Pronto hará seis años que recorro, casi a diario, la ruta Madrid-Hendaya, y a pesar de hallarme todavía adolescente, he corregido mucho aquel concepto pintoresco que, allá en los comienzos de mi oficio, me formé de la vida. Desde luego, al sentirme colocada inflexiblemente entre un vagón que me impele —y que, a su vez, es empujado— y otro vagón que me arrastra —porque a él también lo arrastran— he perdido la fe, tan bella, que tuve en el libre albedrío. ¡Hermosa y engañosa quimera…! Quien, por primera vez, habló de ti, ¿no comprendió que todo marcha concatenado; no vio que el hombre, la oruga, la estrella, son eslabones de una cadena, unidades del universal convoy…?
Convencido estoy de que todos los seres, así los de hábitos sedentarios, como los de existencia errática, viven lo mismo, poco más o menos: porque viajar no es sólo desplazarse físicamente, sino también aspirar, soñar, pues más que nuestro cuerpo es nuestra alma la que peregrina; de donde despréndese que muchos seres, sin moverse de su sitio, andan por todas partes, según a los astrónomos y a los artistas les sucede; y otros, aun estando en perpetuo movimiento, apenas se mueven, porque van y vienen con las lámparas del entendimiento apagadas. Lo cual demuestra, una vez más, que fuera de nosotros no queda nada, o queda muy poco.
Mi mocedad, sin embargo, se impone al monorritmo de las sensaciones: todavía me interesan los discos que avisan la contingencia peligrosa de las estaciones y de los cruces; el diferente modo de silbar de las locomotoras; la gracia con que la vía férrea contornea los montes; la febril comenzón de correr, de llegar, que nos inspira la llanura; para nosotros un camino recto es como una estocada dada al horizonte: y, por encima de todo esto, la poesía alucinante, el embrujamiento folletinesco, de la niebla —la divina musa de los ojos cerrados— que en la tierra, como sobre el mar, cada dos pasos levanta ante nosotros la alquitarada angustia de una indecisión…
Continúo al servicio de La Caliente, de La Tirones y de La Recelosa; las quiero, y mis camaradas tanto o más que yo. Muéstranse fuertes, abnegadas, trabajadoras; sin ellas, nosotros valdríamos muy poco: nos falta la iniciativa, la decisión: por lo mismo, cuando en alguna estación del tránsito la locomotora nos deja para irse a realizar alguna maniobra, el convoy, solo y sin guía, experimenta la emoción de aislamiento de la mujer abandonada por su amante en un camino.
—Yo —suele decirme Doña Catástrofe— necesito saber que tenemos máquina; sentirla; su nombre no me importa. Soy como esas viudas que, con tal de no estar solas, se casan con cualquiera.
Doña Catástrofe y El Misántropo son los eruditos de la Compañía: por ellos supe las regias aventuras que dieron celebridad a la isla de Los Faisanes; y que Legazpi, el conquistador del archipiélago Filipino, nació en Zumárraga; y que Arévalo y Olmedo fueron, en los siglos medievales, las llaves de Castilla…
Las pláticas de El Presumido que, a fuer de viejo, había elevado el modo de narrar anécdotas a la categoría de arte, tenían un cautivador interés pintoresco. El Presumido era uno de los primeros coches de corredor que llegaron a España.
—¡Si ustedes hubiesen conocido aquellos tiempos! —decía—; las locomotoras caminaban a paso de jumento, y los trenes descarrilaban o chocaban cada veinticuatro horas. Yo me desesperaba. En una ocasión viajó conmigo un señor ministro… o senador —no recuerdo bien— a quien todos sus amigos llamaban familiarmente don José. Salimos de Madrid y poco antes de llegar a Segovia don José, que fumaba asomado a una ventanilla, saludó a un señor —que luego supe le administraba varias haciendas— y que había ido a esperarle a caballo en un paso a nivel. A la salutación del prohombre correspondió el jinete descubriéndose con urbana reverencia, hecho lo cual reguló el andar de su cabalgadura a la marcha del tren.
—¿Cómo van las cementeras? —indagaba don José.
Su colocutor contestaba:
—Da gozo verlas: si sigue lloviendo lo justo, como hasta aquí, tendremos buena cosecha.
—¿Y la langosta?
—No se ha presentado todavía, ni quiera Dios…
Así continuaron durante media hora, preguntando el uno y el otro respondiendo, hasta que, agotado el diálogo, el rústico exclamó:
—Bueno, don José: deme licencia para marcharme, porque la noche se nos viene encima y yo llevo prisa. Y quitándose el sombrero y metiéndole las espuelas al caballo, salió delante.
