IV

¡Cuánto envejecen la lucha y el miedo a morir! Las emociones que nos da el peligro, ¡cuán hondamente se clavan en el alma…! Yo, al emprender mi primer viaje, era un niño, y al arribar a Madrid, catorce horas después, podía considerarme mayor de edad. Estaba cansado, cubierto de humo y de polvo, trágicamente sucio por fuera y por dentro, pero engreído de mi aguante. Toda una noche mis rodajes trabajaron sin recalentarse, y mi dinamo, mi calefacción y mis tuberías para la limpieza, funcionaron bien. Por tanto, mi valor, como el de los militares que fueron a campaña, estaba probado; lo que otro vagón hiciese, podía hacerlo yo. Mi personalidad, congestionada de amor propio, se había puesto en pie.

Todavía el furgón de cola corría bajo la marquesina de la estación de Irún, cuando El Tímido, que iba detrás de mí, comenzó a temblar. Su miedo me turbó.

—¿Sucede algo,? —le pregunté.

—Los túneles —balbuceó—; ya empiezan… ¡horribles…! No puedo con ellos…

Callé: yo no sabía lo que eran túneles, ni lo que eran puentes… Además, no podía pensar: la locomotora aceleraba su marcha y yo ponía toda mi atención en rodar bien. La oí silbar; entre los ribazos acantilados, cada vez más altos, que bordeaban el camino, su grito tableteó ensordecedor. Inquirí:

—¿Por qué silba La Recelosa…?

El Tímido replicó:

—Los túneles… los túneles… ¡Hazte cuenta de que has muerto y de que te entierran…!

No pude oír sus últimas palabras, porque súbitamente vi, bajo mis ruedas, un vacío, lleno de claridad. Me sentí en el aire; me pareció volar…; sin embargo, allí el estrépito del expreso era mayor.

—¡Estamos sobre el Oyarzun! —gritó un sleeping.

Casi al mismo tiempo aquella claridad extraña, que venía de abajo, y la otra claridad, la del crepúsculo, se apagaron instantáneamente. Una horrible tiniebla nos envolvió; el ruido ensordecía; el humo de la máquina nos envolvía y lo sentíamos deslizarse sobre nuestras techumbres arremolinado, pegajoso y caliente. De pronto, también cual por arte de magia, el fragor que se apacigua, el soplo refrescante del aire libre, la alegría del cielo que empieza a estrellarse…

—¡Ya sabes lo que es un túnel! —me dijo el sleeping que iba a mi lado, y a quien mi inocencia divertía.

El Hermano Sommier se equivocaba: yo ignoraba aún lo que fuera un túnel; había penetrado en él tan inesperadamente y lo recorrí en un estado de aturdimiento tal, que no lo vi; mi conciencia acongojada no pudo apoderarse de la impresión. La imagen del puente tampoco reaparecía en mi espíritu diáfanamente. Preocupado con cuanto dentro de mí sucedía, las estaciones de Pasajes y San Sebastián me escaparon inadvertidas. En los diez y seis kilómetros que separan Tolosa de Beasain, atravesamos cuatro túneles y cruzamos quince veces el Oria. Pero yo continuaba medio inconsciente: nuestra marcha era demasiado rápida, las sensaciones, todas, fuertes y nuevas, se sucedían y, acumulándose, se emborronaban. Mi mismo ahínco por entender, me impedía entender. Apenas veía, apenas oía. Añádase a esto que el miedo a descarrilar ocupaba todo mi espíritu: me sucedía lo que a los malos jinetes, que embarazados con el rendaje y los estribos, y temerosos de que la cabalgadura les tire al suelo, no atienden al paisaje.

Hasta más allá de Miranda de Ebro no empecé a serenarme. Desgraciadamente, con la serenidad me vino el miedo. Muchas veces llamamos heroísmo a una ceguera, y miedo a una mayor comprensión. ¡Yo iba comprendiendo! Cruzar un puente era lanzar sobre dos cintas de hierro las trescientas toneladas que pesaba nuestro convoy; bordear un abismo confiándonos a la gracia resbaladiza y felona de una curva, era exponerse a despeñarnos; atravesar un túnel equivalía a echarse una montaña a cuestas. En los puentes, el expreso, cuya sombra temblaba allá abajo, sobre el cristal de algún río o el árido carrascal de una hondonada, tenía algo ele pájaro; y, cuando se soterraba, algo de reptil: bajo la tierra, donde todo es negro, rezumante y húmedo, parecía un gusano; y en los viaductos, donde todo es luz, aire y libertad, parecía una saeta. En el horror de los túneles, se compadece a los mineros; en la alegría de los puentes, se envidia a los pájaros…

Ya en Castilla, a la sazón llena de luna —era próxima la media noche— la tranquilidad me volvió. Con su enorme horizonte sin ecos, la meseta ibérica invita a la contemplación. Por ella los trenes corren silenciosamente, el humo se va y el augusto reposo de la planicie satura las almas de equilibrio.

