El primero en llegar fue el profesor Eisner. Lo conocía de nombre, por supuesto, pero me llevé una sorpresa al verlo en persona. Llevaba el pelo muy corto, de color gris hierro, y usaba un pequeño monóculo. Por lo demás, iba bien afeitado y todo su porte y constitución concordaba con la idea que tienen los ingleses de los oficiales de caballería prusianos.
Fue conducido al salón sirio, en la planta baja, donde Betts había dispuesto un acertado refrigerio, y demostró ser un hombre tan encantador al trato como inteligente.
Después llegó el francés, el doctor Brieux, de estilo totalmente opuesto. Llevaba una esclavina y un gran sombrero negro, flexible. De hecho, le vi aproximarse desde la ventana y predije que se detendría ante la puerta y llamaría al timbre. Acerté. Tenía ante mí al típico erudito, cargado de espaldas, de frente despejada y grandes entradas, cabello cano y escaso, barba y grandes gafas con montura de cuerno.
Saludó fríamente al profesor Eisner. Entonces no lo sabía, pero, al parecer, sostenían opiniones opuestas respecto a la fecha en que el palacio Khuld del antiguo Bagdad había sido abandonado en favor del palacio del Puente Dorado. Aquellos dos distinguidos orientalistas habían mantenido una acalorada disputa al respecto en revistas especializadas. Me temo que lo había pasado por alto.
Conozco y amo Próximo Oriente; las gentes, el arte y la artesanía, y también los detalles de la vida cotidiana, pero ese tipo de nimiedades en cuestión de fechas son totalmente ajenas a mis intereses.
Los eruditos ingleses llegaron tarde. Comparecieron juntos y me alegré mucho de que aparecieran al fin. El profesor Eisner estaba tomando una copa del magnífico jerez del jefe y picando el aperitivo preparado por Betts; el doctor Brieux, con las manos unidas por detrás, miraba por la ventana, dando la espalda deliberadamente a su colega alemán.
Cuando el señor Hall-Ramsden del Museo Británico y sir Wallace Syms de la Sociedad Real de Londres hubieron charlado un rato con los otros dos invitados, los conduje a todos a la sala-museo.
Como ya he dicho, lo había dejado todo preparado la tarde anterior. Sobre la mesa estaban mis notas, un mapa de la ruta, un diario referido al período que habíamos pasado en la Morada del Gran Mago y un par de objetos de menor interés hallados en la tumba del profeta.
Debía evitar a toda costa (tales eran las instrucciones del jefe) referirme a cualquiera de los sucesos dramáticos (había confeccionado una lista donde los detallaba), pues se proponía revelarlos ante la Sociedad Real.
Aborrecía aquellas reuniones. Me ponía enfermo sólo de pensarlo. Además, el sueño o la visión que la noche pasada me había trastornado me tenía obsesionado. Me sentía inseguro… Tal vez todo aquel incidente no fuera sino una secuela de la droga que me había arrebatado varias horas de vida en El Cairo. Si hubiera estado en plena forma no me habría hecho ninguna gracia el asunto; en aquella situación, aún se me hacía más cuesta arriba. No obstante, emprendí la labor. Saqué la máscara, las láminas y la espada del estuche donde estaban guardadas y las coloqué sobre la gran mesa.
El profesor Eisner avanzó hacia las láminas de oro con unos movimientos semejantes a los del halcón que planea sobre su presa. El doctor Brieux tomó la máscara con cuatro dedos nerviosos y delicados y la escudriñó a través de los gruesos cristales de sus gafas. Hall-Ramsden y sir Wallace Syms se inclinaron sobre la Espada de Dios.
Eché un vistazo a mis notas y, al advertir que nadie me escuchaba, empecé a recitar la situación, las condiciones, el aspecto externo, etc., de las ruinas semienterradas de la tumba. Por fin, abrí una carpeta que contenía más de trescientas fotografías tomadas por Rima y dije:
—Aquí están las fotos de las que les he hablado, caballeros. Si tienen alguna pregunta, estaré encantado de responder lo mejor que pueda, dado que sir Lionel no está.
Había llevado a cabo aquella ardua tarea sin prestar mucha atención a lo que hacía. En aquel momento, tuve la ocasión de observar a los cuatro especialistas. Miré hacia la gran mesa donde estaban sentados y de inmediato advertí que había mal ambiente.
El señor Hall-Ramsden me observaba a hurtadillas, pero al encontrar mi mirada siguió hablando en susurros con sir Wallace Syms. Al parecer, el profesor Eisner y el doctor Brieux habían descubierto cierta afinidad entre ambos. El doctor sujetaba la máscara y hablaba a toda velocidad mientras que el profesor, tabaleando las láminas y señalando la espada alternativamente, parecía asentir, a juzgar por sus escuetas afirmaciones, «ajá, ajá».
—¿Puedo ayudarles en algo, caballeros? —pregunté algo irritado.
Como delegado de la expedición que había descubierto las piezas arqueológicas, pensé que me estaban tratando con descortesía. Sin embargo, cuando hablé, cuatro pares de ojos me contemplaron con atención.
Hubo un momento de silencio, mientras yo paseaba la mirada de rostro en rostro. A continuación, el profesor alemán tomó la palabra:
—Señor Greville —dijo—, tengo entendido que usted estaba presente cuando sir Lionel abrió la tumba de Al Mokanna…
—Así es; estaba presente, profesor.
—Eso creía. —Asintió lentamente—. ¿Estaba también allí en el momento en que estas reliquias fueron desenterradas?
