Ya en el gran hotel situado en el límite del desierto, el doctor Petrie le dio a Rima un somnífero y le aconsejó que fuera a descansar. A pesar de todas nuestras precauciones, se había extendido la noticia de que algo raro sucedía.
En el momento de nuestra llegada, el hotel estaba tranquilo y apenas se veían luces. Sin embargo, ahora había agitación en el ambiente. Grupos de gente que parecía haberse vestido a toda prisa rondaban por el lugar. Habíamos introducido a Rima por una puerta lateral, pero muchas miradas curiosas nos siguieron cuando atravesamos el vestíbulo y la terraza.
Había otra circunstancia aún más inquietante. En la carretera y junto a la puerta del jardín que de día frecuentaban los guías, se estaba reuniendo un grupo de unos cuarenta nativos de un tipo que no se veía por allí a menudo. En su mayoría procedían de poblados del desierto y, aunque permanecían en un silencio sobrecogedor, alcancé a oír algunos comentarios furtivos que me parecieron claramente hostiles.
Reconocí los turbantes negros de los rifaiyeh y los rojos de los ahmadiyeh. También había algunos senussi… y muchos tocados blancos de kadiriyeh… ¡Eran los derviches que se habían reunido en la aldea de Gizeh!
Me moría por reunirme con los que estaban en la pirámide cuanto antes pero, de momento, no podía marcharme de allí. Petrie estaba con Rima, pero había avisado a una enfermera interina para que se ocupara de ella. No paraba de despertarse y de llamarme angustiada, y en dos ocasiones tuve que ir a su habitación para tranquilizarla. Se hallaba en un curioso estado de confusión mental, parecía obsesionada con la idea de que me había sucedido algo malo.
La segunda vez, cuando, algo más tranquila, se durmió aferrada a mi mano, me las arreglé para escabullirme sin despertarla. Poco después, mientras vagaba por recepción muerto de inquietud, apareció Petrie de repente.
—Está bastante mejor, Greville —me informó—, y la señora Adams la acompaña. Es una mujer de toda confianza.
—¿Nos ponemos en marcha? —pregunté.
—¡Claro! Tengo el coche fuera, pero llegaremos tarde para…
Entendí a qué se refería y también supe por qué vacilaba. Las circunstancias físicas no admitían réplica, pero cuanto más pensaba en el asunto, más claro veía que un hombre de la inteligencia del doctor Fu-Manchú jamás mordería un anzuelo tan evidente.
Nadie sabía cómo había entrado en la pirámide ni cómo había introducido a Rima. Además, había trasladado allí aquella lámpara tan singular, la mesa y la silla árabe. Ahora, para colmo, tenía las reliquias del profeta.
Mientras recorríamos el sendero arenoso que conduce a la carretera, varios clientes nos observaron con curiosidad, sin duda sospechando que andábamos metidos en algún asunto turbio. Al llegar a la puerta vimos de cerca aquella amenazadora congregación de árabes. Ahora predominaban los turbantes negros de los rifayeh.
—Esto me da mala espina, Greville —dijo Petrie a media voz—. ¿Qué hacen todos estos tipos aquí a estas horas de la noche?
—¡Son los derviches! Por lo visto se han reunido en Gizeh y después han acudido aquí. Llevo un rato vagando por la zona, mientras aguardaba noticias de Rima, y los he visto reunirse.
Ahora estábamos entre ellos. Aunque nos abrieron paso, su actitud me gustaba cada vez menos.
—Son miembros de alguna tribu —me dijo Petrie al oído—. Rara vez se les ve en grupo, normalmente van solos o en pareja.
Cuando llegamos al coche, que estaba aparcado a la izquierda de la entrada, miré hacia atrás intranquilo. Los derviches nos estaban observando.
—¿Qué diablos están haciendo? —preguntó Petrie mientras aferraba el volante—. Si fueran armados, diría que no tienen buenas intenciones.
Empezó a remontar la cuesta lentamente. Cuando pasamos junto a aquella congregación silenciosa, percibí muchas miradas encolerizadas al otro lado del cristal, pero no intentaron cortarnos el paso.
—Un asunto muy extraño —musitó Petrie—. Smith debe saberlo de inmediato. No puede tratarse de una coincidencia.
En la carretera sinuosa que conduce al altiplano, vimos unos cuantos rezagados con aspecto semejante. Era de esperar que fueran al encuentro de los ya congregados en el exterior del Mena House. Sin embargo, el pensamiento del doctor, como el mío, estaba ya concentrado en nuestro problema principal. Cuando tomamos la última curva y la gran mole negra de la pirámide se irguió ante nosotros, Petrie dijo:
—¿Sabe, Greville?, me he quitado un peso de encima. La verdad, no creo que la posesión de las reliquias de Al Mokanna sea de gran ayuda al movimiento. La seguridad de Rima vale más que todas las piezas arqueológicas del museo de El Cairo.
—Pienso lo mismo que usted —admití—, aunque, por supuesto, esos objetos son únicos.
