Cuando volvimos a la cubierta principal, advertimos que algo raro había sucedido. El comisario, de uniforme pero con una bufanda blanca en lugar de sobrecuello, estaba junto a la puerta de su cabina acompañado por el segundo ingeniero y otro oficial. Me di cuenta de que Voorden estaba muy pálido. Cuando llegó sir Lionel, le miró con expresión frenética.
Antes de que pudiera pronunciar palabra, el capitán, que también se había vestido a toda prisa, apareció por el pasillo y se unió al grupo.
—¡Ha pasado algo! —susurró Rima.
Cuando llegamos a donde estaban reunidos, todos callaron como avergonzados.
—Sir Lionel Barton, supongo —dijo el capitán y dio un paso adelante—. Es usted muy famoso en mi país, pero no había tenido el placer de conocerle en persona. Me llamo Vanderhaye.
—¿Qué tal, capitán? —gruñó el jefe y le dio la mano—. ¿Qué pasa?
El capitán miró al comisario y se encogió de hombros con impotencia.
—Me temo, señor —dijo el último dirigiéndose a sir Lionel—, que acaba usted de sufrir una grave pérdida.
—¿Qué?
—Ha sido un acto de piratería menor —explicó el capitán Vanderhaye con sus serenos ojos azules fijos en el jefe—. Jamás, en los cuarenta años que llevo navegando, me había sucedido nada parecido. Lamento aún más la pérdida porque ha tenido lugar en mi barco. En cualquier caso, así son las cosas. Juzgue usted si mis oficiales o yo mismo tenemos la culpa.
Se acercó a la puerta de la cabina del comisario, que, según advertí entonces, estaba abierta y señaló la cerradura con un dedo extendido. El jefe, Rima y yo nos apiñamos a su alrededor. Al inclinarme hacia delante, vi algo de lo más asombroso.
Donde antes estuviera la cerradura había un hueco mellado, quizá de unos tres centímetros de diámetro, que atravesaba la puerta de lado a lado.
Saltaba a la vista que habían hecho el agujero para destruir la cerradura y así dejar la puerta a merced de cualquier intruso.
—Esto ya es extraño —dijo el capitán—. No me explico cómo han podido hacerlo en silencio. No obstante, háganme el favor de entrar.
Pasó a la cabina. El jefe estaba muy serio pero, como le conocía bien, sabía que estaba reprimiendo una sonrisa. Rima no se separaba de mí.
—¡Miren!
El capitán Vanderhaye señaló la gran caja de seguridad. El comisario, más pálido que nunca, permanecía tras él y nos miraba con un semblante tan compungido que casi inspiraba compasión. Un primer vistazo a la caja me sirvió para darme cuenta de que algo extraño había pasado. Al observarla con más atención apenas pude dar crédito a mis ojos.
El capitán sostenía una cerradura en la mano. Con la otra, señalaba un agujero en la puerta de la caja fuerte, un tosco cuadrado de unos dieciséis o dieciocho centímetros de lado.
—Han cortado el acero —dijo dando unos golpes a la cerradura— como si fuera queso. No han utilizado un soplete… habrían tardado demasiado y la gente de los camarotes vecinos se habría despertado. Vean…
Pasó el índice por el borde del cuadrado. ¡Los bordes del acero se desmenuzaron como galleta!
Dejó la cerradura en la mesa del comisario y encogió los anchos hombros.
—¡Parece cosa de magia! —afirmó—. Un desvalijador en posesión de algún nuevo producto químico. ¿Qué puedo decir? Saltó al agua con el botín y aquel extraño hidroavión lo recogió. —Abrió la puerta de la caja fuerte—. Compruébenlo ustedes mismos. No ha tocado nada excepto…
—Los tres paquetes lacrados, sir Lionel —interrumpió el comisario con voz ronca—, que estaban ahí, al fondo de la caja… ¡han desaparecido!