Martínez me pareció un hijo de puta desde la primera vez que lo vi. Acostumbraba a sonreír enseñando mucho los dientes, como un corsario en plena rapiña, se perfumaba a conciencia y su cabello semejaba un arrozal de gomina. Poseía un cuerpo robusto, velludo como el de un licántropo, y una altura hecha para robar naranjas. Le gustaba fumar mientras orinaba, hurgarse la nariz con ambición de picapedrero y acompañar su parloteo de aspavientos dramáticos. Solía mortificar a los amigos con puyas insidiosas, malgastar el azúcar del café y desfogarse con alguna ramera antes de recalar en el lecho conyugal maldiciendo el exceso de trabajo. Pero había algo que lo convertía para mí en la persona más atractiva del mundo: tenía acceso a la piscina.

En realidad, jamás me hubiese relacionado con él de no ser por ese detalle. Nos habriamos limitado a saludarnos con un vago alzamiento de cejas al cruzarnos por los pasillos, a ignoramos con esa vehemencia de quien sospecha que sólo una catástrofe de proporciones bíblicas podría trenzar su vida con la del otro. Pero aquel esmerado regateo se fue al traste tras coincidir en la inmobiliaria que se encontraba a dos calles de la oficina.

Supongo que ambos la escogimos por su proximidad. Desde nuestra boda, Elena y yo vivíamos en un piso alquilado, una madriguera sin apenas luz donde esperábamos pacientemente el momento de hacemos con un techo propio. Cuando por fin me subieron el sueldo, me apresuré a hacer cuentas. No se trataba únicamente de abandonar cuanto antes aquel criadero de penumbras, sino de proyectar una huida más ambiciosa hacia los límites de la ciudad, donde nos aguardaba el paraíso artificial pero apacible de las zonas residenciales. Un calambre de excitación me recorrió por dentro cuando en la inmobiliaria nos confirmaron que podían hacer realidad nuestro sueño. Con el entusiasmo de quien improvisa un picnic sobre la hierba, la muchacha que nos atendió desplegó sobre la mesa el plano de la residencial «La rosa de los vientos». Nada más verlo, supe con una intuición paquidérmica que aquel era el sitio donde me correspondía morir. Se trataba de un pintoresco conjunto de unifamiliares, de porche con pérgola y ladrillo visto, que pacían mansamente en hermosas zonas ajardinadas, bajo un cielo que yo imaginé siempre azul y poblado de nubes celulíticas, como en los dibujos de los niños. Su ubicación, a apenas media hora del centro, también nos pareció perfecta, por lo que tan sólo era cuestión de elegir entre los dos modelos de unifamiliares posibles. Elena y yo comparamos sus planos como si se tratara de uno de esos pasatiempos que consisten en buscar diferencias entre dos dibujos. Pero metro más o minarete menos, sus dimensiones resultaban similares. La única caracteristica que verdaderamente los distinguía era que los más caros se confabulaban para cercar una piscina en forma de riñón que les quedaba vedada a los que configuraban la otra manzana. La diferencia de precio entre ambos no podía calificarse de relevante, pero resultaba lo suficientemente significativa como para que la adquisición del más caro supusiera un riesgo para nosotros. Era, por tanto, una decisión complicada. La editorial con la que Elena colaboraba no le encargaba traducciones con un ritmo tan regular como para poder considerar sus ganancias como un sueldo más, por lo que a efectos prácticos sólo contábamos con el mío. Adquirir el adosado con piscina era posible, pero nos obligaba a rebañar nuestras arcas y, aunque no tardaríamos en volver a llenarlas, durante un tiempo incierto quedaríamos desagradablemente expuestos a los elementos, pues ni la más extravagante de las pitonisas podía garantizarnos que durante ese entreacto de vulnerabilidad no sufriéramos, por ejemplo, un accidente, o una de esas enfermedades aparatosas que exigen un desembolso memorable de dinero para sortear el ataúd. Si escogíamos el otro, sin embargo, nos quedaría la calderilla suficiente para enfrentar cualquier contratiempo. Me incliné sobre el plano con gravedad, y pasé los ojos de uno a otro, luchando por conjurar la osadía del trapecista, el coraje del tahúr. Pero nunca he sido de los que pueden contemplar el riesgo como una excitante aventura, de manera que, ante la conformidad de Elena, me decidí por el adosado más barato.

Aquella decisión me dolió a mí más que a ella. Elena, como los gatos, era capaz de ser feliz ovillada en cualquier rincón soleado. Poseía una pasmosa facilidad para abstraerse, para elevar su espíritu sobre cualquier lodazal donde se encontrara su envoltura material. Sin embargo, yo carecía de ese don, y el escenario donde debía moverme siempre acababa condicionándome el ánimo. Por si eso no bastase, mi visión de la vida era mucho más prosaica que la suya. Como a la mayoría, el mundo me parecía mal construido, como hecho con materiales de derribo, pero tenía claro que no merecía la pena perder el tiempo intentando cambiar las cosas. Resultaba mucho más inteligente aceptarlo tal cual era, tratar de desenvolverse lo mejor posible en su férrea dinámica de esfuerzos y recompensas. Y por eso, porque me estaba rompiendo el espinazo en la oficina, consideraba imprescindible que todo aquel sudor derramado se tradujese en algo palpable, en algo que yo pudiera ver, y como no sentía la menor curiosidad viajera ni inclinación alguna por los veleros y demás aficiones caras, un unifamiliar con jardín me parecía la solución perfecta. Hubiese preferido que tuviera piscina, pero me convencí de que aquello era, en el fondo, un detalle menor.

Una vez firmamos el contrato, la muchacha nos condujo hasta la salida por un pasillo flanqueado de módulos donde otras muchachas proponían la misma disyuntiva a quienes ocupaban aquellas toperas enmoquetadas. Y fue entonces, al escudriñar al paso una de ellas, cuando descubrí a Martínez. Estaba sentado muy rígido en la silla, envuelto en su colonia de garrafón, atento al parloteo de la vendedora. Tras él me pareció distinguir la rodilla picuda y blancuzca de la que debía de ser su mujer. Apenas tuvimos tiempo de reconocernos, pero acertamos a intercambiar un saludo incómodo, como si ninguno de los dos fuésemos capaces de disimular la vergüenza que nos producía haber sido sorprendidos en un acto tan íntimo como el de adquirir una vivienda, que revelaba con impudicia nuestro poder adquisitivo y la envergadura de nuestras ilusiones. A la salida, Elena se estrechó contra mí, entusiasmada por la empresa en la que acabábamos de embarcarnos, pero yo sólo pude corresponderla con una sonrisa acartonada, tratando de digerir el inoportuno encuentro con Martínez, que establecía entre nosotros una complicidad que ninguno de los dos quería. Caminé a casa intentando calcular las repercusiones que aquel hecho tendría sobre el paisanaje de la oficina, pero sobre todo preguntándome, lleno de malsana curiosidad, por la elección que habría tomado Martínez, cuyos recursos imaginaba sirnilares a los míos.

