El día de mi cumpleaños Marcelo me regaló su vesícula biliar. Habíamos escogido para la celebración uno de esos restaurantes íntimos donde los camareros deambulan entre las mesas como fantasmas llenando las copas o recogiendo las migas con gestos furtivos. Yo, a primera vista, no supe qué era aquella especie de guindilla verdosa y arrugada que me tendía dentro de un tarrito. «Es mi vesícula», me explicó, señalándose el costado, el lugar donde la había llevado alojada como una bala antes de que fuese a parar al frasco. «Te la entrego como muestra de que mi amor por ti estará siempre libre de bilis, dijo con divertida pomposidad». Y luego se me quedó mirando muy serio, aguardando mi reacción con el orgullo de quien acaba de mostrar la foto de sus hijos. Apenas llevábamos cuatro meses juntos, pero yo ya empezaba a descubrir que Marcelo era muy dado a ese tipo de simbolismos.

Tal vez por eso no pudo disimular su desencanto ante la corbata de rombos que le regalé por su cumpleaños dos meses después. Aquella falta de entusiasmo volvía ridícula la amorosa evaluación de estampados en la que yo había invertido toda la mañana. Aunque, por otro lado, he de reconocer que me alegró la posibilidad de que él pudiera tomarse mi gesto como una insinuación: un regalo podía provenir también de un escaparate, no tenía por qué ser el resultado de ninguna extirpación dramática. En los meses siguientes nunca le vi con la corbata, pero por su comportamiento creí que había entendido el mensaje. O eso me pareció hasta el día de nuestro aniversario, en el que, cada vez más demudada, fui abriendo las cinco cajitas que había desplegado sobre el mantel, descubriendo el anular, el índice, el pulgar, hasta completar los cinco dedos de su mano izquierda, que sólo entonces abandonó la madriguera de su bolsillo para mostrarme la escrupulosa poda a la que había sido sometida.

Al igual que la vesícula, los dedos tampoco los necesitaba para nada. Marcelo ocupaba un alto cargo en una multinacional, y disponía de un harén de secretarias a las que podía gobernar con sólo la voz. Como los nidos de las cigüeñas, había construido su despacho entre las nubes, en la cima de una torre remachada de cristal y acero que, si la mirabas desde abajo, te desarreglaba el cuerpo con mareos de embarazada, metiéndote dentro un vértigo de insignificancia del que costaba reponerse. En su interior me aventuré un día cualquiera con mis referencias bajo el brazo y una plomada asida al corazón, dispuesta a obtener uno de los puestos vacantes que anunciaba el periódico. No conseguí el trabajo, pero tuve la suerte de tropezar con el monarca de aquel feudo enmoquetado, de derramar el café sobre la chaqueta más cara. Para Marcelo, acostumbrado a mujeres de desplegable, a hembras tan rotundas como sensuales, mi apariencia etérea y mis gafas de catedrática debieron de resultarle una propuesta diferente. Me vio como un corazón en el cual poder acampar sin temor a aburrirse, alguien de quien poder extraer un gemido auténtico, quizá una de esas palabras que se gestan en las enciclopedias. Se dejó limpiar la chaqueta como en trance, entre arrobado y divertido, mientras su mente de negocios consideraba la posibilidad de fusionarse con aquella muchacha que no cesaba de pedirle disculpas en un tono desolado, pero bajo el que no resultaba difícil intuir su enojo, como si en el fondo pensase que la culpa del encontronazo había sido toda suya.

