I
Los saberes inútiles

Corría la noche de un caluroso doce de agosto cuando Teresa, sentada a horcajadas sobre la pelvis de Lorenzo, con su miembro boqueante todavía incrustado en su seno, le anunció que iba a abandonarlo porque se había dado cuenta de que él ya no la quería. Fue un veredicto que lo tomó por sorpresa, una sentencia con el poder aniquilador de una carga de profundidad que lo destrozó de golpe. Su miembro acabó de desinflarse, se escurrió del interior de Teresa, le recorrió el reverso del muslo con la viscosa languidez de un molusco y finalmente quedó exánime, como un gorrión abatido, bajo el incierto sombrajo de la vulva. Ella se levantó entonces y comenzó a recoger su ropa esparcida por el suelo con una calma exasperante, como si acabara de olvidar lo que había dicho o ignorase el potencial revulsivo de su dictamen. Lorenzo la observó hacer con impaciencia, demolido pero a su vez irritado porque ella se tomase la libertad de anunciarle su desapego sentimental igual que si le avisara de una mancha en la corbata.

La recolección acabó al fin, y Teresa quedó enmarcada por la ventana, desde donde lo contempló con gravedad. Lorenzo también la observaba, demasiado confuso como para responder algo coherente. Lo embargaba un dolor irracional, desmesurado, que provenía, más que del impacto de la metralla en sí, de la angustia de saber que sólo el paso de los días le permitiría calcular los desperfectos, las posibles hemorragias internas. Sin dejar de mirarlo, Teresa comenzó a vestirse, y por sus carraspeos supo que iba a hablar, a extenderse algo más sobre el tema, de modo que se preparó para el predecible aluvión de frases hechas, de esas tan vagas que siempre parecen servir para otras personas en parecidas situaciones. La explicación de Teresa fue, sin embargo, brillante. Habló sosegadamente, realizando una exposición ordenada del carácter de Lorenzo a la que sólo le faltó el acompañamiento de diapositivas. Lo diseccionó con una agudeza psicológica que lo estremeció, y se la imaginó Lorenzo elaborando secretamente aquel perfil sublime que lo transformaba para su perplejidad en un universo ordenado y medible. El colofón del informe, la frase del discurso que debía subrayarse, retumbó en su cabeza como sólo saben hacerlo las verdades: él era un hombre inevitablemente práctico. Y Teresa veía innecesario añadir nada más. Resultaba evidente que consideraba que su exacerbado pragmatismo, aparte de invalidarlo para un buen montón de cosas, lo incapacitaba también para amar.

Aunque hubiese preferido que ella lo castigara con algunas de esas frases comodín cuya función no era otra que la de encubrir los auténticos motivos de la ruptura, siempre más egoístas y deplorables, finalmente, cuando Teresa concluyó su ponencia, él tuvo que reconocer que se entendía mejor ahora. Le sobrecogió descubrir que todo en él tenía un por qué, que era susceptible de ser explicado. Pero sobre todo le impresionó enterarse de que otra persona sabía más de él que él mismo. Él era un hombre esencialmente práctico, no cabía la menor duda. Bastaba con echar una ojeada rápida a su existencia para certificarlo. Había pruebas desperdigadas por todos lados: él nunca había atesorado, por ejemplo, ningún conocimiento que no le resultara útil, que no tuviese una aplicación inmediata para sus fines. Siempre había hecho gala de una actitud refleja que lo llevaba a desentenderse de cualquier conversación cuyo tema no se le antojara a priori provechoso. De esa manera se había conducido por la vida, y de esa manera había encarado también, en su momento, el amor. Nada más conocer a Teresa, Lorenzo había puesto todo su empeño en seducirla, pero una vez lo consiguió, ya no había sabido qué hacer con aquel vocabulario de galán y aquellos gestos románticos que había empleado en su tarea de conquista. Le pareció que para mantener viva la llama bastaba con jadear con estrépito y no olvidar determinadas fechas. Pero se había equivocado. Al parecer, su relación demandaba algo más que la inercia del primer empujón; pedía una poda continua cuyos resultados sólo se harían visibles si alguna vez ella, enardecida por un exceso de vino y olvidada del feroz acecho de las facturas, emprendía algún tipo de balance sentimental. Y no se le podía pedir a un hombre como él, tan malditamente práctico, que trabajara en balde, con la mirada puesta en tan incierta recompensa. Ella lo sabía, y ahora, también él, pues aquello había sido lo más parecido a desdoblar una pajarita de papel para examinar los dobleces que le daban forma. De haber realizado Teresa una reverencia, hubiese tenido que aplaudir.

Pero, ¿quería eso decir que estaba vencido? Lorenzo se levantó al fin del lecho, decidido a contraatacar, pero supo que ya era tarde cuando contempló a Teresa sacar su maleta del armario. Todo hablaba de una horrenda premeditación. Tuvo, sin embargo, que olvidarse de eso y concentrarse en el instante presente, donde se hacía preciso una intervención de índole casi quirúrgica, la rápida y eficaz extirpación de un malentendido cancerígeno. Protestó, le prometió que cambiaría, que todo volvería a ser como antes, sintiendo a su vez un profundo desagrado ante aquel rosario de frases hechas que le supuraba de los labios, de esas tan vagas que siempre parecen servir para otras personas en parecidas situaciones. Desesperado, adelantó una mano hacia el cabello de ella con la intención de dibujar una caricia cargada de emoción que anulara los dos últimos años de haraganería sentimental, pero Teresa la esquivó con asombrosa habilidad, como si hubiese estado practicado esgrima secretamente. No costaba comprender que ella tenía sus planes, que cada uno de sus movimientos obedecía a un cálculo previo. Tal vez incluso el extraño momento elegido para la ruptura no poseía más función que la de tenerlo a él desnudo, abochornado por los kilos de más e incapacitado para perseguirla hasta el ascensor. Le dedicó, eso sí, una mirada llena de conmiseración antes de abandonar el piso.