No tuve que esperar mucho para saberlo. Me bastó con pegar la oreja al día siguiente en la cafetería. Mi talante de hombre reservado me impidió divulgar mi nueva adquisición entre los pocos amigos que había logrado hacer en la empresa, pero Martínez no tardó en pregonarla a los cuatro vientos. Esperó a servirse el café para reunir a su camarilla y anunciarles a voz en grito su próxima mudanza. Sin mirarme de lleno, pero dedicándome disimuladas miradas de soslayo, fue glosando las características del unifamiliar que había comprado: sus metros de jardín, las virtudes de su solería, el remate coqueto de las tejas. Y por último, tras una pausa dramática durante la cual alguno de sus acólitos remedó un redoble de tambor con la cucharilla del azúcar, nos reveló que también disponía de piscina.

Enterarme de aquello fue como recibir un balazo en el estómago. Y tuve que apurar el café y regresar a mi mesa antes de que concluyera el tiempo de recreo, para lamerme las heridas sin ser visto. Una vez en mi escritorio, parapetado tras el archivador, intenté serenarme. Me embargaba una absurda sensación de derrota. Martínez había saltado sin red, había decidido jugar fuerte. Y aunque era libre y lo que hiciera a mí no tenía que importarme, su opción alumbraba como un fanal molesto mi escaso arrojo, mi perenne e incombustible cobardía. Desde mi mesa escuché con una mezcla de rencor y desazón los vítores con los que el resto de mis compañeros celebraba la compra de Martínez, e intuí que se avecinaban tiempos dolorosos: en cuanto nos dieran las casas él descubriría mi elección, y con toda probabilidad me convertiría en el blanco de sus burlas; pero no sólo tendría que soportar sus chanzas y sus miradas de superioridad, sino que debería hacer frente a un oprobio mayor, pues su presencia sería un recordatorio constante de la vida que yo debía estar viviendo, de la vida que no me había atrevido a escoger. De alguna manera, por obra y gracia de Martínez, al firmar el contrato me había desdoblado. Había adquirido el amargo privilegio de atravesar el espejo para poder contemplarme desde el otro lado.

Nos dieron el adosado un par de semanas después, a finales de mayo, cuando el sol ya barruntaba verano. Una época ideal para disfrutar de la piscina, en caso de haberla tenido. Pese a todo, intenté olvidarme de ello y dejarme contagiar por la euforia de Elena, que se apresuró a amueblar nuestro nuevo hogar con la urgencia de quien conquista un territorio salvaje. Pero enseguida empecé experimentar un malestar en mi interior cuyas causas no lograba descifrar. Me sentaba en el jardín, bajo el emparrado, y examinaba mi entorno escrupulosamente, o erraba por la casa con el paso lento de quien visita un museo, tratando de ser consciente de que había colonizado aquel pedazo de tierra, de que ahora me encontraba en el mismo lugar idílico que apenas un mes antes anhelaba. Sin embargo, no sentía ninguna emoción especial al saberme allí. ¿Dónde estaba la sensación de plenitud que debía embargarme? Ya no podía culpar al escenario en el que vivía de las escoceduras de mi alma, como había hecho hasta ahora. Debía buscar en otro sitio. Y observando cómo Elena gozaba de la brisa que nos acariciaba en el jardín al derrumbarse el día, o cómo se precipitaba en el sueño cada noche, con la laxitud de quien ha recibido un masaje concienzudo, empecé a preguntarme si no sería yo el defectuoso. Tal vez a algún obrero de la cadena de montaje se le había olvidado alojar en mi interior el gen de la felicidad, condenándome a vagar eternamente por el mundo como una sombra insatisfecha, sin esa capacidad para el disfrute que hasta ese momento creía inherente al ser humano. Dado que no podía dormir, adquirí la costumbre de abandonar la cama a mitad de la noche y salir a la terraza a fumarme un cigarrillo. Allí asomado, apurando el pitillo con indolencia, contemplaba las estrellas. Incluso malgastaba unos minutos tratando de armar las constelaciones, fingiendo unos conocimientos de astrología que no tenía, retrasando el momento de rebasar con los ojos el parque que nos separaba y clavarlos en la manzana de enfrente, concretamente en el unifamiliar de Martínez, señalado por el puntero que semejaba su coche. Con frialdad de francotirador observaba entonces su vivienda, y lo imaginaba allí dentro, en la casa cuyo trazado tan bien conocía, durmiendo a pierna suelta junto a una mujer de rodillas filosas, ungido de una felicidad que me pertenecía.

Y mientras yo iba adquiriendo un brumoso aspecto fantasmal debido a la palidez y las ojeras, Martínez parecía cada día más perfilado sobre el mundo gracias a un rotundo bronceado. Su piel, que antes lucía esa decoloración de los objetos expuestos largo tiempo en los escaparates, había cobrado un lustre resplandeciente, un tono aceitunado que ya levantaba suspiros entre las recepcionistas. Pero no le bastaba a Martínez con zaherirnos con su bronceado espectacular, sino que también aprovechaba la hora del café para ilustramos sobre las virtudes de la natación. Nada había tan relajante en la vida como practicar unos largos antes del desayuno. Y él no tenía que cruzar media ciudad para acudir a ningún polideportivo, no. Él sólo tenía que levantarse de la cama, embozarse su albomoz a rayas verdes y recorrer el pasillo que comunicaba su casa con el jardín interior donde se encontraba la piscina. Ninguno de sus vecinos parecía interesarse por ella a esas horas, de manera que Martínez podía hacer uso de la piscina en una intimidad absoluta. Y, una vez en el agua, no había estilo que se le resistiese a Martínez. Podía surcarla al estilo mariposa, que consistía, según sus gestos, en lanzar los brazos hacia delante como si pretendiera abrazar a un oso grizzly o derrumbar a un luchador de sumo. Podía recorrerla a braza, escarbando un túnel en el agua. O incluso podía atravesarla de espaldas, moviendo los brazos como las aspas de una hélice. Y en verdad todo aquel ejercicio matinal parecía haber transformado a Martínez para mejor, pues ahora se nos antojaba un buda noble y sereno cuando rellenaba los informes, un elegante y dúctil siamés cuando se perdía sin urgencia hacia los aseos.

Durante las arengas de Martínez yo permanecía en una esquina, tomando el café a hurtadillas y tratando de que nuestros ojos no se encontraran, no fuera a ser que el verme tan indefenso, tan tristemente vulnerable allí arrumbado, le moviera por fin a ejecutar el golpe de gracia, invitándome a participar en su conferencia, a glosar yo también las virtudes de una piscina que bien sabía que me quedaba prohibida. Pero Martínez no parecía interesado en delatarme ante los demás. Prefería el placer que le proporcionaba ser el único conocedor de mi secreto, y le bastaba con aguijonearme con sus oscuras sonrisas de vez en cuando. Yo, por mi parte, no podía evitar escuchar sus palabras con la misma devoción que sus adoradores, y en los tiempos muertos de la oficina lo imaginaba avanzando por aquel pasillo que, como el túnel de la muerte, comunicaba su existencia con el otro mundo, el mundo de la piscina. Casi podía verlo horadando el silencio que sumía la casa con la música gomosa de sus chanclas, abriendo aquella última puerta que lo separaba del paraíso y recibiendo en pleno rostro el fulgor que producía el amanecer al volcarse sobre las aguas de la piscina. Lo imaginaba luego deshaciéndose del albornoz como un animal de muda, mientras caminaba sobre la hierba cuajada de rocío y sentía cómo el aliento de la noche le trepaba por las piernas y le despabilaba los testículos apretados bajo el tanga. Hasta que finalmente alcanzaba el borde de la piscina investido de una luz primigenia que lo hacía parecer, erguido triunfal y peludo en mitad de aquel edén, el buque insignia de una raza en ciernes, de una especie superior que sabía comulgar con el universo.

