VI

Los viajeros hablan frecuentemente, unos con otros, de lo que se han divertido en el teatro. No sé, fijamente, lo que es un teatro, ni lo sabré nunca: pero de cuanto he oído colijo que no me hace falta, pues yo mismo soy un teatro; porque toda la vida social es farsa, y dondequiera que haya dos hombres, o un hombre y una mujer, o dos mujeres, habrá un escenario.

Mediaba el mes de septiembre, el verano había sido lluvioso y frescachón, y la dispersión de bañistas empezó temprano. En San Sebastián habían subido a mí el dramaturgo Ricardo Méndez-Castillo y una tonadillera, muy célebre entonces, llamada Conchita la Bruja. Vivían juntos desde hacía tiempo; yo les conocía por haberles transportado diferentes veces, y tanto ella, por graciosa y por linda, como él, por ocurrente y endiablado, me eran muy agradables. Les veía casi todos los años varias veces; ora en Madrid, o en Medina del Campo, esperando algún tren, o en Venta de Baños, cuando iban a Galicia, o en Miranda, porque sus asuntos teatrales les obligaban a desplazarse mucho. Cuando subían a mi convoy, antes de instalarse recorrían todos los vagones, buscando lugar a su gusto, y al cabo se quedaban conmigo. ¿Por qué? ¿Me reconocían acaso…? No, seguramente. Era porque yo, sin que ellos se percatasen, magnéticamente les atraía. Los hombres suelen decir: Yo tengo la costumbre de ir a tal o cual sitio. Y creen que la costumbre es una inclinación subconsciente de su espíritu que, arbitrariamente, les lleva a la realización de ciertos actos. No hay tal: la costumbre no nace en el hombre; la costumbre es una acción que le llega de fuera; es la captivación que ejercen sobre él los objetos —paredes, muebles, árboles— entre quienes vivió unas horas y a los que fue simpático. Una costumbre —señores psicólogos— no es más que la simpatía que el hombre deja en las cosas…

Sucedió, pues, que, como siempre, llamados sigilosamente por mí, Ricardo Méndez-Castillo y Conchita la Bruja, se instalaron en mí. Tras ellos subieron al mismo compartimiento una muchacha, bastante bonita y vestida modestamente, y un joven al que una frondosa guedeja negra, una chalina y un traje de pana con bolsillos de fuelle, daban un clásico perfil de artista montmartrés. Apenas sentados, pusiéronse a platicar en francés y con exaltación: felices de hallarse juntos, reían, se decían palabras al oído, se apretaban las manos…

Conchita la Bruja, que, como todas las solteras, concedía al matrimonio mucha importancia, quiso saber la opinión del dramaturgo:

—¿Tú les crees, —dijo— marido y mujer?

Sin vacilar, Ricardo repuso:

—Me parece que no.

A pesar de esta afirmación categórica, ella vacilaba; en su cerebro pueril, la indumentaria sencilla y el matrimonio, eran ideas similares. Para Conchita la Bruja, ser casada o ser virtuosa era algo así como andar sin corsé…

Con esta curiosidad, que sin razón la obsesionaba, la tonadillera no apartaba sus negros ojos de sus compañeros de viaje. Advirtió que representaban igual edad: este descubrimiento y su inclinación —muy frecuente entre mujeres descalificadas— a creer que fuera de la legalidad el amor no existe, la animaron a decir:

—Pues… yo te aseguro que esta muchacha es casada.

—Si lo es —interrumpió Ricardo, que no tenía ganas de charlar— lo estará con otro.

Conchita la Bruja se echó a reír. Cuando ella y Méndez-Castillo volvieron de cenar, hallaron que en su compartimiento no había otra claridad que la muy exigua que llegaba del tránsito. La otra pareja no había ido al coche-comedor: acaso porque no anduviesen sobrados de dinero; quizás porque evitasen ser vistos. Conchita y Ricardo se alargaron en el asiento, el uno cerca del otro, dispuestos a dormir. Entretanto el galán del completo de pana y su compañera, insomnes, se despicaban. Para estar más juntos, ella, ladeando un poco el cuerpo, colocó ambas piernas sobre las rodillas de él. Creyendo a Ricardo y a Conchita dormidos, se besaban vorazmente; llegaron a cambiar más besos que palabras. Conchita la Bruja les observaba a través de la celosía que, entre sus párpados medio cerrados, tejían sus pestañas de ébano. Parecióle que sus espiados, a pesar del fervoroso cariño que se demostraban, discutían algo: él proponía, rogaba, insistía. Ella, cuyas pupilas tenían un brillo sensual, rehusaba. Él porfiaba con tenacidad abrumadora:

—Sí, sí… ¡Un momento…! Sí… Ella… —No me atrevo; calla… Serénate…

Hablaban bebiéndose los alientos, sin apenas mover los labios; como en éxtasis. Ya de madrugada él salió al tránsito, llegó hasta un departamento que iba vacío; volvió: sus ojos fulguraban felinamente.

