Confieso que no me hacía ninguna gracia abrir la puerta. Tal vez no resulte del todo incomprensible si tenemos en cuenta la tensión a la que me había visto sometido durante las últimas semanas, pero también era consciente de que tenía la moral por los suelos. Guardaba muchos recuerdos tristes y algunos terribles; entre ellos, y no el menos importante, aquellas horas amnésicas en El Cairo, durante las cuales, a todas luces, me había convertido en un instrumento pasivo en manos del doctor chino. Dejé la pipa sobre la cama y me dirigí a la puerta del camarote. A excepción del leve crujido que hacía la madera al navegar por un oleaje casi imperceptible, no se oía ningún sonido.
—¿ Quién es? —dije en tono brusco sin descorrer el cerrojo.
—Un telegrama urgente para el señor Greville.
Con un suspiro de alivio que debieron de oír al otro lado de la puerta, descorrí el cerrojo y me encontré ante un radiotelegrafista.
—En circunstancias normales, no le habría molestado —explicó—, pero en el mensaje ponía: «Entrega inmediata.»
—Gracias —dije—; aún no me había ido a dormir:
Recibí aquel sobre de tan fina textura y añadí.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Me di la vuelta y eché el cerrojo. Tras abrir el mensaje, leí con impaciencia:
HABRÁ UN INTENTO ESTA NOCHE STOP
MANTÉNGASE DESPIERTO Y TENGA CUIDADO STOP
NAYLAND SMITH
Dejé el mensaje sobre el cubrecama. ¿De dónde podría proceder el intento? ¿Y qué podía hacer yo?
Encendí la pipa y observé la bolsa de golf apoyada en una esquina del camarote, extraño recipiente para una antigüedad que ya arrastraba una historia tan sangrienta; sin embargo, sir Barton lo consideraba más seguro que la caja fuerte del comisario.
Por mucho que me devanase los sesos —y ahora estaba completamente despierto— no se me ocurría ningún plan. Aun suponiendo que el enemigo conociese el auténtico paradero de las malditas reliquias, ¿cómo pretendía apropiárselas, a no ser que asaltase mi camarote o el del jefe?
¡Era absurdo! Incluso admitiendo que Fu-Manchú tuviera sirvientes entre los miembros nativos de la tripulación… ¿qué podían hacer?
Sin embargo, el mensaje era muy claro. ¿Qué significaba, en el nombre de Dios?
Tomé una determinación: obedecer las instrucciones de Nayland Smith. Haría guardia hasta el amanecer, cuando en el barco se reanudara la actividad diaria. Entonces, si nada había sucedido, daría por sentado que el peligro había pasado.
Con aquel encomiable proyecto en perspectiva, me quité el abrigo y me tendí en la cama. Tomé un folleto editado por la compañía naviera donde se detallaba en gráficos las millas recorridas entre los distintos puertos en los que se hacía escala.
Me entregué de lleno a la lectura. En cierto momento creí oír un leve rumor en el pasillo pero, tras dejar a un lado el folleto y prestar más atención, deduje que sólo era una variante de los ininterrumpidos crujidos. Advertí que el movimiento del barco, delicado y sedante, se había vuelto más acusado; el oleaje era cada vez más fuerte.
No sabría decir cuánto tiempo dediqué a la lectura pues, como sucede a menudo en tales ocasiones, lejos de hallarme totalmente despabilado, estaba rendido, y es probable que pocos minutos después me quedara dormido. Supongo que no caí en un sueño profundo, pues no estoy seguro de qué fue lo que me despertó. Sé que me incorporé sobresaltado y que al principio no sabía dónde estaba. Había ceniza en la colcha, donde había dejado caer la pipa; por suerte, no se había prendido. Me quedé escuchando.
Por encima de los crujidos de la madera y de la débil vibración de los motores, se oía un nuevo sonido. Miré el reloj. Había dormido dos horas.
Me acerqué a la puerta del camarote, descorrí el cerrojo, abrí y me asomé al pasillo. Oscuridad y silencio. Ningún movimiento. Volví a la habitación y, con mayor claridad que antes, oí de nuevo el mismo ruido.