Hizo la pregunta en tono amable pero para mí fue una especie de puñalada trapera. Volví a observarlos de uno en uno. Lo único que obtuve fueron miradas inescrutables.
—Encuentro extraña la pregunta —respondí sin alterarme—. Ali Mahmoud, el guía de la expedición, fue el que dio con la primera de las reliquias, en realidad. Descubrió la esquina de una lámina de oro. Yo fui el primero en ver la lámina entera (de hecho, creo que era la novena de la serie). Sir Lionel y Rima, su sobrina, al igual que el difunto doctor Van Berg, estaban presentes cuando el tesoro salió a la luz.
El profesor Eisner tenía la costumbre de cerrar el ojo izquierdo, sin duda un gesto de concentración. En aquel momento, su ojo derecho —de un azul frío— estaba enfocándome a través del pequeño monóculo. La mirada denotaba una mezcla de incredulidad, regocijo y lástima.
Consideraba a sir Wallace enemigo declarado del jefe. Nada sabía de la postura de Hall-Ramsden. En cuanto al profesor Eisner, sir Lionel siempre se había referido a él en términos favorables, mientras que al doctor Brieux lo consideraba un mero impostor.
Sea como sea, bajo la mirada de aquel ojo azul aumentado, comprendí que los cuatro hombres sentados a la mesa cuestionaban la autenticidad de unos tesoros que habían estado a punto de provocar una guerra santa en Oriente.
Al instante imaginé la escena de haber estado presente sir Lionel. Hall-Ramsden tal vez hubiese salido bien parado y el alemán parecía uno de los suyos. En cuanto a los otros dos, estaba seguro de que los habría arrojado personalmente escaleras abajo…
—Caballeros —dije—, deduzco que comparten cierta opinión acerca de las reliquias de Al Mokanna. Me gustaría conocer su punto de vista.
A continuación se produjo un nuevo intercambio de miradas. Advertí que, por alguna razón, mi comentario los había incomodado. Por fin, tras aclararse la garganta, Hall-Ramsden se encargó de responder.
—Señor Greville —dijo—, he oído hablar bien de usted y, personalmente, jamás dudaría de su honradez. Sir Lionel Barton —carraspeó de nuevo—, como orientalista de reputación mundial, está libre de toda sospecha.
El doctor Brieux se sonó.
—Puesto que sir Lionel tiene previsto celebrar una conferencia el próximo jueves en la Sociedad Real —tendió la mano hacia los objetos de la mesa— para presentar las reliquias, supongo (todos suponemos) que debe de haberse producido alguna extraña confusión o algo por el estilo…
Dudó y miró a su alrededor como solicitando ayuda de alguno de sus colegas.
—Barton —prosiguió sir Wallace Syms—, cuyo sentido del humor a veces pasa de la raya, debe de haber querido gastarnos una broma.
A estas alturas de la conversación, yo estaba furioso.
—¿Qué diablos quiere decir, sir Wallace? —pregunté.
Aquel estallido los hizo reaccionar. El profesor Eisner se puso de pie, se acercó a mí y me rodeó el hombro con el brazo.
—Mi joven amigo —explicó—. Algo ha salido mal. Todo se resolverá, sin duda. Tranquilícese.
Aquel gesto me proporcionó cierta calma. Comprendí que era sincero. Para darme ánimos, me dio un abrazo final y prosiguió:
—No me sorprendería nada que no hubiera examinado las piezas en los últimos días, ¿eh?
—No —admití—, desde que las colocamos en el estuche no las he examinado.
—Desde que las colocaron en el estuche, ¿eh? Bien, tiene usted cierta reputación, señor Greville. He hablado con usted y sabe lo que se trae entre manos. Antes de que sigamos hablando, por favor, mire esta espada.
Se acercó a la mesa, cogió la Espada de Dios, regresó adonde yo estaba y me la tendió. Yo seguía enfadado. Sostuve el objeto y le eché un vistazo.
—Muy bien —contesté—. Ya la he mirado. ¿Qué quiere que le diga?
—No quiero que diga nada… todavía. —Volvió a rodearme los hombros con gesto alentador—. Le pido que la mire, que la examine con atención.
—¡Es absurdo! —oí decir al doctor Brieux.
—¡Se lo ruego! —lo cortó el profesor—. ¡Se lo ruego! Lo que tenga que decir, doctor, puede esperar un momento.
En un silencio embutido de hostilidad, examiné la hoja que tenía en la mano. Supongo que, al hacerlo, mi expresión cambió.
—¡Ah! Lo ve, ¿eh? —dijo el alemán.
Mientras contemplaba con expresión horrorizada la hoja, las incrustaciones, el puño, Eisner se precipitó hacia la mesa y regresó casi de inmediato con las láminas de oro. Me quitó la espada y me colocó una tablilla inscrita en la mano.
—¡Es un trabajo magnífico! —pronunció las palabras casi en susurros, muy cerca de mi oído—, y está muy bien acabado, pero mire…
Me plantó la lupa delante, una de las que yo había dispuesto junto a ese mismo objeto.
Miré… ¡y lo comprendí todo!
Dejé la tablilla y contemplé a los tres hombres que estaban sentados alrededor de la mesa. El profesor Eisner se quedó a mi lado.
—Caballeros —dije—, les presento mis disculpas. Sólo puedo pedirles que guarden silencio hasta que el misterio haya sido aclarado. Me esforzaré al máximo por descifrarlo.
La espada, las tablillas y la máscara que había mostrado a los cuatro expertos eran, sin sombra de duda, los duplicados realizados por Solomon Ishak.