Me invitó a cenar al día siguiente, y nos enamoramos antes de llegar al postre, no sin cierta vergüenza, como si un enamoramiento tuviese que ser una rendición lenta del corazón, una sensación que sólo pudiese brotar con urgencia de géiser en las novelas. Tuvo nuestro amor mucho de hechizo, de esa atracción irremediable entre el imán y los tornillos, de locura a la que había que entregarse cabalmente. No supe que vio Marcelo en mí, pero fuera lo que fuese me pareció tan maravilloso como perdurable. Por mi parte, no me sedujeron tanto sus modales suaves y reposados, de quien lleva años sin forzar la voz, como el indeleble desamparo que traslucían sus pupilas cuando bajaba la guardia, cuando de repente parecía sobrevenirle la turbadora certidumbre de que todo él era una farsa. Había llegado donde estaba con tanta facilidad, sin mancillar su cuerpo con el sudor del esfuerzo, que sus logros se le antojaban algo que cualquier persona mínimamente sensata podía conseguir, y eso le hacía sentirse terriblemente vulnerable dentro de su invulnerabilidad, un mendigo vestido con los ropajes del príncipe. Aquella inquietud, aquel calambre de humildad y desconcierto que lo recorría a ratos, pregonaba un alma endeble y lo convertía, pese a su aire resuelto y su porte de adonis pulido en el gimnasio, en una criatura frágil, fácil de amar, conmovedora como un gorrión caído en la hierba.

He de confesar, sin embargo, que nada presagiaba en aquel hombre su tendencia al desguace. Pero tras el numerito de los dedos, yo ya me esperaba cualquier cosa. Aguardé la llegada de nuestra próxima celebración con curiosidad. Aunque su tercer regalo no me sorprendió. Supe de qué se trataba antes de abrir la cajita, nada más verlo llegar al restaurante con un parche en el ojo izquierdo. Tras desenvolver los regalos, nos observamos en silencio largamente, estudiándonos con una mirada que tenía mucho de resignada conformidad, de rendición a los caprichos del otro, yo jugando con la canica lubricada de su ojo, él con unas gafas de sol que de poco le iban a servir.

Las jóvenes casaderas suelen comprar un arcón donde ir almacenando su ajuar. Yo tuve que hacerme con un congelador. Y allí, en su buche de tundra, fui guardando al hombre que amaba. Marcelo tenía más dinero del que podía gastar, y con dinero podía conseguirlo todo, hasta un equipo de cirujanos de medio pelo, de carniceros sin escrúpulos dispuestos a aserrarle minuciosamente el cuerpo en el quirófano que había mandado instalar en el sótano de su propia casa. Desde ella trabajaba ahora Marcelo, o lo que de él iba quedando, emitiendo por teléfono las órdenes precisas para que su torre siguiera creciendo sin torcerse. Y para eso le bastaba únicamente con su lengua. Nadie en su empresa podía sospechar que su ausencia se debiese a una causa distinta que no fueran sus privilegios de patrón, o a la consagración exclusiva a esa amante que se especulaba que tenía. Y nadie, absolutamente nadie, lo sabía entregado a aquellas mutilaciones alegres y sostenidas, salvo la cuadrilla de matarifes que lo cercenaban sin hacer preguntas, las dos enfermeras que lo velaban y la mencionada amante.

Entretanto, los meses pasaban casi sin darme cuenta, y yo no lograba encontrar un trabajo que me durase más de una semana. Llegó un momento en el que incluso dejé de buscar, pues sospechaba que Marcelo era el responsable de mis repentinos despidos, que, en un excesivo afán de protección, quería salvaguardarme de cualquier desgaste. Así que dejé de esforzarme por ingresar en el mundo laboral y me entregué a un ocio desmedido: daba largos paseos por el parque, iba al cine, practicaba yoga e incluso me volví adicta a las telenovelas. Las noches, sin embargo, las dedicaba por entero al ángel de la guarda que había diseñado para mí aquella vida de niña. Hacíamos picnics junto a la chimenea, y vaciábamos varias botellas de vino entre risas, hasta que una mirada más lúbrica de lo normal nos conminaba a entregarnos sobre la alfombra. Entonces, sintiendo el calor amable de las llamas en mi espalda, yo me demoraba besándole las ausencias, las lagunas que mostraba su cuerpo, antes de entregarme a él despacio, como un regalo que tenía toda la noche para abrir. Aquello podía haber sido el paraíso de no ser porque yo era incapaz de olvidar que abrazaba a un hombre en constante retirada, a un hombre empeñado en deshacerse.