Al salir de Medina del Campo, donde un empleado, provisto de un farol, me examinó y aceitó las ruedas, yo me hallaba bien. Había recorrido, casi sin detenerme, más de cuatrocientos kilómetros y, sin embargo, no estaba cansado.

El sleeping se interesaba por mí; lo aprecié en la ayuda que, más de una vez, me prestó en los momentos difíciles del camino.

—¿Cómo marchas, chaval? —indagó.

—Bien.

—¿Te duele el cuerpo?

—No.

—Duro eres, muchacho, porque La Tirones, que nos arrastra desde Miranda, tiene muy brusco el trato.

Yo no me había percatado de que en Miranda de Ebro La Recelosa había sido sustituida por La Tirones, más ligera y mejor corredora. El Hermano Sommier me informó de que este cambio era obligatorio, y de que en Ávila volveríamos a cambiar de máquina.

—De Ávila a Madrid —agregó— nos llevará La Caliente, que, como La Recelosa, pertenece a la serie cuatro mil. Es una de las locomotoras de mayor arrastre de la Compañía.

Enfrentábamos la estación de Ataquines, último pueblo de la provincia de Valladolid. El Tímido terció en el diálogo; mostrábase jovial:

—En pasando de Burgos —exclamó— lo mismo me da una máquina que otra. Yo adoro en Castilla; adoro esta tierra noble y franca —tierra sin dobleces— donde se camina en línea recta; en Castilla ves llegar el peligro, y puedes evitarlo. Pero en los países montuosos la muerte te hiere a traición: la montaña es el disimulo, la celada… Y no soy yo solo quien discurre así: pregúntaselo a El Presumido, que viene detrás, y que en cuanto pasamos de los tres túneles de La Brújula y cruzamos el Arlanzón, empieza a cimbrearse más que una tonadillera.

El Tímido y yo llegamos a ser camaradas fraternos. Procedía también de los talleres de Saint-Denis, y aunque llevaba más de veinte años en España, suspiraba por Francia, donde apenas hay túneles. Había sido reparado y barnizado varias veces, hasta que la intemperie y el humo lo pintaron de negro definitivamente.

Nuestros compañeros le creían neurasténico, pero no era la neurastenia, sino el reuma, lo que le afligía, y de ahí su miedo a viajar bajo tierra. Yo le quise mucho; tenía el andar ágil y nunca se hizo el remolón en las cuestas arriba.

Traspuesta Ávila, la reliquia de las nueve puertas y de las noventa y seis torres, El Tímido me habló con terror evidente del viaducto de la Lagartera, al que seguían tres túneles de los cuales el último, llamado de Navalgrande, medía más de mil metros. Según mi colocutor, era un paso peligroso. Tanto dijo, que consiguió preocuparme.

—¡Calla ya! —le supliqué—; ¿qué mejoras con asustarme?

No me hizo caso: como todos los aprensivos, hallaba placer en transmitir su miedo.

—Tú has de verlo —repetía—, tú has de verlo; un día ese maldito nos tragará a todos.

Empezaba a clarear. Sin saber por qué, las agorerías de mi compañero me colmaron de espanto. ¿Y si su vaticinio se cumpliese? Me sentí roto, condenado a eterna podredumbre y, a eterna sombra, bajo la montaña ingente, y quise huir. Di un tirón, para arrancarme de los rieles.

—¿Qué haces? —murmuraron malhumorados los sleeping.

Sin responder, realicé un segundo esfuerzo; prefería descarrilar a seguir. Íbamos a lanzarnos sobre el viaducto y La Caliente empezó a silbar; luego apretó los frenos y mis ruedas patinaron. Tuve un nuevo arranque de rebeldía, sin embargo.

—¿Qué haces, muchacho? —repitió el sleeping.

Y El Tímido:

—Sigue, sigue… En este oficio, se obedece o se muere. ¡Sigue…!

Un sleeping tiraba de mí; El Tímido me empujaba; La Caliente acababa de quitarme la voluntad. Furioso, convulso, arrastrado por el invencible imperativo de la inercia, crucé el viaducto; pero al entrever la boca del primer túnel inicié —no me explico cómo— un ademán de retroceso que se extendió desapaciblemente a todo el convoy. Merced a mi rebeldía hubo un tempestuoso entrechocar de topes. Detrás y delante de mí, un murmullo de desconfianza y de cólera se produjo: rezongaban el coche-correo, los furgones, Los Hermanos Sommier, El Tímido, El Presumido, Doña Catástrofe. Hasta El Misántropo protestó:

—¿Qué sucede? ¿Quién se para…?

