Empezaba el verano. Según mis cálculos, a mediados de junio debíamos de estar, porque noches antes, desde la atalaya del Puente de los Franceses, sobre el Manzanares, habíamos visto los farolillos de colores y escuchado las músicas de la histórica y muy celebrada verbena de San Antonio de la Florida.
La hora de partir se avecindaba y la escasez de viajeros nos anunciaba un viaje sosegado, esperanza que repartió por el convoy cierta alegría. En virtud de no recuerdo qué maniobrarla disposición de los vagones se modificó, y yo fui a parar a la cabeza del tren, a continuación del furgón delantero. Era la primera vez que me situaban tan a la vanguardia.
—¡Bien colocado vas, Cabal! —me gritó el compañero que había pasando a ocupar mi puesto.
—¿Por qué? —repuse.
—Porque ahí el polvo del camino te molestará menos, y el humo de la máquina, aún dentro de los túneles, pasará por encima de ti sin apenas tocarte.
—Más viejo eres que yo —repliqué— y motivos tendrás para hablar como lo haces: pero no me niegues que aquí las sacudidas de La Caliente han de sentirse más, y que, en caso de choque, la unidad más expuesta a morir soy yo.
Mi colocutor exclamó sentencioso:
—¿Y dónde viste tú que todas las circunstancias propicias, o todos los requisitos desfavorables anduviesen juntos? Repartidos están por el mundo en proporciones casi iguales, y así el arte de ser feliz consiste en acordarnos mucho de los buenos momentos, y de los males nada o muy poco. Todo está preestablecido, Cabal; la vida universal es una operación matemática, en la que nunca sobra ni falta un número. El libro del Destino es el único libro en donde todo está bien.
No contesté. Me sentía optimista y ágil. La tibieza de la temperatura invitaba a andar; más allá de la marquesina, hecha de hierro, cinc y cristal, de la estación, la vastedad cerúlea del cielo comenzaba a poblarse de estrellas. Era una de esas noches en que el aire huele a tierra mojada, a resinas y a flores; en que los conejos, enamorados de la luna, brincan, como duendes felices, al paso de los trenes, y las rocas, sobre las que el musgo pinta facciones monstruosas, parecen caretas…
Mis viajeros no llegarían a doce. Asomada a una ventanilla había una señora trigueña pechugona y nalguda, pero todavía esbelta, vestida con una falda azul y una blusa banca. Sus antebrazos mórbidos, adornados de pulseras tintineantes, intrigaban la curiosidad de los mirones. Su esposo se había detenido a alquilar almohadas para el viaje y comprar periódicos. Era un hombre de estatura razonable y bien vestido, aunque sin elegancia. Representaba treinta y cinco años, y tenía todo el aspecto de un honrado burgués, rico y sólido. También me interesó cierto caballero, ya cincuentón, de aspecto prócer, de ojos claros y decepcionados —ojos que habían visto mucho—, que iba y venía escénicamente por el andén. ¿Por qué me preocupó aquel tipo? Sólo una vez miró a la señora de las pulseras, y por ese mismo cuidado que me pareció poner en no mirarla, yo hubiese jurado que estaba allí por ella. La señora decía a su marido: —Sube, Adelardo, que ya nos vamos; han dado la salida…
Demostraba inquietud. Él subió a mí en el momento en que la locomotora, mansamente, arrancaba. Miré hacia atrás y me sorprendió no ver al caballero que minutos antes ocupó mi atención. Inmediatamente pregunté al compañero que me seguía:
—Oye, Misántropo: ¿va contigo un señor alto, de bigote canoso, vestido de gris… tipo cosmopolita… con los guantes de color amarillo metidos en la abertura del chaleco…?
—Ya sé quién dices —atajó el Misántropo—; viaja detrás de mí, en El Tímido. ¿Te interesa?
—Sí; porque creo que llevamos a bordo un marido engañado.
—¿Uno? —repitió—; ¡eres bondadoso! Si en cada tren no viajase más que un marido engañado, el Diablo no tendría qué hacer.
Don Adelardo y su cónyuge se habían sentado de espaldas a la máquina, y bajaron el cristal inmediato a ellos, lo que bastó a hacérmeles antipáticos, pues tengo horror al polvo. Si aborrezco el verano es porque todo el mundo viaja con las ventanillas abiertas. Oyéndoles hablar, comprendí en seguida que era él quien amaba y ella la que, misericordiosa, se dejaba querer. A cada instante, con solicitud un tanto empalagosa, él averiguaba: ¿Vas bien…? ¿Te molesta el aire…? ¿Quieres que te ponga la almohada detrás de la cabeza…?
