Somos cuentos contando cuentos, nada.
Ricardo Reis
Érase una vez un oficinista llamado Pelayo Daza que, una tarde cualquiera de mediados de diciembre, se entregaba a la observación de la cesta navideña que se encontraba sobre su mesa con una determinación feroz, desproporcionada, como si pensase que pudiese echar a andar en cualquier momento. La cesta navideña era un ejemplar de lo más común: roscos, bolitas de coco, botes de melocotones y piña en almíbar, un par de botellas de cava, varias tabletas de turrón, todo ello envuelto en un mosquitero de celofán verde, rematado por un complicado moño rojo. Nada contenía que la diferenciase de la del año anterior o la hiciera merecedora de tan desaforado escrutinio. Pero Pelayo se conocía lo bastante bien a sí mismo como para saber que con aquel gesto cortés la empresa de seguros para la que trabajaba no estaba haciendo otra cosa que condenarlo a una interminable semana de padecimientos estomacales, pues pertenecía a esa clase de gente obsesiva y maniática, expertos en la alquimia de convertir en tragedia el hecho más nimio. No dejar para mañana lo que se podía hacer hoy era una de las máximas que lo gobernaban sin piedad. Ahora, contemplando la nueva cesta, Pelayo recordaba con grima la ilusión que le había embargado el año anterior al recibir el regalo de la empresa, lo mucho que significó para él aquel reconocimiento de la firma, que celebraba con frutas confitadas su nuevo cargo, un puesto de los de mesa y calefacción conseguido tras dos largos años de trabajo de calle donde toda recompensa navideña se reducía a un christma tan impersonal que hasta la zambra de los pastores en torno a la hoguera resultaba falsa, como si fuesen enfermos de sida o alguien les apuntase con un arma. Feliz de pertenecer a la gran familia de una empresa donde no era del todo imposible medrar, esa noche Pelayo desgajó de la cesta una tableta de turrón y amuebló el frigorífico con el contenido restante, sin saber que con aquel gesto inauguraba un episodio de pesadilla que no podría resolverse más que con su ingreso en el hospital. Ya esa noche tuvo Pelayo que visitar su frigorífico en busca del bote de melocotones, pues una serie de angustiosos cálculos le dictaminaron que, a un ritmo habitual, no podría dar cuenta de la cesta sin abolir del todo el riesgo de que parte de su contenido se echara a perder. Al día siguiente compareció en la oficina con un punto más en la correa, un peso muerto en el estómago y una memoria de miel en el paladar que incluso le hacía sentir náuseas ante las novelitas rosas con las que las risueñas recepcionistas mataban el tiempo entre llamada y llamada. Pero a pesar de las protestas de su estómago, que desaconsejaban cualquier nuevo atracón, Pelayo era incapaz de encarar la pantalla de su ordenador y no ver otra cosa que fruta pudriéndose. Cuando por la tarde regresó a su apartamento, trató de llevar una existencia normal, pero le resultó imposible entregarse a ninguna ocupación sin tener que interrumpirla con regulares visitas al frigorífico para comprobar que éste seguía enchufado, que el aparato era el dócil electrodoméstico de siempre, incapaz de la menor traición. Comprendió entonces que había sido blanco de un regalo emponzoñado. Y supo que sólo había una forma de acabar con la maldita situación: eliminar de raíz la causa del problema. Pelayo conservaba aún en su memoria el furioso vaivén de la ambulancia, la desagradable familiaridad con que la mascarilla de oxigeno se acopló a sus facciones, el tubo aventurándose alegremente por su nariz, ser penteándole garganta abajo, y especialmente aquella succión inmunda que le hizo comprender que por muchos penales que visitase jamás padecería una profanación mayor.
