Por fin, un día Petrie me anunció en privado que Rima estaba lista e impaciente porque le hicieran algunas preguntas, por contar su historia.
—Sólo usted y yo, Greville —fue la condición—. Sigue siendo un tema delicado y Barton podría causar problemas.
Tomamos el té con ella, Petrie y yo, en el balcón de su habitación, contemplando desde allí las pirámides. Era domingo y estábamos en plena temporada turística. Por la ladera de aquel pequeño altiplano donde se yerguen dos de las maravillas del mundo, la Gran Pirámide y la Esfinge, avanzaban patéticos jinetes a lomos de camellos. Había muchos coches. En el jardín, egipcios presuntuosos acompañados por sus esposas ocupaban las mejores mesas, mientras contemplaban con mal disimulada hilaridad a los turistas ingleses, franceses y americanos.
Tras la extraña enfermedad nerviosa, Rima tenía un aspecto casi etéreo, pero tan incitante que sentí el irrefrenable impulso de tomarla entre mis brazos y cubrirla de besos. Sin embargo, ahora que su temor había remitido, advertí que me miraba con extraña frialdad.
Cuando hubo concluido la narración, comprendí su actitud.
—Por supuesto, Shan, el doctor Petrie me lo ha explicado. Deberías estarle agradecido, querido. Creo que me ha salvado de…
»Fue aquella noche, cuando me mandaste avisar en el Shepheard… Claro, se me olvidaba, ¡no sabes nada de aquello! Verás, Shan, tras tu desaparición, la misma tarde de nuestra llegada, estaba fuera de mí. Me lo ocultaron durante mucho rato: el tío, sir Denis y el doctor. Claro que al final tuvieron que decírmelo.
»No sabía qué hacer. Me di cuenta de que mi desquiciado comportamiento estaba llamando la atención y subí a mi habitación. No llevaba allí más de diez minutos cuando un botones me trajo una nota, ¡escrita por ti!
—¡Era una falsificación! —exclamé—. ¡Seguro que lo era!
—No interrumpas, Greville —dijo Petrie en tono tranquilo—. Rima te está contando los hechos. Recuerda que se refieren a unas horas de las que no puedes dar cuenta.
¡Dios mío! Era verdad. Gran parte de aquella noche era un espacio en blanco para mí.
—La carta era tuya —prosiguió Rima—. Me pedías que, sin decírselo a nadie, saliera y me reuniera contigo. Estaba demasiado impaciente para esperar el ascensor. Me limité a bajar las escaleras a toda prisa y corrí a la terraza. Un chófer egipcio de uniforme azul me mostró dónde me estabas esperando.
—¡Yo te estaba esperando! ¿Dónde?
—Enfrente del hotel, junto a un coche tipo landó azul. Como es natural, corrí hacia ti. ¡Shan! ¡Me arrastraste al coche! ¡Estabas desagradable a más no poder! Pero me sentía tan dichosa que al principio no pensé nada excepto que te había encontrado. Entonces, Shan, ¡oh, cielos, Shan!
—No dejes que el recuerdo te inquiete, Rima —dijo Petrie—. Ya ha pasado todo. Verás, querida, como ya te he dicho, Shan ha sido la tercera víctima. Los tres, Greville, en diversas ocasiones, hemos vivido experiencias parecidas en manos de nuestro amigo chino.
—Comprendo —contesté mirando a Rima—. Empiezo a comprender. Continúa, amor mío.
—Me di cuenta, querido, de que te habías vuelto loco.
De repente supe lo que había pasado porque a mí me sucedió una vez. Luché contigo… Oh, Dios mío, cómo luché; ¡fue terrible! Y después, cuando comprendí que era inútil, intenté devolverte la cordura por la fuerza de mi voluntad, para que supieses lo que estabas haciendo. «Pasarnos por Gizeh y salimos a la carretera que lleva hacia aquí. De repente, el conductor se detuvo. Un hombre alto vestido de negro aguardaba en la calzada. Se acercó al coche por la derecha y lo reconocí.» ¡Era el doctor Fu-Manchú!
—¡Rima!
—Yo estaba medio inconsciente. Apenas me quedaban fuerzas. Te dijo algo. No distinguí las palabras pero… Shan, te dejaste caer en el asiento como si estuvieras muerto.
»Fue la gota que colmó el vaso. Creo que fui una boba o quizá me drogaron; el caso es que me desmayé.