Desde el dormitorio, Lorenzo escuchó la delicada melodía de sus tacones, preguntándose si sería por última vez. Luego oyó cómo la puerta, al cerrarse, dejaba escapar un sonido incongruentemente ordinario, el mismo sonido cándido que emitía cuando ella salía a por el pan. Le irritó que la realidad, todo aquello que le rodeaba, permaneciera impasible. Se contempló en el espejo con curiosidad forense, como si se viese por primera vez. La luna del armario mostraba a un hombre desnudo y retemblón, los brazos colgándole a los costados como postizos de trapo, el sexo minúsculo, irrecuperable, y en el rostro una expresión de profundo pasmo que lo emparentaba con las máscaras de gas. Reparó entonces en la ventana del dormitorio, y recordó que desde allí podía verse la calle, por la que Teresa debía caminar ahora, dirigiéndose probablemente hacia la casa de su madre. La imagen de Teresa de espaldas, con el cabello despeinado y tirando trabajosamente de la pesada maleta, le pareció más idónea para manosearla durante los muchos raptos de melancolía venideros que la que ella misma le había ofrecido como recordatorio, limitada por aquella mirada piadosa cuyo significado se le escapaba. Así que Lorenzo se acercó al ventanal. Pero Teresa no surcaba la sofocante noche hacia ningún sitio. Teresa esperaba. Esperaba bajo su ventana, la maleta descansando a su lado, la vista anhelando algo que debía aparecer al cabo de la calle. Lorenzo pensó en un taxi, pero la casa de su madre se encontraba a apenas cinco minutos de allí, por lo que la intervención del vehículo le resultó innecesaria. Entonces se le ocurrió que quizá Teresa había escogido el apartamento de alguna amiga cómplice para ocultarse, evitando así que él pudiera localizarla. Desde la ventana, la observó con ternura. Ahora que la había perdido comprendía la utilidad que nunca habían dejado de tener los bártulos de seductor que tan alegremente había arrinconado. Y como no podía ser de otra manera, la constatación de su abandono le produjo un sentimiento de orfandad que hizo reverdecer su amor hacia ella. Con ojos nuevos, contempló la zigzagueante raya de su pelo, que le dividía el cráneo en dos, y que tanto había besado en el pasado, antes de que su cuerpo perdiese la fascinación de los lugares inexplorados y se convirtiese en un camino sabido que debía recorrer al menos una vez por semana para ocultar el hecho de que de tanto tenerla ya había dejado de desearla. Pero todo había terminado ahora. Bajo la luz de la farola, aunque no hubiese muestras visibles de ello, se estaba obrando también otra metamorfosis. Aquella mujer que se secaba el sudor con el dorso de la mano ya no le pertenecía, se iba convirtiendo a cada instante que pasaba en una desconocida, alguien de repente tan inalcanzable que le costaba creer que cinco minutos antes hubiese yacido con ella. Pronto, un taxi surgido de la noche se la llevaría Dios sabía donde, y Lorenzo debería enfrentar un dormitorio que aún olía a su aroma más secreto, un apartamento que lo ametrallaría desde los rincones con su sonrisa enmarcada, una vida, en resumen, toda cuesta arriba. Y tal vez eso, qué carajo, hubiese podido soportarlo. O al menos eso se dijo, pues se convirtió de repente en un mal menor, en algo verdaderamente insignificante cuando aquel Audi gris perla surgió de la noche para abrirle su puerta a Teresa, que subió a él dirigiendo un gesto de asentimiento, de misión cumplida, al conductor, cuyo rostro, como el de los villanos de las películas, quedaba oportunamente en sombras. Atónito, Lorenzo contempló al furtivo vehículo reanudar la marcha, llevando en su interior a la mujer llamada Teresa, a la que se entretuvo en bautizar a su gusto en una exaltada letanía soez que el llanto acabó apagando, allá por la medianoche.

Cuatro llamadas de teléfono le bastaron para saber quién era el dueño del Audi. Los amigos, sobre todo los comunes, son tumbas fáciles de profanar si llamas varias veces de madrugada. El Audi pertenecía a un tal Sebas, un abogado con el que Teresa se había estado citando a escondidas y con quien, según lo visto, había decidido iniciar una nueva vida. Al recibir la noticia, Lorenzo rememoró el coito de la noche anterior, durante el cual, ahora lo sabía, había sido fríamente examinado, y se recordó resollante, histriónico, inverosímil sobre ella. Su paripé amatorio había invitado personalmente al tal Sebas a participar en la función. Un tipo que sabía estar al quite, al parecer, pero que físicamente no era gran cosa, según pudo constatar Lorenzo con los prismáticos. Era escuchimizado y alopécico, ¿dónde residía, pues, su encanto? La pareja solía cenar casi todas las noches en el pequeño restaurante que se encontraba bajo la guarida del tipo, y allí descubrió Lorenzo, pegando la oreja desde la mesa vecina, lo que ya sospechaba: el abogado era una inagotable y borboteante fuente de saberes idiotas, uno de esos monstruos que se atrincheran en los concursos televisivos. Ningún tema parecía resistírsele al tal Sebas. El abogado miraba el mundo con la seguridad de saber de dónde venía cada cosa, cuál era su función y quién la había puesto allí. Y Lorenzo miraba al tal Sebas con la seguridad de saber que aquello era justo lo que Teresa deseaba, un tipo provisto de un interés enfermizo por todo lo que lo rodeaba, al que resulta fácil presuponerle un alma sumamente refinada y una sensibilidad fuera de lo común.

Nada podría contra aquel hombre-enciclopedia. Eso lo supo Lorenzo enseguida, pero aun así continuó espiando a la pareja, sin que él mismo comprendiera por qué. Tal vez porque consideraba el dolor que le producía ver a Teresa de nuevo deseable como un justo castigo a su desidia. Le quemaba por dentro encontrarla más hermosa que nunca maquillada con el carmín de lo inalcanzable y el rímel de lo lejano, y con mirada lasciva contemplaba ahora aquel cuerpo que semanas antes había recorrido presa del más espantoso aburrimiento. Saberla de otro lo mortificaba hasta extremos insospechados. Pero le resultaba aún peor convivir consigo mismo, pues se sentía terriblemente sucio. Una tarde, en mitad de uno de sus erráticos paseos por la ciudad, se descubrió subiendo al trote las escaleras de la Biblioteca Pública, convencido de que su única forma de expiación era aprisionar en su mente todo el conocimiento posible sobre alguna materia idiota. Escogió la Astronomía porque era la disciplina que se encontraba en la primera estantería del local. Así supo que el primer registro chino de un eclipse solar databa de 2136 a. C., que el periodo orbital de Plutón era de 6 días y 9 horas, y que fue un tal Fraunhofer el primero en realizar una clasificación alfabética de las estrellas. Se empapó de constelaciones y cuásares, de enanas blancas y agujeros negros, y de haber tenido jardín trasero, habría construido un pequeño observatorio, pero una noche de mediados de septiembre, tras haberlos visto enzarzarse en el portal como dos adolescentes, se fue a la cama sin saber de qué carajo le servía conocer todos los secretos de unas estrellas que ya no brillaban por él. Disfrazó su soledad con una botella de brandy. Y repitió el rito al regresar de cada persecución y, al poco, antes de iniciarla, de manera que sus días comenzaron a desdibujarse bajo las nieblas del alcohol y las nebulosas del firmamento. Una mañana en la que dormitaba plácidamente en la bañera, una voz al teléfono le anunció que no se tomara la molestia de volver por la oficina. De alguna manera comprendió que aquello era el último acto del derrumbe. Se echó a la calle sin saber a dónde ir, sólo por escapar del olor a vertedero que amenazaba con adueñarse del apartamento, impidiéndole pensar con claridad. Aquel deambular a la deriva lo condujo a los arrabales, donde la amazacotada arquitectura de la urbe daba paso al latón arrebujado de las chabolas, y luego a una monotonía de navazos y eriales cruzados por la vía del tren. Cansado, se detuvo a tomar aliento. ¿Qué diablos hacía allí? Reparó entonces en los raíles, y los estudió detenidamente. El sol ya maduro de la tarde lamía el hierro con voracidad. El efecto anestesiante del alcohol empezaba a remitir y comprendió que enseguida volvería a caer en las incombustibles garras del dolor. Lanzó un gemido desdichado en medio de ningún sitio. Sospechaba que la situación actual no sería permanente, que el tiempo lo curaba todo, pero ahora estaba empantanado en el dolor, eso era lo que contaba, y debía asistir conscientemente a la lenta cicatrización de sus heridas, pues no le estaba permitido ni la elipsis ni la hibernación.