Había cerrado con cuidado el ojo de buey, pues conservaba el triste recuerdo de los métodos acrobáticos empleados por los agentes del doctor Fu-Manchú. Destornillé las clavijas y lo abrí. El sonido se hizo mucho más acusado y me invadió la curiosidad. Me sentí más despierto que nunca y decidí subir un momento a cubierta.
Me había percatado de que la puerta de mi camarote tenía llave, algo poco frecuente en los barcos ingleses. Lo cerré, recorrí los pasillos en silencio y subí las escaleras. No se veía un alma. Ambas entradas estaban cerradas, pero me había parecido que el sonido procedía de babor, de modo que abrí la puerta correspondiente y salí a cubierta.
La noche era clara y estrellada. Cuando miré hacia arriba, a popa, mi teoría se confirmó.
Algún tipo de avión pesado, a juzgar por el estruendo de las hélices, volaba en paralelo al Indramatra y lo sobrepasaba a toda velocidad. Subí la escalerilla que conducía a la cubierta de botes, pensando que allí lo vería mejor. Acerté. Por lo que me pareció, se trataba de un hidroavión, pero debido a su posición respecto al barco y a la oscuridad de la noche, no podía estar seguro. Eché un vistazo al puente.
El oficial de guardia estaba en el ala de babor y tenía los prismáticos enfocados hacia arriba; tuve tiempo para preguntarme si la rígida disciplina de la marina mercante holandesa exigiría registrar el incidente.
Di media vuelta y regresé al camarote. El hidroavión, que ahora podía distinguir con toda claridad, había rebasado el barco y estaba a cierta distancia de nosotros.
Cuando me disponía a recorrer el pasadizo que comunicaba con la suite del jefe, titubeé y me detuve. Había poca luz, pero no veía el cajón de madera que antes contuviera las reliquias del profeta.
Me acerqué de puntillas para asegurarme. No cabía la menor duda: el cajón había desaparecido.
Era evidente que el hecho podía atribuirse a muchas razones; aun así, estaba casi seguro de que había visto la caja antes de irme a dormir. Entré en mi camarote y, casi sin darme cuenta, metí la mano en la bolsa de golf. La Espada de Dios estaba a salvo. Palpé el bolsillo de la gabardina… y el nuevo credo continuaba en su escondrijo.
Acababa de ponerme el pijama cuando volvieron a llamar a la puerta de mi camarote.
Por el respingo que di, supe que tenía los nervios deshechos.
—¿Quién es? —grité.
—Lo siento mucho, señor Greville. El radiotelegrafista otra vez.
Abrí la puerta.
—Está bien —dije con una sincera sonrisa; en realidad me sentía aliviado—. ¿De qué se trata esta vez?
—Otro mensaje urgente. ¡Parece ser que tenemos un criminal a bordo!
—¿Qué?
Cogí el radiograma y leí:
NINGÚN MIEMBRO DEL PARLAMENTO LLAMADO KENNINGTON EN COMUNES ACTUALES STOP
AVISE COMISARIO DE INMEDIATO E INTERROGUE PASAJEROS STOP
NAYLAND SMITH
Alcé la vista y mi mirada topó con la del operador.
—Es extraño, ¿verdad? —comentó—. Pero no tiene mucho sentido despertar al comisario a estas horas de la noche. ¿Por casualidad está relacionado con la policía inglesa, señor?
—No. El remitente lo está.
—Ah, ya. Bueno, si quiere despertar al comisario, le enseñaré dónde está su camarote.
—Me lo pensaré —respondí—. Si decido ir a verlo, iré a buscarlo.
—Directo a popa en la cubierta de botes —dijo, y se dio media vuelta.
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Cerré la puerta de nuevo. Acababa de sentarme a meditar el segundo mensaje de Nayland Smith cuando advertí una súbita calma, una extraña quietud. Al principio, no supe a qué atribuirla, pero enseguida lo comprendí.
Los motores se habían parado.