»Cuando volví a abrir los ojos, tras siglos de pesadilla, me encontré en una hermosa aunque extraña habitación. Estaba tendida en un diván, envuelta en una bata de seda. A mi lado, había una anciana negra cosiendo.
»Resultó ser parte de una suite perteneciente a una casa que tal vez estuviese a las afueras de El Cairo, porque desde los pequeños cristales de la ventana mushrabiyeh sólo podía ver kilómetros y kilómetros de desierto. Supongo que la negra trabajaba para el doctor Fu-Manchú pero la verdad es que era una anciana encantadora.
»Nada más despertar, Shan, pensé en ti. Sin embargo, la anciana no me decía nada. Se limitaba a repetir, una y otra vez: “No te apures, cariño, seguro que está bien.”
»Pasé todo el día en aquellas exiguas habitaciones. Salir era del todo imposible y la anciana negra no me lo habría permitido. Nadie apareció por allí. Hizo todo lo posible para hacerme sentir cómoda pero me negué a probar bocado. En mi vida he pasado un día tan malo. Me sentía como si me estuviese volviendo loca poco a poco. Al atardecer, vi unos camellos a lo lejos, en el desierto; aparte de eso, no vi nada más.
»Cuando oscureció, la negra encendió las lámparas. Acababa de hacerlo cuando oí el sonido de un gong procedente de algún lugar de la casa.
»Para entonces yo estaba en un estado de histeria contenida. Al oír el gong, estuve a punto de gritar. La anciana me lanzó una mirada de advertencia y susurró: “No tengas miedo, niña, todo irá bien.” Después se dirigió hacia la puerta, donde se quedó aguardando.
»Oí unos pasos en el exterior, la puerta se abrió… ¡y entró el doctor Fu-Manchú!
»Llevaba el mismo atuendo que recordaba haberle visto en Londres, pero lo horrible del caso es que parecía mucho más joven. Debía de estar más cerca del colapso de lo que pensaba entonces, pues no recuerdo ni una palabra de lo que me dijo, sólo que me dejó bien claro, Shan, que tu vida dependía de mí.
»Sin duda advirtió que iba a desmayarme de un momento a otro. Habló a la anciana en una lengua desconocida y me obligó a beber un vaso de un extraño vino blanco.
»Tras eso, recuerdo que clavó sus ojos esmeralda en mí y volvió a hablar. Su voz parecía extinguirse y aquellos espantosos ojos eran cada vez más grandes…
—¡Como un lago verde que te engulle! —la interrumpí—. ¡Lo sé! ¡Lo sé!
—¿Cómo lo sabe? —me preguntó Petrie con gran interés—. ¿En qué momento ha tenido esa curiosa impresión?
Me observó con ansioso interés y de repente comprendí el significado de mis palabras. ¡Reflejaban algún ignoto recuerdo de lo sucedido durante aquel lapso en blanco! Sin embargo, nada más pronunciarlas el recuerdo volvió a sumirse en el limbo del subconsciente.
—No hay nada que hacer, doctor —dije a la vez que negaba con la cabeza—. Tenía razón, pero lo he perdido. Continúa, Rima.
Rima, que había captado la intención de la pregunta, me miró con semblante desolado y prosiguió:
—Estoy segura de que lo sabes, querido Shan, pero no te acuerdas. Yo tampoco. Después de eso, me desperté en una tenebrosa estancia de piedra iluminada por una lámpara verde y redonda…
—La cámara real, Greville —apuntó Petrie—. Al parecer, Rima nunca la había visto.
—El doctor Fu-Manchú estaba sentado junto a una mesilla y tenía al lado un gran sarcófago de piedra. Yo estaba de pie ante él. No había nadie más y el silencio era espantoso.
»—Tras ese sarcófago —dijo al tiempo que tendía un dedo increíblemente largo—, encontrará un jergón y unos cojines. Tiéndase ahí y, pase lo que pase, no haga movimiento alguno hasta que yo dé una palmada. Cuando lo haga, podrá levantarse. La vida de Shan Greville depende de usted. Esta será su parte del trato.
»Oí un gong muy lejano.
»—A su puesto —dijo el doctor Fu-Manchú con esa voz que convierte en orden cada una de sus palabras—, y recuerde, cuando dé una palmada…
»Lo sucedido a continuación, Shan, ya lo sabes.