Esa tarde, cuando el mensajero de la empresa se presentó en su apartamento con la cesta navideña, Pelayo Daza sufrió un mareo que a punto estuvo de desplomarlo sobre la alfombra. Fue como reencontrarse con un enemigo del pasado al que daba por muerto. Contempló despavorido cómo el mensajero la depositaba sobre la mesa del salón con una sonrisa cortés que se le antojó malévola, y cómo incurría incluso en la desfachatez de adelantar hacia él una mano que esperaba ser recompensada por haber introducido en su hogar aquel engendro del demonio. Pelayo se apresuró a despacharlo con unas monedas embalsamadas en el sudor aparatoso de las suyas, cerró la puerta a sus espaldas y encaró la maldita cesta, que ya lo miraba desde la mesa de su salón, altiva y retadora. En principio, se supo vencido, consciente de que su moral no le llegaría para arrojarla sin más al contenedor de la esquina, por muchos bebés que rescatasen de su interior a diario. Trató de prepararse para enfrentar una existencia de años coronados por la continua reaparición de la cesta, que le recordaría con una puntualidad irreprochable que el infierno sabía a melaza. Abatido, se sentó en el sillón, dándose fuerzas para afrontar su dulce destino, convenciéndose de que a la enfermera que le había atendido le sobraban menos kilos de los que recordaba y que el hecho de que ella le introdujese un tubo por el gaznate ya hablaba de una intimidad que sólo había que pulir.
Fue entonces cuando contempló la posibilidad de regalar la cesta, y le vino a las mientes aquella abuelita que había conocido el año anterior, cuando pateaba las calles en busca de clientes a los que embaucar para ganarse su misera comisión. Peinaba esa tarde un barrio de los suburbios sin demasiada fe, y el hecho de que aquella anciana le abriera la puerta con tal franqueza, sin repudiarle por la mirilla o someterlo a un interrogatorio policial a través de la cadena, y la innegable penuria que se adivinaba con sólo lanzar una mirada por encima de su hombro, instaron a Pelayo a despedirse con una disculpa y volver sobre sus pasos, sin comisión pero con escrúpulos. Engañar a una anciana a la que la vida parecía haber estafado ya hasta la saciedad le pareció un acto impío. Pero fue la abuelita quien lo atrapó del brazo con desesperación mal disimulada para invitarle a pasar, que tenía café en el fuego y por algún lado debían quedarle magdalenas de la última vez que tuvo visita. Aunque malgastar media hora haciendo compañía a una ancianita solitaria y exuberantemente pobre, oyéndola hablar de cómo la habían abandonado sus hijos o cómo la atormentaban sus achaques, no le parecía una empresa rentable se mirase por donde se mirase, aún hoy es incapaz de explicarse Pelayo por qué aceptó su invitación. Lo cierto es que apenas asintió con la cabeza, aquella anciana escuchimizada, que se abrigaba con una bata que en otros tiempos debió de ser azul y olía a caramelos mentolados, ya lo empujaba por un corredor de catacumba que desembocaba en una salita oscura y diminuta, tan abarrotada de muebles prehistóricos que más parecía un anticuario. Pelayo comprendió enseguida que se encontraba en su cubil porque allí se respiraba un aire mentolado, que sólo podía obtenerse del paladeo ininterrumpido y conciemudo de cantidades industriales de caramelos balsámicos. La estrechez de la estancia era tan rotunda que los muebles se arrebujaban unos contra otros como reses en un establo. Una ventana angosta escanciaba una luz desvaída que se posaba sobre ellos como serrín, y Pelayo tuvo que hacer grandes esfuerzos para diferenciar una cómoda, un perchero, una mesa camilla, dos mecedoras gemelas, tres sillas y tal vez una estantería, aunque no se atrevía a poner la mano en el fuego.
