En ausencia de Rima y del jefe, la lóbrega casa de Bruton Street me abrumaba. Sin embargo, sir Lionel, siempre indiferente a mis deseos personales, había partido hacia Norfolk aquella mañana con Rima; sólo para dos días, todo hay que decirlo. En cualquier caso, Londres puede resultar un lugar muy solitario para un hombre con pocos amigos, por mucho que antes hubiera estado deseando volver.
Habíamos decidido, de común acuerdo, acallar el extraño incidente del Indramatra en la medida de lo posible, aunque fue anotado en el diario de a bordo, como es lógico.
Al examinar el camarote ocupado por aquel falso miembro del parlamento, descubrimos que dos de sus tres baúles estaban vacíos y que el tercero contenía ropa usada y un bombín. El chaleco salvavidas había desaparecido y el cajón que antes contuviera las reliquias, desmontado, estaba en el aseo. Por lo visto, había tomado la precaución de examinarlo primero, lo que indicaba que conocía las costumbres de sir Lionel.
Todos estábamos de acuerdo en que el balón hinchable contenía los paquetes robados de la caja fuerte. Sin duda llevaba consigo aquel singular utensilio con el objeto de utilizarlo para tal propósito. Se trataba, creo yo, de una gran bolsa de goma dividida en dos partes que se ajustaban herméticamente para que se pudieran inflar. De ese modo, si el contenido no pesaba demasiado, flotaría. El método empleado para abrir la caja fuerte, tal como había comentado el capitán, constituía un adelanto técnico en materia de allanamiento. Más tarde, evocando la perplejidad con la que había vivido los acontecimientos, comprendería que el talento del doctor Fu-Manchú me había ofuscado; pues ahora sé que el propio doctor, con su peculiar ironía, me había hecho una demostración del sistema en aquella casa recóndita a las afueras de El Cairo.
¿Quién era aquel hombre que se hacía llamar «señor Kennington»? Sin duda su aspecto se debía a un ingenioso disfraz. El nadador que había subido al hidroavión me había parecido esbelto, atlético. Era un actor magnífico y su papel estaba muy bien pensado, pues al llamar la atención desde el principio había despejado cualquier duda sobre su identidad; incluso había engañado a Nayland Smith.
Aquellos extraños recuerdos a menudo irrumpían en mi mente en los momentos más inesperados. Habíamos pasado más de un año lejos de Inglaterra y habíamos traído una buena cantidad de material que debía ser ordenado y clasificado. El jefe siempre me encomendaba aquella aburrida tarea. Estaba abrumado de citas con la administración del Museo Británico, con la Sociedad Real de Londres y con otras numerosas instituciones; tantas que se me hace imposible mencionarlas todas.
Las sangrientas reliquias de Al Mokanna contaban con una vitrina específica, en la célebre sala-museo de Bruton Street. Sir Lionel tenía muchas casas en Inglaterra, una de las cuales había vendido hacía poco. La colección estaba repartida entre el resto de viviendas, pero las piezas únicas las guardaba en Londres.
Tal y como yo había supuesto, ya había iniciado la campaña publicitaria de la boda. Con su característico desdén por los convencionalismos, había insistido en que me instalara en su casa. Últimamente, no podía salir a la calle con Rima sin que nos acosaran los fotógrafos de prensa y más de una vez había salido corriendo para no ceder al impulso de agredirlos. Rima y el jefe habían partido en el tren de las once a Norfolk. Por mi parte, tras un día de intenso trabajo, ansiaba una noche tranquila. Sin embargo, me encontré por casualidad a un viejo conocido en el club; fuimos juntos a ver un espectáculo y después a cenar, una forma agradable de matar el tiempo. Al menos durante unas horas dejé de pensar en lo mucho que añoraba a Rima.
La joven llevaba varios días agobiada de citas con modistas, sombrereros, etc., y había ido a Norfolk a descansar, no sin antes prometerme que sólo se quedaría un par de días. En circunstancias normales, se habría negado, estoy seguro, pero la señora Petrie le había dicho que iría a verla. Petrie y sir Denis ya navegaban rumbo a Inglaterra y el jefe planeaba regresar de Norfolk justo a tiempo para su llegada. Si por casualidad sir Lionel va al cielo, no me cabe la menor duda de que reorganizará los escuadrones de ángeles…
Me separé de mi amigo al principio de Haymarket y decidí ir andando a Bruton Street. Debía de ser alrededor de la una de la madrugada. Mientras recorría Picadilly, que a esas horas estaba desierto, los últimos años desfilaron por mi pensamiento. La gigantesca sombra de Fu-Manchú se cernía sobre todos mis recuerdos.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que habría dudado antes de recorrer Picadilly a solas a la una de la madrugada pero, por alguna extraña razón, los sentimientos que me inspiraba el doctor Fu-Manchú habían cambiado.
