—Echa el cerrojo, Greville —dijo sir Lionel.
Obedecí. En el camarote reinaba un desorden que, incluso tratándose del jefe, rozaba lo increíble. Había desembalado el cajón de madera y el suelo estaba cubierto de cuerda y papel.
Contenía tres objetos envueltos en lona; uno, largo y estrecho, la espada del profeta; otro, el más pesado, rectangular y quizá de veinte centímetros de espesor; y un último más pequeño, sin duda algún tipo de caja.
—Ocúpate del paquete grande —me ordenó enérgicamente—. Desata las cuerdas pero no las cortes. Quizá tengamos que volver a usarlas.
—Muy bien —me resigné y puse manos a la obra.
El Indramatra acababa de abandonar el muelle. Nayland Smith y el representante de la compañía habían sido los dos últimos en descender por la escalerilla. Rima estaba en su camarote desplegando vestidos que llevaban semanas guardados y cuyo estado la tenía desesperada.
Qué se proponía sir Lionel al desembalar aquellos tesoros, ahora que por fin habíamos escapado con ellos, era algo que escapaba a mi comprensión. Sin embargo, por muy loco que estuviera, no carecía de lógica.
—¡Caray! ¡Qué hermosura! —exclamó.
Había desenvuelto la cimitarra y la contemplaba con ojos de enamorado. Yo sabía muy bien, desde hacía años, que el corazón del jefe pertenecía al pasado. Idolatraba aquellas piezas arqueológicas que habían pertenecido a hombres extraños de épocas remotas, aunque su colección —repartida entre varias casas— habría destrozado el corazón de cualquier conservador de museo. Había piezas únicas por todas partes: tiradas por el suelo, en el asiento de una silla donde cualquier visitante descuidado podía sentarse… Sin embargo, saltaba a la vista que su entusiasmo era genuino.
—Estás tardando muchísimo con las tablillas —gruñó.
—Los nudos están muy fuertes.
—Dámelo a mí y desempaqueta tú la máscara.
Obedecí encantado.
—Greville, ¿ves algo por ahí que tenga cierto-parecido con la espada de Dios? ¿Algún accesorio que podamos arrancar?
Me eché a reír. Saltaba a la vista qué se proponía el jefe: se disponía a emplear su estrategia favorita.
—La verdad —dije alzando la vista del suelo al tiempo que desempaquetaba arrodillado la caja que contenía la máscara—, no sé qué está tramando pero, si no secuestran el barco, no veo cómo nadie podría acceder a la caja fuerte del comisario.
—¿Ah, no? —refunfuñó—. ¿Acaso viste cómo alguien podría acceder a la habitación de Ispahán? Conozco mejor que tú los métodos empleados por el doctor Fu-Manchú, Greville, y como le decía a Smith hace un momento, no podemos dormirnos en los laureles. Si pensara como tú, ahora ya no tendríamos los objetos.
—Es verdad —admití, y saqué de la caja una máscara delicada y exquisita.
—¡Caray! —exclamó el jefe en voz baja—. ¡Qué preciosidad! ¡Es única, Greville, única de verdad! Este objeto bastaría para dar prestigio a cualquier coleccionista.
Abandonó la tarea, se levantó y miró a su alrededor. A continuación, sacó un casco de una desvencijada maleta, vació una caja de cigarros en la cama (contenía una docena aproximadamente) y colocó la máscara de oro en su lugar.
Ató la caja con un trozo de cordel, la colocó en el interior del casco y devolvió este a la maleta. Por último, arrojó la maleta sobre el diván.
—Un americano muy inteligente —observó— llamado Edgar Allan Poe decía que el mejor lugar para esconder una cosa es dejarla a la vista de cualquiera. Ja! ¡Ahí lo tienes, Greville!
De algún modo, un paraguas que pertenecía a Rima había ido a parar al camarote. Algún grumete lo había dejado por error, sin duda durante el embarque del equipaje. Rima lo había comprado en El Cairo. Era un paraguas pequeño cuya empuñadura de cristal tallado representaba a la Esfinge.
—Envuélvelo —dijo el jefe—. Es perfecto.
Lanzó una de sus ruidosas carcajadas y empezó a contagiarme algo de aquel humor disparatado. El modo que tenía de afrontar la amenaza que se cernía sobre nosotros desde hacía tanto tiempo y que, aparte de costar varias vidas, había instigado los principios de una revolución resultaba, como mínimo, estimulante.
Envolví el paraguas con la lona y lo até con cuidado. Sir Lionel, tras desempaquetar las láminas de oro, las examinó con atención. Sabía que le habría gustado dedicar varias horas a su estudio, pero no era el momento.
—¿Dónde está tu gabardina? —preguntó.
Señalé una puerta abierta que comunicaba con el dormitorio; mi vieja Burberrys estaba allí colgada.
Asintió, envolvió las láminas de fino oro en hojas de periódico y las metió en uno de los bolsillos de la gabardina, donde cabían de sobra.
—¡Déjame ver! —exclamó.
Le mostré el paquete que acababa de hacer.
—No está-mal —comentó—; creo que servirá. Ahora lo lacraremos.
Se dirigió a un pequeño escritorio, apartando a patadas toda clase de objetos a su paso, abrió una caja que contenía objetos de escritorio y por fin encontró un trozo de lacre. Tras encender varias cerillas y derramar una buena cantidad de cera en la alfombra, lacró varios de los nudos apretándolos con el sello de su anillo. Después levantó el paquete terminado y se echó a reír como un crío.
—¡El número uno está listo! —gritó—. ¡Ah! Ya has terminado otro. ¿Qué has metido en la caja?
—Nada —respondí—; el peso de la máscara es insignificante.
