III

Ha transcurrido mucho tiempo desde mi primer viaje, y mentiría si dijese que he sido feliz. La vida me maltrató bastante, trabajé sobrado y la realidad estuvo siempre en déficit doloroso con el ensueño. Vivir es echar a perder una ilusión.

Como nací aristócrata, detesto al populacho, en quien la inclinación a lo feo es instintiva. Aborrezco esos individuos, enriquecidos por una pirueta de la fortuna, pero desprovistos de cultura social, que ensucian con el betún o el barro de sus botas y la grasa de sus meriendas la pulcritud de mis divanes, y tiran sus colillas encendidas, y escupen en mi alfombra. ¡Oh! La primera vez que recibí un salivazo, hubiese querido descarrilar, romperme en mil pedazos, morir…

También soy caprichoso y un poco artista, y por serlo me molestan la fiscalización que sobre mí ejercen los relojes de las estaciones, el automatismo invariable de mis movimientos y la monotonía de mis itinerarios prefijados y de mis caminos oficiales, anchos de un metro seiscientos setenta milímetros…

Porque mi vagar libérrimo es sólo aparente: la libertad es algo precioso que yo llevo y traigo, pero que no me pertenece; la libertad es para mí lo que el dinero para esos cobradores de los bancos, que a diario manejan millones y andan medio descalzos; lo que el amor para las pobres desnudables que viven del amor y en el amor… ¡y sin amor…! Por eso, desde muy mozo, me hice fatalista, y los hombres, a examinar mejor los mecanismos íntimos de su vida, lo serían también, pues todas las voluntades, aun las más díscolas, recorren trayectorias inmutables, y hasta las mismas razas tienen —como nosotros— en su destino, una locomotora que las arrastra.

En cambio, y esto me alivia y desquita de los sinsabores que dejo apuntados, he gustado plenamente las emociones turbadoras de los viajes, y el cariño abnegado, la solidaridad fraternal que liga a todas las unidades de un convoy, y es un derivativo de aquel otro inmenso amor sumiso que todos profesamos a la máquina.

Este cariño de sierva enamorada —cariño todo esclavitud— empecé a sentirlo aquel hermoso día de junio en que me llevaron a formar parte del expreso Madrid-Hendaya; distinción que —más tarde lo supe— me captó el odio de varios colegas que, aunque de clase distinguida, trabajaban en trenes de menos categoría. Lo cual demuestra que por todas partes hay envidias y celos, a pesar del gran consumo que de estas dos suciedades hacen los hombres…

A poco de hallarme fuera de los talleres, una de esas máquinas-pilotos, pequeñas, activas, que cuidan de ordenar los convoyes y son como las amas de llaves de las estaciones, apoderóse de mí y a través de un dédalo de rieles entrecruzados como los hilos de una malla, me arrastró hasta dejarme colocado sobre la ruta internacional. En seguida lanzó un silbido corto y se marchó resoplando; parecía regañar. Yo la miraba; me hacían gracia sus movimientos, su cuerpo achaparrado en el que latía una vivacidad de mujer chiquita y hacendosa. Me quedé solo, junto al andén. En mi misma vía, detrás de mí, había otros vagones; delante, lejos, estaba la locomotora, la mía, mi dueña, la que debía guiarme hacia el horizonte. Hallábase al lado de un depósito de aguas, bebiendo: la acompañaban un furgón de equipajes y un sleeping-car. Su aspecto infundía miedo: era gigantesca, poderosísima y su dorso negro y sudoroso, bruñido por el sol, descollaba sobre la pirámide de carbón del ténder. Me pareció sentir el calor de sus entrañas incendiadas y latientes. Pertenecía a los colosos de la serie cuatro mil. La oí palpitar: respiraba autoridad, impaciencia, ímpetu…

—¿Me hará daño? —pensé.

Como a los niños, al nacer, la primera impresión que me daba la vida era de dolor.

