jadeantes el modo de estrangularse. Dommiot parecía llevar la parte mejor.
—Pero ¿no acabas con él? —murmuró Mauricio.
En este momento el novillero conseguía liberarse de los brazos que le oprimían, se irguió y dio un paso atrás. Tenía el mirar abrasador y en las pálidos labios un gesto homicida. Sacó un cuchillo y adelantó otra vez. Simultáneamente Mauricio y Dommiot le acometieron, y el boxeador recibió en un brazo una herida profunda. Los des bandidos comprendieron que urgía concluir el pleito, y retrocedieron hasta la puerta.
—Tira —ordenó uno de ellos en italiano.
Y Cardini disparó, y el novillero cayó muerto. El bello Raúl se había agarrado, con todas sus fuerzas, a uno de mis aparatos de alarma, y los frenos funcionaron. El desenlace de la recia tragedia se precipitaba. Raúl, furioso, increpó a Cardini:
—¿Por qué has tirado…? ¿No recomendé que no hicieseis ruido…?
El italiano, que continuaba pisando sobre los esparcidos cabellos de la inglesa, replicó fríamente:
—Si no le mato, no acabamos en toda la noche.
La detonación y el desapacible chirriar de los frenos despertaron al resto del pasaje. Una tras otra las puertas se abrían; varios viajeros se acercaron al pasillo. Raúl les gritó amenazándoles con su pistola:
—¡Atrás…! ¡Atrás…!
Y así les contuvo. Los cuatro bandidos se habían reunido en mi plataforma trasera, dispuestos a escapar apenas la marcha, por momentos más lenta, del convoy, lo permitiese. A lo largo del tren resonaban voces confusas, voces de zozobra; todos los vagones aparecían iluminados; el maquinista y el fogonero miraban hacia atrás, y el guardafrenos, desde su furgón de cola, hacía con un brasa extraños aspavientos.
Súbitamente las puertas de mis compartimientos volvieron a abrirse, y un grupo de viajeros armados salió al pasillo. La inglesa yacía desvanecida, en el corredor. Muchas voces gritaban:
—¡Ladrones…! ¡Socorro…!
Sonaron tiros, y varias balas me traspasaron; los pasajeros disparaban contra les fugitivos.
—¡Abajo —decía Raúl—, pronto…!
Cardini, el primero, saltó a la vía, dio algunos traspiés y cayó de rodillas; en seguida se levantó y echó a correr. Tras él escapó Dommiot, quien, menos afortunado, rodó por el suelo algunos metros, aunque sin lastimarse. Mientras Mauricio bajaba al estribo, el bello Raúl hizo fuego contra sus acosadores, y un viajero cayó herido; les demás retrocedieron, y el malhechor huyó. En la noche inmensa y negra, noche fría y sin estrellas las sombras de cuatro fugitivos se borraron casi inmediatamente…
El expreso se había detenido, y una muchedumbre ruidosa y asustada me invadió. Al verme, retrocedía espantada. Había motivos. Mi corredor, y más aún el departamento donde yacía el novillero, eran un lago de sangre.