Su inferioridad era evidente, Ella rehusaba con un gesto, mientras sus labios abultadillos permanecían cerrados en un mohín imperceptiblemente desdeñoso. Yo meditaba:
—Si crees conquistarla con tus atenciones, estás equivocado: el Amor no se entrega a la cortesía, ni al talento, ni a la hermosura, ni siquiera al cariño; el Amor no paga, no corresponde; se da…; no le pidamos por caridad, ni buena educación, ni cariño, al dios; el Amor es un delicioso rebelde que, en las tres cuartas partes de las ocasiones, no tiene razón de ser…
Ella preguntó, a la vez displicente y afectuosa:
—¿Compraste algún libro…? Porque, cuando te vayas, me aburriré…
Contuvo un bostezo, él exclamó:
—¡Ah, sí…! Toma: es lo único que he podido hallar.
La ofrecía un volumen encuadernado delicadamente. La señora de la blusa blanca y de la falda azul, miró a su esposo de una manera indefinible. Hubo en sus bellos ojos húmedos como un epigrama…
—¿No habrá aquí nada malo…?
El semblante del marido expresaba satisfacción; aquella pregunta acababa de colmarle de confianza. Por su frente sentí pasar esta idea: ¡Qué bien se vive al lado de una compañera así!…
—Creo que no —dijo—; el librero me aseguró que era una novela para señoras…
Este diálogo, aunque absurdo, no me sorprendió; lo absurdo es tan cotidiano, que lo de sentido común es lo que sorprende. Diferentes veces oí decir a mis huéspedes: Se trata de un espectáculo al que no puede usted llevar a su señora. O bien: Ese libro, de que usted habla, no es para señoras… No estoy muy cierto de la razón que acompaña a quienes así discurren: porque como los españoles, a la par que hacen cuanto pueden por mantener a sus esposas en la ignorancia más completa, las erigen en árbitros de lo que debe ser, sucede que la mentalidad y la moral nacionales están representadas por unos cuantos millones de mujeres que no saben leer… ¡o que, apenas comprenden lo que leen…! ¡Y así marcha el país…!
La esposa de don Adelardo había empezado a abrir el tomo con una horquilla, y leyó algunas páginas; luego, distraída, lo dejó en el asiento, se levantó para arreglarse el vestido y, al volver a sentarse, lo hizo sobre el libro, como para demostrar su confianza en aquella obra en la que no había pecado.
El matrimonio volvía de la segunda mesa cuando apareció el interventor. Don Adelardo le saludó amistosamente, y de las palabras que entre ambos se cruzaron, deduje que el marido manejaba negocios de riesgo y significación, y que viajaba mucho. Mientras picaba los billetes, el interventor exclamó:
—¿De modo que usted se apea en Medina?
—Desgraciadamente —replicó don Adelardo—: Carmen, mi señora, va a San Sebastián, donde tiene parientes; con ellos pasará el verano. Yo, me quedo en Medina para ir a Salamanca; mis socios están montando allí una fábrica.
A la una y minutos de la madrugada, hicimos alto en Medina del Campo. Usando de la soledad en que estaban, los dos esposos pudieron despedirse tiernamente. Ella le echó ambos brazos al cuello; él la tenía cogida por la cintura, y mientras la besaba en los labios la contemplaba anhelante, la respiraba, parecía bebérsela.
—Mañana, temprano, apenas llegues, telegrafíame —rogaba el marido.
—Lo haré así; ¡como siempre…!
—¡De no recibir tu telegrama, iría a buscarte!
—¿Estás loco…? Y tú, en cuanto regreses a Madrid, avísame.
Él balbuceaba, pálido, la voz enronquecida:
—Mi alma…
—Adiós —repetía la esposa—; adiós…
—¡Mi vida…!
—Ten cuidado; corre… que el tren se marcha.
Al cabo, tras un rudo esfuerzo que debió de hacerle daño en el corazón, él pudo arrancarse de los brazos sedeños, mórbidos, fragantes, que le enlazaban, y descendió al andén. Todavía volvieron a estrecharse las manos, hasta lastimárselas; y, de nuevo, florecieron en sus labios las frases acongojadoras de las despedidas:
—Te quiero; no me olvides…
—¿Cómo voy a olvidarte…? Adiós… adiós…
Por tres veces sonó una campana. La Tirones lanzó un silbido largo, y partimos.