Y tras varias semanas escuchando a Martínez predicar sus evangelios de cloro comprendí que en aquellos chapuzones matinales residía el secreto de la felicidad. A diferencia de los espíritus simples, capaces de encontrar la dicha en cualquier parte, los espíritus exquisitos como Martínez y yo necesitábamos unas condiciones determinadas. Martínez había sabido encontrarlas, señalándome el camino. Y una noche, espiando su guarida desde mi terraza, supe que nada podría hacerme feliz jamás, ni el supuesto amor de Elena ni el reconocimiento laboral ni el improbable hecho de descubrir en el desván de la casa de mis padres un documento donde confesaran lo orgullosos que en vida se habían sentido de mí. Nada salvo iniciar el día sumergiéndome en esa piscina prohibida, bajo el espléndido amanecer de aquel mundo hecho a mano.

Pero, ¿cómo conseguirlo? La piscina ni siquiera se encontraba a la vista, sino resguardada por el farallón que configuraban los unifamiliares. A menos que uno practicara el paracaidismo, sólo podía acceder a ella a través de las propias viviendas. Rememoré entonces los instantes previos a la firma del contrato, cuando la muchacha de la inmobiliaria nos advirtió de que si escogíamos el adosado más barato no podríamos disfrutar de la piscina. A no ser, especuló con cierta sorna, que nos hiciésemos amigos de alguna de las personas que adquiriesen los otros unifamiliares. Sin saberlo, aquella muchacha me había indicado la estrategia a seguir, el camino hacia la redención. Fue entonces cuando, aplastando el cigarrillo en el cenicero, decidí ganarme la amistad del hijo de puta de Martínez.

No resultó una empresa fácil. Como ya he dicho, nuestra relación era casi inexistente. Conscientes de poseer personalidades antagónicas, nos limitábamos a medirnos desde lejos en la sala del café, como dos perros que rondan un mismo vertedero. ¿Quién iba a decirme que mis ansias de piscina me azuzarían a abalanzarme sobre él sin ni siquiera detenerme a olisquearle los genitales, ansioso por comulgar de su sarna? Pero para ganarme su cariño, lo primero que necesitaba era despojarme de mi condición de fantasma, cobrar relieve dentro del organigrama social de la oficina, pues de nada iba a servir acercarme a Martínez y suplicarle su amistad como quien pide limosna. Debía presentarme ante él con el aval de alguno de sus acólitos. Escogí a Soto y a Clavijo, los dos idiotas que orbitaban más cerca de mi objetivo. La primera vez que me arrimé a ellos, me miraron atónitos, como si contemplaran una aparición, pero me bastó con reírles los chistes y calibrar a las recepcionistas con la brutalidad de un tratante de ganado para hacerles mi presencia más digerible. Desde esa posición me atreví a cruzar, no sin cierta cautela, alguna palabra con Martínez. Durante los primeros días, no fui más allá de darle la razón cuando profería algún comentario, por lo general grosero o disparatado, pero enseguida me aventuré a hacerle alguna pregunta directa, obligándolo a responderme, a entablar conmigo un diálogo, por mínimo que fuese. Percibí entonces, por su destemplada forma de despacharme, que tras el encuentro en la inmobiliaria, su manifiesta indiferencia se había agudizado, hasta convertirse en una suerte de hostilidad. Pero pronto pareció comprender, al detectar el vago aprecio que parecían profesarme Soto y Clavijo, que era más conveniente tratarme con deferencia, por lo que decidió hacerme el blanco de todas sus puyas, unas puyas irritantes que venían siempre seguidas del ungüento de una palmada amistosa que restaba toda la gravedad al asunto, y que yo recibía con deleite y orgullo, imaginándola como un primer esbozo de aquella otra que me propinaría en un futuro cercano, plantados ambos ante el borde de su piscina. Y a medida que transcurrían las semanas, hasta me pareció percibir bajo sus afrentas un cierto cariño, como si le conmoviera la entereza con la que yo acataba mi papel de bufón.

Durante un tiempo no quise creer en tales intuiciones, pero mis sospechas se confirmaron al poco, en mitad de una de esas fiestas insoportables que la empresa organizaba con la intención de que sus diversos estamentos se animaran a confratemizar en un ambiente de relajo. Por supuesto, la pretendida promiscuidad entre las castas jamás se producía, y cada uno trataba de pasar lo más desapercibido posible y de engullir el número correcto de canapés, esa cantidad misteriosa que no le hiciera parecer ante los jefazos ni glotón ni abúlico. Esa noche Elena y yo, reacios a probar suerte, no hacíamos más que mirar el reloj, a la espera de que sus agujas se confabularan en una hora prudente para marcharnos, cuando de repente Martínez se nos aproximó acompañado de su mujer. Era la primera vez que él propiciaba un acercamiento, por lo que no logré esconder mi emoción. Me aporreó el hombro a modo de saludo, y besó la mano de Elena mientras ejecutaba una reverencia teatral y la deslumbraba con su somisa de bandido. Verlo desplegar ante ella los mismos ademanes de perdonavidas que utilizaba con las recepcionistas me produjo una sensación de asco, y aunque sabía que ella era capaz de cuidarse sola, no pude evitar contraatacar acosando con la misma desfachatez a su mujer, que contemplaba el flirteo de su marido con más aburrimiento que irritación. Se llamaba Olga, y era, en efecto, la dueña de aquellas rodillas filosas que yo había visto en la inmobiliaria asomando tras la silueta de Martínez. Me bastó un rápido vistazo para constatar que toda ella era igual de puntiaguda: sus piernas resultaban delgadas en extremo, era escurrida de caderas, poseía un pecho lacónico y tenía, en general, el aspecto de una niña que se prueba ante el espejo un vestido de su madre. Me sorprendió que un tipo como Martínez, que gustaba de hembras rotundas, hubiese escogido para compartir su vida a aquella mujercita escuchimizada a la que se le trasparentaba la combinación de los huesos. Pero más me sorprendió la sonrisa traviesa con la que ella correspondió a mis halagos, una mueca insinuante que parecía sugerir todo tipo de recompensas a poco que me esforzara. No hubo tiempo, sin embargo, para mayores profundizaciones, pues enseguida volvimos a enhebramos los cuatro, y nos limitamos a escuchar la cháchara de Martínez, que celebró el hecho de que al fin nos hubiésemos conocido todos, e incluso auguró una barbacoa para un futuro más o menos incierto.

Al día siguiente no fui invitado a ninguna barbacoa, pero un poco antes de que concluyera la jornada, Soto se acercó a mi mesa con aire confidencial, se inclinó sobre mi oído y me propuso acompañarles esa noche a una de sus excursiones. Intuyendo que la orden vendría de Martínez, acepté sin pensar: nada une tanto a los hombres como irse de putas juntos, sumergirse de la mano en el lodazal del pecado. Pero enseguida me invadió un prurito de remordimiento por el lugar en que todo aquello dejaría a mi mujer. Estaba claro que Elena no aprobaría mis métodos. Durante unos minutos consideré rehusar la invitación, pero hacerlo significaba acabar de una sola vez con mis posibilidades de ingresar en la hermandad de Martínez, constituida por hombres que no sólo habían aprendido a superar sus escrúpulos, sino que probablemente ni siquiera los tuviesen. Así que, descartada la posibilidad de negarme, mi única opción era contemplar el asunto como un trámite inevitable del que no debía extraer el menor placer, y procurar sobre todo que no llegara a oídos de Elena.

