—Shan, querido, ya sé que tienes mucho sueño, pero está refrescando y es muy tarde.
Me desperecé adormilado y abrí los ojos. Estaba recostado sobre un hombro cálido y un brazo desnudo me rodeaba el cuello. Aquella voz argentina me había despertado. Un gran pendiente de jade, frío al tacto, me rozaba la mejilla mientras unos suaves dedos me acariciaban el pelo.
¡Sí! Era Fah Lo Suee y estábamos a orillas del Nilo. Me sentía arrebatado por la dicha, radiante en extremo.
—Los sueños de amor son agridulces, Shan, porque sabemos que estamos soñando…
Veía un largo tramo del río, plateado a la luz de la luna. Había dahabeahs atracados en la orilla izquierda; los delicados y esbeltos mástiles se destacaban contra un fondo de palmeras agrupadas.
—Creo que alguien nos ha estado observando, Shan. Será mejor que te lleve de regreso al hotel.
Mientras conducía, contemplé el delicado perfil de Fah Lo Suee. Pensé que era de veras muy hermosa. Qué maravilla, merecer el amor de semejante mujer. Me rodeó con los brazos y acercó sus labios a los míos; sus grandes ojos rasgados se cerraron. Totalmente entregado al abrazo, me dejé llevar por aquel torbellino de sensaciones. Rima, Nayland Smith, el jefe… ¡todo dejó de tener importancia!