Demasiado adivino la sorpresa que estas confesiones mías han de producir.
—¿Cómo? —exclamarán los hombres—. ¿Es posible que los objetos que estimamos inanimados gocen de una vida consciente y razonadora, análoga a la nuestra?
Así es, efectivamente; y yo procuraré explicar cómo la noción precisa de que existo nació en mí, y cómo vive cuanto parece muerto.
La Vida y la Muerte son los dos gestos, las dos máscaras, de una fuerza absoluta; y la Creación, como una serpiente de tres anillos correspondientes a los tres reinos de la Naturaleza. Por consiguiente —y esto lo sé bien porque yo vengo de abajo, de los árboles y de las minas de hierro— la Muerte, realmente, no existe; la Muerte no es más que un cambio de forma, un cambio de actitud, que la Energía Única adopta para continuar viviendo. De otro modo: para la Vida —este substantivo debemos escribirlo siempre con mayúscula— morir es… mudarse de traje…
Desde la estructura de una piedra, a la estructura y composición del cerebro de Einstein, la inteligencia traza una escala con más peldaños que la célebre de Jacob; pero no dudemos de que el cerebro de Einstein tiene algo de piedra, ni tampoco de que en las piedras existen partículas infinitesimales, micras de luz, de la gran luz que brilla bajo el cráneo del famoso alemán. Mi cosmogonía es muy sencilla:
El Universo es una Fuerza infinita que ocupa lo infinito, e incesantemente trabaja sobre sí misma para mejorarse, con lo cual va acercándose a la Luz. Cuando todo el universo sea Luz, es decir: Inteligencia, Equilibrio, Serenidad, cesará el movimiento, y la Vida se sumergirá en el deleite de mirarse a sí misma, y entonces la Muerte morirá, porque nada sentirá la necesidad de renovarse.
Dicha fuerza está formada por las miríadas de millones de astros que pueblan el espacio, cada uno de los cuales representa una idea, del cerebro infinito. Esas, que llamaré Ideas-Mundos, van y vienen, y se atraen y se encienden o apagan en el espacio, exactamente lo mismo que las pequeñas ideas del cerebro del hombre. Y, según transcurre el tiempo, esas Ideas-Mundos, gracias al constante trajín de la Muerte y de la Vida, van depurándose. Porque la Vida, en su concepto más alto —que es el que yo explico aquí— se reduce a la eterna aspiración de la materia a convertirse en espíritu.
Examinemos la historia de nuestro planeta, semejante, sin duda, a la de otros mundos:
En sus principios la geología lo presenta como una ingente hoguera. Todo él era fuego, es decir, verbo, acción, anhelo de ser, voluntad; una voluntad no es más que una antorcha. Cuando los vapores de aquel portentoso incendio se convirtieron en aguaceros torrenciales y la corteza terrestre empezó a solidificarse, nacieron los primeras minerales. La materia es la base, lo más torpe; y este cimiento, inseguro aún, tiembla, se resquebraja, vuelve a licuarse en las llamas, y de nuevo torna a enfriarse y resurge. Estos fueron los gestos rudimentarios, los balbuceos iniciales de la Muerte; la Muerte apareció la primera vez que una piedra perdió su forma. Millones de siglos después —el Tiempo prodiga su caudal— se inicia la aurora del reino vegetad. El organismo telúrico imperceptiblemente se complica, se enmaraña, se subdivide; la evolución cósmica marcha siempre de lo indefinido a lo rotundo, de lo nebuloso y homogéneo a la heterogéneo y preciso. Lo que llamamos inorgánico —que no lo es absolutamente— se convierte en planta, y, a su vez, las plantas vuelven a la tierra. Es evidente que, conforme la Vida adelanta, la Muerte se perfecciona en su oficio. Tras el reino vegetal, que ha de servirle de alimento, llega el reino animal. La Muerte ríe, está contenta. Más tarde, infinitamente más tarde, nace el primer hombre; el hombre rudimentario, el instintivo, que se mueve dentro de las fronteras de la animalidad. La idea de civilización florece mucho después, y se exasperará de día en día, porque la Vida —como antes dije— es el anhelo insaciable que sufre la Materia de hacerse Espíritu.