Su anfitriona marchó entonces por el café y Pelayo dispuso de la intimidad suficiente para acercarse a la hilera de retratos que crecían como un liquen sucio en la parte superior de la cómoda. Pertenecían todos ellos a la misma persona, y estaban dispuestos cronológicamente, de manera que podía verse cómo una niña se hacía mujer de izquierda a derecha. En algunas aparecía también la anciana, siempre en un discreto segundo plano, pero su presencia se iba difuminando hacia la derecha, como si empezara a sobrar. Pelayo imaginó cuánto debía escocerle a la anciana pasar la mirada por aquellas imágenes que ilustraban la construcción de su soledad. Sintió un odio extremo hacia la muchacha ingrata que sonreía sin remordimientos en la última foto, saboreando ya su huida del nido, la aventura excitante de la independencia. Fue en uno de los cajones de la cómoda donde su anfitriona, tras regresar de la cocina con una bandejita en la que patinaban un par de tazas de café y un azucarero de latón, indagó hasta rescatar un platito con lo que parecían las sobras de una Navidad remotísima. Dedicó luego a su huésped un gracioso gesto, invitándolo a sentarse en una de las mecedoras. Los suaves modales de la anciana, el pintoresco moño que sujetaba sus cabellos, la franqueza de su sonrisa, aquella forma tan leve que tenía de depositar su mirada sobre él y el olor visionario de la menta se aliaron para inocular en Pelayo una sensación de bienestar que hacía siglos que no sentía. Todo lo predisponía a la confidencia. Se sentó en la mecedora como quien se acomoda en un diván, y antes de darse cuenta ya deshilvanaba su vida ante la sonrisa cómplice de la anciana. Se sorprendió de que una existencia como la suya, tan deficitaria de episodios relevantes, le alcanzara para dos horas largas. Pero lo cierto es que cuando terminó de hablar la noche caía a plomo en el exterior y ellos podían reconocerse gracias a la luz desmayada de una lamparita que la anciana debía de haber encendido en algún momento de su atropellada plática. Se despidió sintiéndose el alma mucho más ligera, pero sin atreverse a encarar el rostro de la anciana por temor a reconocer en él la expresión amarga de los estafados, pues sin pretenderlo, había sido él y no ella quien había desbordado sus angustias en aquel cuarto oscuro y mentolado.
Aún se sonrojaba Pelayo al recordar el cariz de las confidencias con que había ametrallado a su anfitriona, especialmente la fría autopsia a la que había sometido su existencia, cómo la había desbrozado sin miramientos de todo cuanto no era importante para descubrir que poco era lo que quedaba tras la poda, apenas una espina de irrebatible soledad. Una soledad que sólo podría demoler, había reconocido en un alarde de descarnada sinceridad, con la anhelada compañía de una mujer que dibujó según su horma, cariñosa e ingenua, y tan deseosa cómo él de tener con quien coincidir bajo las sábanas tras una jornada agotadora y lúgubre. Una mujer capaz de revelarle el sentido de su nacimiento, de contagiarle con una mirada el salvaje deseo de vivir, una mujer a la que creía reconocer a todas horas en el autobús, en el parque rodeada de palomas, en la biblioteca absorta en un Atlas, y que a veces abordaba con torpeza sólo para descubrir que no sería ella la encargada de robarle el frío a sus días, que si no tenía tiempo para un café mucho menos iba a tenerlo para desarticular sus miedos y espantar a los monstruos. De camino a casa pudo reflexionar Pelayo largamente sobre la manera tan brava con la que el hombre abría su corazón a los desconocidos, envalentonado por la seguridad de saber que nada de lo dicho podrá ser utilizado en su contra. La anciana había enfrentado el temporal con un aplomo digno de elogio. Regalarle la cesta era casi una obligación.
Las tres horas largas que quedaban para que anocheciera acabaron de decidirle. Además, ya no necesitaba ir hasta allí a pie: ahora tenía coche. Resolvería el asunto en menos de media hora, y luego de nuevo a su plácida existencia sin amenazas, a su tranquila vida sin cestas. Tomó el presente y, dado que el cielo meditaba lluvia, decidió estrenar el impermeable rojo que su madre le había regalado por su cumpleaños, allá por julio, con su característico espíritu visionario. En la calle no le fue difícil encontrar su coche. Lo había comprado de segunda mano nada más ascender, harto de ir a pie a todos lados, y aún no podía evitar una punzada de emoción cada vez que lo descubría aguardándolo con fidelidad de perro viejo en el mismo sitio donde lo había dejado el día anterior, con el capó escarchado, las ruedas meadas y el techo decorado por las palomas. Hoy algún chaval del barrio le informaba que se follaba a su madre con una caligrafía trabajosa sobre el sarro del parabrisas. Tras sacudir la cabeza, manifestando ante la pintada un disgusto más teatral que sincero, Pelayo