Al día siguiente, por la noche, Rima volvió a El Cairo. Recuerdo que, mientras sir Lionel y yo la esperábamos en el vestíbulo para ir a comer, me sentí mucho más tranquilo que en días anteriores. Cuando Rima apareció al fin, aunque se la veía quizá más pálida de lo normal, se las había ingeniado para disimular los resquicios del suplicio por el que acababa de atravesar.
—Ya que el doctor Petrie no está —dije—, te receto un cóctel de champán.
La paciente aprobó la prescripción.
—¿Y usted, jefe?
—Un whisky con soda —refunfuñó sir Lionel y miró hacia la entrada—. ¿Dónde demonios está Petrie?
—Un médico ocupado —contesté a la vez que hacía señas al camarero— siempre tiene excusa para no acudir a las citas sociales, ¿no, jefe?
—Supongo que sí.
Tras pedir las bebidas, me puse a pensar en los inicios de la carrera del doctor, cuando era un médico de cabecera que luchaba por abrirse camino en Londres. En aquella época, tuvo relación con la red del doctor Fu-Manchú. Los relatos de aquellas singulares experiencias compartidas con sir Denis habían despertado tal interés en todo el mundo que, aún hoy en día, por lo que yo sabía, no dependía del ejercicio de su profesión para vivir. Sin embargo, como se ha dicho de él, su dedicación a la medicina era vocacional y había ejercido más que ningún otro facultativo inglés en El Cairo. Sin duda, aquellos pensamientos debieron de reflejarse en mi rostro, pues el jefe preguntó:
—¿Por qué sonríes?
—Me estaba preguntando —respondí— si sir Denis me dejaría publicar la historia del Profeta Enmascarado.
—Publicaste la historia, como tú la llamas —intervino Rima—, de lo sucedido en la tumba del mono negro. A mí no me dejaste muy bien, pero tú ganaste mucho dinero con eso. La verdad es que no me parece justo —se volvió y se arrimó a sir Lionel—, ¿verdad, tío? ¿No deberíamos tener un porcentaje?
—Sí. —El jefe me miró con rabia contenida—. Ahora que lo pienso, Greville, me describiste con una sincera aunque hiriente crueldad. ¡Ah! ¡Ahí está Petrie!
Mientras sir Lionel hablaba, vi entrar al doctor procedente de la terraza. Caminaba ligero y parecía nervioso. Al vernos aceleró el paso y comprendí que algo lo inquietaba.
Ante todo, se interesó por la paciente; tras dejarse caer en una silla junto a Rima, la escudriñó con aquella mirada envolvente que adquieren los médicos tras largos años de práctica.
—Veo que estás totalmente restablecida —dijo. Miró el cóctel con expresión crítica—. Sólo una cosa, Rima. Los excitantes no te convienen; no todavía.
Al ver que me disponía a llamar al camarero, prosiguió:
—Como llego bastante tarde, Greville, vayamos a cenar; busque una mesa apartada, si es posible. Debo contarle algo.
—¡Lo sabía! —gritó el jefe mirando al doctor—. Tiene algo entre manos, Petrie. ¿Qué es?
—Es verdad —admitió Petrie con una leve sonrisa—. No sé muy bien qué hacer con ello.
—Yo tampoco —respondió sir Lionel—, a menos que me cuente de qué se trata.
—Un largo recado de Smith desde Damasco. Lo ha transmitido por teléfono, por eso me he retrasado. Pero no hablemos de eso ahora.
Nos levantamos y recorrimos el pasillo, una especie de bazar de joyas en miniatura, hasta llegar al comedor. Yo había reservado una mesa tranquila en la esquina más retirada. Por fin nos sentamos y el jefe, que era el anfitrión, pidió la cena. Entonces, Petrie dijo:
—El mensaje es inquietante en cierto sentido. Un vapor holandés de la línea Lloyd de Rotterdam, el Indramatra, sale de Port Said mañana por la noche hacia Southampton. Smith insiste en que, con equipaje o sin él, deben tomarlo.
—¿Qué? —exclamó sir Lionel con tal intensidad que varias cabezas se volvieron a mirar—. Debe de estar loco. No pienso moverme ni un milímetro (ni un milímetro) hasta que Ali Mahmoud llegue con el equipaje.
El doctor Petrie estaba muy serio.
—Tengo aquí el mensaje —prosiguió— y cuando se lo haya leído, es posible que cambie de opinión. El doctor Fu-Manchú ha estado en Damasco. Ahora ha desaparecido. Smith está convencido de que se dirige hacia aquí, a El Cairo. ¡Viene a su encuentro, Barton!