Esperé largo tiempo; la tarde declinaba y mi interior iba poblándose de sombras. La máquina había desaparecido. De pronto la reví: se acercaba rodando hacia atrás, empujando al coche-cama que debía chocar conmigo. La prudencia de su marcha me tranquilizó: sin embargo, cuando comprendí que el golpe iba a producirse, temblé de pavura; hubiese querido huir… pero ¿cómo moverme…? Cuando recibí la topetada —breve, seca, como una orden— retrocedí varios metros; luego el vagón que me había empujado volvió a alcanzarme con un segundo empellón más suave, y continué retirándome hasta dar con los coches situados a mi espalda. Así, repentinamente, me reconocí colocado en el centro del convoy, compuesto de nueve unidades. Inmediatamente varios mozos de andén, con singular presteza acudieron a ligarme a mis dos compañeros de viaje más próximos, y entonces comprendí la utilidad de algunos miembros cuyo empleo desconocía. Las planchas metálicas que, al amparo de un fuelle, especie de túnel de cuero, establecían un tránsito entre ellos y yo, me produjeron, al cruzarse, la emoción de un apretón de manos; y los hierros y cadenas que, al sujetarnos unos a otros, parecían fortalecer nuestra amistad, fueron expresivos para mí como raíces o como dedos. No obstante, me sentía inquieto; aquellas compresiones, cada vez más enérgicas, me desazonaban; temía morir aplastado y, al propio tiempo, nacía en mí el orgullo de mi fuerza que, alternativamente, resistía y reaccionaba. La máquina —después supe que la llamaban La Recelosa por el miedo con que entraba en las curvas— comenzó a apretar los frenos; en seguida los aflojó y volvió a apretarlos, cerciorándose de su obediencia. Todas estas operaciones inesperadas y nuevas para mí, me sobresaltaban. Luego un calor, un terrible calor, me invadió, y otras extrañas sacudidas me estremecieron.

El jefe de tren vino a inspeccionarme seguido de un fontanero, de un electricista y de uno de esos empleados que en la jerga ferroviaria llaman rutas. Empezaron a reconocerme. La tubería de la calefacción quemaba; no podían poner en ella los dedos, y esto les satisfizo. El aparato de alarma funcionaba perfectamente; lo sentí en la violencia súbita con que las zapatas oprimieron mis ruedas. Mis examinadores hicieron girar las llavecitas de la luz, y me llené de claridad blanca; todos los cristales de mis ventanas subían y bajaban sin tropiezos; todas las puertecillas, de corredera, de mis compartimientos, cerraban bien; un torrente de agua limpia había invadido las cañerías y depósitos del cuarto-tocador.

—¡Bonito coche! —recuerdo que exclamó uno de aquellos hombres al marcharse.

Yo todavía no había osado comunicarme con ninguno de los camaradas entre quienes estaba; su edad, sus cuerpos cubiertos de cicatrices, su fatigada experiencia, me cohibían. Yo era un niño; yo, recién llegado, no tenía derecho a importunar a aquellos veteranos de los caminos. Ellos tampoco demostraban deseos de hablar. Un grave silencio pesaba sobre el convoy, iluminado y vacío. Al cabo —¡cuánto se lo agradecí!— el sleeping me habló:

—¿Qué dice el bisoño…?

—Tengo miedo —repuse.

Al coche que iba a la zaga mía, le interesó el diálogo.

—¿Qué ha contestado el novato? —interrogó.

Repetí:

—Digo que tengo miedo.

—¡Más miedo tendrás —exclamó el sleeping— cuando echemos a andar: tú no sabes lo que es ir aquí…! ¡Y ya puedes alegrarte de que te hayan puesto en el medio del tren: es donde se camina mejor…!

Los viajeros iban llegando y repartiéndose a lo largo del convoy. Mi primer pasajero fue una mujer, lo que me pareció de buen agüero. Tras ella subieron otras muchas personas, y en pocos minutos mis redecillas para bagajes y mis asientos fueron ocupados. Pasaban diablas cargadas de baúles… Yo me sentía mal: la calefacción, la electricidad, el calor que irradiaban mis inquilinos, me causaban un desasosiego congestivo. Con impaciencia, aguardé la señal de marcha; ¡necesitaba aire…! A las siete, en punto, partimos. La máquina silbó.

—Ya nos vamos —observó el sleeping.

¡Irse…! Palabra divina y terrible en la que los conceptos de ser y de no ser, se dieron cita. Irse es convertir el Espacio en Tiempo, porque quien camina conforme va llegando va marchándose, y así realiza el milagro de no estar completamente en ningún sitio. ¡Y yo caminaba! Vi los andenes, que parecían resbalar hacia atrás; el arco de la marquesina de la estación que dibujaba una ceja enorme sobre el cielo crepuscular, los discos de señales en cada uno de cuyos cristales, blancos, verdes o rojos, había una advertencia…

Desde entonces, ¡cuántas enseñanzas y cuántas aventuras, me aportaron los años…! Conozco bien las principales regiones españolas, he atravesado todas las cordilleras, desde la Cantábrica a la Mariánica, y bajo mis ruedas han pasado todos sus ríos, desde el Bidasoa al Guadalquivir. Cerca de diez años consecutivos trabajé en la línea Madrid-Hendaya, una de las más bellas y más duras de la Península; luego pasé al correo de Galicia, y después de rodar una breve temporada sobre la vía de Asturias, la Compañía Madrid, Zaragoza y Alicante me compró y trabajé ocho años en la línea de Sevilla. Más tarde conocí la de Valencia. Últimamente, y durante dos lustros, fui uno de los nueve vagones del expreso Madrid-Barcelona. Asimismo he rodado por el litoral catalán hasta Cerbère. Tengo, pues, motivos sobradísimos para conocer el tumultuoso trajín de los caminos de hierro.