subió al coche, sentó a la cesta de copiloto y giró la llave de contacto. El vehículo emitió un jadeo angustioso que no presagiaba nada bueno; luego enmudeció, como un animal herido al que un tiro de gracia priva del calvario del sufrimiento. Pelayo descubrió entonces que su provisión de esperanza era muy superior a la media, pues invirtió casi una hora en repetir el gesto de arrancar antes de admitir que la aterida batería del coche no tenía intención alguna de producir la chispa resucitadora esa tarde. Se dejó caer sobre el asiento, deprimido, y contempló la cesta con desánimo. Pensó en regresar al apartamento y empezar cuanto antes a diezmar su contenido, qué remedio, cuando le volvió a la mente la desangelada estampa de la anciana en su mísera salita, lejos de toda Navidad posible, arrancando a la mecedora una musiquilla tétrica con el bulto breve de su cuerpo embriagado de menta. Era una lástima que su gesto no pasara de una buena intención, cierto, pero no era culpa suya que el coche hubiese elegido aquel momento para su primera traición. Sin embargo, por muchas excusas con las que Pelayo pudiese aplacar su conciencia, la cesta navideña parecía tener como misión ineludible irrumpir en aquel hogar de los suburbios con el propósito de exorcizar el espíritu de las Navidades malogradas. Salió del coche, tomó la cesta y contempló con una mezcla de resignación y heroísmo el final de la calle, su horizonte erizado de edificios envueltos en los claroscuros de los primeros nubarrones, el guante arrojado que representaba aquel confín nebuloso que esa tarde parecía haber exagerado su misterio.
Echó a andar con paso decidido, sin querer despiojarse la memoria no fuera a ser que el no recordar más que de una manera vaga el domicilio de la anciana acabase de arruinar la escasa fe que tenía en la empresa que iba a acometer. Se detuvo, sin embargo, a la hora larga, con las manos heladas y ios pies abrasados, en una encrucijada de calles que acabó por demoler las limitadas esperanzas que abrigaba de encontrar su destino. Recordaba el nombre de la calle donde vivía la abuelita, Rosaleda, y estaba casi seguro de poder reconocer su inmueble si lograba llegar hasta ella, pero aquella ramificación imprevista complicaba su misión. Por qué todo era tan difícil, por qué el mundo estaba dispuesto de tal manera que hasta la acción más altruista resultaba engorrosa, por qué vivir resultaba un ejercicio tan arduo y doloroso. Enojado, alzó la cabeza hacia el cielo, y contempló la inquietante estampa de dos nubarrones embistiéndose como bisontes. Allá arriba la tormenta cuajaba con pereza. El pub que se encontraba en una de las esquinas se le antojó entonces el sitio perfecto para reponer fuerzas, darse ánimos y prender la calefacción interior con una copa de coñac.
Entró en el local, un sitio alargado como un vagón de mercancías, y escogió la mesa más próxima a la cristalera, desde la que podía contemplar a un tiempo el vaivén de peatones y nubes. ¿Iba o no iba a llover? ¿Era necesario aquel suspense? Pidió un coñac a un camarero que llegó hasta él arrastrando los pies como un moribundo, y tras incendiarse el alma con un trago ávido, se dejó caer sobre el asiento y miró la cesta con cierto enojo. Quizá fuese mejor olvidarla allí como por descuido, regresar a casa, decorar el árbol y tragarse otra vez la enésima reposición de Qué bello es vivir, sabiendo de propia mano que vivir es triste, agotador, decepcionante, cualquier cosa menos bello.
Sin decidirse, paseó Pelayo por el local una mirada de explorador. La clientela de los pubs siempre le deprimía, por cercana, ya que rara vez pasaba de ser un muestrario de las diferentes soledades que el hombre podía experimentar en su travesía hacia la nada. Desperdigados por las mesas, con una copa entre las manos, podían verse tipos de todo pelaje y condición, hermanados sin embargo por el blasón de una mirada perdida, tipos que quizá matarían por librarse de lo que, dos mesas más allá, otro mataría por tener. Y no es que él tuviera gran cosa tampoco, aparte de aquella cesta navideña que le estaba amargando el día. En ocasiones pensaba que la vida, por el mero hecho de aceptarla, debía garantizar un amigo con el que jugar al squash, otro con el que compartir confidencias al calor de algún licor y una mujer que lo adorase con disposición de bacante; y aunque reconocía que se podía resistir en pie sin los dos primeros, sabía que se precisaba un interior de eremita para sobrevivir sin lo último. Dio un nuevo sorbo de coñac, cerró los ojos y, por hacer el chiste y aprovechar la coyuntura, pidió a las fuerzas atávicas de la Navidad la compañera a la que creía tener derecho. Y como si la realidad careciera de sentido del humor o su existencia no fuese otra cosa que una de esos musicales antiguos, la mano de una mujer se posó, mariposa cálida y dulce, sobre la suya.