Tras cada celebración —y había muchas, pues cualquier cosa se le antojaba a Macelo digna de festejarse—, yo regresaba a casa con un nuevo retazo de su cuerpo. En bolsas de plástico transparente, iba empaquetando con primor sus riñones, las extrañas pantuflas que semejaban sus pies, los brazos que me envolvían, el granizo de sus dientes, aquella mano tan huérfana de dedos. Y a veces, cuando la noche arreciaba, imaginaba sobrecogida que mientras Marcelo se desmontaba con cabezonería y diligencia allá en su sótano, en la mazmorra helada del congelador un Marcelo distinto, una especie de hermano gemelo desarraigado, incompleto y siniestro, pero tan deudor de él como un negativo, iba tomando forma, reconstruyéndose con paciencia, esperando el momento de estar presentable para salir a abrazarme.

Un buen día, mientras envolvía su nuevo regalo, reparé horrorizada en lo rutinario que se había vuelto para mí todo aquello. Sin apenas darme cuenta, el discurrir de los meses había ido aniquilando mis últimos restos de sorpresa, y ahora me limitaba a considerar el concienzudo desmembramiento de Marcelo como algo inevitable. Incluso trataba de buscarle un sentido. Marcelo se reducía, se minimizaba, se despojaba de lo superfluo en un viaje riguroso hacia su esencia más básica. Pero, ¿por qué? En cuestión de semanas, había sustituido las muletas por una silla de ruedas robótica, una sofisticada tartana en la que se paseaba de un lado a otro, y finalmente se había decidido a adquirir uno de esos monitos lazarillos. Desde el principio, mi relación con el macaco fue de desconfianza mutua. Me daba grima ver al mono acatar las órdenes de Marcelo casi antes que las pronunciara, no soportaba verlo darle de beber o peinarlo con una premura tan solícita como maternal. Pero la noche en que contemplé incrédula cómo el primate me transmitía mediante el insistente movimiento de trombón de su manita el único deseo que a esas alturas del despiece podía albergar Marcelo, comprendí que aquello había ido demasiado lejos.

¡Tenía que poner fin de inmediato a tanto disparate! Y sólo había una forma: si yo era la cómplice de aquel descabellado desguace, bastaba con que me marchase de su lado para abortar su inminente desintegración. Pero ¿cómo podía abandonar a un hombre que me estaba dando tanto? La única forma de hacerlo era enfocar el asunto desde otro ángulo, interpretar su ejercicio de disección como un acto de tremendo egoísmo, pensar que Marcelo sólo me ofrecía lo que no le hacía falta, que aquel enternecedor descuartizamiento era lo más parecido a regalar a la parroquia la ropa que ya no se ponía. Confieso que hice todo lo posible por contemplar su desmembramiento desde esa perspectiva, pero no lo logré. Marcelo me amaba, únicamente había que ver cómo se me entregaba. Sólo le faltaba darme su corazón.

Y me lo regaló una noche lluviosa, dentro de una caja refrigerada. Sin yo saberlo, como si estuviesen compinchados, unos hombres verdes lo alojaron en mi pecho, sustituyéndolo por el mío, que había escogido aquella noche tormentosa para revelarme su condición de enfermo. Nada supe yo del intercambio hasta la mañana siguiente, cuando amanecí en una habitación de hospital con un costurón en mitad de las tetas. Me sorprendió encontrarme rodeada por un enjambre de médicos y enfermeros que festejaban mi regreso de las tinieblas. Hacia ellas había partido la noche anterior, decían, muy ligera de equipaje. Y enseguida recordé el repentino hormigueo que me había recorrido el brazo izquierdo justo después de la cena, y luego aquel reventón en el pecho que me dejó a oscuras. Pero todo se había resuelto con éxito porque habían dispuesto de inmediato de un corazón compatible. Ahora era cuestión de cuidarse, de llevar una vida lo más descansada posible. Atendí a las explicaciones de los cirujanos medio atontada, como si hablaran de otra persona, todavía tratando de situarme.