También contaba que en Dueñas no existen mendigos, porque en la vieja ciudad donde Isabel la Católica y Fernando de Aragón se vieron por primera vez, se practica la tradición de que nadie, que no sea propietario de un burro, pueda casarse…
Con estas y otras historias de humor regocijado, El Presumido —notable embustero— solía edulcorarnos la monotonía de la ruta.
En general, nuestro oficio es aburrido porque las personas que van y vienen con nosotros lo son; nuestro tedio, reflejo exacto es del suyo; de sus bostezos, está hecho nuestro fastidio. Comparemos un vagón vacío a un cerebro: en tal caso, yo considero que cada persona que entra en mí es una idea; y la serie de personas que acojo en cada viaje, desde la estación arrancadero a la estación terminal, como la lectura de un libro lleno de tipos, lleno de ideas… Pero, insisto: si todas estas ideas son grises, son vulgares, ¿qué habrá conseguido con ellas mi espíritu si no es hacerse gris e impregnarse de vulgaridad…? Por dicha —si bien muy de tarde en tarde— los diablillos de lo Trágico o de lo Grotesco, nos salen al camino, y con algunas gotas del sabroso licor de lo inesperado, nos animan a creer que la originalidad no se ha ido del mundo.
Aquella noche dejamos Madrid bajo un terrible nevazo. En Ávila nevaba aún con mayor ahínco; la Sierra de este nombre, la de Malagón y la Paramera, habían perdido sus perfiles y simulaban una inmensa llanura. Un silencio nuevo, el hondísimo silencio de las cordilleras, nos rodeaba. Llevábamos retraso, a pesar de tener doble tracción. En La Cañada, que señala el punto más elevado de la línea, La Caliente había patinado como nunca, y el frío era tan intenso que la luz roja del furgón da cola se apagó dos veces. Doña Catástrofe rezongaba maldiciones detrás de mí. Todos íbamos callados, enteleridos, y este descaecimiento nos dictaba ideas lúgubres.
En Ávila, La Caliente —que apenas había hecho justicia a su nombre— se marchó, y el convoy quedó solo. En una vía lateral vi una máquina-piloto que —no me explico el olvido— había quedado a la intemperie. Su aspecto me entristeció: apagada, indefensa, en medio ele la nieve, me pareció un viejo corazón detenido por la edad en las nieves, incalculablemente frías, de la experiencia y de los recuerdos. Alguna vez —pensé— estaré yo así. Y suspiré. ¡Es curioso! Muchas veces nuestro amor al prójimo no pasa de ser una compasión anticipada hacia nosotros mismos…
La Tirones tardaba; según oí decir a unos hombres, no tenía aún la presión necesaria debido a la temperatura, demasiado baja Doña Catástrofe renegaba.
—Como esa tarde mucho en venir —aludía a la máquina— voy a quedarme helado.
Al fin La Tirones se enganchó a nosotros, y, con cerca de una hora de atraso, partimos. La locomotora patinaba y parecía frenar peor que nunca.
—Esta maldita —meditaba yo— va a hacernos pasar esta noche un mal rato.
A cada momento, sin razón aparente, aceleraba su andar, o lo disminuía, por lo que los vagones nos entrechocábamos rudamente.
—La Tirones ha bebido y está borracha —decía El Presumido.
¡Calumnias! Poco a poco fue serenándose y nuestra marcha volvió a ser normal. Contemplado a vista de pájaro el tren, con sus techumbres blancas, debía de parecer un enorme ofidio arrastrándose bajo la nieve. Corríamos bien. Desde Ávila a Sanchidrián ganamos cuatro minutos. El terreno se tranquilizaba, y cuando divisamos la fortaleza de Arévalo, a la que una crueldad de don Pedro de Castilla hizo famosa, sentimos que La Tirones, hasta entonces insegura, acababa de hacerse dueña del tren. Una tranquilidad, que pronto fue sueño y sopor, nos invadió. Durante largo rato todos corrimos acompasadamente, callados, medio dormidos…
Más allá de Viana y minutos antes de cruzar el Duero, la locomotora comenzó a silbar de un modo que nos despabiló a todos: silbaba, sin interrupción, con esos silbidos cortos que son señal de peligro inminente.
—¿Qué sucede? —nos interrogábamos unos a otros.
La circunstancia de haber vía doble, alejaba de nuestros espíritus el recelo de un choque. No obstante, algo anormal debía de ocurrir. El camino era casi recto y el ténder, cargado de carbón, nos impedía mirar hacia adelante. Nuestra angustia crecía; a pesar del frío intensísimo, algunos viajeros empavorecidos se asomaron a las ventanillas. Todos se preguntaban:
—¿Por qué grita la máquina así?
El ténder se lo dijo al furgón de cabeza:
—Un hombre acaba de arrojarse a la vía.
