Cinco minutos más tarde, mantuvimos una interesante conversación en el camarote del jefe. Rima no estaba presente.
—Tengo una idea general de lo sucedido, Barton —dijo Nayland Smith entre bocanada y bocanada a la pipa—. Por el amor de Dios, no me interrumpa. Limítese a escuchar. No tengo mucho tiempo. Aquel hombre, Amir Kan, metió la pata de algún modo al descubrir la localización de la tumba de Al Mokanna y sin duda en el momento de su desaparición actuaba por su cuenta. Supongo que le pagaron bien por la información.
—Lo hice.
Sir Denis asintió.
—No pertenecía a esa oscura secta, una rama del auténtico mohamedanismo, que aún conserva la tradición del nuevo Corán. A pesar de todo, sabía más que ellos, pues estaba enterado de dónde fue enterrado el profeta. Era un thug; usted lo adivinó desde el principio. Desertó porque su jefe más inmediato lo reclamó. Las leyes de los thuggee (que no pretendo entender) son muy estrictas con sus fieles. Su jefe se enteró de lo sucedido y ese jefe…
—¡Pertenece a la banda de Fu-Manchú! —interrumpió sir Lionel—. Por eso…
—Por eso el doctor se enteró de todo. Es muy probable que nunca sepamos dónde estaba en aquellos momentos pero lo cierto es que no perdió el tiempo. Se abrían ante él unas posibilidades inmensas. El islam por fin está tan dividido como el cristianismo. Hacía mucho que se preveía un despertar religioso, sólo hacía falta un hombre y la ocasión propicia. La ocasión se había presentado y el doctor Fu-Manchú encontró al hombre.
—¿A quién encontró?
—No lo sé. Escúcheme y le contaré todo lo que he averiguado. En todas las religiones hay sectas secretas. Llevo muchos años sosteniendo (en contra de la opinión de diversas fuentes autorizadas e incluso la suya) que la organización conocida como el Si Fan engloba a gran parte de estos disidentes.
—¡Bobadas!
—Era casi seguro que dicho movimiento, respaldado por el Si Fan, rompería el equilibrio, y el doctor Fu-Manchú lo advirtió. Puso en escena la resurrección del profeta cuando usted voló aquella tumba solitaria de Jorasán, con los resultados que ya conocemos. Ciertos grupos del mundo musulmán, movidos por intereses propios, recibieron al nuevo profeta con los brazos abiertos, dispuestos a pasar por alto el aspecto material del mismo. Sin embargo (y un recuerdo de Greville me dio la pista), resulta que cierta secta de fanáticos, con miembros en Damasco y también en La Meca, posee (o afirma poseer) ejemplares del nuevo Corán.
—Es verdad —dijo el jefe y levantó los pies incómodo, pues estaba repantigado en el sofá—. Los he visto. Sabía con lo que me enfrentaba, Smith.
Nayland Smith miró a sir Lionel con una especie de admiración reprimida.
—Es usted un hombre extraordinario, Barton —admitió—. Si añadiera un mínimo de discreción a su modo de actuar, nos habríamos evitado un montón de problemas.
—¿Qué problemas? —gritó el jefe al tiempo que daba una patada al cajón de madera—. ¿Cuál es el problema? He enredado a todos esos malditos necios y, por Dios, he engañado al propio doctor Fu-Manchú. Todos os preguntabais por qué me demoraba tanto tiempo en Ispahán…
Se echó a reír a carcajadas, pero Nayland Smith dijo:
—Ahora lo sé.
Pronunció las palabras con tanta frialdad que la risa del jefe se cortó en seco.
—Pensaba —prosiguió sir Denis—, que estaba fanfarroneando en El Cairo. Conozco bien su infantil sentido del humor. Me llevé una gran sorpresa, aunque tal vez no lo demostrase, cuando abrió la vieja maleta ante el señor Aden y vi la espada, la máscara y las tablillas de oro.
Se levantó de la silla y empezó a trasladar el peso de un pie a otro, pues no tenía espacio suficiente para pasear.
—Acepté el trato con el doctor Fu-Manchú de buena fe, o al menos eso creía. La vida de Rima estaba en juego. No diga nada, Barton, déjeme acabar. El doctor Fu Manchó es el peligro más terrible que ha amenazado a nuestra civilización desde Atila el Huno. Es un anciano pero, gracias a algún milagro que sólo puedo atribuir a su inmenso poder, está tan en forma como la primera vez que lo vi, en un bosque de Birmania. En eso todos estamos de acuerdo. Por otra parte, tiene una cualidad: según su particular código de honor, es un hombre de palabra.
—¡Basta!
Sir Lionel se había levantado. Había cerrado los puños con fuerza y fulminaba a su interlocutor con la mirada.
—¡Basta, Smith! No permito que me hablen así, ni usted ni nadie. Quizás haya faltado a todos los demás mandamientos, pero jamás he mentido.
—¿Lo he acusado de mentir? —El tono de sir Denis era muy sereno.
—En el fondo, sí.