Debido a los efectos de la anestesia, el mundo se fue creando para mí con suma parsimonia, como si obedeciera al vacilante dictado de un demiurgo octogenario: la ventana tras la que cuajaba una mañana espléndida, el corro de médicos, el crucifijo de la pared con su Cristo enjuto, y la butaca de las visitas con el abogado de Marcelo. Era éste un individuo afable y pulcro, tan sonrosado que siempre parecía que acabara de ducharse con agua hirviendo. Estando con Marcelo, yo había asistido a alguna de sus discretas y fulminantes apariciones: surgía de la nada con naturalidad, estuviésemos donde estuviésemos, y, tras dedicarme una sonrisa cortés, desovaba en el oído de Marcelo un par de frases concisas, tras las que él asentía o negaba con gesto resuelto, como si aquellos movimientos de cabeza fuesen un exorcismo para volver a disiparlo en el aire. He de reconocer que era la última persona que esperaba ver allí. Pero ahí estaba, mimetizado con el entorno, sentado en la butaca con la impavidez de un muñeco de ventrílocuo, aguardando. Y también esa vez su actuación fue un tributo a la brevedad. Cuando los médicos abandonaron la habitación, se incorporó y me tendió el último regalo de Marcelo: una caja con forma de corazón. Seguidamente, tras manifestar su entusiasmo por el éxito del trasplante, ejecutó una reverencia y desapareció antes de que pudiese preguntarle dónde estaba su jefe.