Ahí estaba, sin embargo, el alivio rápido de los raíles.

II
Y tendrá tus ojos

Despatarrado sobre la vía, Lorenzo esperaba al tren de las seis. Lo cegaba el sol de la tarde, que se encontraba en su cenit. Miró con nostalgia hacia el lejano bazar del horizonte, provisto de sitios en los que tal vez hubiese sido feliz; y luego con impaciencia hacia la ciudad, por donde en breve debía hacer su aparición la mole de la locomotora que pondría fin a todo. Se levantó una brisa desapacible, con regusto a ártico, que susurró entre los matojos.

De pronto, el sol dejó de cegarlo. Lorenzo alzó el rostro, esperando encontrar alguna nube velándolo, pero esa tarde el cielo carecía de ornamentos. La sombra que le protegía del sol la proyectaba un individuo que lo observaba con curiosidad. Estaba plantado junto a la vía, inmóvil como un cactus. Era un tipo achaparrado pero fornido, que se arrebujaba en un abrigo mugriento de solapas aborregadas. Tenía la piel curtida y agrietada de quienes han entregado su vida a la labranza, y un rostro amplio y fláccido como una fruta madura. Allí, bajo una maraña de rizos estropajosos, le brillaban apenas unos ojillos de roedor que pregonaban una inteligencia mínima. Era evidente que se trataba de un lugareño de los alrededores, a pesar de que su rostro bonancible, su corta estatura y la tripa que le colgaba como una piñata sobre el cinturón le otorgaban cierto aspecto de criatura mágica surgida de algún bosque encantado.

—¿Qué está haciendo ahí? —preguntó como si la vía le perteneciera.

Lorenzo arqueó las cejas, sorprendido. Era una pregunta difícil de responder. Pensó en espantarlo contestando cualquier cosa, pero no se le ocurrió nada por lo que pudiese estar tumbado en la vía salvo el verdadero motivo de ello, que resultaba tan obvio que veía innecesario aclararlo. Tampoco creía Lorenzo que debiese justificarse ante nadie, y menos ante aquel palurdo. Con la mayor crudeza posible, le confesó que aguardaba la muerte. Pero aquello no pareció conmover al desconocido, que siguió observándolo con su mirada insondable. ¿Acaso no le bastaba con eso? ¿Quería también conocer los motivos de su decisión, quería que le hablara de Teresa, de la pérfida indiferencia con que lo había arrojado a los abismos del dolor? Lorenzo no pensaba intimar hasta esos extremos con nadie. Irritado por su desagradable escrutinio e inspirado por el alcohol, respaldó su postura con algunas divagaciones pseudofilosóficas y campanudas sobre el sinsentido de la vida, destinadas a enfrentar a aquel patán con su propia indigencia espiritual. Peroró con fingida consternación y sin abandonar los raíles, pues levantarse se le antojó algo similar a perder la posición ganada. Cuando acabó, el tipo lo observó en silencio, probablemente constatando la verdad encerrada en aquellos aforismos de almanaque. De soslayo, Lorenzo consultó el reloj, y descubrió que en ese instante estaban dando las seis. El tren no tardaría en pasarle por encima. Aguardó con nerviosismo a que el palurdo acabara por comprender que su presencia allí estaba de más, que lo meditado de su decisión excluía cualquier intervención por su parte y regresara a contemplar el indolente crecimiento de sus tomateras, dejándole inmolarse en paz. Sin embargo, en vez de marcharse, el palurdo comenzó a tumbarse sobre los raíles. Atónito, Lorenzo lo observó acomodarse hasta quedar tendido a su lado. Luego trenzó sus regordetas manos sobre el estómago y entornó los ojos, como si se dispusiera a sestear.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó Lorenzo, incorporándose de golpe.

Al tipo pareció molestarle que lo sacaran de su ensoñación, y miró a Lorenzo como si le sorprendiera la pregunta. ¿Acaso no estaba claro? Él tampoco era feliz, acababa de comprenderlo al oírle hablar. Muchas veces, le explicó, cuando el día se desfondaba sobre las lomas, echada la azada al hombro, había sentido un ramalazo de insignificancia, como de no contar, un escalofrío de pequeñez enseguida olvidado por la cena caliente y la mujer tan vencida como él pero todavía dispuesta bajo las sábanas. Ahora, sin embargo, sus atinadas palabras le habían hecho contemplarse a vista de pájaro, para descubrir que su destino tampoco iba a ningún sitio, que se limitaba a plagiar el diagrama de los surcos de su arado. Lorenzo no daba crédito. Escuchaba su voz rugosa en una especie de trance. El desconocido empezó entonces a darle tímidas palmaditas de agradecimiento en la pierna mientras enumeraba, burlándose de sí mismo, los distintos tipos de abono que conocía, invitándole a sacar alguna reflexión de ello. Lorenzo se abalanzó sobre él y lo aferró por las solapas del abrigo. Comenzó a tirar de ellas con desesperación, mientras le oía confesar lo ridículo que se sentía por haber estado deslomándose de sol a sol desde los doce años sin ocurrírsele jamás hacer otra cosa. Los molestos tirones de Lorenzo acabaron por hacerle perder el hilo de sus confidencias. Contrariado, el labriego se liberó de un enérgico manotazo. Aquel brote de violencia sorprendió a Lorenzo, quien miró al tipo con espanto. ¿Iba a ser necesario recurrir a los puños? Reparó entonces en la sonrisa del labriego, su torpe manera de disculparse por haber tenido que emplear la violencia contra el hombre que le había revelado su insignificancia. Luego lo observó recomponerse las solapas del abrigo y volver a adoptar su venerable pose de durmiente. Lorenzo consultó de nuevo el reloj, que anunciaba la inminente llegada del tren. ¿Qué podía hacer? Marcharse enfadado de allí y olvidarse de morir, al menos por ahora, por el simple hecho de que otro le había plagiado la idea, le pareció estúpido. Sólo podía hacer una cosa: volver a tumbarse sobre la vía, junto a aquel desgraciado empeñado también en poner fin a su miserable existencia. Se tendió a su lado sintiéndose ridículo, mascullando su falta de intimidad, pero el desconocido no pareció darse por aludido.