Y la noticia recorrió, con eléctrica celeridad, el convoy.
Tras un breve intervalo de silencio La Tirones, con dos silbidos, cortos y seguidos, mandó apretar los frenos, orden que cumplimentaron con celosa diligencia el jefe de tren y el guardafrenos que ocupaba el último furgón. Pero esta buena voluntad unánime llegó tarde, La Tirones acababa de alcanzar al suicida, y el expreso se estremeció con miedo, con asco. Todos nosotros hubiéramos querido, para no mancharse las ruedas de sangre, saltar por encima del cadáver. ¡No era posible…! Y como los coches, al mismo tiempo que pasaban sobre el cuerpo, lo movían, cada vagón produjo en el muerto una nueva y espantosa mutilación. La Tirones le partió el pecho y los pies; las entrañas se escaparon y el corazón cayó, precisamente, sobre uno de los rieles, ante las ruedas del Presumido; yo le trituré el cráneo, y el chasquido de sus huesos lo oigo aún; mis otros compañeros le desmenuzaron en incontables pedazos la columna vertebral, las clavículas, las piernas, los brazos… Cuando entramos en el puente, todos llevábamos en nuestros herrajes sangre, sesos, jirones de carne, y todos nos sentíamos un poco asesinos. El convoy siguió: detrás, ya lejos, entre los dos rieles, el cuerpo torturado, apisonado, plegado, gelatinoso, revuelto con la tierra y la nieve, componía un montón amorfo, medio rojo, medio blanco…
Durante todo el viaje el recuerdo de la terrible escena me acongojó. El cadáver era el de un individuo como de treinta años, afeitado, vestido de obrero. Yo le vi… le vi bien, cuando, con mi primera rueda de la izquierda, le aplasté la cabeza; para mayor horror sus ojos, aunque muertos, parecían mirarme: los tenía desorbitados, eran azules y había en cada uno de ellos un cuajaron de sangre. ¿Pero, era cierto que yo hubiese aplastado el cráneo de aquel hombre…? Deseaba demostrarme lo contrario, y no podía. ¡Sí! Su cabeza crujió bajo mi peso enorme; yo la sentí ceder, abrirse, como una granada; mis ruedas, rompiendo aquella frente, habían apagado una luz.
Un fiero remordimiento me invadió; mi tablazón, siempre tan resignada, tan silenciosa, empezó a gemir. Sospechando lo que me sucedía, Doña Catástrofe trató de aliviarme.
—¡No te apures, Cabal! —exclamó—; ¿qué culpa tenemos de lo sucedido? Si ese hombre quiso matarse, allá él con su gusto. ¡Bah…! Esto no ha sido nada; por los caminos suceden lances peores; alíviate considerando que no ha de ser esta la única vez que te manches de sangre.
Las reflexiones afectuosas, pero triviales, de mi camarada, no podían consolarme; cuando llegué a Hendaya me sentía enfermo, y la idea de que, veinticuatro horas más tarde, repasaría por el mismo lugar donde ocurrió el suicidio, agravaba mi malestar. A poder, hubiese pedido a los empleados del tren que me sacasen del convoy, para reposarme unos días.
Entretanto nevaba… nevaba… como yo no he visto nevar nunca. Las gibas pirenaicas, los árboles, las casas, el puente internacional, todo había desaparecido bajo el mismo sudario blanco. La tierra, el cielo, el mar, se perdían en la melancolía del mismo color.
A media mañana, La Recelosa nos volvió a la Noble y Leal, muy Benemérita y Generosa Villa de Irún, donde debíamos descansar ocho o nueve horas. El expreso, como siempre, quedó solo, frío. Nuestro horizonte era reducidísimo; el monte San Marcial y los perfiles de Fuenterrabía se escondieron en la niebla. Todo era muerto, todo era blanco…
Según había oído decir, el color del luto cambia según los pueblos: para los chinos, el color de la pena y de la muerte, es el amarillo; para los árabes, el violeta; para los europeos, el negro.
Yo pensé: ¡El negro…! ¿Y por qué no el blanco?…
La blancura ejemplar es la de la nieve, y la nieve es la muerte. A pesar de lo dictado polla costumbre, afirmo que lo blanco se halla más cerca del color que lo negro, y así, un entierro, bajo la oscuridad de la noche, parece menos triste que rodeado de la luz de la mañana, sobre un campo nevado.
Hay una oposición evidente entre el luto europeo y la psicología de los colores. El negro, que absorbe, codicioso, las siete mudanzas del espectro solar, es caliente: es el color del carbón, del hierro, de los cabellos juveniles. El mantillo, la tierra mejor, la más ardiente, la más fecunda, es negra. En África —aseguran— como en el Brasil, la naturaleza es tan vigorosa, tan abundante la germinación de sus savias genésicas, que oscurece el verde de los árboles. La raza más violenta, la más llena de instintos, es la negra. Shakespeare no comprendió que Otello tuviese los ojos azulas.
