51. EL DÍA DE LA BODA

Prefiero no extenderme en la narración de los sucesos de los días siguientes. Cuando hablé con sir Lionel por primera vez tras la pérdida de las reliquias del Profeta Enmascarado, creí durante un instante de pánico que intentaría estrangularme con sus propias manos.

Quizá sólo la presencia de Nayland Smith evitó que pasara a la acción. Lo recuerdo perfectamente, paseando arriba y abajo por la sala-museo, abriendo y cerrando sus puños hercúleos, con una expresión asesina bajo las cejas encrespadas.

—Greville no tiene ninguna culpa —dijo sir Denis.

El jefe gruñó entre dientes.

—Y le recuerdo que en circunstancias similares, no hace mucho, usted en persona ayudó a la misma dama a abrir la tumba del Mono Negro, en el Valle de los Reyes, y a escapar con el contenido. Las circunstancias no son tan distintas, ¿eh?

Sir Lionel se detuvo y observó con una mirada intensa a su interlocutor.

—¡Maldita sea! —admitió—. ¡Es verdad!

Trasladó la mirada a Petrie y, por fin, a mí.

—Olvida las insolencias que te he dicho, Greville —se disculpó—. A diferencia de Smith, a menudo hablo más de la cuenta. De todas formas, la anulación de la conferencia ante la Sociedad Real dará que hablar a unas cuantas lenguas viperinas.

En eso tenía razón. No sólo se había quedado sin aquella hora triunfal, cuya perspectiva había animado a sir Lionel durante muchos meses, sino que por los clubes más eruditos de Londres iban a correr desagradables rumores. Scotland Yard, en secreto, había puesto en marcha su vasta organización para hallar algún rastro de Fah Lo Suee.

Fracasaron, tal como imaginábamos. Los secuaces del doctor Fu-Manchú siempre buscan vías secretas, no controladas por los agentes de aduana y la policía. Scotland Yard tenía la teoría, compartida, creo yo, por nuestro viejo amigo Weymouth, de que el doctor chino trabajaba en estrecha colaboración con el hampa.

Nayland Smith no era de la misma opinión.

—Su organización es infinitamente superior a cualquier sistema existente entre las bandas criminales. No se rebajaría a utilizar semejantes instrumentos.

A pesar de las circunstancias descritas, cabe considerar que la capacidad de adaptación del jefe no era la menor de sus cualidades. Al cabo de cuarenta y ocho horas ya se había embarcado en la realización de un libro sobre el Profeta Enmascarado ilustrado con las fotografías de Rima. Proyectaba poner en circulación una tirada limitada.

—¡No sé por qué te dejo publicar tus horribles relatos de mis expediciones, Greville! —me gritó un día cuando entré en la biblioteca y lo encontré trabajando.

Estaba rodeado de montones de documentos y pilas de notas manuscritas, carpetas y qué sé yo. Dos taquígrafos lo ayudaban.

—No tienen ningún valor científico y me describen como un cruce entre un retrasado mental y un gran mono.

Entretanto, no había cedido ni pizca en lo que se refería a la campaña publicitaria de la boda, aderezada ahora por lo sucedido en el Club Ateneo.

Tras una acalorada discusión con sir Wallace Syms, el jefe, delante de doce miembros del club, ¡lo había retado a un duelo!

Aquello dio lugar a una buena serie de artículos jocosos, la mayoría de los cuales incluían alguna referencia a la próxima ceremonia en Saint Margaret. El horror que me producía la boda se acrecentaba a cada minuto del día.

Me perseguían reporteros y profesionales del cotilleo para preguntarme por mis antecedentes familiares, mis deportes favoritos y otros asuntos personales, hasta el punto de que consiguieron ponerme en un estado de nervios que nunca antes había experimentado.

Presentada en sociedad dos años antes, Rima había pasado una temporada espantosa en Londres bajo la tutela de lady Ettrington, la hermana pequeña de sir Lionel, muy parecida a él en muchos sentidos y a quien yo detestaba con toda mi alma.

La decisión de Rima de abandonar la vida en sociedad y unirse a su excéntrico tío en calidad de fotógrafa había sentado fatal a lady Ettrington. Cuando, transcurrido un tiempo, declaró que se casaría conmigo en lugar de hacerlo con cualquier vago bien situado, Su Señoría anotó mi nombre en su lista negra con letras mayúsculas.

La estancia de Bruton Street antes denominada «sala del desayuno», pero que el jefe había transformado en una especie de biblioteca accesoria, se estaba llenando a marchas forzadas de regalos de boda. Rima repartía sus horas de vigilia entre sombrererías, peluquerías y modistas.

