La historia del segundo Profeta Enmascarado, aunque tanto los servicios secretos británicos como Nayland Smith extremaron las precauciones, se filtró a los periódicos europeos y americanos. Hoy en día es conocida en todas las zonas del mundo adonde llega información del exterior.
El espionaje periodístico triunfó incluso antes de que el profeta apareciese en Egipto. Aquel siniestro movimiento que empezó en Afganistán y se fue extendiendo por Persia fue noticia en el Daily Telegraph, de Londres; en el Times, de Nueva York; y en Le Monde, de París. También los periódicos de la India publicaron largos artículos sobre el tema.
Cuando aquellos extraños rumores, aún sin corroborar, llegaron a Egipto, un enviado especial del Daily Mail entrevistó a varias personalidades musulmanas. Todos negaron tener conocimiento del asunto, excepto uno, un erudito imán cuyo nombre he olvidado pero que se puede buscar en los archivos del periódico en cuestión. Este admitió que sabía algo del citado movimiento. Sin embargo, informó al entrevistador de que únicamente afectaba a los miembros de ciertas sectas heterodoxas, por lo que no se hallaba en posición de emitir opinión alguna al respecto.
Aquella entrevista debió de tener lugar, supongo yo, hacia la época en que llegamos a Egipto. No ocupó un lugar muy destacado, pero más tarde apareció un artículo del mismo corresponsal relativo a una segunda reunión de magos de oriente, y no tres, sino setenta, según sus cálculos. Incluía un relato de la aparición acaecida en la Gran Pirámide que se ajustaba bastante a la verdad de los hechos.
Como ningún otro periódico publicó la historia, supongo que el corresponsal del Daily Mail se hospedaba en el Mena House.
Aquellos días me hallaba en un estado de ansiedad constante. La vigilancia a la pirámide no dio resultado y volvieron a abrirla al público. Rima, que había escapado por los pelos de una crisis nerviosa, no estaría en condiciones de ser trasladada durante algún tiempo. La verdad es que durante las primeras cuarenta y ocho horas el doctor Petrie apenas podía disimular su inquietud. El jefe se quedó en el Shepheard aguardando el regreso de Ali Mahmoud con el equipaje pesado. Yo me había mudado al hotel próximo a la pirámide para estar cerca de Rima. Padecía la extraña manía de que yo había muerto y a menudo se requería mi presencia en la habitación para tranquilizarla. Más tarde me enteraría del origen de aquella obsesión, pero en aquel entonces me tenía desconcertado, al igual que a Petrie.
En parte debido, supongo, al único recuerdo que yo conservaba de las horas posteriores al secuestro de Rima, sir Denis se trasladó a Damasco en un avión de las Fuerzas Aéreas.
En aquella época, el jefe estaba de un humor imposible. Infinidad de veces intenté comentar con él el misterio de la desaparición de Fu-Manchú.
—Tomaste mal las medidas, Greville —concluía siempre. Como era típico en él, no se cuestionaba las suyas.
Se refería, por supuesto, a la investigación que habíamos llevado a cabo en el monumento y basaba su opinión en la convicción de que había otras cámaras en la Gran Pirámide. En el momento de la aparición me mostré escéptico, pero días después estaba dispuesto a creer que la formidable imaginación de sir Lionel no le había jugado una mala pasada.
De no existir otras estancias en la pirámide y, lo que es aún más inaudito, otra salida, era materialmente imposible que Fu-Manchú hubiese huido. La posterior aparición del Profeta Enmascarado en un punto inaccesible de la ladera norte podía deberse a una audaz artimaña.
Fueron días agotadores. Yo sabía, como todo el mundo que ha vivido algún tiempo entre orientales, que son más rápidos que la radio a la hora de propagar una información de interés. Pasé muchas horas muertas en el barrio nativo, escuchando las charlas de tenderos, buhoneros y mendigos.
De aquel modo, gracias a mis conocimientos del árabe vernáculo, me mantuve informado del movimiento de Al Mokanna. Me enteré, quizá con anterioridad a Nayland Smith y al servicio de inteligencia británico, de que la amenaza de aquel levantamiento se reducía día a día. Algo andaba mal, había fracasado. Le contaba al jefe aquellos retazos de conversaciones callejeras en cuanto llegaban a mis oídos y, por lo visto, para él constituían un apasionante motivo de diversión.
—Partiremos en el próximo barco de la P&O, Greville —dijo una noche—. Rima estará bastante recuperada para entonces. Ha llegado el momento de marcharse de Egipto. Sólo estoy esperando a Ali Mahmoud…