Abrió mucho los ojos Pelayo al recibir el calambrazo del contacto, la quemadura de una piel distinta a la suya, y el rostro se le descompuso por el vértigo de encontrar a su lado a la mujer solicitada. Ocupaba la silla de la cesta, el regalo en el suelo, entre sus tacones, y un vistazo le bastó a para maldecirse por la Iigereza de su súplica, por la pobre exactitud de su deseo, pues la fémina que le habían servido los duendes navideños se salía con creces del presupuesto. Mujer era, sí, pero una de esas mujeres devoradoras de hombres, una auténtica loba urbana hambrienta de compañía que ya pasaba un dedo por el borde de su copa y le preguntaba, melosa, si tenía planes para el resto de la tarde, tarde fría, tarde helada como podía verse, tarde casi noche ya, y noche todavía más fría. Pero Pelayo tenía planes, vaya si los tenía, planes ineludibles, debía llevar la cesta a la casa de la abuelita, y Ios expuso atropelladamente, con una voz de falsete que daba pena, como queriendo convencerse a sí mismo de que era realmente la cesta lo que le Impedía aceptar la oferta de la mujer, que nada tenían que ver su exceso de maquillaje, la osadía del traje, la rebuscada sensualidad de la melena, lo intimidante de sus gestos o la hambruna milenaria de sus pupilas. Que era la cesta, el compromiso adquirido con la maldita cesta y no el miedo que se le concentraba en el estómago con sólo imaginarse encerrado con aquella loba en un dormitorio, desamparada veleta en el huracán de su lujuria, lo que de verdad le obligaba a rehusar su atractiva propuesta, que en otras condiciones no lo hubiese dudado ni un momento dado que le parecía una mujer realmente encantadora, de una hermosura fuera de lo común, pero ahora, lamentablemente, tenía que marcharse, y marcharse ya, pues aún debía encontrar la calle Rosaleda, ¿acaso ella la conocía? La mujer estudió un minuto al nervioso Pelayo, antes de informarle con una mueca de desprecio qué brazo del cruce debía tomar para llegar hasta allí. Pelayo escupió un gracias, recogió la cesta y abandonó el pub tratando de que sus pasos lucieran una tranquilidad que en absoluto sentía.
Una vez fuera, se escurrió por la calle mencionada, alejándose lo más rápido posible del catafalco de su hombría, porque tras su penosa actuación de nada servía ya seguir echándole las culpas a la vida. Él era el máximo promotor de sus desdichas, el único responsable de que su expediente sentimental permaneciera todavía inmaculado. Pero por una vez intentó Pelayo distanciarse de lo sucedido, evitar lacerarse con la rememoración de una escena que no podía cambiar, y apresuró el paso bajo aquel cielo tumoroso. Un resplandor azafranado alumbró el horizonte, anunciando el estrépito cacharrero del trueno, y los nubarrones ensayaron una lluvia tenue. Pelayo se subió la caperuza del impermeable, donde las gotas impactaron como cálculos renales, y trató de proteger la cesta lo más posible. Una hora larga le llevó comprender que las mujeres despechadas son capaces de las más refinadas crueldades: misteriosamente, cada paso que daba parecía alejarlo más de los suburbios, y eso merecía una reflexión. No quería admitirlo, pero todo parecía indicar que la loba lo había enviado adrede por una calle equivocada. Se detuvo y lanzó una maldición. No aguantaba más. Pensó en entregar la dichosa cesta al primero que pasase, largarse a casa, darse una ducha para arrancarse el frío del cuerpo y, si el televisor no le proponía nada mejor, rajarse las muñecas con el cuchillo del pan, por ver si en el más allá le iban mejor las cosas. Pero la imagen recurrente de la abuelita se instaló de nuevo en su mente para disuadirle, de manera que Pelayo apretó los dientes y desandó lo andado hasta regresar de nuevo a la encrucijada del pub. Una vez allí, escrutó por su cristalera con disimulo, pero ya no había rastro de la loba. Probablemente se encontraba devorando a algún otro con menos escrúpulos. Estudió entonces la encrucijada, y escogió finalmente la calle contraria a la que le había indicado la mujer, tal juzgó su grado de maldad.