El reloj anunció el fin de la jornada, dispersándonos como un tornado, pero la cofradía de Martínez enseguida se reagrupó en el patio. Me recibieron con una sonrisa comunal, y sin más ceremonias echamos a andar hacia el prostíbulo, que se encontraba, como la inmobiliaria, a dos calles de la oficina. Yo nunca había visitado un burdel, y me sorprendió que aquel consistiera en un pisito de lo más corriente, decorado con flores de plástico y cuadros cinegéticos, donde nada parecía anunciar el tipo de actos que allí transcurrían. Tampoco las putas nos recibieron en lencería, sino vestidas con ropa cómoda y sencilla, como muchachas de campamento. Mientras unos y otros se saludaban, pude comprobar que la mayoría eran rusas, aunque también había un par de muchachas orientales, diminutas y sonrientes. Nos condujeron a un minúsculo saloncito, y allí nos sentamos mientras una de ellas, que enseguida identifiqué como la madame porque su edad rebasaba con creces la de sus pupilas, se ocupaba de las copas. En cuanto uno de los vasos cayó en mis manos, le propiné un trago ávido, con la intención de que mi cuerpo perdiera su envaramiento y comulgara de la distensión general. Entre ambos bandos parecía existir una camaradería sana, como de novios o viejos amigos: charlaban de trivialidades, sin que nadie perturbara aquella armonía doméstica con una caricia incitante o un comentario procaz, por lo que me resultó difícil concienciarme de que, aunque lo pareciera, no estábamos esperando unas pizzas, sino que aquello sólo era el incongruente preámbulo del fornicio. Resultaba increíble, pero en breve podría disponer a mis anchas de alguna de aquellas muchachas a las que ahora contemplaba con la misma añoranza con la que uno desea a las colegialas o camareras que ve cada día.

Entonces, de repente, Martínez apuró su copa, reclamó nuestra atención con una palmada y nos anunció que había llegado el momento de entrar en faena. Entre risas, el grupo comenzó a levantarse y pude comprobar por la naturalidad de los emparejamientos que cada miembro de la cuadrilla tenía más o menos agenciada una puta de cabecera. Yo me limité a sonreír tontamente, sin saber cómo proceder. Fue entonces cuando Martínez me ofreció la puta junto a la que había estado sentado. Hazle a mi amigo el numerito completo, le indicó mientras la despedía con una sonora palmadita en las nalgas. Solícita, la puta me cogió del brazo y me condujo hacia una de las habitaciones, sin apenas darme tiempo a agradecerle el detalle a Martínez, quien ya se dirigía a otro cuarto con las dos asiáticas.

Fue mientras la puta me enjabonaba los genitales cuando tomé conciencia de lo borracho que estaba. La cabeza se me iba y me costaba enormemente mantener el equilibrio. ¿Cuánto había bebido? Con la madame llenándome el vaso cada vez que lo vaciaba era difícil de calcular, pero resultaba evidente que se trataba de una cantidad considerable, especialmente para alguien tan poco acostumbrado a beber como yo. Reparé entonces en un detalle absurdo: a través de la ventana del cuartito en el que me hallaba, podía verse el cartel de la inmobiliaria a la que Elena y yo habíamos acudido deseosos de cambiar de vida. Y eso me aflojó las vísceras y me obligó a reconsiderar lo que iba a hacer, pero mi cabeza se encontraba demasiado embotada como para tomarse en serio cualquier propuesta que no fuese dejarse llevar sin preguntar hacia dónde. Tras el enjuague, la muchacha me pidió que me tumbara sobre el lecho y empezó a desnudarse. Lo hizo sin preocuparse lo más minimo por resultar sensual, lo cual a esas alturas no me sorprendió demasiado. En aquel sitio la ramplona imaginería erótica formaba parte de la leyenda. La puta arrojó sus ropas sobre una butaca y caminó hacia la cama totalmente desnuda. Me bastó un rápido vistazo para comprobar que Martínez se había apropiado de lo mejor del catáIogo: la muchacha poseía la elástica delgadez de una gimnasta, y una piel blanquísima que contrastaba con la noche cerrada de su cabello, cortado a media melena, como la caperuza de un halcón. Y tal vez fue el indefenso aspecto que yo ofrecfa allí desmadejado, lo que la movió a apaciguarme con una sonrisa antes de ponerse a trastear con el espejito que descansaba en la mesilla. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré alzar la cabeza lo suficiente como para comprobar que se disponía a preparar unas rayas de coca. Mientras las perfilaba con maña sobre el cristal, le entraron ganas de conversar. En un chapurreo poblado de aristas me dijo que se llamaba Natasha y que era moscovita. Había venido a nuestro país persiguiendo el sueño de convertirse en modelo, y tras una serie de vicisitudes tan infamantes como predecibles había acabado allí, dejándose follar por desconocidos varias veces al día. La miré con lástima, conmovido tanto por el asqueroso destino que le había tocado en suerte como por aquella confesión espontánea. No era difícil adivinar las dolorosas claudicaciones que habrían jalonado su camino hacia la cama que ahora compartíamos. Esas historias son siempre la misma. En algún momento entre cliente y cliente, habría reparado en que ya no quedaba en ella mucho más que profanar, y habría realizado un pacto secreto consigo misma, ese pacto de no sufrimiento que acaban haciendo todas las putas tarde o temprano. De eso hacía ya tres o cuatro años, dijo, en los que había sido transferida de burdel en burdel hasta que tropezó con una madame a la que le gustó su aspecto elegante y decidió apartarla de las carreteras y quedársela para su harén de élite. Ahora había aprendido a disfrutar de las ventajas de un trabajo que al principio acató como un castigo por haber creído ingenuamente que el paraíso existía en alguna parte. Y existe, me descubrí diciendo con la voz pastosa. Cuesta verlo, pero al final siempre se divisa. Ella sonrió melancólica, y meneó levemente la cabeza, como diciéndome que no necesitaba animarla con frases hechas.

Entonces se reclinó sobre mí, me colocó un tubito en la nariz y me dijo que aspirara. Por seguir fiel a mi conducta, lo hice sin pensar, con el convencimiento de que no estaba haciendo otra cosa que ganando méritos ante Martínez. Nada más aspirar, un fuego intenso se extendió atropelladamente por mi cerebro, y el corazón se me concretó en el pecho, rebosante de latidos, como si hasta ese momento no hubiese sido más que un reloj viejo al que nunca habían dado cuerda. Con su lengua, Natasha lamió los restos de coca que me obstruían la nariz, y después la sentí gatear por mi cuerpo, su cabello como un plumero moroso que barría todos mis escrúpulos, hasta que se detuvo en mi regazo para enderezar mi alicaído espíritu. Una vez lo logró, ella misma se empaló en él e inició una cabalgada furiosa, y mientras a mi alrededor todo resplandecía y ondulaba y perdía sus cantos, yo sólo acerté a pensar que mi miembro ocupaba ahora el hueco que había abierto en ella Martínez, un hueco que imaginé deformado por su labor de zapa, hecho a él como unos zapatos viejos. Y nada podía unirnos más que compartir aquel reducto húmedo en el interior de Natasha. Entonces ella intensificó el ritmo de las sacudidas, y sentí el placer y el dolor de sus uñas en mis hombros, de sus dientes en mi cuello, de su entrega de animal herido y furibundo. Mareado, dejé que mis ojos resbalaran de sus pechos puntiagudos a sus muslos de porcelana, y que de ahí se precipitaran al suelo, donde rodaron a la deriva, buscando anclarse en algo, hasta que encallaron en el arrecife de sus zapatos de tacón. Y allí se quedaron, como un áncora que sujetaba mi consciencia, que era algo frágil que se escurría en remolino hacia alguna parte. Entonces, de tanto mirarlos, los zapatos comemaron a cambiar de color, mutar del negro al blanco, perdiendo en el camino la punzante altura del tacón, el brillo aparatoso del charol, volviéndose dos zapatos planos, castigados por el uso, enormemente parecidos a los zapatos que gastaba Elena.