—Pásame ese atlas fino que hay allí —ordenó.
De un montón de libros desparramados por el suelo, separé el ejemplar que solicitaba. Era más o menos del mismo tamaño que las quince láminas de oro juntas y pesaba bastante.
—¡Muy bien! —dijo mientras lo sopesaba en la mano—. ¿Eh? ¿Quién es? No abras, Greville.
Alguien llamaba a la puerta del camarote.
—¿Quién es? —bramó sir Lionel.
—Un camarero, señor. La señorita Barton me ha pedido que le preguntase si está aquí el paraguas que ha perdido.
—No —gritó el jefe—. No lo he visto.
—¿Le importa si echo un vistazo, señor?
—Me importa y mucho. Estoy ocupado. ¡Largo!
Se subió al diván, abrió la cortina y miró por el ojo de buey.
—Ya hemos dejado atrás el puerto, Greville —me informó—. ¡Cielos! ¡Esta vez le he engañado!
Pocos minutos después el tercer paquete estaba terminado a su gusto.
—Ve en seguida a tu camarote —me ordenó—; no está muy lejos. Cuélgate la gabardina del brazo, puedes esconder la espada debajo.
—Muy bien. ¿Dónde los dejo?
—Mete la espada debajo de la cama de momento y deja la gabardina en el aseo o donde sea. Yo acudiré más tarde y decidiré el escondite definitivo. Primero tenemos que ir a ver al comisario.
Descorrimos el cerrojo y salimos. Yo me dirigí a mi camarote y poco después me reuní con sir Lionel. Los camareros iban y venían acarreando piezas de equipaje extraviadas. En el barco se advertía el movimiento que suele reinar tras abandonar el puerto.
—No me fío de esos javaneses —susurró el jefe—. Todos podrían trabajar a las órdenes del doctor Fu-Manchú.
Yo era de la misma opinión, pero Nayland Smith había insistido en que partiésemos en el primer barco disponible y de no haber embarcado en el Indramatra habríamos tenido que esperar tres días.
Había pasajeros al pie de una escalerilla, cerca de la puerta del comisario. Examinaban los anuncios y hacían preguntas insustanciales a cualquier miembro de la tripulación europeo que pasara por allí. Con los insólitos bultos en las manos, llegamos a la puerta del comisario.
—Me niego a ocupar un camarote donde el agua corriente parece cerveza. ¡Es un escándalo, señor, un escándalo! —Gritaba una voz nerviosa en el interior.
—Nuestro amigo Kennington —dijo el jefe y, sin más, descorrió la cortina y entró—. Buenas tardes, comisario. Siento molestarle, pero tengo algunos objetos que me gustaría dejar bajo su custodia.
—Muy bien, sir Lionel —dijo el fatigado oficial a la vez que se volvía sin levantarse de la silla y alzaba la vista para mirarnos—. Uno parece demasiado voluminoso para la caja fuerte, pero quizá podamos arreglarlo.
El señor Kennington, a punto de reventar, estaba de pie en el rincón más apartado del cuarto y nos fulminaba con la mirada. Al examinarlo con mayor atención, advertí que tenía un aspecto singular. La gordura de su cuerpo era tan rotunda que parecía artificial y aquellos ojos oscuros, tras las gafas con montura de cuerno, no parecían pertenecer al rostro rojo y colérico. Llevaba el pelo, color panocha, muy corto, y lucía un incongruente bigotillo.
—No permitiré que se desentiendan de este modo, señor —protestó mientras el comisario se ponía en pie, se daba la vuelta y abría la gran caja de seguridad—. Ya me han dado un camarote distinto al que había reservado y ahora…
—Y ahora —dijo el jefe mirándolo de arriba abajo con su semblante más agresivo e intransigente— le han dado un agua que parece cerveza.
—Sí señor. Y no lo toleraré ni por un momento, ¡ni por un momento!
—Yo tampoco lo toleraría —dijo el jefe—, si fuera abstemio. ¿Es usted abstemio?
—Lo soy, señor.
—Y miembro del Partido Laborista, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca.
—Qué raro, Greville —dijo sir Lionel al tiempo que se volvía hacia mí—. Los enemigos del capital siempre exigen todas las comodidades. En cambio…
—Apretando un poco —interrumpió el comisario—, podré meter los tres paquetes, sir Lionel.
Cerró y aseguró la caja fuerte.
—Querrá un recibo.
Volvió a sentarse a su mesa.
—He manifestado mis quejas —dijo el señor Kennington con toda seriedad—; dos quejas desde que he subido a bordo de este barco. Dado que usted no parece concederles ninguna importancia, me veré obligado a recurrir al capitán.
Se inclinó con absurda dignidad y se fue.
—Sabe, caballero —dijo Voorden mientras extraía un formulario de una bandeja—, un solo pasajero de este estilo provoca el envejecimiento prematuro en los comisarios de a bordo. Según el pasaporte, el señor Kennington no viaja a menudo, lo que tal vez explique su comportamiento. En fin —suspiró hastiado mientras rellenaba el formulario—, supongo que para eso me paga la compañía. Aquí tiene, señor.
Sir Lionel le dio las gracias, dobló el recibo y lo metió en el bolsillo de la maleta. Salimos. Mientras nos dirigíamos a las escaleras, oí al señor Kennington hablar con el primer contramaestre:
—Insisto en que me den una mesa para mí solo, contramaestre.
—Haré lo que pueda, señor.
—Sería muy agradable para todos los afectados —dijo el jefe en voz alta— que a algunos viajeros les dieran un barco para ellos solos y que se quedaran a bordo el resto de sus vidas.
Tras hacer el comentario, se echó a reír a carcajadas.