—Ven —murmuró desde la puerta.

Ella hizo un ademán negativo, en el que había angustia. Comprendíase que su decisión de resistir se agotaba. Él prosiguió, en voz imperceptible, casi con el aliento:

—No tengas miedo… no hay nadie…

Ella:

—No me atrevo…

Tenía las manos frías, y estaba tan agitada que yo la sentía temblar en su asiento. Él suplicaba, incansable, la voz turbia:

—Ven… ven…

La solicitada, lívida, los labios entreabiertos, rehusaba con la cabeza, y la penumbra infundía a su rostro una hermosura mística, fuerte, casi dramática; una bella expresión alucinante y fantasmal. Aunque agotado por el deseo, él aún pudo balbucir:

—Ven… Julieta… ¡en nombre de lo que nos hemos amado…! Julieta…

Estas palabras fueron victoriosas. La mujer se levantó, de puntillas, y salió al pasillo. Cogidos del brazo se marcharon.

Méndez-Castillo, que entre sueños había oído todo el diálogo, se incorporó.

—¡Gracias a Dios! —exclamó entre festivo y malhumorado— que el joven de la chalina llevó adelante su gusto: así, cuando vuelvan, no tendrán de qué hablar y nos dejarán tranquilos.

Con un azote despertó a Conchita la Bruja, que dormía:

—¿Ves…?

Ella abrió los ojos, asustada, buscando a los ausentes:

—¿Se han ido…?

—Sí —replicó el dramaturgo—; pero volverán. ¿Te convences ahora de que se quieren demasiado para ser matrimonio…?

A la mañana siguiente, al llegar a El Escorial, el joven del traje de pana y de la melena abundosa, se despidió de su compañera con un abrazo y un beso, algo ceremoniosos, saludó a Méndez-Castillo y a Conchita quitándose el sombrero, y bajó al andén. Concha que, siempre curiosa, se había asomado a una ventanilla para examinarle mejor, se maravilló de verle subir al vagón que venía a la zaga mía. La tonadillera dióse prisa en comunicarle a Ricardo su descubrimiento. Había tenido una revelación.

—Se ha despedido de ella y de nosotros —dijo— para despistamos: pero sigue ahí detrás. ¡Ahora es cuando me convenzo de que no están casados…!

—Me figuro —contestó él— que la comedia no ha terminado aún: adivino una última escena.

Conchita la Bruja estaba interesadísima, y yo tanto como ella, o más… Cuando arribamos a Madrid, entre las muchas personas que esperaban al expreso Méndez-Casitillo divisó en seguida, casi delante de mí y con la cara expectante del hombre que aguarda, que busca, al escultor Pedro Guisóla, a quien yo también conocía por haberle llevado a Vitoria una vez. El dramaturgo, con agilidad juvenil, saltó al andén; los dos artistas se abrazaron; mediaba entre ellos una amistad antigua y fraternal.

—¡Pedro…!

—¡Querido Ricardo…! ¿De dónde vienes?

—De San Sebastián, con Conchita. ¿Tú qué haces aquí?

—Espero a mi mujer.

Pedro Guisóla se adelantó cortés a estrechar la mano, sobrecargada de gemas, que Concha la Bruja le tendía desde una de mis ventanillas. Detrás de la tonadillera, Julieta, rígida, lívida, sonreía al escultor con una mueca indefinible, glacial…

—Pero… ¿qué es esto? —exclamó Guisóla—; ¡oh, casualidad…!

La joven hacía signos afirmativos. Rápidamente Ricardo y Conchita la Bruja se miraron: en la mirada de ella había una risa; en la de él, que era un sentimental y quería a su amigo, había una lágrima.

—¡Pero si hicieron ustedes el viaje con mi mujer…! —concluyó el escultor.

Pedro Guisóla ofreció a Concha una mano para ayudarla a bajar por mis estribos. A Julieta la recibió entre sus brazos, y mientras la besaba, repetía:

—¡Qué casualidad…! Las dos personas con quienes has viajado, son como hermanos para mí. ¡Qué casualidad…! Pero… ¿cómo no reconociste a Ricardo…? ¡Un escritor célebre, cuyo retrato está en todas partes…!

Con cierto entono —aquel hombre fue toda su vida un poco teatral— procedió a presentar a sus amigos. Para hacerlo, se descubrió ceremonioso:

—El célebre dramaturgo Méndez-Castillo…

Ricardo se inclinó.

—La famosísima Conchita la Bruja… Y, no digo más, porque su nombre, hecho de aplausos y de luz, no necesita elogios.

Y agregó, gravemente:

—Mi señora…

Concha y Julieta cambiaron un apretón de manos en el que, más que un saludo, latía una complicidad. Julieta comprendió: la tonadillera no diría nunca lo que había visto.

Todos reían; todos se mostraban encantados de conocerse. Pero, el único que en aquel momento era feliz y reía de corazón, era Pedro Guisóla.