Estaba en el extremo posterior de la cubierta; con un brazo rodeaba el cuerpo de Rima, atrayéndola hacia mí. Juntos, contemplábamos las luces de Egipto extinguirse a lo lejos. Era agradable estar solos tras aquella terrible etapa en El Cairo, pero aun así, aunque ambos guardábamos silencio, sabía que compartíamos un pesar común. Es cierto que habíamos atravesado momentos angustiosos en Egipto, pero también recordábamos instantes de gran felicidad, y la alegría superaba a la tristeza.
Era tarde y teníamos la zona de estribor para nosotros solos. Unos pocos pasajeros se demoraban en la sala de fumadores pero la mayoría estaba ya en la cama. Nos habría gustado que Nayland Smith se encontrase con nosotros. No obstante, él y el doctor Petrie esperaban llegar a Londres a tiempo para la fastuosa boda que sir Lionel había planeado.
Por mi parte, aguardaba el acto con un terror inexplicable. Sin embargo, no estaba del todo seguro de que a Rima no le agradase en secreto la perspectiva. Rima había sido una joven casadera muy solicitada hacía dos años. Por otra parte, sabía que el jefe se divertiría como loco distribuyendo notas entre redactores chismosos y empleando su talento histriónico para hacer de la boda un espectáculo público de gran éxito.
La verdad es que yo conocía a poca gente en Londres y sabía que Rima tenía muchos amigos. Por eso pensaba que aquellos días en el Mediterráneo serían los últimos, durante mucho tiempo, en que la tendría para mí solo.
Las palabras no eran necesarias entre nosotros. Me limitaba a abrazarla con fuerza y ella se acurrucaba contra mí complacida, mientras contemplábamos juntos cómo las luces de Port Said, cada vez más débiles, se perdían en el horizonte.
En aquella ciudad, sólo habían embarcado nueve pasajeros en el Indramatra, incluido nuestro grupo. Nayland Smith había comprobado la identidad de todos ellos y ninguno era susceptible de la menor sospecha. Aparte de aquellos seis pasajeros de primera clase y nosotros, nadie había subido a bordo en Egipto, ni siquiera nuevos miembros de la tripulación. Recordé las palabras de despedida de sir Denis:
—A menos que un agente del doctor Fu-Manchú se haya colado disfrazado de cargamento, lo que no sería imposible tratándose de él, todo indica, Greville, que por una vez el doctor ha perdido la partida.
Era un triste consuelo, pues yo sabía por experiencia que el doctor rara vez equivocaba la jugada. Estreché a Rima con tanta fuerza que me pidió un beso y recibió muchos…
Cuando por fin, aunque de mala gana, me fui a la cama aquella noche, pensé que sir Lionel, al llevar a cabo su arriesgada estrategia, había puesto en peligro la vida de Rima. Sin embargo, una vez en Europa, no tendríamos motivos de preocupación al respecto, pues, a esas alturas, la unidad político-religiosa que las reliquias habían engendrado habría quedado en nada. Sólo recuperándolas de inmediato podría el doctor Fu-Manchú restablecer la gloria del nuevo profeta. Todo dependía de una semana.
Sin embargo, al destruir el osado plan del hombre más grande y malvado que he conocido, ¿qué habíamos hecho?
Sus razonamientos eran imprevisibles. Le consideraba demasiado inteligente para malgastar una hora de su tiempo en algo tan fútil como la venganza. No obstante, tal vez estuviese equivocado. Era chino y yo sabía bien poco de la mentalidad china. El doctor no tenía escrúpulos, concedía menos valor a la vida humana que a una brizna de hierba. Esta actitud sí cuadraba con su peculiar código del honor.
Nayland Smith me había asegurado que no lo movía un deseo de gloria personal. Deseaba sacar a China del lodazal en el que se había metido. Era, conforme a su particular punto de vista, un gran patriota y también, según ese mismo punto de vista, de una escrupulosa honestidad, algo que yo había podido comprobar.
Es cierto que las condiciones impuestas en el secuestro de Rima equivalían al más vil chantaje, pero sin duda un chantaje admisible según su código particular. Habíamos aceptado sus condiciones y habíamos suscrito el acuerdo. El doctor había depositado una confianza tal en nuestro honor inglés que acudió solo a la cita; era el gesto de un gran hombre, aunque fuese el mayor de los criminales.
¡Y con toda nuestra buena fe, Nayland Smith y yo le habíamos engañado! ¿Nos habría engañado él del mismo modo? ¿Su inescrutable conciencia china consideraría aquello juego limpio o no?
Lo dudaba y, para ser del todo sincero, me asustaba la idea. Al darle a Rima las buenas noches, le había aconsejado que echase el cerrojo, y después, al entrar en mi camarote, yo había hecho lo mismo. Antes de desvestirme, me aseguré de que la Espada de Dios estuviese en la bolsa de golf, oculta entre los palos, y las láminas de oro en el bolsillo de la Burberrys. El cajón de madera, claveteado de nuevo, estaba al final del pasillo que conducía a la suite del jefe.
El Mediterráneo estaba en calma, como un gran lago, y de proa a popa se percibía poco movimiento en el Indramatra. Mi camarote estaba en la parte de babor y sólo dos me separaban del ocupado por sir Lionel. Ambos daban a una angosta galería con vistas al comedor y el de Rima quedaba casi enfrente del mío.
Me había sentido algo intranquilo al advertir que los camareros eran casi exclusivamente javaneses, algunos del tipo mongol: silenciosos, furtivos, estáticos, acuclillados como estatuas en cada recodo, las babuchas asomando ante ellos, los rostros inexpresivos.
Aquella noche, sin embargo, habían desaparecido todos. El barco estaba silencioso, el comedor era un pozo negro. Sólo las leves vibraciones de los motores y el crujido de la madera en alta mar rompían el silencio.
No había acabado de desempacar y, como estaba totalmente despierto, busqué a tientas por entre el equipaje la lata de tabaco que había comprado justo antes de salir de El Cairo. Había decidido fumar una última pipa antes de meterme en la cama. También me habría gustado tomar una última copa, pero dudaba que pudiera conseguirla.
Tras buscar un rato, encontré el tabaco. Acababa de destapar la lata y me disponía a llenar la pipa cuando oí unos suaves golpes en la puerta de la cabina…