Y no se equivocó. Apenas dio cuatro pasos cuando ya los detalles empezaron a cosquillearle en la memoria. Pelayo había estado allí antes, armado con su maletín, peleando puerta por puerta una comisión. Era una de esas calles del extrarradio que parecen sin terminar, a orillas de una nacional transida de camiones frigoríficos, donde se alternaban feos inmuebles de fachada tiñosa con descampados greñudos de matorrales y parquecitos repujados de hipodérmicas. La mayoría de las farolas habían sido apedreadas, de manera que la iluminación corría a cargo de la luna que de vez en cuando revelaba la neblina y de los resplandores de las muchas fogatas en torno a las que se congregaban los nativos del lugar. A distancia, aquellos individuos de semblantes anaranjados por las llamas no parecían peligrosos, más bien adquirían cierto encanto pastoril que Pelayo decidió no perturbar, a pesar de que todo su ser clamaba por un minuto de hoguera. Una sonrisa triunfal le prendió el rostro al descubrirse ante el inmueble donde vivia la anciana. Era un bloque de pisos de aspecto desarreglado, con la fachada renegrida por el humo de mil camiones y las ventanas unidas por una telaraña de cordeles, como si los vecinos se abordasen por la noche unos a otros. De ellos colgaba, mecido por el viento, el amplio y variado catálogo del que la humanidad dispone para cubrirse sus vergüenzas. Junto al portal, en un bidón herrumbroso, prosperaba también una fogata. Un nutrido grupo de personas, entre los que no le pareció reconocer a la anciana, exponía sus manos al consuelo de la lumbre, que un par de zagales avivaban con trozos de madera. Quien proveía la hoguera era un joven atlético que enarbolaba con gracia un hacha, transformando en leña sillas desvencijadas, mesillas maltrechas y cualquier mobiliario inservible que le colocasen delante. Pelayo estuvo unos minutos contemplándolos hasta que se sintió ridículo allí inmóvil, con su caperuza y su cesta.
Los golpes del leñador lo siguieron al aventurarse en el edificio, como un remedo de su corazón. Remontó Pelayo las escaleras sin pensárselo mucho, con la esperanza de tropezar con algun detalle conocido que le indicara en qué planta debía concluir la escalada. La familiar conjunción de un aplique roto, un extintor descascarillado y una pintada que, complementando un falo de trazo rupestre, le garantizaba un goce indescriptible si accedía a bajarse los pantalones allí mismo, le hizo detenerse en el quinto. Utilizando los recuerdos a modo de lazarillo, avanzó por un corredor larguísimo y hediondo, dramáticamente iluminado por los relámpagos, hasta terminar ante una puerta que lucía sobre la mirilla la efigie de una Milagrosa. Aquella era la puerta de la anciana, sin duda. Aquella era la puerta que impedía que el perfume de la menta se derramase escaleras abajo, contaminando el barrio de un frescor prodigioso, convirtiéndolo en una suerte de purgatorio desinfectado. Pelayo se aclaró la garganta, alzó la cesta y pulsó apenas el timbre. Su gesto provocó un eclipse en la mirilla. La abuelita se iba volviendo más cauta con los años. Pelayo se parapetó tras la cesta, y desencajó los labios en una sonrisa de pasta de dientes. Tras un instante que se le antojó eterno, oyó cómo alguien manipulaba una cantidad innumerable de cerrojos. Lo aturdió no encontrarse con los ojos calmos de la abuelita, sino darse de bruces con la mirada malévola de la loba, que se cubría con una bata que en otros tiempos debió de ser azul y olía a caramelos mentolados, cosa que le anegó la mente de cábalas imposibles. La mujer estudió su pasmo, y luego meneó la cabeza, como si no acabase de creer que la realidad pudiese dar asilo a una escena tan absurda. Anda pasa, caperucita, invitó, adelantándose por el pasillo. Pelayo reparó en que todavía llevaba puesta la capucha del impermeable y se la quitó de un manotazo, antes de seguir a la loba disfrazada de abuelita por el sinuoso corredor.