Una vez estirado sobre los travesaños, Lorenzo trató de calmarse, pero la respiración del palurdo, nasal y pesada, dificultaba su relajación. Aunque lo que realmente le impedía concentrarse era imaginar a los forenses tratando de establecer, tras el fatal accidente, una conexión, el vínculo que sin duda debía existir entre el palurdo y él. ¿Una homosexualidad inconfesable, o acaso otra ligadura aún más humillante? Deseó que el tren apareciera lo más pronto posible, para que aquella situación tan embarazosa concluyera cuanto antes. Fue entonces cuando sintió al palurdo pasarle el brazo por encima, decidido a enfrentar a la muerte como compadres. Lorenzo compuso una mueca de desesperación. Más bajo no se podía caer. ¿Qué pensaría Teresa cuando le informasen de que el hombre con el que había convivido había abrazado la muerte voluntariamente, haciéndose acompañar por un campesino gordito? No sabía qué le desconcertaría más, que tuviese agallas para clausurar su existencia sin ella o la presencia de tan exótica carabina.

La tarde empezaba a declinar, robando con sigilo la tibieza del día, y ya se adivinaba el regreso del frío nocturno. De las lejanas chabolas les llegaba un ajetreo mustio, clandestino. Una vez más, el tren salía con retraso, confirmó Lorenzo con otro vistazo a su muñeca. Empezaba a embargarlo un sopor plácido, donde se mezclaban la fatiga de la larga caminata que le había conducido hasta allí con los efectos del alcohol ingerido a lo largo del día. Al palurdo, a juzgar por lo profundo de su respiración, también le había vencido el cansancio, un cansancio que Lorenzo sospechó consanguíneo, heredado de sus ancestros a la par que las tierras. Cerró los ojos y se dejó llevar por el arrullo cadencioso con que el labriego, quizá para corresponder a su tutela espiritual, parecía querer guiarlo hacia las blancas regiones de ese sueño límpido e infantil cuya alquimia sólo conocen las almas simples.

Le despertaron unas voces a su lado, cuando ya había anochecido. Se asombró Lorenzo de lo fácil que le había resultado abrazar el sueño, tras unas semanas de insomnio pertinaz sólo burlado con alcohol. Luego, al recordar por qué estaba allí, se extrañó de seguir todavía vivo. Por enésima vez miró su reloj. El tren llevaba un retraso de casi dos horas. Se incorporó y descubrió que las voces que lo habían desvelado pertenecían al labriego y a otro tipo de semejante condición, que discutían acaloradamente a unos metros de donde él dormía. Por la manera en que se trataban, dedujo que eran vecinos. Entonces se percató de que el palurdo estaba repitiendo punto por punto, aplicando a su voz un inverosímil tono reflexivo, el mismo discurso sobre el absurdo ejercicio de vivir con que él había tratado de espantarlo. Lleno de pavor observó cómo, a medida que iba ganando confianza en su oratoria y se atrevía a enriquecer la faceta gestual o a improvisar alguna frase de su propia cosecha, el vecino perdía su capacidad de réplica, lo contemplaba indeciso y finalmente empezaba a asentir, tímidamente al principio y con verdadera convicción después, hasta que los contempló a ambos tenderse sobre los raíles, sin dejar de meditar sobre el sinsentido de sus vidas, que tan claro había quedado cuando aquella tormenta de pedrisco arrasó todos sus cultivos hacía varios lustros.

Abatido, Lorenzo se sentó sobre la vía y lanzó un gemido de impotencia que hizo que los campesinos repararan en su presencia. El recién llegado le dedicó una sonrisa cómplice. Sin devolvérsela, Lorenzo sacó un cigarrillo y lo encendió. ¿Y ahora? Lo único que podía hacer era esperar. No podía marcharse a casa a dormir, debía permanecer allí, montando guardia por la posibilidad de que el tren apareciera. No soportaría que la muerte arrebatara las vidas de aquel par de desgraciados antes que la suya. Se arrebujó en su chaqueta; la noche iba a ser larga, y fría, y en realidad tanto daba morir congelado que atropellado. Entre calada y calada observó el vencimiento de la noche sobre los eriales y sembrados, y recordó las noches de campamento de su juventud, primero sin chicas, maratón de pajas y chorizos requemados, y posteriormente tan sólo con una, la novia de turno, siempre con problemas para mantener su casta distancia en la estrechez de la tienda de campaña. Pero eran recuerdos tan lejanos y convencionales que más parecían pertenecer al folclore adolescente que a él mismo, pues no creía haber vivido nada antes de protagonizar la odiosa escena de su ruptura con Teresa. Volvió a tenderse sobre las vías, y dejó que el agotamiento alcanzara su pleamar, sumiéndole en una angustiosa duermevela. En algún momento de la noche soñó que Teresa llegaba hasta él caminando por la vía, envuelta en la delicada melodía de sus tacones, y cubría su aterido cuerpo con una manta. Y cada vez que abría los ojos, entre confuso y sobresaltado, los clavaba en los raíles, que se perdían en la ciudad allá al fondo, y pensaba que de allí vendría la muerte, no sabía cuándo carajo, pero resultaba evidente que tendría sus ojos.

III
Lo único que uno espera

Despertó con las primeras luces de una amanecida memorable, sepultado bajo el apestoso abrigo del palurdo. Una claridad vibrante perfilaba un mundo curiosamente apaisado y lampiño, hecho de tristes descampados. A lo lejos, en las chabolas, se observaba un trajín lento, fantasmal. Nada más se incorporó, entumecido por el relente, el palurdo se acercó a Lorenzo y le colocó, con el gesto solemne de quien remata una obra incompleta, una taza de café entre las manos. Luego regresó a su puesto en la vía, junto a su vecino, donde ahora se encontraban también dos mujeres, pertrechadas de cafetera y algo de bollería. Oyó preguntar a una de ellas, sin duda la derrengada hembra con la que el palurdo coincidía bajo las sábanas tras sus extenuantes jornadas, si el tren llegaría antes del mediodía o debían esperarlo para comer. El marido se encogió de hombros, como si aquello no fuese cosa suya, pero acabó pidiéndole que se acercaran con las sobras del almuerzo, no fuera a ser que ellos siguiesen todavía allí. Las mujeres asintieron y recogieron los restos del desayuno, aunque antes de marcharse una de ellas hizo un tímido intento por convencer a los hombres de que abandonaran la vía. El palurdo las espantó con un gesto airado y luego, al reparar en que Lorenzo era testigo de la escena, le dedicó un cómplice movimiento de cabeza que venía a decir que las mujeres, no supo si todas o únicamente aquellas dos, eran criaturas demasiado simples como para entender las primorosas complejidades de unas almas tan selectas como las suyas. Lorenzo, que había seguido toda la conversación sin molestarse siquiera en alzar una ceja, más allá ya de toda extrañeza, concedió vagamente y continuó saboreando su café, por otro lado delicioso.

