Yo apenas siento el fastidio de las largas caminatas, de que tanto suelen lamentarse mis compañeros, y es el cuidado que pongo en llevar siempre ocupada la atención, lo que me libera de él. Cuando me canso de mirar hacia afuera, hacia el paisaje, me aíslo en mí mismo para conocerme y oír lo que se charla dentro de mí.
La vida brinda, ciertamente, horas solemnes, momentos trágicos de primer orden: pero, en general, me parece altamente bufa; la trivialidad de la farsa debía corresponder a la pequeñez de las figuras, y no podía ser de otro modo. Todo esto me divierte. A veces, si me pudiese reír de lo que observo, lo haría a carcajadas. Mi propio yo, está impregnado de comicidad. Esta fuerza hilarante mía no procede de mi constitución —yo tengo toda la seriedad de un real mozo—, sino de la alogia que los hombres sembraron en mí.
Voy a explicarme:
Todas las noches, al salir de Madrid o de Irún, un empleado colgaba sobre las puertas de mis compartimientos unas láminas de metal que decían: «No fumadores» y «Reservado de señoras». Cuando la afluencia de viajeros era corta, el empleado solía añadir un tercer rótulo, con esta única palabra misteriosa: «Alquilado».
En los albores de mi vida, yo, inocente, reconocía gran importancia a estos detalles. Holguéme mucho, desde luego, de llevar conmigo un lugar donde no se fumase, porque el humo de los cigarrillos se adhería a mi tapicería y me molestaba casi tanto como el de la máquina. También aquel departamento para señoras solas me satisfizo, pues las mujeres no escupen y son, generalmente, más limpias; y delicadas que los hombres. En cuanto al Alquilado, me llenó de inquietud novelesca. ¿Quién iría a viajar allí? ¿Un rey…? ¿Un millonario fugitivo…? ¿Un ladrón…? ¿Un enfermo…?
Poco a poco y graciosamente, estas bellas imaginaciones fueron resquebrajándose.
Una noche de invierno recogí en el andén de Briviesca a un caballero, de porte distinguidísimo. Se abrigaba con un gabán de pieles nuevecito, y llevaba en las manos un pequeño maletín. Este último detalle acabó de granjearle mis simpatías; yo aborrezco a esos viajeros tacaños que, para no abonar exceso de equipaje, abruman mis redecillas con portamantas, sombrereras y maletas pesadísimas. Aquel señor, después de mirar a un lado y a otro, penetró en el compartimiento de No fumadores, que iba vacío, y cerró la puerta. Después corrió las cortinillas y debilitó un poco la luz. Su semblante, barbado y aguileño, expresaba una honda satisfacción.
—Le gusta viajar solo y procura aislarse —meditaba yo—; ¡bien se advierte en él a un refinado…!
¡Cuál no sería mi sorpresa al verle abrir el maletín, sacar un Londres, largo de una cuarta, y encenderlo…! Indudablemente aquel caballero padecía un error. A serme posible, yo le hubiera gritado:
—¡Caballero, está usted mal colocado: ahí no se puede fumar…!
El viaje continuó monótono. Mis huéspedes dormían, o procuraban dormir. Yo corría con todas mis luces apagadas. La escarcha había plateado mis cristales y mi techumbre sentía el peso de la nieve. Hacía un frío terrible. Por suerte, con La Recelosa la calefacción trabajaba bien. Sin embargo, Doña Catástrofe, que rodaba a la zaga mía, se quejaba:
—Estoy helado —gemía—: todavía no he conseguido que mis ruedas entren en calor…
En Burgos recogí otros días viajeros, también de traza principal. Les vi ambular por el pasillo, indecisos ante la impresión hostil de las puertecillas cerradas.
—Podemos meternos aquí —propuso uno de ellos—; no hay nadie.
Aludía al Reservado de señoras. Yo me estremecí; me sentía desobedecido y aquel atropello me removía la cólera. El otro replicó:
—Ahí, no; puede venir una viajera y… Oye: este No fumadores debe de ir vacío.