—Quiso quedarse en Ispahán hasta que Solomon Ishak, quizás el mejor artesano de Oriente, tuvo terminada la copia de las reliquias del profeta. Oh, fue un buen trabajo, sir Barton, pero…
—Bueno —gruñó el jefe—, ¿y qué? ¿Acaso aquel tipo, Aden o Samarkan o como se llame, no dio por buenos los objetos que le enseñamos? ¿Acaso usted o yo nos comprometimos a entregar otra cosa? Nos devolvieron a Rima y nosotros les dimos las copias. —Furioso, pateó la caja—. Ali Mahmoud tenía las auténticas reliquias. El viejo Solomon se las entregó y las llevó a El Cairo, y luego las trajo aquí. ¡Ahí están!
Se derrumbó en el diván sin dejar de mover los labios. Estaba de un humor de mil demonios. Sin embargo, Nayland Smith lo miraba con semblante tranquilo.
—Si le dijera que discute usted como un jesuita, Barton, estaría recurriendo a una antigua calumnia.
—¡Gracias! —gruñó el jefe—. Creo que ya ha dicho bastante.
Es probable que jamás me haya sentido tan desgraciado. Los hechos que acababa de conocer eran asombrosos; el aspecto ético del asunto me superaba. Con todo, me parecía terrible que aquellos viejos amigos —hombres brillantes, cada cual en su campo— estuvieran a punto de lanzarse a la garganta del otro.
La lealtad me prohibía ponerme de parte de sir Denis, aunque en el fondo de mi corazón sabía que tenía razón. La vida de Rima estaba en juego y sir Lionel había jugado con cartas marcadas.
No me sorprendía y, dado que la estrategia había tenido buenos resultados, me sentía capaz de perdonarlo. De todos modos, dije:
—¿Sabe, jefe? Comprendo el punto de vista de sir Denis, así que no se sulfure. Nosotros estábamos equivocados.
No lo dije de corazón. La verdad es que a mí nunca se me habría ocurrido semejante ardid; no soy lo bastante inteligente. Sin embargo, la utilización del «nosotros» surtió efecto. Sir Lionel se tranquilizó y me miró casi con condescendencia.
—¿Eso crees, Greville?
—Bueno, jugó con fuego, Barton —dijo Nayland Smith—, y el doctor Fu-Manchú descubrió la sustitución en Damasco, el mismo día de mi llegada. No tengo ni idea de qué tipo de conocimientos ocultos detentan esos imanes de la Gran Mezquita. El caso es que Fu-Manchú supuso que ellos podrían detectar la falsificación.
Calló un instante. Se le había apagado la pipa y encendió una cerilla. Después prosiguió:
—Alguien habló desde el púlpito esa misma noche. La enorme mezquita estaba atestada. Jamás había visto semejante fervor de masas.
—¿Usted estaba allí? —preguntó el jefe con súbito entusiasmo infantil.
—Sí.
—¡El bueno de Smith!
Supe que la tormenta había pasado.
—El orador llevaba un turbante verde, una túnica verde y una máscara de oro macizo.
—¡Era Fu-Manchú!
—Todavía lo dudo. No creo que me haya confundido. De ser él, se ha quitado treinta años de encima. El público comía en la palma de su mano, y sé que Fu-Manchú es capaz de algo así, pero la potencia de la voz…
Mientras lo escuchaba, un recuerdo adormilado se agitó en mi mente. Se fue y de nuevo cedió el paso al vacío.
—Había escépticos entre el público. Aquella misma noche, por lo que he deducido, se descubrió el cambiazo. El nuevo Mahdi dio sus primeros pasos con gran esplendor, Barton, pero en Damasco ha topado con un obstáculo insalvable. No me atrevo a dar por sentado lo sucedido realmente pero… —señaló el cajón de madera que descansaba en el suelo del camarote—, ¿están ahí?
—¡En efecto! —dijo el jefe exultante.
—Corre el rumor (ya sabe cómo vuelan las noticias por estos contornos) de que Al Mokanna es un impostor. No hace falta que le diga que el servicio de inteligencia británico está haciendo lo posible por alentar el rumor. Una sola cosa podría remediar la situación… —Volvió a señalar el cofre—. No sé dónde está el doctor Fu-Manchú, pero conozco lo bastante sus métodos como para figurarme que no anda lejos de Port Said en estos momentos.
Al oír esas palabras, un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—Llega tarde —gruñó sir Lionel—. Zarparemos dentro de un cuarto de hora.
—Ya lo sé —replicó Nayland Smith—, y también sé que estoy hablando con las paredes, pero yo en su lugar, Barton, enviaría a Ali Mahmoud a tierra con ese cofre y me dispondría a partir tranquilo.
—¡No haría usted nada semejante! —gritó el jefe y volvió a incorporarse—. Lo sabe tan bien como yo.
—Muy bien. Debo dar unas cuantas indicaciones antes de desembarcar. No podré marcharme de Egipto hasta dentro de una semana. Supongo que para entonces Petrie podrá acompañarme.