La siguiente sensación fue un dolor intenso en ambos tobillos. La cabeza me daba vueltas como si hubiera pasado toda la noche de juerga y los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Conseguí abrir los ojos haciendo un gran esfuerzo y, de forma sorprendente —como comprendería más tarde—, mi cerebro retornó al mismo instante en que recordaba haber estado despierto por última vez, es decir, al momento en que me había invadido el sueño en la sala-museo.
Lo primero que pensé fue que me había quedado dormido en una mala postura, en el diván, lo que explicaría el dolor en los tobillos. Miré a mi alrededor…
Sin duda estaba en un diván, como había supuesto, pero tenía los tobillos atados con un fragmento insignificante de aquel material gris amarillento de aspecto corriente y parecido al cordel de tripa, tan fino como una cuerda de violín, que había sido utilizado en la muerte del pobre Van Berg en Ispahán.
Aquellas frágiles ataduras estaban tan apretadas que me hacían daño. Me puse en pie con dificultad. Con un pie firmemente apoyado en el suelo, di una patada con el otro, suponiendo que el cordel se partiría.
En cambio, ¡caí de espaldas!
Me quedé tendido entre los cojines del diván, consciente de que me había dañado el tendón. Impotente, desconcertado, bregando con algún recuerdo que se abría paso en mi mente, no me moví del sitio y miré a mi alrededor.
Me hallaba en un gran salón de techo bajo, sin duda perteneciente a una vieja casa egipcia; parte de los muros estaban cubiertos de azulejos y, en un extremo, había un hondo ventanal mushrabiyeh. Unas cuantas alfombras cubrían el suelo y de las vigas del techo pendían varias lámparas con pantallas chinas. El escaso mobiliario era una mezcla de estilos árabe y chino. Había librerías empotradas llenas de ejemplares encuadernados con un sistema poco corriente y también varias vitrinas que albergaban objetos de lo más singular.
En una de aquellas vitrinas vi algo que, a primera vista, me pareció ser una cabeza de mujer, pero al fijarme mejor me di cuenta de que era una cabeza momificada de una perfección excepcional. Otras contenían serpientes vivas, pequeñas y de color verde. También vi un esqueleto humano y en un pequeño invernadero construido en el hueco de la ventana mushrabiyeh crecían unas curiosas orquídeas, cárdenas y desagradables.
Me asaltó el convencimiento de que ya había estado en aquella habitación. Sin embargo —y quizás aquello fuera lo más singular de la experiencia—, la sensación me pareció idéntica a las que nos asaltan a veces en la vida cotidiana. Pensé: «Esto ya lo he vivido.» La única diferencia era que mis premoniciones duraban mucho más de lo que es habitual en estos casos.
Sobre una gran mesa de madera semejante a una mesa de refectorio monacal, entre probetas y otros instrumentos científicos, yacían varios libros abiertos. Al incorporarme, advertí que un cristal cubría la mesa.
A continuación me di la vuelta y vi otras vitrinas, invisibles desde mi posición anterior, que contenían hileras de frascos con productos químicos y aparatos diversos. La habitación donde me hallaba era, al menos en parte, un laboratorio, pues en una esquina descubrí también un banco con dispositivos electrónicos. Tenía tres puertas de vieja teca blanca. Me pareció que tenían alguna peculiaridad y las observé confundido hasta que comprendí dónde radicaba la anormalidad: Aquellas puertas no tenían tirador ni pomo ni cerradura. Mientras meditaba lo curioso del asunto, una se abrió en silencio.
Entró el doctor Fu-Manchú…
A estas alturas, todo aquel que haya seguido mi humilde relato de los extraños y trágicos sucesos posteriores al descubrimiento de la tumba de Al Mokanna, efectuado por sir Lionel Barton, habrá comprendido lo que yo era incapaz de adivinar en aquel momento.
Estaba reviviendo aquellas horas perdidas en El Cairo: completando el lapso de amnesia que conducía al secuestro de Rima. Por tanto, era lógico que todos los objetos de aquella habitación, cada una de las palabras pronunciadas por el doctor chino, me resultasen familiares; ya había visto esos objetos y escuchado esas palabras con anterioridad.
De nuevo me absorbió aquella mirada irresistible. La lámpara verde en forma de globo que había encima de la gran mesa, colocada sobre un pedestal de plata, estaba encendida. Observé al chino, que con dedos largos, flexibles y descarnados examinaba los progresos de algún experimento químico en el que había estado trabajando hasta el momento de abandonar la habitación.
Me habló de aquel experimento y de otros; de un nuevo anestésico elaborado a partir de mimosa; de la fabricación de hilo de telaraña, un material más fuerte que cualquier otro comercializado. Se refirió a su hija, a Nayland Smith y al doctor Petrie; y me habló de un aceite esencial extraído de una rara especie de orquídea originaria de Birmania que había estudiado durante veinticinco años. Estaba tratando de encontrar lo que los antiguos filósofos llamaban el elixir vitae.
Mientras lo contemplaba, advertí que se había quitado varios años de encima, había engañado al principal enemigo del hombre: el tiempo.
Prosiguió con críticas al jefe, lo despojó de todo su encanto y sopesó sus buenas cualidades frente al colosal egoísmo del hombre. «Usted ama un caparazón —dijo—, un don, el genio del hombre si lo prefiere, pero ama a un fantasma de todos modos, a un ser vacío, privado de existencia real.»
Siguió hablando hasta que llegó el momento en que me vi obligado a aceptar la inyección de una extraña droga de la cual el doctor chino se sentía muy orgulloso.
Un raro y súbito aumento de temperatura se apoderó de mi cuerpo. Estaba eufórico. Veía las cosas con más claridad que nunca y estaba dispuesto a acatar las órdenes del doctor Fu-Manchú como el alférez que hace méritos ante su coronel.
La idea de que, gracias a mi relación con el gran médico chino, estaba por encima de las trivialidades humanas me llenaba de gozo. Me había convertido en un ser divino, superior, todopoderoso. Alborozado, me puse en camino hacia el Shepheard con el único propósito de llevar a Rima al redil de aquel genio omnipotente.
En cuanto nos detuvimos frente al hotel y el conductor se alejó con la nota para Rima, me empezó a devorar la impaciencia; apenas podía esperar. Por fin la vi salir con la carta en la mano. Bajó la escalinata del hotel a toda prisa.
Poco después la metí en el coche. Estaba loco de alegría… ¡La llevaba a presencia del doctor Fu-Manchú!
Ella no lo comprendía; yo sabía que no podría entenderlo hasta que se encontrara cara a cara con aquel hombre grande y maravilloso, como me había sucedido a mí. Al principio intenté tranquilizarla, abrazándola con fuerza. Se debatió e incluso trató de atraer la atención de un policía inglés, pero por fin se quedó inmóvil en mis brazos, sin dejar de mirarme, lo que me hizo sentir muy incómodo.
Una misteriosa duda me asaltó durante el viaje. Estábamos lejos de la carretera de Gizeh cuando el coche se detuvo de repente. Vi al doctor Fu-Manchú erguido ante mí.
—Ha hecho un buen trabajo —dijo—. Ahora puede descansar…