Así, impelido, magullado, indefenso, me hundí en el túnel de Navalgrande, y cuando salí de él una alegría, que instantáneamente se resolvió en resignación y obediencia, me poseyó. Tuve vergüenza de mi cobardía. Nunca más volveré a rebelarme —decidí—. Reanimado por esta noble determinación, me lancé a través del Puerto de Ávila, gané las alturas de Herradón y a las siete exactamente de la mañana llegaba a Madrid.

Mientras nuestros pasajeros se marchaban, y los mozos de andén descargaban nuestros furgones, Los Hermanos Sommier me interrogaron:

—¿Cómo te sientes…?

—Bien —repuse.

Todo el convoy se preocupaba de mí.

—¿Estás cansado?

—No.

—¿Nada te duele?

—Nada.

¡Y era verdad! Mi salud era perfecta. En mi organismo atlético ni un solo tornillo se había movido. Mis compañeros me observaban, me admiraban.

—Propongo —dijo un sleeping— que a este buen mozo le llamemos El Cabal.

Todos asintieron; y así, sin otra ceremonia, quedé bautizado.

Sorprenden la unión en el esfuerzo y la comunidad de destinos, de los vagones; pero, indudablemente, lo mejor del viaje, a pesar de su fatigoso traqueteo, es el viaje mismo, y lo más dilecto de este, su principio. Esa primera estación tiene para mí un interés turbador inexpresable. ¡Cómo la recuerdo…! Es de noche: un remusgo frío barre el bruñido asfalto del andén; algunos viajeros corren con sus bagajes, otros charlan en pequeños corrillos ante mis portezuelas abiertas. Dos guardias civiles pasan jaques bajo sus sombreros charolados; un viejo empuja un carricoche con almohadas que evocan sensaciones de fatiga y de sueño, y un farol donde se lee la palabra «Telégrafos», trae al ánimo el temor de las malas noticias. Después pasan las sacas bicolores del Correo: allí van los periódicos, difundidores de la actualidad, y las cartas, con sus palpitaciones de amor o de ambición, que el tren irá luego dejando en las estaciones del tránsito cual si repartiendo fuese apretones de manos. Yo observo: la congoja de tantos corazones me atrae; todos los semblantes están emocionados, los ojos brillan enternecidos, la melancolía parece endurecer todas las bocas: es el momento más patético de los viajes que, separando a los hombres, parodian a la muerte.

Al dejar la estación de partida, el expreso se despereza malhumorado: siempre oímos alguna madera que cruje, algún gozne entumecido que protesta. Pero, a poco, los movimientos todos van acordándose: sin advertirlo los vehículos establecen un ritmo tan cadencioso, tan armónico, que a veces modula una canción; la luz puesta a la izquierda del furgón de zaga, nos anima; parece decirnos: Vamos tarde. Rápidamente las ruedas se calientan y callan, y el convoy entero vibra con esa alegría aventurera —ansia instintiva de desplazamiento— que yo llamaría el placer de irse.

Los lectores de hábitos sedentarios quizás no aprecien estas divagaciones mías, y a fe que nada haré para que me entiendan, pues fracasaría; que, al cabo, se nace andariego como se nace artista: pero los vagabundos, mis hermanos, sí me comprenderán, y su adhesión me basta.

En su evolución mi alma ha seguido igual trayectoria que el alma de los niños. Como a estos, primero me interesaron los paisajes, que poblaban mi memoria de imágenes sencillas y cuya psicología rudimentaria me impresionó en seguida: por romas y distraídas que fuesen mis dotes de observador, yo no podía confundir la desolación amarillenta —palidez de drama— de Castilla, con la alegría verde de la región vasca. Más tarde, mi curiosidad investigadora se orientó hacia los individuos. Yo he visto en esas pequeñas estaciones por donde los expresos pasan sin detenerse, caras rústicas sorprendentes, caras representativas, caras-síntesis que compendiaban toda la historia de una región. Esos rostros, esas siluetas, espumas de siglos, me traspasaron el ánimo y los recordaré mientras viva.

