Como no soy cronista social, obviaré en el relato la boda celebrada en Saint Margaret. Baste decir que tuvo lugar tal como se había previsto.
Mi testigo era de primera categoría y Rima estaba tan encantadora que casi me reconcilió con el espantoso acontecimiento. La multitud que atestaba el interior de la iglesia era poco numerosa si la comparábamos con los curiosos que se apiñaban en el exterior. En cuanto a sir Lionel, sus dotes para la interpretación habrían dejado en ridículo a C. B. Cochran en caso de que el jefe hubiera decidido probar suerte en el teatro.
Avanzó hacia la iglesia entre la densa multitud con aquella exquisita novia del brazo, sonriendo alegremente a derecha e izquierda, como diciendo: «¿Qué os había dicho? ¿Verdad que es una belleza?»
Yo entré envuelto en una especie de neblina piadosa, en el exterior de la cual oí vagas palabras de aliento lanzadas por mi testigo de boda. La ceremonia en sí me dejó aturdido.
No creo en el sacramento del matrimonio, como tampoco sir Lionel. El jefe no se habría sometido al juramento solicitado por el sacerdote ni por todo el oro del mundo, pero se lo pasó en grande oyendo cómo me comprometía a algo en lo que él nunca se habría embarcado.
Cuando volvimos a salir al exterior, el sol brillaba; tal como el sentimental Betts había pedido en sus plegarias. Una batería de cámaras nos aguardaban.
Por fin escapamos en el Rolls biplaza —regalo de sir Lionel a la novia— en el que había insistido que partiésemos, aunque, francamente, yo no estaba en condiciones de conducir. Con todo, conseguí llegar sin contratiempos… y encontré una segunda batería de cámaras aguardando en Bruton Street.
Ya dentro de la casa, me sentía perdido en un laberinto de rostros desconocidos. Era como asistir a un estreno en cualquier teatro de Londres. Incluso la mayoría de los criados eran nuevos, aunque sir Lionel había traído refuerzos de sus otras casas. Atisbé un segundo a la hermosa mujer de Petrie. Me saludó desde una esquina distante y desapareció antes de que pudiera llegar hasta ella. Qué situación tan extraña: yo era el motivo, el centro de aquella celebración y, por lo visto, ¡no conocía a nadie!
La sala donde se guardaban los regalos parecía prometedora. Betts estaba allí, supervisando un aperitivo improvisado. También reconocí a un detective que había visto en Londres hacía dos años. Me guiñó el ojo con solemnidad… El primer conocido en mi propio convite de boda.
Fue una de las experiencias más extrañas de toda mi vida y eso que, gracias a mi relación con sir Lionel, no había tenido una vida monótona que digamos.
No tengo una idea exacta de lo sucedido en los minutos anteriores a la singular intrusión que constituye el final de este relato. En determinado momento recuerdo que estaba con Rima, al siguiente la había perdido de vista… Intercambié saludos con Nayland Smith y de repente me encontré conversando con un desconocido… Petrie expresó su deseo de brindar a mi salud… y nos separamos de camino al bufé.
Por encima de un grupo de desconocidos, mi mirada topó con la de Betts. Me hizo señas.
Me abrí paso entre la multitud y llegué hasta él.
—Un visitante algo rezagado, señor, desea felicitarle en el día de su boda.
—¿Quién es, Betts?
Me tendió una bandeja con gesto ceremonioso. Zarandeado por los cuatro costados, cogí una tarjeta y leí:
DOCTOR FU-MANCHÚ
No había dirección, sólo aquellas tres palabras.
De repente, todas las cosas y todas las personas que me rodeaban se desvanecieron. Sólo existían Betts y la tarjeta del doctor Fu-Manchú. Cuando hablé, mi voz parecía venir de muy lejos.
—¿Ha visto… al visitante?
—Le he conducido a la sala-museo, señor. Como está cerrada, es la única estancia apropiada en el día de hoy. Ha insistido en verle a solas.
—¿Está solo?
—Sí, señor…
En alguna parte empezó a tocar una orquesta.
