Los vagones franceses, a fuerza de trasponer un día y otro nuestra frontera, acaban por chapurrear el castellano y aun el vascuence. A nosotros con su idioma, y por iguales razones, nos sucede lo propio.
Aquel anochecer, de los primeros de un mes de noviembre, los coches del expreso de París llegados a Irún, nos dieron una noticia inquietante.
—Estad prevenidos —dijeron— porque hoy traemos mala gente.
—¿Quiénes son? —indagamos.
—Cuatro bandidos de los más célebres.
—¿Sabe vuestra policía que venían a España?
—Nos parece que no.
Pedimos detalles.
—Todos visten bien y son jóvenes —respondieron nuestros cofrades traspirenaicos—; el mayor, probablemente, no habrá cumplido treinta años. Uno de ellos, apodado el bello Raúl, viene con nosotros desde París, y demuestra ser el jefe de la banda. Al segundo, que es italiano, le recogimos en Juvisy; antes de doctorarse en el crimen fue acróbata, y la más notable de sus hazañas no es la de haberse escapado del presidio de Toulón. Se llama Cardini. Sus otros dos compañeros, Jacobo Dommiot y Mauricio, nos esperaban en Burdeos. Han realizado el viaje en coches distintos, para mejor escapar inadvertidos; mas apenas traspusimos el Bidasoa y el convoy comenzó a disminuir su velocidad, todos, cumpliendo sin duda una consigna, saltaron a la vía.
El narrador concluyó:
—Por cierto que Cardini, el italiano, para distinguirse de sus compañeros, lo hizo dando una vuelta completa en el aire.
Entretanto los viajeros llegados de Francia iban tomando posesión de nuestros departamentos. Pasaban de cuarenta. ¿Irían entre ellos los cuatro facinerosos de que nos hablaban? Quisimos saber sus señas.
—El bello Raúl —nos respondieron— es el único que lleva bigote; tiene la color pálida, y sus facciones, a las que su remoquete alude, son de una notable perfección. Usa sombrero de fieltro blando. La anchura de su espalda dice su vigor extraordinario. Cojea un poquito, muy poco, al andar.
—¿Y Cardini…?
—El italiano es aceitunado, menudo, vibrante. Una vieja cicatriz le corta los labios, tan finos y sin color, que a su vez simulan otra cicatriz. Sus cómplices Mauricio, antiguo boxeador, y Dommiot, son de corta estatura también, y recios; verdaderos hércules. Jacobo Dommiot, especialmente, tiene bajo un cráneo casi microcéfalo un cuello de toro. Los tres visten gorras de viaje y trajes y gabanes oscuros, y están afeitados.
El tren francés se despidió deseándonos buena noche; regresaba a su país; y nosotros, a la hora señalada, partimos con rumbo a San Sebastián. Cierta inquietud folletinesca —trepidación de aventura— nos sacudía a todos. Unos a otros nos informábamos:
—¿Llevas contigo alguno de esos tipos, Presumido?
—No, afortunadamente. ¿Y tú, Misántropo?
—Tampoco.
Doña Catástrofe aseguró que llevaba a Cardini, pero en seguida rectificó: había confundido al italiano con un viajante catalán. Al cabo, y tras minuciosos cabildeos, dedujimos que los cuatro facinerosos se habrían quedado en Irún. ¿Con qué intenciones? Quizás para trasladarse a Madrid días después; o acaso en espera de cualquier barco de cabotaje que fuese a Santander o a Coruña. Esto último lo juzgamos más verosímil, porque ellos temían, probablemente, haber dejado huellas delatoras de su paso, y nada para borrar una pista como el mar.
Yo hubiese querido conocer a Jacobo Dommiot, el del cuello atorado; y a Mauricio, el boxeador; y a Cardini, el saltarín; y, más que a todos, al bello Raúl, cuya gallardía —si el remoquete que le señalaba era justo— debía de granjearle entre las mujeres tantas simpatías como su mismo oficio de bandido. Yo había visto muchos policías, pero nunca, a sabiendas, estuve cerca de un ladrón; conocía a los perseguidores, mas no a los perseguidos, y acaso por ser aquellos muchos y estos pocos, los segundos me atraían mejor. El policía —reflexionaba yo— tiene una importancia secundaria, un mérito adjetivo o derivado. No así el ladrón, pues si no hubiese ladrones no hubiera policías; al igual de las cerraduras, los policías se inventaron después de haberse cometido muchos robos. La celebridad de un policía procede del temible prestigio del facineroso a quien aprehendió, lo que demuestra cómo la notoriedad del uno es reflejo de la luz escandalosa con que el otro brilla. El ladrón representa lo substantivo: y como casi siempre es un producto de la injusticia colectiva, el público —aun en contra de sus intereses— en el teatro, lo mismo que en el cinematógrafo o en la novela, aplaude al ladrón.