De repente el mundo dejó de moverse, cobró su rigidez de palo, y me descubrí tendido en la hierba de mi jardín, mirando estúpidamente los pies de Elena. El frío nocturno me había calado los huesos y sentía un dolor sordo repartido por todo el cuerpo. Parpadeé varias veces, cegado por el resplandor de un sol que debía llevar al menos un par de horas en danza, mientras me preguntaba cómo habría llegado hasta alli. Lo último que recordaba era a Natasha sentada a horcajadas sobre mí, pero a poco que rebusqué en el cesto revuelto de mi cerebro hallé la reveladora imagen de la pandilla al completo plantada ante la puerta de mi casa, y observé de nuevo a Soto haciéndose un lío con las llaves y a Martínez sugiriendo que se dejaran de tonterías y me arrojaran por encima de la valla. El dolor de mi espalda no ofrecía dudas sobre la opción que finalmente habían tomado.

Con enorme esfuerzo, sin poder evitar soltar algún quejido lastimero, logré incorporarme para enfrentarme a Elena en una postura más digna. Mi mujer me contemplaba con una profunda mezcla de tristeza y decepción. No atiné más que a sonreírle estúpidamente, incapaz de argumentar nada en mi defensa. Mi aspecto no dejaba el menor resquicio para la mentira: a una mirada abotargada y una voz espesa, signos que tal vez pudieran insinuar una borrachera monumental pero inofensiva, había que afiadir el tufo a hembra que me impregnaba y, muy especialmente, los arañazos y mordiscos que Natasha había dejado en mi piel como marcas territoriales. Tampoco mi mujer parecía contar con palabras para resolver la situación. Se limitaba a observarme en silencio, con aquella expresión de estafada que la investía de una vulnerabilidad conmovedora. Nunca me pareció tan hermosa como en aquel instante: el verde de sus ojos refulgía, la respiración le enaltecía el pecho, boyante y muelle, y de su cabeza se descolgaba un cortinaje de rizos castaños, donde la luz de la mañana se perdía en círculos. De repente, se precipitó dentro de la casa, tal vez para ocultarme sus lágrimas. Yo la seguí dando tumbos, como si caminase con aletas de buzo, pero no pude impedir que se encerrara en el baño. Le rogué un par de veces que me abriera, pero dejé de intentarlo al reparar en que en veinte minutos debía estar en la oficina. Enojado por tener que aplazar hasta la noche la que probablemente sería la conversación más importante de mi vida, me cambié de camisa, busqué el maletín, me peiné con los dedos humedeciéndome el cabello en el fregadero, y corrí al coche, que alguno de la cuadrilla había tenido el detalle de traer hasta el parquecito.

Huelga decir que la jornada se me hizo eterna. La pasé atrincherado en mi mesa, sobrellevando la resaca y la incertidumbre de no saber qué iba a ocurrir con mi matrimonio. Ni siquiera me acerqué a la cafetería. Tuve suficiente con soportar las miraditas que los muchachos me lanzaban desde lejos, acompañadas de sonrisas lobunas, pulgares levantados y otros gestos soeces. No sé con qué tipo de mujeres convivían ellos, pero todos parecían dar por sentado que aparecer por casa en las deplorables condiciones en que yo lo había hecho no debía acarrearme el menor problema, acaso hubiese servido para subrayar mi condición de jinete libre y salvaje. Poco podían sospechar Soto y los demás que yo andaba barajando las posibles explicaciones que podía ofrecer a Elena, sin que ninguna me pareciera lo suficientemente buena como para reparar la fisura que mi incompetencia para el adulterio había abierto en nuestra relación.

Cuando esa noche traspasé la cancela de casa, ya había resuelto encomendarme a la pura improvisación. Nada de lo que yo pudiese decir iba a ablandar a Elena, tampoco a curar la herida que sin quererlo le había infligido. ¿De qué me iba a servir explicarle la verdad, decirle que había follado con una puta moscovita hasta el culo de cocaína para ganarme la amistad de Martínez, que había vulnerado nuestro compromiso por una maldita piscina? Era mejor que la smcera desesperación de mi rostro hablase por mí. Me detuve ante la puerta, respiré hondo y saqué las llaves. Pero la cerradura se me resistió. Al principio creí que, a causa de los nervios, las había introducido mal; luego supuse que me había equivocado de llaves, y finalmente tuve que aceptar que Elena había cambiado la cerradura. Aquello me desconcertó de tal manera que durante unos instantes no supe cómo reaccionar. ¿Significaba eso que Elena ni siquiera quería darme la oportunidad de explicarme, que le bastaba con lo visto, que mi sola presencia la asqueaba? LIamé al timbre varias veces, sin obtener respuesta. Desesperado, comencé a aporrear el cristal de la ventana que daba al jardín metiendo el brazo por entre las rejas. Dentro había luz, y en algún momento creí ver a Elena, observando mi impotencia desde el pasillo, sin la menor intención de dejarme entrar. Finalmente decidí que lo mejor era largarse, si no quería despertar a todos los vecinos. Pensé en quedarme a dormir en el coche, pero no creí que mi espalda fuera a resistirlo. Opté por refugiarme en un hotel próximo a la oficina —y al burdel, y a la inmobiliaria—, un lugar modesto pero barato donde poder reposar mis cansados huesos. Pero tampoco allí pude descansar, pues dediqué la noche a rumiar un odio cada vez más profundo contra Martínez, a quien consideraba el único culpable de todo aquello. Podía quedarse su maldita piscina para él solo, yo lo único que quería ahora era recuperar a Elena, volver a sentir sus brazos rodeándome, volver a recibir aquel amor suyo tan diáfano y sigiloso, volver a tenerla al lado, estirándose como una gata, mientras asistiamos al desplome de la tarde en el jardín.

No fue hasta que, a la mañana siguiente, Soto se acercó a mi mesa para invitarme a otra de sus excursiones, cuando supe que el hombre estaba hecho para la venganza. Desde que descendió de las tranquilas ramas de los árboles, el ser humano había construido civilizaciones, había tocado el cielo con la punta de sus catedrales, había escrito Oliver Twist e incluso pisado la luna. Pero ni La flauta mágica, ni el psicoanálisis, ni el criquet ni nada de todo cuanto había creado podía compararse al sublime mecanismo de una venganza perfecta, ejecutada con la mayor sangre fría. Mi plan brotó de repente, al tiempo que aceptaba la propuesta de Soto con mi sonrisa más viciosa, como si el proyecto de destrucción de Martínez lo hubiese llevado en la sangre desde siempre, incluso desde antes de conocerlo. Diligente, Soto regresó a su departamento, y yo me dediqué a garabatear en un folio el nombre de Martínez para tacharlo conciemudamente, una y otra vez, llenando cuartillas de cucarachas aplastadas mientras el resto de mis compañeros cumplimentaban con desgana sus informes, sin sospechar que todavía quedaban personas capaces de contemplar la vida como un duelo de honor. Cuando al fin llegó la hora del almuerzo, me dirigí a un centro comercial y compré lo único que necesitaba para llevar a cabo mi plan. Con ello en el bolsillo, aguardé pacientemente el término de la jornada.