La salita donde desembocaron le resultó aún más angosta y triste que la de sus recuerdos: los muebles apelotonados, la lámpara emitiendo su luz de luciérnaga, la menta confundiendo el aire con el olor de los bosques encantados. Y por mucho que rebañó en la penumbra, no logró Pelayo dar con la anciana. Mi madre murió hace tres meses, le informó la mujer al verlo buscar a alguien, y Pelayo aprovechó un relámpago para fulminar con la mirada los retratos de la cómoda, donde se desmenuzaba la infancia y juventud de la loba. Las piezas encajaron en su cabeza con asombrosa naturalidad. Se encogió de hombros sin saber qué decir. Había llegado un poco tarde. De todas maneras, era evidente que allí hacía falta una cesta navideña, y la depositó sobre la mesa lo más solemnemente que pudo, produciendo una sinfonía de crujidos macabros al aplastar los envoltorios de caramelos que poblaban su superficie. La mujer le agradeció el gesto con una sonrisa. Una sonrisa mustia que distaba mucho de la que le iluminaba el rostro en el último retrato de la cómoda. Una sonrisa que a Pelayo se le antojó extremadamente melancólica, apenas una mueca que traslucía un alma dolorida y resignada, tan ninguneada como la suya en los repartos de felicidad. Se fijó entonces con más atención en la loba, y le sorprendió encontrarla increíblemente vulnerable bajo aquella luz anémica, nada peligrosa con el rostro limpio de maquillaje, el salvajismo de la melena inmolado en un rodete de colegiala y las curvas difuminadas por la bata raída. La vida parecía haberla triturado a con ciencia, y a Pelayo no le costó imaginarla regresando al nido con la cabeza gacha, consagrándose a los cuidados de la madre como quien encuentra la coartada perfecta para no tener que seguir enfrentando un mundo helado, truculento, empecinado en estafarla una y otra vez. Reparó en que ella lo miraba a su vez con idéntica concentración, como buscándole infructuosamente los dobleces. Y parecía sorprendida de haber encontrado un ser sin máscaras en mitad de su salita, de que Pelayo no tuviese doble fondo, de que no fuese más de lo que veía, confirmándole así la existencia de hombres que son como caracolas, a los que basta con aplicarles la oreja al pecho para escuchar el mar de su soledad. Estuvieron un largo rato en silencio, sumidos en el conciemudo examen y fotografiados por los relámpagos, hasta que ella dijo perdona lo del pub, sólo buscaba…, y no supo seguir ni tampoco es que hiciera falta, pues Pelayo sabía por propia experiencia que no existía ninguna palabra para definir lo que buscaba y las que se usaban lo equivocaban o pervertían, que ningún vocablo valía para esa molestia en las entrañas, esa sed del corazón, esa querencia de ternura, esa necesidad de alguien que nos desarticule los miedos y espante a los monstruos.
Se abalanzaron el uno sobre el otro, pues de algo debía servir el nudo gordiano de sus desencuentros, aquella aplicada manera de esquivarse por las calles para encontrarse al final en la salita de la anciana. Y no le resultó raro a Pelayo que los besos de ella supieran a menta, que sus caricias florecieran balsámicas ni que la colisión de dos almas tan necesitadas produjese un amor tan mayúsculo, capaz de arrojarles sobre la mesa camilla, la cesta navideña exiliada de un codazo, reventando contra el suelo, liberando su carga en un festival de colores, los turrones quebrándose, el almíbar enmelando el luto de las baldosas y el cava recreando océanos de miniatura. Se dejó devorar por la pasión ancestral de la loba sin oponer resistencia, el impermeable a medio quitar, oyendo a través de la ventana los rítmicos hachazos del leñador, que ya no cabía en el cuento, porque si tras la delirante tarde, tras la novelesca aventura auspiciada por la cesta algo podía asegurar Pelayo era aquello que le habían enseñado en la escuela, eso de que la vida es cuento, y los cuentos, cuentos son.