Doña Catástrofe, que iba siguiendo mi monólogo, me atajó:
—Como tú opinas, Cabal, discurría yo de mozo; pero el ambiente en que nos movemos poco a poco me ha modificado el criterio. Lee los periódicos. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, en los Estados Unidos, no hallarás ningún bandolero analfabeto: esos célebres bandidos internacionales que asaltan bancos y desvalijan trenes, son hombres de imaginación extraordinaria, que escriben perfectamente y visten como gentlemen; que manejan toda clase de armas y conocen los deportes más rudos: la natación, la equitación y el boxeo; que entienden de química y saben preparar una bomba, y guiar un automóvil, y falsificar un cheque. Esos aventureros inverosímiles en quienes rivalizan la inventiva, el talento de organización y la audacia, y llevan en la memoria el horario de todos los rápidos, y los días de salida de todos los trasatlánticos, son folletinistas maravillosos que, con sus propios actos, que no con la pluma, escriben sus libros. En el extranjero, donde la ilustración y la buena alimentación han intensificado la vida, la carrera del crimen ha obtenido la categoría de vocación. Los que se dedican a él lo hacen conscientemente, razonadamente. Fíjate en lo que nos decían nuestros camaradas del expreso de París, respecto a esos cuatro malhechores que han traído: Cardini fue acróbata; Mauricio ha peleado en los rings; Jacobo Dommiot debe de tener también algún oficio; y del valimiento del bello Raúl no debemos dudar, pues ejerce jefatura sobre los otros. ¿Vas comprendiendo, Cabal…?
Yo le escuchaba complacido: parecíame que el viejo coche, que tanto había visto, tenía razón.
Doña Catástrofe continuó:
—Entre nosotros el bandolerismo acabó con Pernales: era un bandolerismo casi exclusivamente andaluz, un poco anarquista, un algo también quijotesco, que desposeía a los ricos en beneficio de los pobres, y andaba a caballo y vivía al aire libre. En el arte de robar con maña o por la fuerza, España —como en todo— se quedó rezagada. Nuestros ladrones son pobres diablos hambrientos, mal vestidos, que apenas saben escribir, ni conocen otra arma que el cuchillo rudimentario, y que se dedican a ladrones por necesidad. En el extranjero el bandolerismo lo ejercen los fuertes, los rebeldes, los perturbados por la utopía del inmediato reparto social; van a él por gusto, y esta vocación da a su ingrato oficio un toque novelesco. Robando creen verificar un derecho, y su convicción les infunde ante el fiscal una actitud de orgullo que luego las multitudes glosan admirativamente. En España no ha germinado todavía la atracción ácida del crimen: nuestro país produce pocos asesinos innatos; aquí únicamente cultivan el robo los vencidos de la vida, los sin-trabajo; y lo hacen avergonzados, como irían a pedir limosna; roban sin entusiasmo, pensando en que deben darles pan a sus hijos, y en que Dios, por esto mismo, les perdonará. Nuestros salteadores de caminos van cargados de escapularios, y antes de echar mano a la faca suelen persignarse. En esta tierra de santos, a la vez tan cruel y tan piadosa, entre el ladrón y el robado siempre hay una cruz…
Calló Doña Catástrofe porque íbamos a penetrar en un túnel, y El Tímido, que corría tras él, empezó a distraerle con aspavientos. Cuando salimos de la tierra, reanudó, con gran contentamiento mío, su disertación:
—Todo esto es causa de que en España el robo sea algo miserable, grotesco y sin la menor espiritualidad. La ignorancia y la nutrición insuficiente, acobarda a los hombres. Créeme, Cabal: una mala alimentación hace más por la tranquilidad pública que la Guardia Civil. Te referiré un episodio de que fui testigo. Hace muchos años, una mañana, a poco de salir de Madrid, el guardafrenos descubrió a un individuo que se había alebrado pecho abajo y cuan largo era sobre la techumbre del último furgón, creyendo que en aquella actitud nadie le vería. Debe de ser un ladrón —se dijo el guardafrenos—. Pudo mandar parar el tren, pero no quiso: era ágil y bravo, y pensó que, de aprehenderle por sí mismo, su hazaña podía valerle una recompensa. El bandido, al comprenderse descubierto, gateó hasta pasar al segundo coche. El guardafrenos, desde la garita del furgón de cola, le ordenó que se entregase. El interpelado no contestó; le miraba. Entonces el otro, temerariamente, porque en aquellos instantes el expreso adelantaba a mucha velocidad, salió de la garita y, arrastrándose, dirigióse hacia el fugitivo. Este pasó al coche próximo; el guardafrenos le seguía acortando la distancia que les separaba y gritándole furioso: ¡Ríndete…! ¡Ríndete…! Nosotros oíamos sus voces y atendíamos a las peripecias de la lucha con la emoción que puedes suponer. Llevábamos una marcha de más de ochenta kilómetros, y no comprendo cómo aquellos hambres no cayeron a la vía en el revuelo despedidor de alguna curva. Así, de vagón en vagón, recorrieron