La pandilla, alineada en el patio, me recibió con vítores y burlas. Todos, incluido el propio Martínez, parecían enormemente satisfechos por haberme atraído hacia la senda tenebrosa. El hecho de no haber podido abandonar el cuarto de Natasha por mi propio pie me había granjeado un respeto que jamás hubiese obtenido de ninguna otra manera. Constatar aquello me hizo sonreír débilmente. ¿De qué me servía todo eso ahora que la piscina de Martínez me importaba una mierda? Había logrado engañarles, hacerles creer que era como ellos, un truhán barato, un golfo de medio pelo, pero la ironía era que Elena también se lo había tragado. Y con mi matrimonio pendiente de un hilo, era difícil sentir otra cosa por ellos que no fuese un profundo asco. Aun así, tuve que esforzarme en disimular mi repulsión, por temor a que Martínez descubriera mi doble juego antes de que pudiera joderle la vida.

Enfilamos hacia el burdel con la misma despreocupación que la vez anterior. Una vez allí, las putas nos condujeron de nuevo al minúsculo saloncito donde se encontraba el carrito de las bebidas durante la idiota y exasperante tertulia que se inició a continuación, Martínez no cesó de lanzarme miraditas llenas de complicidad. Esa noche, sin embargo, no me cedió a Natasha y, una vez llegado el momento de los emparejamientos, la madame me agenció una puta regordeta que andaba por allí algo despistada, tal vez como castigo por haberle enfangado la tierra del ficus que me tocó a la derecha con el contenido de mis copas. La tomé rápido y mal, pero no sólo regresé a mi hotel por mi propio pie, sino que lo hice esgrimiendo una sonrisa triunfal, apretando en mi bolsillo la perdición de Martínez.

La noche siguiente cogí el coche y me dirigí a «La rosa de los vientos», dispuesto a salvar mi matrimonio. Aparqué sigilosamente en el parquecito, y bajé del vehículo. Seguía sin tener claro cómo lograr el perdón de Elena, pero, de alguna manera, tras haber destrozado el matrimonio de Martínez, me sentía capaz de cualquier cosa. Contemplé su unifamiliar, su maldito unifamiliar con piscina, y por primera vez no sentí envidia. Sólo una agradable sensación de paz. Ahora, si mis cálculos no fallaban, en aquel paraíso debía estar estallando el infierno. Sin embargo, me extrañó no oír gritos, algo casi obligado entre dos personas tan zafias y escandalosas como Martínez y su mujer. Movido por una curiosidad morbosa, decidí acercarme con cautela hasta su verja. Fue entonces cuando oí los sollozos. Intrigado, eché una mirada por encima de la cancela. Descubrí a Olga sentada en los peldaños de la escalerita, acunando en sus manos una botella de ginebra. Al verla alli, tan desvalida y borracha, me sentí un poco culpable. Pero las guerras siempre producen bajas inocentes, eso no se puede evitar. De repente, Olga alzó la cabeza y me descubrió espiándola. Nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer, algo avergomados. Descorrí entonces la cancela y esbocé unos pasos dubitativos por el caminito de baldosas, mientras decía no sé qué sobre que acababa de aparcar y había oído su llanto. Fue lo único que se me ocurrió para justificar mi presencia allí, fisgando a través de su verja. Olga me mandó callar con un gesto vago de la mano, emitió un gemido consternado y le propinó un ávido trago a la botella. Reparé de pronto en que llevaba puesto un camisón, pero, debido a la falta de redondeces de su cuerpo, aquel descubrimiento ni me excitó ni me hizo sentir incómodo. Era como encontrarme ante una judía medio desnutrida fugada de un campo de concentración, que acunaba entre sus brazos la botella de ginebra que algún alma caritativa le habría colocado allí para llenar el hueco de un vástago desaparecido. Contemplé entonces el mazo de fotograffas medio borrosas que se derramaba a sus pies. Todas tenían a Martínez como protagonista principal. En algunas de ellas se encontraba repantingado en el sofá del burdel, con una puta a cada lado. En otras se le veía dirigirse, con Natasha de la cintura, hacia el pasillo. Y había un par de ellas, algo más oscuras, en las que podía apreciarse cómo le mordía los pechos con glotonería de niño mientras la rusa, a horcajadas sobre él, lo agarraba por la nuca como si fuera a bautizarlo en las aguas del Jordán. Tuve que reconocer que, aunque resultaban algo oscuras, para haberlas realizado a escondidas me habían salido bastante bien, especialmente las dos o tres tomadas en el cuarto de Natasha, donde había irrumpido fingiendo buscar el aseo.

Cogí una al azar, y la contemplé con sorpresa y asco, como si todo aquello fuese nuevo para mí. Habia que fijarse mucho para reparar en que en una de ellas se me veía reflejado en el cristal de una ventana, rentabilizando con disimulo la pequeña cámara que había comprado en el centro comercial. Mi mueca debió antojársele a Olga lo suficientemente sincera, pues me ofreció la botella como si yo también necesitara recuperarme de algo. Le di un par de sorbos, celebrando en secreto mi victoria, y me senté junto a ella con el gesto de desolación de quien no entiende la vida. Me explicó entonces que habían llegado esa mañana, en un sobre sin remite que alguien había introducido en su buzón, y que, tras concederse unos minutos para digerirlas, había llamado a su marido a la oficina, para exiguirle cuentas. Pero la indiferencia con que Martínez había recibido la noticia, como restándole importancia al asunto, la había enfurecido tanto o más que aquellas fotograffas, y había acabado gritándole que no quería volver a verlo nunca más. Dio otro trago, y soltó un sonoro eructo que me revolvió el estómago. El justiciero que le había mandado aquellas fotos, prosiguió con un deje de amargura, le había demostrado que su matrimonio era una farsa, una mentira que había durado más de diez años. Tras decir aquello guardó silencio, y yo sacudí la cabeza, pesaroso. Había sido una jornada más complicada de lo normal, lo que me impidió estar tan pendiente del derrumbe de Martínez como hubiese querido. Ahora sabía que no debía de haber sido demasiado estrepitoso. Sin embargo, el azar me había permitido ser testigo del hundimiento de su mujer. Mejor eso que nada, pensé, mientras la oía atizarle un nuevo trago a la botella. Inició entonces una suerte de llantina entreverada de comentarios ininteligibles que me movió a pasarle el brazo por los hombros y formular algunas palabras de consuelo, de esas que de tan oídas ya nadie se cree. Aquel puñado de necedades lograron calmarla, y ambos nos quedamos en silencio, absortos en el jardincito que se extendía a nuestros pies, como un par de entomólogos a la espera de ver despuntar entre la hierba el milagro de una especie desconocida.