Carmen, asomada a una ventanilla, movía su pañuelo y continuó agitándolo hasta después de haber perdido de vista al andén. Hecho esto se irguió, exhaló un suspiro de liberación y levantó el cristal. ¡Cuánto se lo agradecí…! En aquel instante, con una sonrisa triunfadora bajo el bigote rucio, detúvose ante la puerta del compartimiento el caballero del completo gris y de los ojos fatigados, que había inquietado mi maliciosa atención en la estación madrileña. Pero, ahora, me gustó más: era, en verdad, un hombre atrayente y de mundo.
—¡Carmen! —murmuró cruzando sus manos, de una gran distinción, con un gesto en el que, simultáneamente, había respeto y deseo.
Demostró la intención de instalarse a su lado. Ella, con un ademán, se lo impidió.
—Siéntate enfrente de mí —murmuró— y sé prudente; el inspector conoce a mi marido…
La escena era, al par, graciosa y amarga. Yo pensaba: Como nosotros, esta señora, para hacer el camino, también cambia de máquina…
Con lo mucho que hablaban no tardé en ponerme al tanto de quiénes eran y de la antigüedad de sus relaciones: él residía en la capital donostiarra, y había ido a Madrid para acompañar a su amante durante el viaje; todos los veranos hacía lo mismo. En cuanto a don Adelardo, apremiado siempre por graves responsabilidades comerciales, si alguna vez se excedió a ir con su mujer hasta Miranda de Ebro, fue para luego tomar la línea de Castejón a Zaragoza y Barcelona, donde tenía negocios. La firma de aquel hombre joven, simpático y buenazo, significaba un valor de varios millones.
¡Y, sin embargo —reflexionaba yo—, ella no le quiere…! El delito no era este, sin embargo, porque, dentro de la jaula formada con los barrotes de todos los prejuicios, de todos los juramentos y de todas las leyes, el pájaro azul de la ilusión canta victorioso, y no siempre queremos a quien debiéramos querer: el crimen de aquella mujer estaba en la traición. Decirle a su marido: No te amo; separémonos, hubiese sido un bello rasgo de voluntad, una nobleza: pero despedirle con besos y desde la ventanilla saludarle hasta perderle de vista, era una infamia. ¿Por qué preferiría a aquel hombre, menos rico, seguramente, que su marido, y que representaba doce o quince años más que él…? No lo sé, ni es fácil que nadie, ni aun los mismos interesados, establezcan la lógica de estos súbitos y dramáticos vientos del espíritu. Lo único cierto es que muchísimas mujeres, después de hallar el marido —y ante el desengaño del matrimonio— suelen aplicarse a buscar el Amor; y que como de este mismo mal se quejan los hombres, la poligamia —dentro o no de los Códigos— es mundial: sin otra diferencia que la de que las leyes de la poligamia oriental obliga a cada hombre a mantener a sus esposas; mientras en Occidente cada hombre cuida —in pártibus— de las mujeres ajenas.
Este lance, a pesar de su gravedad, es, desgraciadamente, tan frecuente, tan vulgar, que yo no hubiese hablado de él a no ser por la originalidad de cierto episodio, de sabor vodevilesco, con que se adorna.
El verano había muerto. Una noche, de las últimas de septiembre, al llegar a San Sebastián en dirección a Madrid, vi a Carmen, la señora de la falda azul y de la blusa blanca, y a su amante, que esperaban el expreso. Apenas este se detuvo, subieron a mí y, rapidísimamente, aprovechando una ocasión en que nadie les veía, cambiaron un beso; un buen beso fuerte y leal, cuyo calor me alcanzó. Ella partía sola; su marido la aguardaba en Venta de Baños. Al separarse, el amante entregó a su compañera una sortija.
—En recuerdo —murmuró— de estos tres meses. Dentro mandé cincelar algo muy nuestro. Procura que nadie la vea. Te la pondrás cuando volvamos a estar juntos.