Aclararé mi teoría con un ejemplo:
En el hombre —tuve ocasión de observarlo mil veces— la parte física declina con la edad. Admitiendo que un viejo y un joven posean idénticos grados de inteligencia, siempre el viejo demostrará en sus gustos mayor espiritualidad que el joven. La desorganización, la ruina, vienen de abajo, de la tierra: la vida que antes se extingue en el individuo es la sexual; luego, la estomacal o vegetativa; y cuando ya en él todo está derrumbado y casi a oscuras, el cerebro resplandece aún.
Lo propio acontece en el mundo: la materia se transmuta en vegetal, los vegetales en carne animal, y los elementos nutritivos de esta, en actividad cerebral; una ostra puede ser inspiración en el cerebro de un ingeniero. Luego cuando ese cerebro, esa materia, que vivió en íntimo trato con el pensamiento, vuelva a la tierra, perfeccionará a la tierra, porque descomponiéndose en ella la transmitirá algo de su distinción. Y así yo afirmo que un aparato construido con tierra del cementerio del Padre La Chaise, ha de ser mejor, más sensible y preciso, más inteligente —para decirlo de una vez— que otro, al parecer igual, fabricado con elementos de un campo cualquiera.
La Tierra era, indiscutiblemente, en sus remotísimos comienzos, más torpe, más bruta, que lo es hoy. Hace veinte mil años Edison no hubiera podido inventar el fonógrafo, ni las ondas hertzianas se hubiesen producido, porque entonces la materia vibraba mal. Afortunadamente, esa materia ha muerto y resucitado millares de millones de veces, y cada una de sus existencias ayudó a sutilizarla y ennoblecerla.
Repetidas veces oí hablar a los hombres de la clemencia actual de sus costumbres. Antes —dicen— la humanidad era más cruel. Ellos atribuyen esa mayor bondad a un mayor grado de cultura. Cierto: pero ¿no es la cultura una exasperación de la sensibilidad…?
Poco a poco la materia —toda la materia— se ha vuelto más sensible: los animales, las plantas… ¡hasta las piedras…! sienten más que antaño. A la Civilización coopera todo: la Civilización no es más que el resultado de nuestro miedo a sufrir.
Las victorias milagrosas de la física y de la biología aflojan los nudos más apretados del Supremo Misterio, y poderes insospechados, surgen timoneando el dinamismo de los átomos. Yo me hallo muy bien situado en la Vida para disertar acerca de todo esto, pues conozco a los hombres, y recuerdo asimismo el alma de los bosques y de las minas de donde procedo. Nada se pierde, nada es estéril, y hasta el ruido levísimo que una hoja seca produce al caer, repercute en el cosmos, porque un movimiento no concluye sin que otro movimiento empiece. ¿Quién no oyó hablar del vigor interatómico de los cuerpos…? ¿Conocéis cuanto la psicometría enseña acerca de las emanaciones de alma o de pensamiento —las designaré así— que los seres vivos dejan en los objetos que parecen muertos? ¿Y las cábalas del coronel Rochas relativas a la llamada por él exteriorización de la sensibilidad…? ¿Habéis leído lo que el doctor Carlos Russ ha dicho respecto a la fuerza magnética de la mirada; o a la capacidad que, según el profesor Russell, tienen ciertas maderas, particularmente el pino escocés, la encina, el haya, el sicomoro y el ébano, de impresionar en la oscuridad las placas fotográficas…? ¿Y no sabemos también que los grabados en acero, transcurrido cierto tiempo, comunican su imagen al cristal que dos cubre…?