Pero la nieve es la verdadera hermana de la muerte, y, de consiguiente, su símbolo más exacto. La frialdad de los cadáveres, esa frialdad penetrante, indescriptible, que nunca olvida quien la sintió, sólo a la frigidez agudísima de la nieve es comparable. También las mejillas muertas, las mejillas sin sangre, tienen color de nieve.
La quietud llama a la muerte, y la nieve es quietud. El sol deshace pronto a les cadáveres: los pudre, los llena de gusanos y, reducidos a polvo, los vuelve al torrente de la vida universal. La nieve, en cambio, adora a los muertos y durante años respeta su forma y hasta el último gesto de su agonía. A los pastores que en una noche de invierno equivocaron el camino y cayeron por un tajo, la nieve les recibió en su colchón de vellones blanquísimos les cubrió, se adhirió bien a sus miembros, inmovilizó blandamente sus corazones, cerró sus párpados y dio a sus labios una expresión risueña. Dos, tres, cinco meses más tarde, cuando la primavera comenzó el deshielo y la voz de los torrentes resurgió gruñidora del fondo de los cauces, los cadáveres sonreían aún…
Semejante a la muerte, la nieve lo iguala todo: sus copos borran los linderos, y suavemente levantan el fondo de los abismos a la altura de las montañas. La nieve no consiente desigualdades, ni tolera preeminencias. Con ella cielo y tierra se esfuman en la inmensidad del mismo abrazo blanco. Es la gran justiciera. En invierno, hasta las cordilleras adquieren aspecto de llanura. Bajo su sudario todo calla, inmóvil: detiénese la savia en los troncos, hacen alto las aguas de los arroyos, conviértense los lagos en espejos. No hay vientos, ni colores: una especie de humareda yerta invade el espacio.
La nieve también es el silencio.
Bajo ella los campos, los andenes, los pueblos, pierden su voz. Diríase que una losa tumbal los cubre: nadie sale de su casa; las carreteras están desiertas; cesan los pregones; los tranvías, los vehículos, ruedan despacio; sobre el tapiz armiñado que cubre las calles, los transeúntes caminan sin ruido. Tal que un aroma funerario, una evaporación de paz asciende de la tierra. Las ciudades cobran perfiles de camposanto: de noche, bajo el lívido claror astral, los tejados rectangulares, blancos, oblicuos, parecen lápidas.
La nieve, manto esplendoroso del invierno; la nieve, enemiga de los vagabundos que limosnean de pueblo en pueblo; la nieve, que exaspera la voracidad de los lobos y los precipita sobre el vagabundo, es la muerte. Por eso debía ser el emblema del luto. La naturaleza lo quiere así. Cuando el sol se apague, la tierra, convertida en inmenso panteón, se cubrirá de nieve. Callarán los volcanes, dormirán los vientos y las olas, por primera vez, estarán en reposo. Se helará el mar. Todo quieto, todo frío, todo blanco…
A este punto llegaba de mis melancólicas elucubraciones, cuando el golpe seco, impaciente, que La Recelosa, ya dispuesta a partir, asestó al convoy, me reintegró a la realidad. Nuestras luces se encendieron y con el calor que la máquina nos enviaba fuimos recobrándonos: El Misántropo, El Tímido, El Presumido, los Hermanos Sommier, Doña Catástrofe, todos volvíamos a encontrar nuestro buen humor. El coche-comedor llamaba la atención con su alegría de festín: cristalería reluciente, manteles limpios, camareros de frac…
A la hora reglamentaria partimos, en busca de los seiscientos y tantos kilómetros que nos separaban de Madrid; y el desfile mareante de estaciones comenzó. Rentería, Pasajes, San Sebastián, Hernani, Urnieta, Andoain, Villabona, Tolosa, Alegría, Legorreta, Villafranca, Beasain, Ormáiztegui…
Después de El Pinar, alguien preguntó, inquieto:
—¿Os acordáis?
—Sí, sí —respondimos todos.
Sentíamos un recelo, una repugnancia, a pasar por el sitio trágico. No tardaríamos ni dos minutos en llegar. Apenas salirnos del puente tendido sobre el Duero, La Tirones comenzó a silbar. ¿Por qué…? ¿Quería decirnos algo, o su grito era un saludo que, piadosa, dirigía al muerto…?
De pronto, casi a la vez, exclamamos:
—¡Aquí fue…!
Y el expreso, todo él, instintivamente, experimentó una sacudida que despertó a los viajeros.