A veces comíamos juntos, en otras ocasiones estaba demasiado ocupada. Las mujeres resisten de maravilla esos ajetreos. A mí, en cambio, uno solo de aquellos días me habría dejado agotado. Dado que mis amigos estaban repartidos por todo el mundo, había pocos regalos destinados al novio.

Entre todo aquel revuelo y los nervios de las damas de honor (yo sólo conocía a dos), me sentía como un completo intruso. Para mí, todo aquel asunto era de una estupidez inexpresable, una pérdida de tiempo. Sólo una ceremonia nupcial de tales características puede ofrecer un espectáculo tan bochornoso.

El jefe, sin embargo, se lo estaba pasando en grande y no escatimaba gastos con tal de convertir la función en un acontecimiento público. La cantidad de gente que había aceptado la invitación me horrorizaba.

Conocía a muchos de oídas pero a muy pocos en persona. Al ver todos aquellos nombres impresos, cualquiera habría pensado que el novio iba a ser la persona más insignificante que acudiría a la iglesia.

Aquellos días fueron, en muchos aspectos, los peores que he pasado en mi vida…

Además, estaba deprimido. Desde la pérdida de las antigüedades, tenía la vaga sensación de que el doctor Fu-Manchú ya no representaba un peligro. Su último plan había fracasado, pero estaba convencido de que tanto el éxito como el fracaso le traían sin cuidado. Discutí una y otra vez el asunto con Nayland Smith y con Petrie, y también con el superintendente Weymouth, que había pasado por Londres antes de regresar a El Cairo tras pasar una temporada en el centro de Inglaterra.

—En los viejos tiempos —dijo en cierta ocasión—, Fu-Manchú trabajaba sobre seguro y no habría vacilado un instante en deshacerse de aquellos que pudieran dar al traste con sus planes. Por lo que dicen, parece ser que en este último trabajo no tenía nada que ocultar.

De modo que no era la sombra de Fu-Manchú la que me tenía obsesionado, sino el recuerdo de Fah Lo Suee…

Hasta qué punto se debía a aquellas extrañas drogas cuyo secreto sólo conocía su padre, era incapaz de adivinarlo, pero lo cierto es que poseía un hechizo capaz de convertirme en su ferviente esclavo. Rima tenía alguna idea de la verdad, pero no lo sabía todo.

Estaba al corriente de que había seguido a Fah Lo Suee desde el Shepheard aquella noche en El Cairo, pero no tenía ni idea de lo sucedido más tarde, ni tampoco de lo que había pasado en Bruton Street.

Sin embargo, Rima intuía entonces, como había intuido desde el principio, que Fah Lo Suee, fascinadora como una serpiente, poseía un embrujo al que yo, tal vez todos los hombres, bien podía sucumbir. Sabía también que aquella veleidosa mujer sentía una especie de pasión felina por mí.

A menudo, después de estar separados un tiempo, sorprendía una pregunta en sus ojos. Tal vez adivinaba que la idea de encontrarme con la hija de Fu-Manchú me horrorizaba tanto como a ella.

Entretanto, los preparativos para la boda continuaban y yo me sentía como un mirón, ajeno a todo. Sir Lionel dictaba un capítulo tras otro de su libro y, al mismo tiempo, redactaba diversos artículos para publicaciones científicas, en las que de vez en cuando aceptaba colaborar; concedía entrevistas, se peleaba con los proveedores del convite; escribía cartas ofensivas a The Times… En resumen, se divertía como loco.

Un día le comenté que, dado que Rima y yo tendríamos que vivir de mis comparativamente menguados ingresos, nuestra vida matrimonial después de semejante boda sería un fracaso.

—¡Tienes un buen trabajo! —gritó—. ¡Maldita sea! ¡Te pago mil al año… y seguro que sacas algo de tus estúpidos libros!

La discusión no pasó de ahí y decidí que, a partir de entonces, me guardaría mucho de sacar el tema.

También tuve que enfrentarme con su hermana, lady Ettrington. Planteó un ultimátum: no acudiría a la iglesia a menos que me trasladase a otro lugar y dejase de vivir bajo el mismo techo que su sobrina Rima. Aquello provocó una bronca tremenda entre los dos hermanos. Tuvo lugar en la habitación donde estaban los regalos y acabó en tablas. En el transcurso de la misma ambas partes exhibieron el famoso temperamento Barton en su faceta más impresionante.

—¡Te puedes ir al diablo! —fue la última flor de sir Lionel—. En cuanto a lo de venir a la iglesia, no recuerdo haberte invitado…

Sin embargo, todo estaba solucionado, pues así se resolvían los conflictos en aquella familia tan especial. Así, una mañana, Betts, ese bobo afortunado, me despertó, abrió las cortinas y anunció:

—Ha llegado el feliz día, señor…