En un día, lejano aún, pero que llegará, el hombre obtendrá la posesión de lo Absoluto; y ese día la humanidad traducirá la canción de los ríos, y el idioma de das montañas. ¿Cómo dudar de la Ciencia? Edison sujeta en un cilindro la voz de los muertos, y gracias a él los labios que ya no se mueven siguen hablando; Marconi lanza la palabra humana sobre los mares sin necesidad de hilos conductores; Friesse Greeve se apodera del movimiento y lo sujeta —¡oh paradoja!— en una cinta de celuloide, y Curie demuestra científicamente la posibilidad de que Moisés apareciese ante su pueblo con la profética frente orlada de luz.
Y si las vibraciones sonoras se detienen en los discos fonográficos, y las investigaciones de Russell prueban que los objetos fijan su imagen sobre aquella pared en que su sombra se proyectó durante varios años —lo que serviría para explicarnos la tristeza de los espejos antiguos— ¿por qué asombrarse de que yo haya recogido algo de la vida de los incontables millares de personas que vivieron en mí…? ¿Visteis la expresión, rotundamente humana, que adquieren los guantes con el uso? Un guante, caído en el suelo, es como una mano cortada; la mano le transmitió su nerviosidad y su elocuencia, su alma…
Este es mi caso. A la sensibilidad inherente a las maderas de que estoy formado, debe Añadirse la que recibí, por contagio, de los operarios que me construyeron. Yo retengo las imágenes, como las placas fotográficas, y recojo los sonidos al igual de los cilindros fonográficos, y asimismo soy accesible a las emociones del olfato, del tacto y del gusto. En mí, sin embargo, los órganos de la percepción no se hallan circunscritos y delimitados, como en el hombre. En lugar de cinco sentidos, poseo un sentido que resume el funcionalismo de aquellos; un sentido que, semejante a una epidermis, cubre todo mi cuerpo; un sentido que es mi alma, mi conciencia, mi Yo; y con el cual, a la vez, oigo, veo, huelo, palpo… y así todo mi Yo se halla íntegro y simultáneamente en cada una de mis partes. Mi psicología, aunque elemental, me satisface. Evidentemente la vida de relación en los animales es más activa, más intensa, pero esto mismo les agota y obliga a dormir; mientras yo, salvo momentos contadísimos, nunca tengo sueño, y así, viviendo menos que ellos, acaso viva más.
Todo lo que sé —muy poco— lo aprendí oyendo conversar a mis viajeros, y leyendo en los periódicos y en los libros que ellos leían. Cada persona que entraba en mí —y fueron muchas en los cuarenta años que llevo de existencia— era para mí una idea nueva. Espiaba sus actitudes, atendía a tedas sus palabras, procuraba, en fin, aprendérmela de memoria… Y este estudio perseverante fue acercándome a ellas, e inculcándome una vida muy semejante a la humana.
Los hombres no sospechan nada de esto. Si en la paz de la noche, y hallándonos detenidos en cualquiera estación, alguno de mis miembros cruje, ellos nunca imaginan que en ese ruido pueda haber un dolor, un recuerdo o un comentario; ellos oyen el silencio, pero su sensibilidad no recoge lo que dice el silencio. A veces quieren comprender… pero no pasan de ahí. Muchas veces dos amantes, al hallarse solos, se han besado; y luego de besarse miraron a su alrededor, pareciéndoles que alguien podía haberles visto. ¡Lo cual era cierto, porque yo les había visto…! Pero esta emoción no pasó en ellos de la categoría de adivinación o presentimiento, y se borró en seguida.
Los autores gustan de escribir sus Memorias al empezar a sentirse viejos; en esa edad, delicadamente melancólica, en que la Vida, separándose un poco de ellos, se hace recuerdo.
Los présbitas no ven bien de cerca; a distancia, sí; y la presbicia no se presenta, en los hombres de vista normal, antes de los cuarenta años. Se la creería una compañera de la experiencia y del desengaño. Con lo cual la Naturaleza —ironista sutil— parece decirles:
—¡La Vida…! ¡no es que sea mala…! Pero, ya que no puedes seguirla, mírala desde lejos, Es mejor…
Yo, no hice esto: mi vida está escrita a trozos, rápidamente, desordenadamente, según la viví. Como ella, estas páginas son una improvisación.