El día fue transcurriendo sin sorpresas. Sentado en los raíles, demudado e indiferente, Lorenzo iba contemplando cómo su causa ganaba adeptos. El procedimiento era siempre el mismo, aunque de una eficacia incuestionable: el palurdo recitaba ante el lugareño de turno el discurso sobre el sinsentido de la vida, cada vez más adornado con nuevas divagaciones de su cosecha, y luego, nada más su interlocutor hacía el primer gesto de dubitativo asentimiento, le propinaba una palmada en la espalda y lo conducía al ágape que los restantes habían improvisado sobre los raíles. Allí reinaba un ambiente jaranero, interrumpido de vez en cuando por un apesadumbrado suspiro colectivo que les recordaba el retablo de amarguras y futilidades que habían sido sus vidas, ahora a punto de concluir con una dignidad que el azar jamás les hubiese otorgado. Así, el grueso de suicidas potenciales iba aumentando, pues el que más o el que menos tenía algún familiar o amigo cuya existencia se le antojaba de lo más inútil, y no tardaba en enviar a por él a uno de los muchos zagales que empezaban a merodear por las inmediaciones, prestos a ejercer de recaderos por unas monedas. Cada cierto tiempo, alguno de los nuevos acólitos se acercaba a Lorenzo para ofrecerle unas viandas o volver a rellenarle el vaso de cerveza, y le dedicaba una mirada casi devota que lo llenaba de incomodidad. Sin pretenderlo se había convertido en el líder de una panda de desequilibrados, y empezó a sentir un creciente pudor por ocupar la primera posición en aquella hilera que se alargaba minuto a minuto. Por eso, cuando empezó a anochecer, se levantó y reculó hasta el final de la cola. Su inesperado movimiento levantó una ola de murmullos, pero ninguno se atrevió a moverse de su puesto. Tan sólo el palurdo se decidió a seguirlo, como si únicamente a él, por su veteranía, correspondiese ese privilegio, y con fastidio lo contempló Lorenzo sentarse a su lado. Sus proselitistas funciones, por esa dinámica tácita que se había impuesto en la vía, recayeron entonces en su vecino, de cuyos labios no tardó en escuchar el manido discurso sobre el sinsentido de la vida, esa letanía idiota cuyo poder de sugestión, si es que alguna vez lo había tenido, ahora no lograba explicarse.

La llegada de las tinieblas sumió las vías en un silencio recatado, y Lorenzo se preparó para otra larga noche a la intemperie. Conjeturó que la ausencia del tren se debía probablemente a alguna de las muchas huelgas que solían producirse en el sector ferroviario, por lo que tal vez tuviesen que esperar dos o tres días hasta que todo se solucionara. También era mala suerte, masculló arrebujándose en el infecto abrigo del palurdo, que dormía a su lado como un perro fiel. Lo observó detenidamente, sin poder evitar un aguijonazo de ternura. En el fondo era culpa suya que él estuviese allí. ¿Qué le había hecho? ¿Por qué se había atrevido a afinar su cerebro para enfrentarlo a los abismos, a la insalvable y aplastante realidad que rugía fuera de sus campos? Se acostó a su lado sin rencor, cerró los ojos y se dejó llevar como una chalupa desvencijada por el manso oleaje de su respiración, mientras oía a sus espaldas, como un rumor de abejas laboriosas en mitad de la noche, el sigiloso ajetreo de nuevos cuerpos tumbándose sobre las vías.

A la mañana siguiente, la luz almibarada del amanecer desveló que no existía ni principio ni fin: Lorenzo se encontraba incrustado en medio de una larga serpiente de cuerpos dormidos sobre los raíles. Observó que aunque la gran mayoría eran lugareños, también había gente de la ciudad barajada entre ellos, parientes quizá, brotes del mismo árbol a los que la vida había desviado por otros caminos, al parecer tan sólo menos empinados en apariencia, y que ahora la muerte volvía a unir. Se sentó sobre un travesaño y encendió un cigarrillo. El palurdo no tardó en conseguirle una taza de café, igualmente delicioso. A medida que el día fue cuajando, la vía empezó a rebullir. Se extendió por los hierros un trajín como de campamento de refugiados: el aire acogió los aromas del puchero y el griterío de los niños, y de la ciudad comenzaron a arribar taxis o coches particulares, de los que se apeaban familias enteras cargadas de maletas, y allá donde se mirase uno asistía inevitablemente a una graciosa estampa de reencuentro sobre los raíles.

Fue durante el transcurso de esa jornada cuando Lorenzo notó que el extraño vínculo que lo unía al palurdo acabó al fin de concretarse. Mientras él se dedicaba a fumar sentado en los raíles, absorto en el revuelo doméstico de las vías, el labriego no cesaba de orbitar a su alrededor, proveyéndolo de comida y tabaco cuando éste faltaba, o encargándose de arreglar el cúmulo de ofrendas e iconos que las gentes de la vía había empezado a depositar a sus pies cada vez que él, negándose a adquirir rango de deidad, lo desordenaba a patadas. De modo que Lorenzo se resignó a tenerlo todo el día al lado, velando su condición de ídolo, pero guardando siempre cierta distancia de escudero o paje. E incluso se atrevió, tímidamente al principio y con fingida autoridad después, a darle alguna que otra orden que el palurdo acataba diligentemente.

Y fue también esa jornada cuando el tiempo dejó de existir en la vía. Lorenzo consultó su reloj a media mañana, y comprendió de pronto que aquel gesto hacía mucho que había perdido su significado. Seguir contabilizando el retraso del tren no tenía sentido. Sólo a alguien idiota o morboso podía preocuparle conocer la hora cuando lo único que uno espera es la muerte. Se quitó el reloj y lo arrojó con asco fuera de las vías. ¿De qué le servía saber en qué momento del día se encontraba si ni siquiera tenía garantías de que ese día fuese a durar lo de siempre? El palurdo observó el rebotar del reloj de Lorenzo sobre la tierra con aire meditabundo, y luego asintió gravemente. Durante el resto de la tarde, desde distintos puntos de la vía, se vieron volar relojes de todo tipo, que surcaban por un momento el aire como vencejos metálicos, de manera que para cuando llegó la noche, el tiempo allí era un discurrir turbio, un corcel que ya no podía domesticarse.