Los ojos de la amada se iluminaron; brillaron de agradecimiento, de alegría infantil; acaso —¡oh, dolor!— hubo en ellos un poquito de codicia también…
Ya en su departamento, mientras rodábamos, Carmen examinó la sortija, que adornaban una esmeralda preciosa y un brillante, no muy crecido pero de luz extraordinaria. Nunca había visto otro ni más límpido ni mejor tallado. Sintió deseos de llorar, y sonrió; estaba hechizada; ¡oh, ella sabía tasar una joya…! Después —me parece que sin prisa—, dentro del aro de la sortija leyó: Una noche en el mar. La sentí pensar:
Sí, fue una bonita noche… Pero Juan no debió grabar nada en la sortija, porque, según está, no me atrevo a usarla. ¡Vaya una tontería…! Esto lo discurre un estudiante… ¡pero, no él…! ¡Egoísta…!; Sí; esto lo ha hecho por egoísmo, para que yo sólo pueda lucir la sortija cuando esté a su lado…
No había querido calzarse los guantes y disimuladamente, temerosa de que los viajeros notasen su alegría, se miraba las manos. Las dos piedras eran lindísimas, y a porfía el brillante y la esmeralda se disputaban su corazón. Continuó meditando: Lo mejor será borrar esa inscripción comprometedora. Yo le diré a Juan que temía que Adelardo la viese… ¡Es una buena idea! Juan no se enfadará…
El mucho precio y la belleza del obsequio la habían quitado el sueño, y hasta más allá de Miranda no empezó a advertir que la pesaban un poco los párpados. Suavemente iba adormilándose; sus compañeros de viaje habían extinguido mis luces. Volvió a despertarse, sin embargo: la, idea, tengo una sortija, la sacudía, y las dos gemas llenaban su cerebro de claridad. Burgos había quedado atrás cuando Carmen se levantó en busca del cuarto-tocador. No podía estarse quieta, y la perspectiva de abrazar muy pronto a su marido contribuía también a electrizar sus nervios. Al salir del Water-Closet, se cruzó en el tránsito con dos viajeros. Volvió a su departamento y procuró dormir; imposible; todas las actitudes la desagradaban. Procesiones de recuerdos, unos graves, otros pueriles, y todos desmadejados y fragmentarios, cruzaban su espíritu y lo orientaban hacia distintos rumbos: el verano había sido placentero; el otoño, en Madrid, lo pasaría bien… Pensó en sus amigas… Bostezó. La vida siempre es un poco triste; ella, en general, estaba triste; se aburría; entonces, a no ser por la sortija…
La señora de la blusa blanca se miró las manos, y sofocó un grito. En la oscuridad la vi enrojecer, palidecer… ¡Había perdido la sortija!
—¡La he olvidado en el lavabo! —bisbiseó.
Echó a correr, calenturienta, por el pasillo. Sus pies, calzados con zapatos de muy alto tacón, se doblaban a cada momento con mi trepidar, y su cuerpo carnoso chocaba, como ebrio, contra las paredes. En una curva, el ímpetu centrífugo la despidió hacia fuera con tal brío, que, a no haber allí un pasamanos de hierro, me rompe un cristal. El llanto asomaba a sus ojos cuando llegó al tocador; que estaba ocupado.
—¡Oh! —rugió desesperada.
Sus lágrimas, mal contenidas, corrieron. Esperó; pero, incapaz de atajar su impaciencia, a cada momento tamborileaba sobre la puerta con los nudillos. De súbito se reprimía, avergonzada; de súbito, también, volvía a llamar. Dentro, una voz exclamó, con acento extranjero:
—Calma… calma, por Dios: un poco de calma… que a este sitio nadie viene por gusto…
Abrióse la puerta y apareció una señora peliblanca, grave y flaca, con aspecto de institutriz inglesa. Carmen la detuvo.
—¿Ha visto usted una sortija?
—No, señora.
—Sí: una sortija…; lleva una esmeralda y un brillante…
Hablaba con imperio, como si acusase, y mirando a su interlocutora a los ojos. Esta hizo un ademán inocente:
—Acaso esté —dijo—; verdaderamente, yo no he mirado.
Y se marchó. Carmen registró el Water-Closet, examinó los rincones, arrastrando la fimbria de su falda por el suelo mojado y fétido; introdujo un dedo en el agujero de desagüe de la palangana; removió papeles… ¡La joya no estaba…! Salió al corredor tambaleándose, aturdida. ¿Quién pudo llevársela? Pensó en aquellos dos hombres con quienes se había cruzado cuando regresaba a su compartimiento. Pero ¿quiénes eran ni dónde buscarles, si no reparó en ellos…? Estaba febril.
—¿Qué hacer —repetía—, qué hacer…? ¡Ah, mi mala suerte…!
Acordóse del vigilante, que acaso sabría algo, y se precipitó en su busca. Lo halló tres vagones atrás, en El Misántropo. El vigilante nada había visto, pero prometió informarse; preguntaría…
—Que la sortija aparezca —dijo—, depende, como usted comprende bien, de la honradez de quien la haya encontrado.