Yo pensé:
—¡Me alegro…! Porque así el señor del gabán tendrá que renunciar a su tabaco…
Abrieron la puerta y adelantaron, casi a tientas, en la penumbra. Entonces el caballero del gabán de pieles, que continuaba fumando, reanimó la luz. Los tres hombres se saludaron:
—Buenas noches…
Los recién llegados empezaron a desdoblar sus mantas; colocaron sus almohadas respectivas en los sitios que estimaron mejores; tenían sueño. Hubo un buen silencio, durante el cual unos y otros se observaban de reojo. El caballero del gabán creyó que la buena crianza le obligaba a decir:
—Si a ustedes les molesta el humo, dejaré de fumar.
Me quedé turulato al oír responder a los interpelados:
—¡De ninguna manera! Nosotros también somos fumadores.
Se sonreían mudamente; se reconocían; el vicio que compartían les hermanaba. El señor del gabán y del rostro aguileño y barbado, continuó:
—Yo, siempre que viajo de noche, elijo el departamento de No fumadores, para poder tenderme y dormir, porque, en España, esa prohibición espanta al público.
Sus oyentes se echaron a reír, y cada cual encendió una breva.
—¡La misma cuenta nos hacemos nosotros! —exclamó el más viejo—. ¡Y ya ve usted cómo nos equivocamos todos…! En España lo prohibido es un adorno que les colgamos a ciertas acciones para hacerlas más dulces…
—En Italia —comentó el señor del rostro barbado y aguileño— es vietato fumare hasta en los cementerios —a cuyos pobres huéspedes parece que ya ningún daño había de hacérseles— y en los trenes a los fumatori se les obliga a cerrar la puerta de su departamento para que el humo no trascienda al pasillo.
Esto da idea de la pésima calidad del tabaco italiano: ¡el nuestro es distinto…! Además a nuestras mujeres —y esto es decisivo— les gustan los fumadores…
Minutos después se presentó el interventor: precisamente cuando llegó, el humo era tan denso que podía mascarse. Bajo la claridad de mis dos luces el aire aparecía azul. Uno de los viajeros, mientras le picaban su billete, preguntó burlón:
—¿Podemos seguir fumando?
El interventor sonrió y aceptó el tabaco que le ofrecían:
—Mientras a ustedes no les haga daño…
Al marcharse, volvió a cerrar la puerta y descolgó el rótulo de No fumadores, que deslizó en uno de sus bolsillos. Era un hombre comprensivo; un hombre que se hacía cargo… Yo estaba asombrado y furioso: pero después, ante tanta incongruencia, acabé por echarme a reír.
El Reservado de señoras también me dio otra desilusión.
A este departamento había subido en Madrid una joven alta cuya belleza —y acaso más que su belleza, su elegancia provocativa— llamaba fuertemente la atención de los hombres. Al subir mis estribos, descubrió, adrede, tal vez, una pierna impecable, vestida de seda; un perfume raro, distinguido y fuerte, la seguía como una estela sensual. Iba a Hendaya; era francesa. Apenas el convoy emprendió su marcha, un camarero del dining-car empezó a recorrer el tren informando al público de que la primera mesa iba a empezar. No bien oyó el aviso mi huéspeda dejó sobre su asiento la novela que leía y, con un andar fácil y elástico, se dirigió al comedor.
En más de una ocasión, los Hermanos Sommier, cuya experiencia en lances galantes nadie discutía, me habían asegurado que el coche-comedor, con las ocasiones que ofrece al coqueteo y la embriaguez de sus licores, era un tracero excepcional, maestro único en el arte piadoso de amañar voluntades.
—Un cinco por ciento de los matrimonios provisionales que ocupan nuestras camas —decían— se conocieron en él.
Según supe después —los vagones nos lo contamos todo— la protagonista del episodio que voy narrando acertó a sentarse en una de las mesitas llamadas para dos, frente a un tipo arrogante, rubio y joven metido en un traje de deporte. Parecía yanqui, y tenía ese rostro tranquilo, al par enérgico y dulce, de los grandes actores de film. Hubieron, sin duda, de simpatizar los dos mucho y aprisa, porque terminada la cena él acompañó a ella hasta su departamento. En seguida se despidieron cambiando algunas palabras que nadie podía oír si no era yo, que —según explicaré en otro lugar— veo y oigo por todos mis poros.