IV
El Dios de los raíles

Así pasaron los días, arrebujados e impenetrables, y los aledaños del ferrocarril empezaron a llenarse de puestos de bocadillos y cervezas, de vendedores de hamacas y colchones e incluso tenderetes de prensa. Y el pasear por la vía maravillado de todo aquello, seguido de un ángel custodio que olía a abono y capaz de partirse la cara por él, el dormir sin pesadillas y aquel vivir como de prestado, transformaron el carácter de Lorenzo. Como no tenía otra cosa que hacer sino esperar la muerte, ya que no le permitían colaborar ni en la excavación de las letrinas ni en el acarreo del agua de los pozos cercanos, pasaba la mayor parte del tiempo tumbado sobre los travesaños, con una brizna de hierba en los labios. A veces se olvidaba de que se encontraba sobre una vía, y de que por allí habría de pasar un tren que se los llevaría a todos por delante. La calma que embargaba su espíritu, y especialmente el papel de ídolo que había tenido que aceptar a regañadientes, se aliaban para elevarlo sobre los asuntos mundanos, no porque aquella deidad barata se le hubiese subido a la cabeza como un vinazo malo, sino porque de alguna manera se sentía en el deber de corresponder a sus descerebrados adoradores. Después de todo, había sido él quien había empezado aquello y ahora no podía abandonarlos. Estaba obligado a continuar ejerciendo de maestro, guía o lo que le consideraran. Por eso se esforzaba, tendido sobre los raíles en fingida actitud contemplativa, en pensar de una forma más divina. Para ello contemplaba el mundo como si se tratara de un laberinto de hámsters, lo que, paradójicamente, le llenaba de un cariño hacia la humanidad que antes, de peatón, jamás había experimentado. No era igual contemplar a sus semejantes desde las alturas que desenvolverse entre ellos, tratando de lograr sus aspiraciones a codazos, de comer, amar o aparcar el coche mientras los otros intentaban lo mismo. Su vida anterior, por ejemplo, que incluía desde su tedioso trabajo en la oficina hasta la fuga de Teresa y su posterior penitencia etílica, podía ser diseccionada ahora sin ninguna pasión, con una mezcla de frialdad y sabiduría que no alteraba el pulso del bisturí. Por tanto Lorenzo, que tanto había llorado y maldecido la traición de Teresa, acabó por aceptarla como un hecho lógico e incluso inherente al frágil concepto de pareja, y celebró la decisión de la mujer, así como todas las que había tomado en el pasado y tomaría en el futuro, pues con aquellas decisiones ella iba construyendo el pequeño milagro de su trayectoria vital, tratando de resolver su propio misterio mientras, al igual que sus congéneres, ignoraba con una inconsciencia entrañable su inevitable condición de vela que se extingue. Y así, durante aquellas largas meditaciones, Lorenzo se reconcilió consigo mismo y con su impuesta condición de mesías de los raíles. Se acostumbró a sonreír demorando mucho la sonrisa en los labios. Incluso se dejaba tocar, sin perder la paciencia, por los niños de los alrededores.

Pero todo aquello le resultaba de alguna manera insuficiente cada vez que alzaba los ojos hacia el horizonte y constataba sobrecogido cómo la multitud que abarrotaba el ferrocarril se extendía más allá de lo que su mirada podía abarcar. Intuía que una de las obligaciones de su rol divino era la de la ubicuidad, por lo que consideraba que quizá debiera iniciar un viaje a través de la vía, no tanto para predicar su palabra como para pedir disculpas por las incomodidades que sus acólitos estuviesen sufriendo, o sencillamente por ver con sus propios ojos los límites de aquella insensatez que no sabía cómo detener. Aunque había algo más, un inexplicable cosquilleo en las tripas, una voz en su cabeza que le conminaba a dirigirse al final de la multitud, a recorrer los raíles en lo que tal vez fuese una búsqueda, quizá interior, quizá definitiva. Así que esa misma noche anunció al palurdo que al día siguiente emprenderían un largo viaje cuya duración no podía precisar, pero que los llevaría a las fronteras de lo desconocido. El labriego asintió gravemente, por lo que Lorenzo dedujo que la decisión le parecía lógica, pudiera ser que incluso tardía. Diligente, el escudero llenó de viandas un zurrón enorme y le consiguió una caña a modo de cayado, que junto al enorme abrigo le otorgaban cierto aire de peregrino. De esa guisa, con las primeras luces del alba, sorteando cuerpos dormidos, emprendieron rumbo a lo desconocido.

V
Los límites de la locura

En su larga marcha hacia el horizonte, Lorenzo fue constatando que la situación a lo largo de toda la vía era similar: vio peñas de jubilados jugando al dominó, tenderetes de variopinta mercancía, mujeres con niños libando de sus pechos, padres de familia sentados absortos ante televisores mal sintonizados, barreños llenos de agua, colchones y camas de mueble junto a míseros techos de periódicos, fogatas y pucheros humeantes, y hasta algunos confesionarios disimulados entre los urinarios prefabricados. Algunas personas lo reconocían y otras no, por lo que Lorenzo dedujo que por aquellas latitudes su existencia era más una leyenda difusa que una realidad, cosa que confirmó cuando arribaron a una pequeña escuela improvisada sobre los raíles. Allí, mientras la mujer que ejercía de profesora tomaba la lección a los niños, Lorenzo se acercó a contemplar el puñado de dibujos escolares pegados al panel de madera que ejercía de pared trasera. Todos estaban dedicados a la vida en la vía. La mayoría de ellos representaban una escena familiar sobre los raíles, amenazada por una especie de bestia, un híbrido entre dragón y tren, que asomaba por una esquina del papel. Pero había algunos donde el autor se había dibujado encarando al monstruo de la mano de un hombre altísimo, coronado por un halo dorado y vestido con un abrigo enorme que semejaba un crespón o una capa de espadachín. Y uno incluso donde el mismo hombre levitaba sobre la vía merced a unas alas de angelote, seguido por una tétrica camarilla de niños que tenían una calavera por cabeza. Oyó cómo el palurdo emitía un gruñido de satisfacción al descubrirse representado en algunos de los dibujos, siempre junto a la figura del tremolante abrigo. Y por las pinturas, además de por las miradas anhelantes que aquellas gentes arrojaban a la ciudad de tanto en tanto, Lorenzo comprendió que no era la muerte lo que esperaban, o más exactamente, no sólo la muerte. Esta era contemplada más bien como un trámite engorroso, y probablemente atroz, que había que solventar para alcanzar otra cosa, una especie de estado superior, un paraíso perdido al que se accedía por las mismas escaleras doradas que podían verse en algunos dibujos.