—Yo creo —afirmó Carmen, a cuyo espíritu volvía la silueta de aquellos desconocidos que vio al salir del tocador— que la tiene un viajero de mi coche; o del coche que va delante del mío…
Esta idea se la inspiró la dirección, opuesta a la de la máquina, en que aquellos hombres caminaban. El vigilante ratificó su ofrecimiento de buscar, y ella tornó a su departamento. Los pies no la sostenían; iba rota…
Cuando el expreso entraba en la estación de Venta de Baños, Carmen, que iba acodada a una ventanilla, empezó, desde lejos, a saludar a su marido con un pañuelo. Antes de que el convoy se detuviese, ya don Adelardo había subido a mí y el matrimonio se abrazaba. Luego charlaron, interrogándose y contestándose ambos a la vez, mirándose a los ojos mientras se oprimían las manos.
Yo, entretanto, ponía a su conversación esta apostilla triste:
Él la quiere; y ella no de quiere, me consta; pero su cariño lo finge tan bien, que su mentira y la verdad del otro valen lo mismo…
Se habían sentado, y para no molestar a los otros viajeros procuraron dormir. De pronto, ella tembló convulsivamente; el marido inquirió:
—¿Qué tienes…?
Carmen repuso:
—Los nervios; no es nada.
Mentía: era que la posibilidad de que el vigilante la restituyese la sortija, la había flagelado como un latigazo. Yo debí decirle —pensó— que, de no dármela antes de llegar a Venta de Baños, se quedase con ella. Adelardo va a verla. ¿Cómo no preví esto…? ¡Soy una bruta…!
Se apoderó de ella un miedo insensato; tenía los ojos hundidos y febriles. Su marido llegó a inquietarse.
Empezaba a clarear cuando apareció el vigilante.
—Señora, aquí está su sortija; la tenía un viajero del coche que corre delante.
Carmen, inesperadamente, con unas fuerzas que sacó no sabía de dónde, repuso:
—Esa sortija no es mía.
Al vigilante, la sorpresa le desquijaró la boca; quedóse idiotizado. Don Adelardo, maquinalmente, había cogido la joya; miró a su mujer:
—¿Es tuya?
—No.
El esposo leyó la inscripción: Una noche en el mar; examinó las piedras.
—¡Es bonita! —murmuró dirigiéndose a su consorte en voz muy baja—; bonita y buena; lo menos cinco mil pesetas habrá costado…
En su corazón la codicia había encendido su lámpara amarilla. Tranquilamente, sin embargo, devolvió al vigilante la sortija, diciéndole:
—No es nuestra.
El vigilante trató de insistir, pero vacilaba, aturdido: hasta llegó a pensar que la señora de la blusa blanca y de la falda azul que tenía delante, no era la misma con quien momentos antes estuvo hablando: ¿O las sortijas extraviadas serán dos? —pensó—. Desconcertado y receloso, pero vencido, pues no comprendía que nadie, caprichosamente, renunciase a lo suyo, tartamudeó algunas palabras de exculpación y se marchó.
—Te ha confundido con otra viajera —comentó don Adelardo.
—¡Sin duda…!
Empezaba a serenarse, y el buen color de las conciencias limpias volvía a su semblante. El esposo continuó:
—¡La sortija me gusta…! Es distinguida. Si su dueña se hubiese quedado en Miranda, o en Burgos, o en Venta de Baños… lo que nada tendría de particular, yo trataría de comprársela al vigilante. ¿Quieres…? La inscripción que lleva, se quita…
Ella asintió feliz, y él agregó, recreándose en redondear bien su pensamiento:
—O no se quita… Sustituimos la palabra mar, por la de tren, y la inscripción pasa a ser nuestra: Una noche en el tren.
La esposa aprobó: el marido continuaba la obra del amante, y así la sortija, y lo que en ella se decía, pertenecía por igual a los dos. Tenía unos deseos furiosos de reír: como en las comedias, todo se desenlazaba plácidamente. Ya cerca de Madrid, don Adelardo buscó al vigilante y le ofreció quinientas pesetas por la sortija.
—Mi señora —explicó— se ha enamorado de ella.
El empleado aceptó el trato; acababa de acercarse un poco a la verdad: él no descifraba bien el misterio de aquella joya, pero estaba cierto de que pertenecía a la viajera de la falda azul.
Así terminó la aventura, y supongo que don Adelardo y su mujer continuarán dichosos.
De todo esto hablé mucho con mis camaradas. Yo estaba indignado: mi juventud se revolvía contra tanta falsía, contra la suciedad de tanto perjurio. El convoy reía: le divertía mi buena fe.
—De cosas peores —insistía El Presumido— ha sido testigo cualquiera de nosotros.
Hasta que Doña Catástrofe me pacificó con estas palabras sentenciosas:
—Reflexiona, Cabal: si de la vida suprimes la traición, ¿qué dejarás de ella…?