todo el convoy y llegaron a mí, que iba detrás del furgón de cabeza. El ladrón se sintió perdido, porque desde la máquina y por encima de la pirámide de carbón del ténder, el maquinista y el fogonero podían verle. Entonces, decidió resistir: tengo observado que, en los temperamentos inferiores, el heroísmo no suele ser cauto u oportuno, sino desesperación tardía, y por eso sucumben. El guardafrenos volvió a intimarle, con gran entereza, la rendición. Los des hombres se hallaban sentados —no les era posible mantenerse de pie— y a breve distancia uno de otro. El ladrón sacó un revólver y, siempre callado, apuntó a su enemigo. Lleno de temerario coraje, el guardafrenos siguió adelante; el otro oprimió el gatillo, y el tiro no salió; el guardafrenos avanzaba, buscando en el cuerpo a cuerpo su salvación. Por segunda vez el acosado apretó el gatillo inútilmente; el revólver no funcionaba. En aquel momento su enemigo conseguía asirle por las muñecas y, sin lucha, le desarmó. El ladrón se rindió a discreción, y en El Escorial fue entregado a la Guardia Civil. Pues yo sostengo que aquel pobre hombre animoso —si tú quieres—, pero escuálido, hambriento y sin otra arma que un revólver de baratillo, es un tipo representativo del bandolerismo nacional. ¿Tú crees que puede robarse en un expreso, con un arma así y subiéndose al techo de los vagones…? Eso no se le ocurre más que a un analfabeto. Para acometer esa aventura un ladrón extranjero hubiese comenzado por vestirse muy bien, instalarse en un coche-cama, y gastarse doscientas pesetas en una Browning; lances de tal naturaleza hay que realizarlos a lo gran señor; y luego a media noche, aprovechando el fragor de un túnel, asesinar al vigilante de guardia. ¡Así se empieza…!
Le interrumpí para decirle:
—Oyéndote, cualquiera creería que los ladrones te gustan.
—Me gusta —replicó Doña Catástrofe— que cada cual conozca y descuelle en su oficio: que un ingeniero, por ejemplo, sepa tender un puente; y que un maquinista sepa guiar su locomotora; y que un policía sepa rastrear un delito, y que un bandolero sepa robar… porque el progreso de una nación nace del esfuerzo de todos sus ciudadanos, así de los muy buenos como de los muy malos. ¿No comprendes que los muy malos sirven, precisamente, de excelente estímulo a los muy buenos? Desgraciadamente vivimos en un momento histórico de color gris, en que todos los honrados son un poquito ladrones, y viceversa. Cabal: Castilla fue grande, fue gloriosa; pero hogaño está usada, triste, y su llanura se les ha metido a los hombres en el corazón.
Dicho esto, Doña Catástrofe, taciturno y endolorido por el frío, no habló más.
Todo el convoy, envuelto en niebla y en humo, avanzaba silencioso, maquinalmente y medio dormido; rodaba como si supiese, de una manera subconsciente, que su obligación era seguir adelante; un fenómeno análogo a esos hechos que los psicólogos califican de memoria sensitiva, en virtud de la cual a un hombre los pies le llevan adonde él, una vez pensó ir; aunque, luego, durante el trayecto, pensase en otra cosa.
En Burgos subió a mi compartimiento delantero un fraile de la orden franciscana, y aunque iba descalzo y fuese su sayal de grosera estameña, sus cabellos blancos, su rostro aguileño, la lividez marfileña de su cabeza y la pulcritud de sus manos y de sus pies, cantaban bien alto su distinción. El único asiento vacío que quedaba, lo ocupó el religioso, quien hubo de advertir la hostilidad sorda con que sus compañeros de viaje, todos fatigados y soñolientos, le acogían. Flexible y mundano, nada dijo, sin embargo. A poco llegó el interventor. El fraile le preguntó:
—¿Queda alguna cama…?
—Casualmente en este mismo coche tiene usted una. ¿La quiere? Le cobraré el suplemento.
—Muy bien: ¿puedo pasar ahora…?
—Cuando usted guste.
El religioso, muy amablemente —acaso con una leve ironía—, saludó a los viajeros y salió al pasillo, y el interventor tras él. Al fondo del departamento, casi a oscuras, una voz displicente lanzó este comentario:
—Los hombres que hacen voto de pobreza y, como en elogio de la miseria, andan descalzos, no debían viajar en primera clase… ¡y, mucho menos, en sleeping…!
Hubo risas disimuladas; la reflexión era exacta; aquel individuo, brusco sin duda, que había hablado, tenía razón. Algunos viajeros levantaron la cabeza para mirarle, satisfechos de que alguien hubiese dicho lo que ellos —mejor educados, tal vez— no se atrevieron a decir. Las personas toscas o brutas suelen aventajar a las discretas en sinceridad.
El fraile, entretanto, había comenzado a desnudarse; una vez desembarazado de su hábito y de sus sandalias, se acostó. Realmente, la extremada pobreza de su figura desentonaba en aquel ambiente confortable, mullido, lujoso…
Y a mi memoria volvieron las reflexiones que, momentos antes, Doña Catástrofe me había hecho.
—He aquí un hombre —pensé— que es fraile… ¡y no sabe ser fraile…!