Pero la respuesta se encontraba dentro de la caja. Sólo tuve que abrirla. En su interior había dos sobres. Uno contenía el electrocardiograma que me habían realizado en la empresa de Marcelo la mañana en la que fui a buscar trabajo. En el otro encontré una carta suya. Reconocí enseguida la caligrafía trémula de quien está aprendiendo a escribir con la boca. En aquellas cuartillas Marcelo respondía de una sola vez a todas las preguntas que yo nunca le había formulado. Fui leyendo sus palabras con el pulso tembloroso y los ojos cada vez más anegados de lágrimas. Marcelo, tan ordenado como sentimental, empezaba su carta remontándose hasta la mañana que nos conocimos. Comprobé entonces que yo le había causado la impresión que sospechaba. Marcelo dedicaba un par de párrafos a loar mis encantos: mi apariencia volátil, mi mirada lúcida, ese coraje de quien ha tenido que pelearlo todo que él creía ver latiendo en cada uno de mis ademanes, y un largo etcétera de cualidades que no abundaban en las altitudes por las que se movía. Marcelo estaba harto de mujeres espléndidas, incapaces de despertar otra cosa que estímulos biológicos. Se había vuelto inmune a la belleza ostentosa, excesiva, sin fisuras que lo rodeaba. Era algo que él ya sentía, pero hasta entonces sólo se le había manifestado como un malestar difuso. Ese día, sin embargo, intentando entender por qué mi aparición le había turbado tanto, fue de pronto consciente de cuánto odiaba la sofisticada falsedad que imperaba en su reino. Obedeciendo a un impulso extraño, se demoró en su despacho hasta que el día se extinguió por completo y la torre quedó vacía. Abandonó entonces su nido y, despreciando los ascensores, fue descendiendo las plantas a pie, recorriendo cada uno de los estamentos que conformaban su feudo en un paseo lento, nostálgico, como un fantasma que sale a hacer su ronda. Atravesó salas y oficinas vacías, hasta que llegó al departamento de selección. Allí, con el pulso alborotado por una excitación de colegial, buscó mi expediente entre los montones que abarrotaban las mesas, deseoso por saber mi nombre, mi edad, mis aficiones, por saber, en definitiva, qué había sido de mí antes del encontronazo que había enredado para siempre las madejas de nuestros destinos. Le disgustó encontrarlo entre los rechazados, pero la sangre se le heló en las venas cuando descubrió que la causa de su exclusión era una miocardiopatía incurable. Según su equipo médico, se había enamorado de una mujer que acarreaba un corazón defectuoso, un corazón que sólo era cuestión de tiempo que le estallase en mitad del pecho, y ella ni siquiera lo sabía. Acariciando el expediente, Marcelo reflexionó durante un largo rato. Aquella dolencia no tenía más solución que el trasplante. Y él guardaba en su pecho un corazón fuerte y sano con el que no sabía qué hacer. Sacó su encendedor, acercó su llama al expediente y lo contempló arder con una sonrisa cómplice. Mañana ninguna mujer recibiría la noticia de que estaba condenada. Durante esa noche, sentado a oscuras entre riscos de expedientes, Marcelo hizo cuentas, valoró cosas, lo pesó todo en la balanza de su conciencia, y finalmente decidió redimir su inútil vida con un acto magnánimo. Cuidaría a aquella desconocida, construiría para ella un mundo sin ahogos, colmaría todos los deseos que pudiese tener, como un pigmalión llegado de las alturas. Y finalmente, cuando llegara el momento, realizaría el sacrificio que salvaría tanto la vida de la mujer como la suya. A la mañana siguiente se puso manos a la obra. Me llamó a casa para informarme que yo no encajaba en el perfil que buscaban e invitarme al café que le había derramado. El que yo me enamorase de él no era imprescindible, pero lo hizo todo más fácil. Cada noche, Marcelo me contemplaba sonreír, acariciarle la mano, festejar sus gracias, y él también sonreía, porque había comprobado que su corazón y el mío no iban a rechazarse, porque sabía que en todos y cada uno de los hospitales de la ciudad esperaba como espadachines en guardia un equipo de cirujanos, porque el universo entero estaba alerta. La idea del despiece se le ocurrió después. Y no lo hizo tanto para que llegado el momento de la verdad, cuando le tocase entregarme su corazón, nada le impidiese echarse atrás. Inició su meticulosa supresión movido por el deseo de contemplar el efecto que producían en mí sus amorosas donaciones, ya que no estaría allí para ver la cara que pondría cuando me obsequiase con su último regalo. Esperaba, cuando menos, que no lo odiase.

Mis lágrimas humedecieron la última cuartilla. Doblé la carta y la guardé en el sobre. Conmovida, sin poder dejar de llorar, me llevé la mano al corazón y sentí contra los dedos los latidos de Marcelo, unos latidos que muchas veces, mientras dormía apoyada sobre su pecho, yo había oído como un rumor subterráneo, sereno y protector, como una música que insuflaba vida al hombre que a su vez me daba vida a mí. Ahora aquellos latidos me pertenecían. Eran míos. Si obviábamos el contenido del congelador, era lo único que me quedaba de Marcelo.

Dispuse de una larga convalecencia para asimilar su gesto. Cuando abandoné el hospital, descubrí que Marcelo no sólo me había regalado su corazón, sino también su casa y el dinero suficiente para que pudiese llevar la vida tranquila que me aconsejaban los médicos. Me apliqué a ello: reanudé mis clases de yoga, los paseos por el parque, y cambié las telenovelas por los puzzles. Y aunque, alguna noche, su ausencia se me hacía insoportable, conminándome a rendirme, a poner fin a aquella existencia prestada que se me antojaba condena, jamás lo hice. Tenía que comprender que, a pesar de encontrarme sola, no lo estaba. Marcelo corría por mis venas, veía por mis ojos, latía en mi pecho. Yo sólo debía llevar una vida digna de su sacrificio. Vivir por los dos. Hasta el día en que él, compasivo, quisiera dejar de latir.