Estaba a punto de levantarme, cumplida con creces mi labor samaritana, cuando Olga posó su mano en mi muslo. Miré aquel apéndice invasor sin poder ocultar una mueca de espanto. Era una mano huesuda y descarnada, casi una garra de bruja, cuyos dedos se hundían en mi carne con delicadeza pero con la autoridad de quien se ha decidido por fin a tomar algo que cree pertenecerle desde hace mucho. Contemplé su rostro, ahora peligrosamente cerca del mío, y comprobé que, efectivamente, Olga era una mujer horrenda. Ni siquiera pertenecía a ese grupo de hembras que consiguen disfrazar su fealdad con una voz dulce, una seductora manera de moverse o una buena capa de maquillaje. Olga era abiertamente fea, lo cual resultaba más difícil que ser vagamente atractiva o incluso normal. El solo pensar en tomarla me inundaba de una pereza similar a la que me asaltaba por las mañanas al contemplar el ciclostatic. Iba a apartar su mano de mi pierna como si se tratara de una rata cuando reparé en la puerta entreabierta de su adosado. Desde donde nos encontrábamos podía verse el recibidor difuminado por una penumbra leve, y tras él, sumergido en una oscuridad más compacta, un corredor que se perdía hacia la parte posterior de la casa. Yo sabía dónde desembocaba aquel pasillo. Lo recordaba de los planos que había visto en la inmobiliaria. Era el pasillo que siempre había soñado recorrer en compañía de Martínez. El pasillo de mis desvelos. El pasillo que conducía a la felicidad.

Volví a enfrentar el rostro de Olga, que se inclinaba aviesamente sobre el mío con los labios entreabiertos. Y no me pareció un precio demasiado caro por poder acceder al paraíso. Por eso no opuse la menor resistencia cuando su lengua, ungida de ginebra y tabaco, se internó en mi boca decidida a calibrarme los empastes. Conteniendo las náuseas, manoteé bajo su camisón con la misma urgencia que si revolviera entre mis papeles buscando algo importante, y dejé que fuera ella y la pasión que la desbordaba la que, persiguiendo un lugar más cómodo, me condujera tras la línea enemiga. Allí, ansiosa por tomarme, me aplastó contra el mueblecito del recibidor, clavándome algo puntiagudo en los riñones y derribando el paragüero, que rodó por el piso en un estrépito de campanas. Temeroso de que pretendiera consumar el acto en el suelo, lo que acabaría por arruinar mi espalda, remonté las escaleras con ella en volandas, buscando el lecho conyugal mientras rezaba para que se contentara con un solo envite. Y así irrumpí yo en el santuario de Martínez, como un profanador, violentando a su mujer, arramblando con los muebles, tomando posesión de todo cuanto era suyo con una rudeza desmedida.

El amanecer me sorprendió en la cama de Martínez, junto a su mujer. Pero si obviábamos esos pequeños detaltes, podía decirse que me encontraba en mi casa. O más concretamente, en el unifamiliar que me pertenecería de haber contado con los cojones de Martínez. A mi lado, Olga dormía hecha un ovillo, con esa sumisión de las bestias educadas a vara. Por la placidez de su sueño, nadie diría que su matrimonio acababa de naufragar, lo cual no dejaba de ser un elogio a mis cualidades amatorias, capaces de remendar las almas más desgarradas. Sonreí ante el trabajo bien hecho, y clavé los ojos en la puerta entreabierta del baño: había llegado el momento de tomar mi recompensa. Con cuidado de no despertar a Olga, me escurrí de la cama y me dirigí hacia alli. Traspasé su puerta con el paso reverente de quien entra en una capilla, y casi sentí un calambre de éxtasis místico al encontrarme ante las reliquias de las que tanto había oído hablar: colgado de un gancho, al alcance de mi mano, se hallaba el albornoz de listas verdes de Martínez, con el tanga negro asomando de un bolsillo y, a sus pies, las dos barcazas deformadas que eran sus chanclas de playa. Me vestí con ellos lentamente, como si participara de una liturgia. El espejo me devolvió la imagen de un tipo investido de serenidad, dispuesto a reanudar, tras el merecido interludio del sueño, una vida cuyas riendas había tomado hacía tiempo. Bajé a la planta baja, me situé ante el pasillo que conducía hacia la puerta del paraíso, y lo recorrí con la zancada elástica y majestuosa del héroe que camina bajo un emparrado de sables entrecruzados. Al fin lo había conseguido, me dije mientras empuñaba el picaporte de la puerta. No había llegado hasta allí de la manera que lo había planeado, sino sacrificando en el camino mi matrimonio, mis principios e incluso el buen gusto, pero eso no importaba ahora. Estaba seguro de que tras el baño recobraría la paz interior y las fuerzas que necesitaba para reconquistar mi perdido reino. Elena podía cambiar todas las cerraduras del planeta, pero no iba a poder detener al hombre templado y ducho en el que empezaba a metamorfosearme. Incluso, con un poco de habilidad y una buena agenda, podría mantener a Olga como amante sin que ella lo descubriese, y así continuar disfrutando de la piscina de Martínez.

La límpida claridad del amanecer me cegó en cuanto abrí la puerta. El mundo que apareció ante mí parecía, en efecto, hecho a mano. En aquel espacio secreto, la hierba lucía un verde más intenso del habitual, el cielo mostraba un azul vehemente y la ausencia de ruido era tal que por un momento me sentí como un soldado al que un obús acabara de volarle la sombra. Repasé con la mirada los unifamiliares colindantes sin ver un alma en los alrededores. Tal y como había dicho Martínez, a ninguno de sus vecinos parecía seducirle la idea de iniciar la jornada con un chapuzón, por lo que uno podía disfrutar de la piscina sin tener que compartirla con nadie. Satisfecho por lo bucólico del decorado, compuse una sonrisa de placer y, deshaciéndome del albornoz de Martínez con un indolente encogimiento de hombros, caminé hacia ella sobre la hierba mullida. Fue entonces, a apenas un par de metros de su borde, cuando percibí el olor a putrefacción. Desconcertado, me asomé a ella, y lo que vi me dejó sin respiración. La piscina se encontraba llena de un agua pútrida y renegrida, cubierta por un recamado de verdín, hierbajos, insectos muertos e incluso algún desperdicio de innegable aportación humana. Sin acabar de creerlo, hundí las rodillas en la hierba y lancé un grito de frustración. Aquello no podía ser. La piscina ante la que me encontraba arrodillado parecía como si llevara sin usarse desde el principio de los tiempos. Me sentí despechado, fuera de mí, comencé a aullar y maldecir y sollozar, arrancando manojos de hierba con gestos bruscos. «¿Qué ocurre?», oí preguntar. Olga se encontraba a mi lado. Mis gritos debían de haberla despertado, y ahora me miraba con recelo, como si yo fuese alguien peligroso. «¿Por qué está así la piscina?», le pregunté con un hilito de voz, sefialando aquella alberca inmunda. Ella me contempló unos instantes llena de perplejidad, sorprendida de que el estado de la piscina pudiese afectarme tanto. «Siempre ha estado así», reconoció, mirando las aguas con cierta melancolía. La obligué a explicarse con una mirada inquisitiva. «En la primera reunión de vecinos que convocamos», dijo, «hicimos cuentas y a la mayoría nos sorprendió el enorme gasto de mantenimiento que exigía una cosa tan pequeña. Algunos, entre los que se encontraba mi marido, quisieron pagarlo, pues preferían apretarse el cinturón todavía más a desentenderse de lo que en el fondo les había llevado a escoger esta manzana. Pero jamás se llegó a ningún acuerdo. Mi marido nunca lo superó, e incluso él mismo intentó hacerse cargo del mantenimiento, obteniendo la enemistad y las burlas del resto de los vecinos. Pero sin la depuradora su esfuerzo no tenía mucho sentido, y finalmente tuvo que claudicar. Tras ese revés nunca fue el mismo. Cada mañana madrugaba y se iba a una de esas salas de rayos uva para adquirir el bronceado con el que luego se pavoneaba en el trabajo, porque no quería que sus compañeros descubrieran que la piscina había resultado un fiasco», explicó bajando la cabeza, como si ella misma se sintiera humillada por el absurdo proceder de Martínez. Luego alzó el rostro y me miró con una ternura inusitada. «Si supieras cómo te odiaba mi marido», dijo de pronto. «Cada vez que miraba la piscina maldecía tu nombre, y cerraba sus puños o desmigaba la tostada o golpeaba lo que tuviese más a mano. Tú, demostrando una enorme intuición, habías escogido un adosado en la otra manzana mientras nosotros estábamos con el agua al cuello, a pesar de no tener piscina. De noche, cuando no podía dormir, se asomaba a la terraza y se pasaba horas contemplando vuestra casa con sus prismáticos, rumiando que sé yo qué pensamientos. Durante un tiempo temí que hiciera alguna locura. Por eso me alegró cuando en aquella fiesta vi lo bien que os llevabais.»