Hablaré primeramente de la máquina:

Antes las compañías ferroviarias imponían a sus locomotoras nombres de ciudades o de ríos. Con el ansia de velocidad que distingue a la vida moderna, aquella costumbre pintoresca se extinguió y los primitivos nombres fueron sustituidos por números; los números hablan más de prisa que las letras. Pero nosotros, los vagones, continuamos designando a las máquinas con quienes hemos trabajado por medio de remoquetes o apodos inspirados en el carácter de aquellas. Además de La Recelosa, cuyo miedo invencible a los abismos hacía sonreír al convoy, recordaré a La Fanfarrona, que murió en el terrible choque de Venta de Baños; La Tirones, llamada así por los muy fuertes que nos daba al arrancar, y los encontronazos que nos infligía al detenerse; la pobre frenaba mal y también finó trágicamente; La Caliente, que abrasaba, como ninguna otra, nuestros tubos de calefacción; La Económica, que sorprendía a los maquinistas y fogoneros por el poco carbón que gastaba; La Impetuosa, a quien desde un verano en que llevó a los Reyes a Santander la apodamos La Casa Real; aunque vieja, todavía trabaja; La Regadera, La Enanita, La Millanes, La Sin-Miedo

No ofrecen los diccionarios palabras que expresen el aplomo ufano, la confianza optimista, que inspira a los vagones una de esas enormes locomotoras alemanas o yanquis cuyo precio no baja de doscientas mil pesetas, y que con su fuerza y sus ciento veinte toneladas de peso, así pueden inmovilizar al tren casi instantáneamente, como arrastrarlo a una velocidad de noventa y aun de cien kilómetros por hora. La máquina es el alma del convoy, su voluntad embestidora, su verbo. Todas las iniciativas y todas las responsabilidades, suyas son. Ella silbará pidiendo vía libre, ella sabrá si debe avanzar o detenerse, y de noche sus ojos enormes —uno blanco, otro púrpura— aclararán el misterio entintado de los caminos. Ella nos envía el calor sagrado y escucha los llamamientos de nuestros aparatos de auxilio. Ella nos impulsa y con sus frenos nos agarrota. Un espíritu heroico de sacrificio la obliga a marchar siempre delante, como venteando los riesgos de la ruta; muchas veces, al tomar una curva, se despeñó ella sola. En cambio, por donde pase, su séquito puede avanzar también. En los choques —más de uno he sufrido— ella fue la primera víctima, y en el acto su despedazada mole, bermeja y humeante, se irguió ante el convoy como un escudo. Ella es la unidad y los coches los ceros; los coches son hembras, aunque la gramática los incluya en el género masculino. Cuando ella emprende alguna carrera vertiginosa, nosotros la seguimos contentos y dóciles, transmitiéndonos fielmente el vigor que nos manda y la retorcida columna de humo de su chimenea tiene, a nuestros ojos, la petulancia retadora de un airón. Desobedecerla equivaldría a morir. Pero ¿quién discutiría sus órdenes cuando su fuerza es la del Destino? La locomotora es el macho, es el sol…

El cariño de unos vagones para con otros no reviste este aspecto admirativo: es tan sincero como aquel, pero más llano, más íntimo, más de igual a igual, que, al cabo, aunque los sleepings creen merecer más que nosotros, los de primera ciase, como nosotros desdeñamos a nuestros camaradas de segunda, y estos a los de tercera, y los tercera a los furgones, quienes a su vez entre sí se invectivan y desprecian según la calidad de las cargas que suelen transportar —pues nuestra vanidad, como la de los hombres, aun a lo mínimo se agarra para papelonear y empinarse—, lo cierto es que todos somos hermanos, pues ante el peligro valemos lo mismo, y que nuestra vulgaridad y pasividad nos obliga a constantes armonía y obediencia.