—En pasando Segovia —murmuró ella— puede usted venir…
Instantes después, Doña Catástrofe, malicioso y experto, me decía:
—Oye, Cabal: ¿viaja contigo una señorita francesa, rubia, muy bien perfumada?
—Sí; acaba de volver del comedor.
—¡La misma!
—¿Reparaste en si la acompañaba un mocetón americano, con hechuras de boxeador…?
Mi respuesta afirmativa regocijó a Doña Catástrofe.
—¡Bravo! —exclamó jovial—; me juego una rueda a que esta noche le tienes ahí, de visita. ¡Ya me contarás…!
Efectivamente, más allá de Ontanares, el joven rubio reapareció. Al ver mi tránsito desierto, se le regocijaron y encandilaron los ojos. Con aire indiferente y aplomado llegó a la puerta donde la aventura le esperaba.
—Entre… —susurró desde dentro una voz.
Admiré su juventud, su belleza saludable; admiré también su fortuna.
—Un hombre como él —pensé, jugando con la frase— es siempre un reservado para señoras…
Este enredo y otros muchos de análoga índole, me han cerciorado de que el Reservado de señoras es el lugar menos a propósito para que viaje una mujer sola.
En cuanto al Alquilado, diré que, habitualmente, es un compartimiento que los interventores procuran conservar vacío para, después de terminada la requisa de billetes, echarse a dormir tranquilos.
¿Y qué diré de mi cuarto-tocador, o de aseo, sino que es, de todas mis dependencias, la más sucia…?
Por lo que concierne a la limpieza, yo tengo divididos a los viajeros en tres categorías: los que se acicalan, pulen y friegan, como si estuviesen en un establecimiento de baños; los que con humedecerse el rostro ligeramente y enjabonarse las manos, tienen bastante, y los que ni siquiera se acuerdan de lavarse.
Del grupo primero hay uno —casi siempre hombre— que, no bien comienza a despuntar el día, sale de su departamento provisto de toda clase de utensilios de aseo, y se encierra —se atrinchera, mejor dicho— en el cuarto-tocador. Va, según costumbre, dispuesto a lavarse escrupulosamente, a afeitarse, a cambiarse de corbata y de ropa interior, y a pulirse las uñas.
Momentos después otro pasajero, animado de las mismas intenciones y provisto de un neceser, deja su butaca, llega al Water-Closet y al cerciorarse de que está ocupado, resuelve aguardar. Piensa: Tengo el uno… Y esta consideración le alivia. Pronto aparece un tercer viajero, luego otro, en seguida dos más… y todos, con igual aire cohibido, se acercan a la puertecilla del tocador, forcejean unos instantes con la cerradura, murmuran un está ocupado maquinal, y dócilmente van a tomar el número que les corresponde en la fila de los que esperan. Todos llevan algo en las manos: este un peine, aquel una toalla, estotro una pastilla de jabón; quién lleva un periódico… y la necesidad que a cada cual mortifica pone en los rostros, soñolientos aún, una aflicción cómica. Transcurren diez, quince minutos; la cola comienza a impacientarse. Una voz interroga:
—¿Pero todavía no ha salido nadie?
Y los comentarios, de gusto dudoso, empiezan:
—El que esté dentro debe de haberse muerto. Yo, hace un cuarto de hora que espero y soy el quinto…
—¡Quién sabe si es alguna señora la que se ha encerrado allí para dar a luz…!
Al señor que ocupa la vanguardia de la fila, le divierte el mal humor general; no le importa que los descontentos sean muchos: él, siempre es el uno… Corren cinco minutos más; alguien habla de ir en busca del vigilante para despejar el misterio, que empieza a parecer folletinesco, del Water-Closet. De súbito, la puerta —¡oh!— del cuarto-tocador se abre y aparece un joven que mira a sus sucesores desapaciblemente, como reprochándoles la prisa que, por causa suya, ha tenido que darse. Todos le observan de reojo con envidia, con odio. Aquel caballerete va perfectamente peinado, limpio y quitándose, con un pañuelo que acaba de desdoblar, los polvos con que después de afeitarse, se secó la cara. Tras él, un fuerte olor a agua de Colonia queda flotando, semejante a una ráfaga vernal, en la atmósfera densa —ambiente de alcoba— del pasillo.