41. UN BALÓN DE GOMA

Así como la súbita parada de un reloj despierta al durmiente, la detención de los motores despabiló a muchos pasajeros del Indramatra. Mientras me ponía una bata y me apresuraba a salir al pasillo, oí voces y movimiento por todas partes.

Poco después, al mirar al otro lado del vasto pozo negro del comedor, vi a Rima, desmelenada pero tan encantadora como siempre, tratando de ajustarse la bata que sin duda había cogido a toda prisa. Su mirada se cruzó con la mía desde la galería opuesta.

—¡Oh, Shan! —gritó—. ¿Qué ha pasado? Sólo llevaba media hora durmiendo. Me ha parecido oír gritos y voces.

—No lo sé, cariño. Voy a averiguarlo.

En el camarote del jefe no se oía rumor alguno; sin duda dormía a pierna suelta. Al parecer, Rima y yo éramos los únicos pasajeros que se habían extrañado lo suficiente con la detención de los motores para salir del camarote. Mientras me dirigía a reunirme con ella al pie de la escalerilla, el Indramatra se puso en marcha de nuevo, pero advertí con toda claridad que estaba virando.

—¡Damos media vuelta! —exclamó Rima—. Subamos a ver qué ha pasado.

Subimos a cubierta y después de luchar con los cerrojos de la puerta de estribor, salimos por fin. La noche era bastante clara y no vi señales de que hubiera otro buque ante nosotros.

Remontamos la escalerilla que conducía a la cubierta de botes. Allí estaba el capitán, un marino de la vieja escuela con el rostro afilado y una especie de perilla canosa, digno de representar el papel de Vandyck. Envuelto en un sobretodo, se dirigía hacia el puente.

Abracé a Rima con fuerza y nos asomamos entre dos botes para así descubrir lo que había pasado.

El hidroavión flotaba sobre un oleaje aceitoso a unas tres esloras de nosotros. El oficial de guardia había detenido el barco creyendo que tenían problemas. El reflector del Indramatra iluminó repentinamente el mar y advertí que había algo más.

Un objeto semejante a una gran pelota de fútbol avanzaba hacia el hidroavión siguiendo el curso de un nadador con chaleco salvavidas que avanzaba enérgicamente y que, al parecer, remolcaba la pelota tras de sí.

—¿Qué diablos es eso? —susurró Rima.

Oímos un grito lanzado a través de un megáfono y procedente del puente del Indramatra; se trataba de la voz del capitán. No obstante, como hablaba en holandés, no entendí ni un palabra. Los motores se habían detenido de nuevo. Estábamos muy cerca del aeroplano, pero la tripulación del mismo no respondió.

El nadador, con su singular carga a remolque, se agarró a uno de los flotadores. Vi que habían lanzado una escalerilla y enseguida empezó a trepar. Seguía mirando cuando oí una voz áspera:

—¡Greville! ¿Qué diablos pasa?

Me volví sin soltar a Rima… Ahí estaba el jefe, envuelto en su desastrado batín.

—No lo sé —respondí—, pero me alegro de que esté aquí. Tengo noticias para usted.

Desde el puente, volvieron a llamar la atención de los tripulantes del aeroplano; de nuevo sin resultado. El nadador subió a bordo del hidroavión. Sólo alcanzaba a distinguir que llevaba bañador y gorro. La luz lo rozó un instante.

Alguien estaba subiendo a pulso aquel objeto semejante a un balón de fútbol. Mientras observaba la maniobra, vi que las hélices se ponían en marcha. Advertí cierto revuelo previo al despegue. Los hombres que habían ayudado al nadador, claramente visibles a la luz del foco, treparon a bordo. Poco después el hidroavión arrancó, patinó por la superficie del Mediterráneo como una gaviota y por fin despegó, se inclinó en ángulo cerrado y viró hacia la costa de Egipto.

Oí a lo lejos una campana y los motores volvieron a ponerse en marcha: el Indramatra retomaba la ruta.