Declaro, no obstante, que el estudio del paisaje es asimismo trabajoso y difícil, y que mi conocimiento de las provincias hispanas, aunque limitado a lo poquísimo que desde una vía férrea puede divisarse, supone muchos años de labor. Los hombres —en su mayoría frívolos y fatuos— raras veces van más allá de la epidermis de las cosas. De esto me he persuadido oyendo charlar a mis huéspedes. Quién, por el mero hecho de haber vivido en Buenos Aires, habla de América, de toda América, como si toda América fuese Buenos Aires; quién, que aprendió trescientas palabras inglesas, dice: Yo sé inglés; y el turista que, por segunda vez, va a Madrid desde Hendaya, no se acerca a las ventanillas porque ya conoce el camino

Exaspera tanta petulancia. Durante nueve o diez años —antes lo dije— he recorrido yo esa ruta, y aún no estoy cierto de conocerla completamente. En las personas, lo que nos impresiona más pronto son los rasgos; el análisis de las almas comenzará luego. De los paisajes, por el contrario, lo que primero nos cautiva es lo general, las grandes líneas: la montaña, la llanura, el mar… El atisbo de los pormenores —los pormenores son el puente, el túnel, el caserío que blanqueará, de súbito, detrás de un monte— viene después. ¿Cuándo los hombres reconocerán el misterio de exégesis que hay en todo?

Una memoria feliz puede asimilarse fácilmente los detalles de un itinerario. Cualquiera recuerda, por ejemplo, que viniendo de Irún y a la salida de un túnel, azulea la bahía de Pasajes; que más allá de San Sebastián está Hernani, cuna del soldado Juan de Urbieta, y que la célebre Garganta de Pancorbo es uno de los rincones agrestes más bellos del mundo: reconoceremos, desde muy lejos, las torres de la catedral burgalesa; y los perfiles de Dueñas, la triste, a pesar de la lozanía de sus aledaños; y el nutrido vaivén de viajeros que alienta los andenes de Miranda de Ebro, Venta de Baños y Medina del Campo; y la historia del Castillo de la Mota, donde César Borgia estuvo preso y acabó sus días Isabel la Católica; y cómo, desde antes de llegar a Pozuelo, la silueta —que forma horizonte— de Madrid, nos sajará al camino. Muchos millares de personas saben todo esto; lo dicen las Guías…

Lo arduo y lo meritorio es acercarse al alma de las cosas, para lo cual necesitaremos escrutarlas innumerables veces, ya que una vez sólo podrá revelarnos un aspecto de la cosa estudiada. Dentro de cada paisaje, la indagación menos escrupulosa sorprenderá tres… cuatro… ocho paisajes desemejantes: según el lugar donde nos coloquemos, según sea de día o de noche, invierno o verano; según lo hallemos empapado en lluvia o bañado en sol, el panorama será otro. Más aún: habremos de sorprenderlo en circunstancias análogas de tiempo y de luz, y nuestras impresiones tampoco se reproducirán fielmente, debido a que los estados de alma del observador nunca son iguales. Véase, pues, cuán lejos vivimos de todo.

Al otorgarme la experiencia una distinción mental mayor, fue la humanidad la que me atrajo. Empecé mi examen por el personal de los expresos: el maquinista, el fogonero, el jefe de tren, que va en el furgón delantero y es responsable de cualquier accidente; el vigilante-directo, cuyo puesto es el furgón de cola; los vigilantes de ruta, y el interventor. Cuando creí conocerles bien, me apliqué al escrutinio y clasificación de los viajeros.

Así formé mi alma.

Mucho recibí de mis autores, de los que me hicieron; el subsuelo primitivo de mi conciencia suyo es: pero infinitamente más debo a ciertos individuos que peregrinaron conmigo. Las personas vulgares, al igual de los libros vulgares, nada enseñan, y, al par que su imagen se nos quita de delante, se nos ausenta del magín su recuerdo. Pero de otras me acordaré siempre, y el fuego de sus almas violentas me muerde aún. Yo he llegado a contagiarme de la fiebre de oro de los grandes agiotistas que he transportado de una ciudad a otra; y he conocido la inquietud sin sueño de cierto cajero que escapaba a Francia con medio millón de pesetas robadas a un Banco, y que, al ser detenido en Hendaya, se suicidó y manchó con su sangre uno de mis estribos. Y he vibrado carnalmente con algunos amantes que en las altas horas de la madrugada, cuando todos mis inquilinos dormían, hicieron de su compartimiento cámara nupcial; y también he tremado de dolor con la desesperación de un celoso que me tomó en Oviedo para ir a matar a una mujer que le había engañado. ¡Cómo sufría aquel hombre! Iba solo y esta circunstancia me permitió acercarme mejor a su pena. A veces derramaba llanto copiosísimo, y era tan fuerte su congoja que parecía ahogarle; otras se mordía las manos y se apuñaba el rostro; a ratos permanecía inmóvil, y en la oscuridad sus ojos, terriblemente desorbitados, sus ojos que parecían estar contemplando un cadáver, eran fosforescentes…

La vida social ha cubierto a la humanidad de monotonía y de fastidio. ¡Ah! Pero yo aseguro que los hombres son interesantísimos cuando se creen solos. La soledad les viste de luz. Ningún libro maestro vale lo que un alma desnuda.