Desde aquel inolvidable encuentro en la Gran Pirámide, estaba tan convencido de su grandeza que, aunque parezca extraño, me sentía seguro. Tal vez sea difícil de entender, pero le consideraba demasiado importante para dignarse mirar a alguien tan insignificante como yo. Si alguna vez me interpusiese en su camino, me aplastaría sin dudarlo; de momento, no sacaba nada entrometiéndose en mi humilde existencia.
Absorto en aquellos pensamientos, caminaba sin dejar de mirar aquí y allá. Sabía que los recursos de Fu-Manchú eran muy numerosos, al parecer inagotables, como el osado asalto en alta mar había demostrado, pero el móvil que le había llevado a aquel acto ya no podía motivarlo.
Aquella mañana, The Times había publicado una breve noticia (que confirmaba las últimas proporcionadas por sir Denis) según la cual la rebelión de Al Mokanna, o el conato de rebelión, en ocasiones llamado «la llegada del nuevo Mahdi», se había apaciguado de forma tan repentina a como empezó. La explicación del corresponsal del Times era que el líder del movimiento, cuya identidad no se conocía, había resultado ser un impostor.
Había bastante tráfico en Picadilly pero pocos viandantes. Encendí la pipa. Al cruzar hacia Bond Street, vi a un guardia que comprobaba pacientemente las cerraduras de las tiendas. Mi mente voló hacia los muchos mercados callejeros que había recorrido en Oriente…
Empezaba a notar un agradable sopor. Me esperaba otro día de duro trabajo; el jefe estaba preparando una conferencia para presentar las reliquias de Al Mokanna ante la Sociedad Real y, dado que durante la exposición daría a conocer la verdad acerca del fallido alzamiento del Profeta Enmascarado, lo había calculado todo para causar gran sensación, incluidas notas entre la delegación persa y el ministerio de Asuntos Exteriores. Cualquier otra persona habría intentado deshacerse del compromiso a toda costa, pero para sir Lionel, como es natural, el asunto olía a incienso y mirra. Cuatro célebres expertos estaban invitados a examinar las reliquias a las once en punto: Hall-Ramsden, del Museo Británico; el doctor Brieux, de París; el profesor Max Eisner, el orientalista más importante de Europa; y sir Wallace Syms, de la Sociedad Real.
Creo que la precipitada partida del jefe tenía algo que ver con aquella cita. Huía de sus distinguidos colegas como de la peste. Rara vez he presenciado un encuentro de ese estilo que no terminase en pelea.
—Será mejor esperar a la velada de la Sociedad Real, Greville —había dicho—. Así los pillaré a todos juntos.
Al girar por Bruton Street, vi que la calle estaba desierta hasta la lejana Berkeley Square. La casa de sir Lionel era una de las pocas que no había sido transformada en tienda; la zona comercial había absorbido a gran velocidad aquel barrio que antaño fuera residencial. Había recibido tentadoras ofertas por la casa, pero el mero hecho de que los otros estuvieran deseando comprar bastaba para reafirmarlo en su negativa a vender. El mantenimiento de aquella lóbrega mansión le costaba unas dos mil libras al año pues, aunque rara vez estaba allí, varios criados se ocupaban de tenerla a punto; dos mil libras anuales por mantener una casa vacía.
Me acerqué a la entrada, custodiada por dos obeliscos en miniatura, y mientras buscaba la llave, sucedió algo extraño. La casa vecina llevaba a la venta desde tiempos inmemoriales. Estaba deshabitada y tenía las paredes atestadas de carteles, una imagen por desgracia habitual en Mayfair. Cuando pasaba junto a la barandilla de hierro que separa la zona del sótano —en realidad ya tenía un pie en los peldaños de sir Lionel—, una voz me llamó:
—¡Shan!
¡La voz procedía del sótano de la casa deshabitada!
Era una voz femenina, no un grito, más bien una súplica. Me dio un vuelco el corazón. ¡La voz tenía un timbre muy parecido al de Rima!
Di media vuelta y escudriñé la oscuridad. Pensé que eran imaginaciones mías, aunque habría jurado que se trataba de una voz humana. Y mientras estaba allí, mirando hacia abajo, volví a oírla, ahora más apagada.
—¡Shan!
Me estremecí. Era muy extraño pero debía investigar. Miré a ambos lados de la calle: estaba desierta. A continuación empujé la puerta de hierro y bajé los peldaños que conducían al pequeño patio.
No volvieron a llamarme y todo estaba muy oscuro, pero advertí que la ventana no tenía cristal y se me ocurrió que tal vez la llamada procediese del interior de la casa vacía. Me acerqué al hueco de la ventana y grité:
—¿Quién anda ahí?
No obtuve respuesta. Sin embargo, sabía que la segunda vez no me había confundido. Alguien me había llamado. Tenía que averiguar la verdad. Con la pipa sujeta entre los dientes e ignorando el polvo acumulado, trepé a un alféizar situado a poca altura y me adentré en la oscuridad de aquella casa deshabitada. Metí la mano en el bolsillo del gabán para buscar las cerillas…