Las unidades de los trenes llamados de lujo, no se desenganchan casi nunca; tanto por efecto de la natural desidia de los individuos encargados de su limpieza, como por aquella escasez de material rodante de que frecuentemente se lamentan las Compañías. De manera que el convoy llegado a Madrid por la mañana, procedente, verbigracia, de Barcelona, será el mismo que, anochecido, tras nueve o diez horas de descanso, salga para la ciudad condal. Esto, indudablemente, aprieta los lazos de nuestro mutuo afecto, y una convivencia diaria de meses y aun de años, nos permite conocernos íntimamente. Sabemos cuándo vamos bien o mal frenados, cuándo las cañerías del vapor de agua están expeditas, cuándo la vía ofrece peligros y si alguno de nosotros, al subir una pendiente o al coger una curva, necesita ayuda… Yo, viajando en el expreso de Hendaya, llegué a conocer los cambios atmosféricos en los crujidos del vagón que rodaba delante de mí. Lo apodábamos Doña Catástrofe, por haber descarrilado varias veces, y todos, aunque le queríamos, nos burlábamos de él: era un viejo coche a quien las humedades norteñas afligieron mucho. Su tablazón se hinchaba, y en las épocas lluviosas el infeliz gemía y tenía, de derecha a izquierda, un vaivén particular que nunca me engañaba.

Los convoyes de los mixtos y de los mercancías, se reforman a cada momento: en unas estaciones les añaden coches, en otras se los quitan; son organismos de aluvión, desprovistos de majestad y pergeñados exclusivamente para servir al comercio y a los pobres viajeros de tercera clase. Su aspecto abúlico y cobarde de rebaño, siempre me ha inspirado pena. Sus locomotoras son viejas y las gobiernan los maquinistas menos hábiles; cada vagón tiene un color y un tamaño, y los destinados al acarreo de ganados exhalan olores pestilenciales. Cuando el tren hace alto, los coches, mal ligados, chocan violentamente entre sí. ¡Bien se advierte que son los parias de la Compañía y que, sobre trabajar sin gusto, no se quieren…!

Por el contrario, nosotros, los distinguidos, fraternizamos bien y somos aventureros y alegres, como una compañía de comediantes. Por tales se tenían mis excelentes compañeros de la ruta de Sevilla, y con términos de la amable farándula nos burlábamos en nuestros breves ratos de descanso. La locomotora era La Empresa; el furgón de cola, por ser el más viejo, lo llamábamos El Barba; un primera era El Barítono, y el sleeping, testigo presencial de innumerables escenas de alcoba, La Primera Actriz. A mí, aunque conocían mi verdadero nombre, por lo nuevo y buen mozo, me apodaron El Representante.

En las estaciones del tránsito cuchicheábamos:

—La Empresa parece cansada; hoy llegamos con treinta minutos de retraso.

—Quien está fatigadísima es La Primera Actriz.

—No habrá dormido.

—¿Cómo iba a dormir, si anoche subieron a ella, en Córdoba, unos recién casados?

Mucho he peleado, pero también mucho reí sobre todos los caminos de España. Sin embargo, el convoy que recuerdo con cariño más férvido, es el primero; el del expreso Madrid-Hendaya. Lo componían el coche-correo, los dos furgones para equipajes, dos sleeping-cars, apellidados los Hermanos Sommier, y cuatro vagones de primera clase: El Tímido, que no podía curarse de su miedo a los túneles y años después acabó en el mismo descarrilamiento en que La Tirones halló la muerte; Doña Catástrofe, el decano; El Presumido, que se movía mucho, particularmente en la tierra llana; El Misántropo, a quien adjudicamos este epíteto por su escasísima inclinación a hablar, y yo. Todos ellos viven en mi memoria, y no puedo evocarlos sin emoción. Son mi infancia y a su lado, fortalecido por ellos —todos eran más viejos que yo— afronté los primeros riesgos.

¡Cuánta experiencia —que es sabiduría de primera clase— acumulé en el transcurso de mis largos éxodos…! ¡Cómo aprendí a conocer la vida y a desmenuzarla…! Yo he sido hostal ambulante de militares, de curas, de monjas, de comediantes, de estudiantes, de toreros, de ministros, de ladrones, de enamorados, de ricachos holgazanes, de hastiados que huían de sí mismos…; y tanto convivieron conmigo, tantas veces me rozó el aliento de sus lacerias y de sus ansias, que ahora la envidia, la ambición, la traición, la avaricia, la hipocresía, el disimulo… todo ese venenoso manojo de víboras que dormitan en el fondo del alma humana, me son familiares y… ¿a qué negarlo…? casi son mías también. Además, en esa velocidad, en esa inquietud perpetua, rasgo-cumbre de mi arquitectura moral, hay mucho de ansiedad, de impaciencia, de bravura, de furor…

No me sorprendería, pues, que a veces mis lectores se olvidasen de que es un vagón quien habla: porque mis confesiones son tan humanas, corren por ellas tantos jugos de maldad y de dolor, que obra de hombre parecen.