48. EL AUTÉNTICO DESPERTAR

—Son las nueve, señor. ¿Le traigo ya el té?

Abrí los ojos y me quedé mirando la cara de Betts. En una bandeja llevaba los periódicos matutinos y un montón de cartas. Los dejó en la mesa, cruzó la habitación y abrió las cortinas.

—Hoy también hace una mañana preciosa, señor —prosiguió—; espero que siga así todo el día.

Me incorporé.

—¿Le traigo el té, señor?

—Sí, por favor.

Cuando aquel canalla, cuyo trabajo era la envidia de todos los mayordomos, salió de la habitación, miré a mi alrededor buscando la bata.

Ahí estaba, tirada en el respaldo del sillón, donde también estaba mi ropa. Salí de la cama y me puse las babuchas y la bata.

Jamás en la vida había tenido un sueño tan extraño y tan real al mismo tiempo… ¿Un sueño? ¿Dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad? Debía escribirlo mientras aún lo tuviera fresco en la memoria.

Bajé a la biblioteca en busca de papel y lápiz. Estaba a punto de volver a mi habitación cuando aquella pregunta, «¿dónde termina el sueño y empieza la realidad?», adquirió un nuevo matiz.

Dejé el cuaderno y el lápiz y recorrí el pasillo hacia la sala-museo…

No debía olvidar que Petrie, todo un científico, sometido en cierta ocasión al maligno influjo del doctor Fu-Manchú, había intentado disparar a su viejo amigo sir Denis. ¿Y acaso no había visto con mis propios ojos a Rima, controlada por el mismo impío poder, obedecer las mortíferas órdenes de Fah Lo Suee?

La sala-museo tenía exactamente el mismo aspecto que cuando la había dejado, salvo que Betts o una de las criadas había limpiado el cenicero en el que recordaba haber apagado un cigarrillo. La mesa seguía a punto para la cita de las once. Todo estaba en orden.

Sobre todo, lo más importante: nadie había tocado el estuche que contenía las reliquias de Al Mokanna. La máscara, las láminas y la espada seguían en su lugar.

Regresé a la biblioteca para coger el papel y el lápiz. Si había soñado, había sido un sueño clarividente, tan vivido como una experiencia real. Me había proporcionado unos datos que a Nayland Smith le resultarían inestimables.

Quizás el análisis del cordel que sir Denis aún tenía guardado nos confirmase que realmente estaba hecho de tela de araña. Me pregunté si mi sueño habría resuelto el misterio de cómo habían forzado la caja fuerte del Indramatra y también si las pruebas químicas arrojarían alguna luz sobre los restos del líquido con olor a mimosa que habían quedado en el pulverizador de aquel negro muerto en Ispahán.

Me sentía avergonzado, humillado, desbordado por los recuerdos del sueño. La había deseado, me había parecido adorable, la había cubierto de besos. Mientras que ahora, despierto, mi auténtico yo sabía que sólo una mujer me importaba en el mundo… y aquella mujer era Rima.