La gente me hablaba al pasar, pero yo no sabía quiénes eran. Sólo una idea, un único pensamiento, se agitaba en mi mente: era una trampa y el doctor había urdido un plan para que todos sus enemigos, reunidos en la casa con motivo de la celebración, cayeran en ella.
Hice una última pregunta a Betts:
—¿Es un hombre alto?
—Muy alto, señor, y distinguido; creo que es chino…
Me abrí paso hasta la escalera. Había parejas sentadas en los peldaños. Oí la estrepitosa risa del jefe y tuve la vaga sensación de que Nayland Smith estaba en el vestíbulo con otras personas. ¡La trampa estaba destinada a ellos!
Sin ninguna pretensión de heroísmo, debo aclarar que subí las escaleras hacia la sala-museo convencido de que me dirigía a mi perdición. Estaba decidido a verlo a solas. El plan fallaría. Con algo de suerte, conseguiría escapar y, aunque no lo consiguiese, frustraría los propósitos del doctor chino.
Las voces, las risas y la música me pisaban los talones cuando abrí la puerta custodiada a derecha e izquierda por los dos fantasmas de las armaduras sarracenas.
¡La sala-museo estaba vacía!
Por un instante, dudé de mis sentidos. Al fin y al cabo, ¿era verosímil que Fu-Manchú se hubiera presentado en casa de sir Lionel? ¿Era posible que hubiese cruzado el vestíbulo sin que ninguno de los presentes lo reconociese?
No debía olvidar, por supuesto, que la sala tenía tres puertas. Sin embargo, era prácticamente imposible que hubiera salido a la calle sin delatarse.
En cualquier caso, ¡allí no había nadie!
Entonces me di cuenta de que había un pequeño paquete en la mesa, aquella famosa mesa que utilicé para la presentación privada de las reliquias.
Llegó hasta mí un apagado estruendo de voces y música mezclado con el rumor del tráfico de Bruton Street.
Ahí estaba, envuelto y lacrado con cuidado, un paquete que, por lo que yo imaginaba, contenía… la muerte.
Al recordar hoy los hechos, no acabo de ver claros los motivos que me impulsaron a abrir el paquete, pero lo hice. Encontré un pequeño cofre de cristal, tallado (supuse entonces) en forma de prismas regulares que resplandecían a la luz del sol.
En el interior del cofre había una caja de ébano y, sobre la tapa de la misma, una hoja plegada de papel grueso y amarillento. Abrí la caja.
El interior estaba forrado de terciopelo y sobre este descansaba una sarta de perlas rosas alrededor de un anillo de escarabeo.
La cabeza me daba vueltas. Alguien me llamaba, pero no hice caso a la interrupción. Empecé a desplegar la hoja de papel. No llevaba encabezamiento ni fecha. En letra menuda, escrita con tinta negro azabache, decía lo siguiente:
Al señor Shan Greville.
Saludos.
Ha sufrido por mi culpa debido a que, sin proponérselo, en ocasiones se ha interpuesto en mi camino.
No le guardo rencor. En realidad, le respeto, pues le considero un hombre de honor y le deseo mucha felicidad.
Las perlas son para su esposa. Se trata de un juego de cien perlas rosas único en el mundo. El cofre también es para ella. Su mujer es hermosa, valiente y virtuosa, una combinación de cualidades tan poco frecuente que la mujer que las posee constituye una inestimable joya. Lleva engastados ochenta diamantes puros y fue fabricado para Catalina de Rusia, que también era valiente pero ni bella ni virtuosa.
La caja de ébano es para usted. Despertará el interés de sir Lionel Barton. Lleva tallado el sello del rey Salomón y procede de su templo. Le ruego que acepte también el anillo. Se trata del sello de Keops, supuesto constructor de la Gran Pirámide.
Transmita mis saludos a sir Denis Nayland Smith, al doctor Petrie y a Karamaneh, su esposa, y mis mejores deseos al superintendente Weymouth.
Le deseo lo mejor.
Saludos y adiós.
Fu-Manchú