Al concluir, continuó ohservándome unos instantes, como esperando algún comentario por mi parte. Pero yo era incapaz de articular palabra. Extravié la mirada en las emporcadas aguas de la piscina, tratando de digerir lo que acababa de oír: mientras yo deseaba la vida de Martínez, él envidiaba la mía, quién iba a decirlo. «Voy a preparar café», anunció Olga, levantándose y dirigiéndose a su casa con los mismos andares desvalidos con que las tribus de Israel realizaron su éxodo. Y yo quedé allí, arrodillado sobre la hierba como el desdichado personaje de una tragedia, con el tanga de Martínez prensándome los testículos. En los jardines vecinos no se veía a nadie, pero el continuo temblor de algunas cortinas me confirmó que mi actuación había tenido público. Probablemente el mismo que habría contemplado el estéril empeño de Martínez por salvar la piscina. Dejé que se recrearan un poco en mi ridícula estampa, hasta que finalmente, con un tremendo esfuerzo, logré levantarme y regresar al adosado. Una vez allí, me vesti, cogí mi maletín y me dirigí al coche sin despedirme de Olga, que trasteaba en ła cocina. No me sentía con ánimos para compartir con ella un desayuno en el que probablemente se empeñaría en definir nuestra relación, en establecer la clase de vínculo que, como una enfermedad venérea, habíamos contraído tras el coito.

Subí al coche e introduje las llaves en el contacto, pero no arranqué. En su lugar me recosté en el asiento y, acariciando el volante, contemplé mi adosado a través de los árboles. Aquel era el verdadero paraíso, ahora lo sabía, porque allí había sido feliz viendo desmoronarse las tardes, en compañía de Elena. Y una vez más me irritó mi incapacidad para reconocer la felicidad, salvo cuando ya de nada servía, cuando formaba parte del pasado. O lo que era todavía más irritante, mi tendencia a imaginarla siempre por llegar, acechando en un recodo del futuro. O en la casa del vecino, alborotando la vida de los otros como mascotas fieles. Jamás me había atrevido a reconocerla a mi lado, a conjurarla con un sencillo gesto de conciencia o declararla con un acto de voluntad, como si temiera que nada más hacerlo una voz fuese a surgir de las alturas para desmentirlo.

En esas reflexiones me ocupaba cuando vi abrirse la puerta de mi casa. Ante mi sorpresa, un hombre salió de ella, atravesó el jardín y se dirigió a su coche, que se encontraba aparcado justo delante de la verja. Entonces se detuvo, me buscó con la mirada entre la fronda del parque, y me saludó con un gesto amistoso. Luego subió al coche y se dirigió hacia la oficina en la que yo trabajaba. Permanecí unos minutos aturdido, perplejo ante la aparición de Martínez. Y entonces, lentamente, fui entendiéndolo todo, uniendo las desperdigadas piezas con torpeza, sin poder evitar sentir ante cada ensamblaje la idiota fascinación de un niño. Hasta ese momento yo pensaba que no había hecho otra cosa que llevar a cabo mi venganza, pero me equivocaba. Al parecer, lo único que había hecho era seguir al pie de la letra el plan trazado por Martínez, quien había visto en mi interés por ingresar en su cofradía la oportunidad perfecta para destruir al hombre que le había robado el sueño. Y una vez arruinado mi matrimonio, sólo había tenido que ofrecer su hombro a la infamada y desconsolada Elena, con la que quizá había estado manteniendo algún contacto, saludándose aquí y allá, para que su último gesto resultara natural. Y yo mismo me había encargado de cortar los cabos sueltos enviándole a su mujer aquel puñado de fotos ingenuas y desenfocadas, ahorrándole así el engorroso trámite de la ruptura.

Martínez había ejecutado sobre mí una venganza perfecta, y durante unos segundos me sorprendí admirando su pericia de relojero, antes de hundirme en la más irremediable desolación al ser consciente del esmero con que había cooperado en mi propio exterminio. No sabía si Martínez estaba realmente enamorado de mi mujer, o si había tenido que conquistaria como un requisito indispensable a la hora de intercambiar nuestros destinos, de cruzar al otro lado del espejo, a la orilla que yo a su vez abandonaba. Pero eso no tenta importancia. Tanto se amasen como si no, resultaba evidente que yo no podría volver a enamorarla, por lo que nunca recuperaría mi vida, esa vida que de repente se me antojaba idílica. Ahora me encontraba atrapado en la pegajosa telaraña que era la vida de Martínez, constaté con desazón mientras, a través del retrovisor, avistaba a Olga en el jardín, desconcertada por mi fuga. Suspiré, sintiéndome el hombre más desdichado del mundo, y me pregunté si aún me encontraría inmerso en el plan de Martínez, si aquel suspiro abatido obedecia también a su dictado. ¿Y qué podía hacer ahora? ¿Cómo podía recobrar mi voluntad? Sólo tenía una alternativa, me dije, apoyando la frente contra el volante. Lo único que podía hacer era escoger por mí mismo el final de todo aquello.

Amanece sobre «La rosa de los vientos». Una luz frágil empasta de oro los tejados, perfila las hojas de los árboles, bendice la ropa de los patios y, dócil y retozona, avanza como aceite por la hierba, hasta alcanzar el borde de la piscina. Con una entrega casi amorosa, centellea sobre el agua pútrida, transformando en lujosas joyas los hierbajos e insectos que la cubren, antes de acariciar suavemente el cabello del hombre que, boca abajo, flota a la deriva. Con su traje gris oscuro, gastado en los codos, se deja acunar despreocupadamente por las aguas, y es dificil saber si ese hombre, que podría ser cualquiera, está muerto o simplemente se ha rendido al balanceo. No hay nadie en los adosados colindantes, el silencio es absoluto y el mundo parece, efectivamente, hecho a mano.