47. MANOS DE MARFIL

Volví a cerrar los ojos y apreté el rostro contra aquella almohada sedosa. Me habría quedado allí para siempre.

—¿Sabes, Shan? —prosiguió la voz de Fah Lo Suee, aquella voz argentina que parecía contener el tintineo de un cascabel—, me has odiado muchas veces y volverás a odiarme.

—No podría odiarte —respondí adormilado.

—Te he engañado en numerosas ocasiones. Te amo, Shan, pero la verdad es que no eres muy listo.

—Hombres más inteligentes que yo lo darían todo por tus besos —susurré.

—Es verdad —respondió ella sin arrogancia, pues, aparte de una mente casi tan privilegiada como la de su padre, había heredado de este una moral que la hacía considerarse igual a los demás—, pero me cuesta aceptar el resentimiento.

Me obstiné en mantener los ojos cerrados. Tenía la sensación de que el acto de abrirlos constituiría el principio del fin de aquel delicioso episodio.

Era tan esbelta… tan exquisita… Su personalidad me embriagaba como un perfume.

—Te he devuelto la memoria de las horas que habías perdido, Shan. No he actuado con deslealtad. Los recuerdos sólo te reafirmarán en algo que ya sabías: que el mundo jamás ha conocido un genio como mi padre. La vieja casa de Gizeh vuelve a estar vacía, si consigues encontrarla. El resto de tus recuerdos se refiere a mí.

La estreche con más fuerza.

—¿Por qué quieres dejarme?

—Porque no concedo ningún valor a la mentira y la verdad jamás me pertenecerá.

Pronunció las palabras con una voz tan extraña, en un tono tan singular, que por fin abrí los ojos… y, atónito, me desasí de los brazos de Fah Lo Suee y miré a mi alrededor.

¡Estaba en la sala-museo de Bruton Street!

Llevaba un batín de seda sobre el pijama y babuchas en los pies. Fah Lo Suee, con un vestido verde claro que realzaba sus perfectos hombros y espalda, estaba tendida a mi lado, entre los cojines. Había dejado la capa de pieles tirada en el suelo.

Me observaba con los ojos entornados… se diría que con incredulidad. La expresión de aquellos ojos verdes, grandes, impresionantes, era más de súplica que de mandato. Al mirar a mi alrededor, vi que la habitación estaba tal como la había dejado.

—¿Qué? —murmuró Fah Lo Suee sin dejar de mirarme.

Me volví y bajé la vista hacia donde estaba tendida.

Cuando nuestras miradas se encontraron, me sentí atrapado, invadido, azotado por una ola de deseo como no había sentido en mi vida. Me tiré al suelo y le abracé las rodillas.

—No puedes… no debes… ¡ni se te ocurra irte!

Rizó los labios en una sonrisa, aquellos labios perfectos que descubría cada vez más adorables y susurró en un tono cargado de sentimiento:

—¡Ojalá esas palabras fueran sinceras!

—¡Es verdad!

Me arrodillé en el sofá y la abracé con fuerza. Miré aquellos ojos que me embelesaban… me embelesaban… y dije:

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo puedes dudar de mí?

Ella siguió sonriendo.

Cuando me incliné para besarla, apoyó las manos contra mí, unas manos marfileñas, delgadas, exquisitas, y me apartó. Intenté resistirme, pero dijo:

—¡Shan!

Pronunció la palabra en tono de súplica, pero era una orden. No tuve más remedio que obedecerla. Sí, tenía razón. Había algún motivo —un motivo que no acertaba a comprender— por el cual debía marcharse. Febril, me aferré la cabeza con ambas manos e intenté pensar… adivinar… ¿Por qué? ¿Por qué tenía que irse?

—Me voy, querido. No me acompañes a la puerta —conozco el camino.

De todas formas, me puse de pie al instante. Ella se había inclinado y estaba recogiendo la capa. Automáticamente, se la coloqué sobre los hombros. Cuando lo hice, se echó hacia atrás y aceptó mis arrebatados besos. Por fin, cuando la liberé y ajusté la capa a su cuerpo esbelto, dijo:

—Adiós, Shan, querido. —Habló en tono entrecortado, pero con una determinación que me sentía incapaz de quebrantar—. Por favor, vuelve a la cama… y duerme.

Lágrimas ardientes incendiaron mis ojos. Sentí que la vida ya no tenía nada que ofrecerme. Sin embargo, obedecí.

Me dirigí al rellano donde hacían guardia las armaduras sarracenas y observé cómo Fah Lo Suee descendía la vasta escalinata. En el vestíbulo había una luz encendida, como era habitual. Al llegar al pie de las escaleras, se volvió.

Con una mano grácil, inolvidable, indolente, me ordenó por señas que subiese.

Obedecí la orden; me dirigí hacia la escalera que conducía al piso superior. Cuando empezaba a subir, oí que la puerta de la calle se cerraba…