Reflexionando sobre ello, continuó caminando, la mirada puesta en el esquivo horizonte. Espoleado por aquella voz interior contraria al desaliento, sorteó cachivaches y tenderetes, hasta llegar a una estructura hecha de retales de hierro y madera que semejaba una especie de torre vigía. En su inestable sima, observaron a un tipo que, armado con un catalejo, vigilaba la llegada del tren. A los pies de la estructura, había una docena de hombres comiendo que no tardaron en reconocer a Lorenzo e invitarle a compartir su mesa. Durante el almuerzo, algunos le miraban con desconfianza, y otros con una molesta entrega, extasiados ante el más mínimo comentario que salía de sus labios, por lo que Lorenzo dejó de pedir que le pasaran el pan o la vinagrera. Circulaban rumores de que la huelga ferroviaria había finalizado, aunque al parecer los servicios no podían reanudarse porque los maquinistas estaban tumbados en algún lugar de la vía. Algunos preguntaron a Lorenzo cuándo llegaría el tren, y éste, a quien aquello ya le traía al fresco, respondió un conciso y críptico «cuando estemos preparados» que no satisfizo a nadie, por lo que al despedirse se vio obligado a improvisar un apotegma incomprensible con el que paliar el descontento de algunos comensales. Y así era la vía, extraña, plural y, empezaron a sospechar con los pies deshechos, infinita.

Pero al anochecer atisbaron al fin su final. Desde hacía unas horas, el grueso de la multitud se había ido convirtiendo en un hilillo de personas, todas recién llegadas y aún sin organizar. Tras la que ocupaba el último lugar en aquella hilera de suicidas, que podía confundirse con la primera si uno caminaba en sentido contrario, la vía relucía limpia y sin carne, como una espina de pescado. Derrengado, preguntándose qué hacer a continuación, Lorenzo observó a la última adquisición del ferrocarril, una mujer que dormía sobre una enorme maleta.

Primero reconoció la maleta. Después reconoció a Teresa.

VI
Una galaxia con forma de sombrero

Dormía encogida sobre el catre improvisado que era el equipaje, la respiración apenas perceptible, la cabeza casi colgando, el cabello partido en dos por una raya zigzagueante. Lorenzo la observó largamente. El hecho de que ella estuviese allí, de que tampoco con el tipo del Audi gris perla hubiese encontrado la felicidad, lo conmovió más que lo alegró, tanto había cambiado. Se arrodilló ante ella con la solemnidad de quien va a ser armado caballero y sonrió con dulzura. Teresa había escogido y nuevamente se había equivocado, pero, ¿acaso no era eso la sal de la vida? ¿No venimos al mundo a equivocarnos, a elegir caminos que nunca nos llevan a donde queremos ir, a tomar decisiones que nos hacen sentir un espejismo de libertad del que se carcajea el azar? Se inclinó sobre su sueño y se liberó de toda la ternura que repentinamente lo ahogaba sembrando de besos el surco sinuoso de su cabello, como solía hacer en un tiempo ya lejano. Aquella cabalgata de besos despertó a Teresa. Hacía mucho había conocido a un hombre que se empeñaba en besarle la raya del pelo, y se parecía enormemente al tipo del abrigo inmenso que ahora estaba arrodillado ante ella. Mientras Teresa se sobreponía al desconcierto de encontrarlo allí, Lorenzo examinó sus ojos, descubriendo al fondo de sus pupilas los inevitables naufragios y cicatrices que ocasionaba el roce con la vida, muchas de ellas causadas por él mismo, y sintió pena. Una pena infinita, candente. Y, al comprender que ella estaba contemplando lo mismo en sus ojos, deseó que también pudiese ver, aparte de la larga colección de fracasos vitales tan poco original, alguna señal, por pequeña que fuese, de los cambios tectónicos que las vías habían producido en su alma. Tragó saliva mientras ella continuaba estudiándolo en silencio, hasta que, con un movimiento extremadamente lánguido, sus labios buscaron los suyos, y ya no le cupo la menor duda de que la había perdido para poder encontrarla.

La boca de Teresa sabía a nostalgia, a novedad, a incógnita. Ahora, todo el deseo que había estado incubando los últimos meses de no tenerla, se había extinguido, y las manos que escarbaban bajo las numerosas capas de lana con que ella se defendía del frío, lo hacían sin avidez alguna, sino con una calma afectuosa, reverencial. La desnudaba despaciosamente, movido por el anhelo arqueológico de reencontrarse con la suavidad y calidez del pasado, con el cuerpo que una vez creyó que le pertenecía y que de nuevo, por esos requiebros del destino que a veces nos favorecen, volvía a estar a su disposición, al menos esta noche. Se sentía afortunado por haber podido compartir un pedazo de su vida con ella, y cada caricia dibujada sobre su piel rebosaba una infinita gratitud por que ella se hubiese dejado acariciar tantas y tantas noches, pero también contenía un agradecimiento por el hecho mismo de poder acariciar, de disponer de manos con las que poder hacerlo, e incluso por habitar un universo propenso a la caricia, donde acariciar y ser acariciado. Sabía que aquella piel, por un error o descuido suyo, también había sido manoseada por el hombre del Audi, pero al pensar en ello, ya no sentía celos. Ahora, merced a su nueva mirada sobre las cosas, consideraba que cada vez que una persona se entregaba a otra, sólo le daba lo que ésta producía en ella, de manera que el tal Sebas no le había arrebatado nada a nadie, únicamente se habría llevado las notas que él hubiese logrado arrancar, la imagen de su propio deseo reflejado en el espejo que ella era. No sabía Lorenzo si aquella reflexión suya era válida, o no pasaba de ser una invitación al libertinaje más desenfrenado, pero lo cierto era que, al tenderse sobre ella, no pretendía borrar con sus caricias los arrumacos del otro, sino sólo realizar su humilde oferta amatoria, allí, esta noche, bajo el improvisado invernadero que era el abrigo del palurdo.

Tras un gemido largo y hondo que puso fin al jolgorio de chicharras que producían los cierres contra los raíles, los dos cuerpos quedaron exánimes. El palurdo se acercó entonces al lecho y le tendió a Lorenzo la cantimplora y los cigarrillos. Luego, tras sonreírle con aprobación, volvió a ocupar su lugar en las sombras. Lorenzo lo contempló de soslayo mientras encendía el cigarrillo, firme como un tótem a unos metros del tálamo acribillado de pegatinas turísticas sobre el que descansaban. Dio una calada y expulsó el humo con parsimonia, feliz de sentir de nuevo la cabeza de Teresa anidando en su hombro. Y por primera vez desde que habitaba en los raíles, reparó en que el cielo se encontraba cuajado de estrellas y que los delicados bordados que éstas componían se le revelaban con sorprendente nitidez. Esa es la Osa Mayor, se descubrió diciendo, a la vez que señalaba una agrupación de siete estrellas situada un poco por encima del horizonte; y ahí tenemos la Estrella Polar, el consuelo de los navegantes gracias a que se halla en la dirección del eje de rotación terrestre, aunque debido a que éste se tambalea ligeramente no siempre lo fue, ni lo será dentro de 12.000 años, cuando sea sustituida por Vega; e iba a hablarle del galimatías en que se convirtió el mapa estelar a causa de las incorporaciones casi diarias que añadían los astrónomos, nuevas constelaciones que a veces incluso hurtaban estrellas a grupos ya aceptados, y que había llevado la Unión Astronómica Internacional a realizar una purga que dejó en el cielo únicamente 88 constelaciones, cuando una estrella fugaz cruzó ante sus narices, conminándole a diseccionar la verdadera naturaleza de aquellos chispazos cumplidores de deseos, que sólo eran detritos minúsculos que prendían al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, y que en determinadas épocas del año desbordaban su lirismo cayendo en tropel, a modo de llovizna luminiscente, como ocurría anualmente la noche del 12 de agosto, un bello espectáculo conocido como las Lágrimas de San Lorenzo. Y ahí vaciló un momento, sorprendido por la tonta coincidencia del nombre, pero sobre todo por la cruel exactitud de la fecha, que refería la misma noche en que ella dejó de anidarle en el hombro para construir su nido en el interior de un Audi, y que lo hizo llorar, sin saberlo, a la par del santo cuyo nombre llevaba. Y tuvo que continuar hablando para que Teresa no notara su desazón, y le contó que al borde de la constelación de Virgo había una galaxia espiral con forma de sombrero y que cuando se determinara el valor exacto de la constante de Hubble se conocería la edad del Universo y que al nombrar los cráteres lunares, el italiano Riccioli bautizó deliberadamente con el nombre de Galileo un oscuro cráter del Oceanus Procellarum porque no comulgaba con el sistema copernicano, y a medida que él hablaba, ella se iba apretando contra su cuerpo, como si quisiera arraigar para siempre en aquella tierra nutrida por los saberes de las primeras baldas de las bibliotecas.

VII
Por ejemplo, ver crecer una flor

A Teresa no tardó en vencerla el sueño, pero Lorenzo se entretuvo fumando hasta el amanecer. Contempló con cierto arrobamiento, incorporándose apenas, la suave claridad que se derramaba por el cielo con lentitud de engrudo, desvelando el paisaje, la larga hilera de durmientes y el bulto del palurdo roncando junto a la maleta, calentándoles con su poderosa respiración de buey bíblico. De pronto, se sorprendió de que ninguna de las personas que aguardaban la muerte tendidas sobre los raíles tuviese una razón para vivir, cuando parecía haber tantas. Siempre hay un motivo para seguir viviendo, murmuró, siempre. Sintió tensarse al palurdo, atento a sus palabras. Ver crecer una flor, por ejemplo. El palurdo se incorporó sin prisas y lo observó, expectante. Y Lorenzo comprendió entonces que debía continuar hablando, defendiendo la vida de cualquier forma, que era como estar delante de un magnetofón que registraría sus palabras y las reproduciría una y otra vez a lo largo de la vía, desvirtuándolas a base de repetirlas, pero sin que nunca llegaran a perder su esencia. Habló y habló, y cuando se le agotaron los tópicos, enfrentó la obtusa mirada del escudero, aguardando su reacción con el nerviosismo de los que van de farol. ¿Lograría embaucarlo otra vez o habría tentado demasiado su suerte?

El palurdo lo observaba con su tradicional imperturbabilidad, atareado en la lenta digestión de sus palabras. Con los dedos cruzados, Lorenzo aguardó su veredicto, consciente de que toda aquella cháchara no era más que una reflexión estúpida, pues había tantas razones para vivir como para morir. El hecho de que en ese instante en particular la vida se le hubiese revelado como un regalo se debía sencillamente a que había vuelto a los brazos de Teresa. Si no se hubiese tropezado con ella seguiría rumiando su suicidio, por muchas flores que florecieran a su alrededor. Pero Teresa había vuelto a cobijarlo en su interior, y, que él supiera, sólo los poetas y las estrellas de rock se arrojaban alł vacío desde la cima del éxito, por pura incapacidad para reconocer la felicidad o aceptar su inexistencia. En el fondo, el único motivo verdadero que existía para seguir viviendo era que para morir siempre habría tiempo. Resultaba absurdo adelantar los acontecimientos. Había que continuar viviendo con la misma imperturbabilidad con que las estatuas ecuestres soportaban la afrenta continua de las palomas.

El palurdo continuaba en silencio, tratando de desentrañar tanta palabrería. Sólo esperaba que todo aquello no le resultara un gran timo y, movido por esa rabia animal que siempre se apodera de los estafados, decidiera molerlo a palos allí mismo, ante una espantada Teresa. Siguieron mirándose a los ojos un rato más, no se sabía si como maestro y discípulo o como boxeadores a la espera de la campana, hasta que finalmente el labriego asintió con gravedad, y Lorenzo pudo suspirar tranquilo. Si ver crecer una rosa, imaginó que habría meditado el palurdo, era suficiente motivo para continuar viviendo, él estaba de más allí, pues si volvía a su casa seguiría viendo crecer tomates, zanahorias, remolachas y, en general, cualquier cosa que brotara del suelo. Satisfecho, Lorenzo se incorporó, arropó dulcemente a Teresa con el abrigo y echó una última mirada a su ahededor. Había llegado el momento de partir. Se acercó al palurdo, que aguardaba atento, dudando si revolverle el cabello o darle una palmada en la espalda. Al final optó por colocarle unos instantes la mano en el hombro y sonreírle blandamente. Luego hizo una señal a un taxi que acababa de traer a una familia a la vía y subió a él. Antes de que arrancara, echó una última mirada por la ventanilla. Allí estaba el palurdo, erguido como un pilar junto al extraño camastro donde dormía la mujer que nunca dejaría de amar.

El taxi lo dejó en el portal de su casa. Abrió la puerta con la sensación de llevar años fuera. No sabía cuánto tiempo había pasado, ni quería saberlo. El apartamento estaba hecho una pocilga, pero ya se ocuparía de eso más tarde. Se acostó y durmió largamente, huyendo de las pesadillas por los senderos que había aprendido. Lo despertó la delicada melodía de unos tacones enredada en el estruendo del televisor del vecino, que anunciaba el final de la huelga de trenes que tanto tiempo llevaban padeciendo.