—¡Malditos sean! —exclamó Petrie—. ¡Vaya! ¿Qué es eso?
Era un agente de policía con el brazo en alto.
—No se puede pasar, señor —gritó. Se acercó mientras Petrie frenaba.
Ambos salimos del coche, pero la noche, como ya he dicho, era muy oscura. Cuando lo hicimos, el policía nos iluminó con la linterna.
—¡Oh! —añadió—. Ustedes son el doctor Greville y el señor Petrie, ¿verdad?
Petrie rio.
—Mejor al revés, agente —contestó.
—Tendrán que ir andando a partir de aquí. Son las instrucciones, señor.
—Da igual. De todas formas, en coche no podemos llegar mucho más lejos. ¿Hay noticias?
—Que yo sepa no, señor. Supongo que siguen buscando en el interior.
—¿Qué? —exclamé—. No sé qué buscan… sólo hay dos salas. A no ser que estén buscando la madriguera de Davidson.
—Vamos, Greville —me cortó Petrie—. Acompáñeme y comprobémoslo. Usted puede resultar útil. Debe de conocer hasta el último rincón.
—Sí, pero el jefe también los conoce… y está allí.
Cuando llegamos al pie de la pirámide, un sargento que al parecer estaba a cargo de la patrulla volvió a darnos el alto.
—Todo en orden, señor —dijo cuando me vio.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién hay dentro?
—El superintendente en funciones, señor, sir Denis Nayland Smith y sir Lionel Barton. Los acompañan tres hombres más.
—¿Y no ha salido nadie?
—Ni un alma, señor.
Petrie se volvió hacia mí en la oscuridad.
—¿Subimos? —dijo.
Nos dirigimos a la entrada, donde encontramos a cuatro hombres de guardia. Nos cedieron el paso de inmediato y justo cuando estaba a punto de ponerme en marcha, oí una voz amortiguada procedente del interior.
—¡Le digo que nos ha enredado, Smith! Se ha escabullido por alguna parte…
El jefe.
Retrocedí y percibí —pues no veía las caras— la tensión reinante entre los cuatro policías.
—Nos han traicionado. Alguien ha sido sobornado.
Aquella voz alta e irascible se oía cada vez más cerca.
—Es del todo inaudito, Greville —dijo Petrie en voz baja—, pero sin duda Fu-Manchú se las ha arreglado para salir de un modo tan misterioso como el que utilizó para entrar.
—Espero que no duden de nosotros, señor —dijo una voz seca, y uno de los cuatro hombres dio un paso adelante. Al observarlo con mayor atención, advertí que era un sargento—. Soy responsable ante el superintendente en funciones y no me importa lo que diga el otro caballero. Tiene mi palabra de que nadie ha salido de ahí esta noche desde que usted ha cruzado la entrada con la señorita y sir Denis.
—Nadie lo pone en duda, sargento —respondió Petrie—. Sir Denis tampoco lo dudará. No haga demasiado caso a sir Lionel. Es muy nervioso.
—Quizá tenga razón, señor… —empezó el hombre, pero el jefe salió de repente por la abertura y rugió:
—¿Quién está al mando aquí?
—Un momento, sir Lionel —lo interrumpió una voz tranquila. Vi que Hewlett lo cogía del brazo—. Yo soy el responsable de los hombres que están de servicio. ¡Sargento!
—¿Señor?
—¿Tiene algo que comunicarme?
—Nada, señor.
—¡Es un maldito truco! —gruñó el jefe.
Nayland Smith salió el último, me vio en la penumbra y preguntó ansioso:
—¿Todo va bien, Greville?
—Hemos conseguido meterla en la cama —contestó Petrie—. Todo va bien. En cambio, este asunto escapa a mi comprensión, Smith.
—¡No me extraña! —espetó el último—. Sin embargo, me lo imaginaba.
—¡Es un truco! —gritó el jefe—. El tipo es un prestidigitador, siempre lo ha sido. ¿Cómo metió a Rima? ¡Maldita sea! ¿No podemos preguntárselo?
—Esta noche no le va a preguntar nada, Barton —respondió Petrie en tono tranquilo—. Y tampoco le preguntará nada mañana a menos que yo le dé permiso.
—¡Gracias! —fue la respuesta—. Le tendré presente en mi testamento. —En suma, estaba furioso—. ¿Dónde está Greville? —concluyó.
—Estoy aquí.
—¿Le parece factible que Fu-Manchú se haya ocultado en alguna de las cámaras de construcción?
—No, no lo creo.
—Yo tampoco. De todas formas, si lo hubiera hecho, un día u otro tendrá que bajar.
—¿Qué son esas cámaras de construcción, Greville? —preguntó Nayland Smith en voz baja.
—Cinco espacios reducidos con el techo abovedado situados sobre la cámara real —contesté—. Se supone que fueron construidas para reducir la presión de la sala inferior.
—¿Se puede acceder a ellas?
—Sí, mediante una escalera muy larga.
—¿Cree que Barton tiene razón?
—Me parece poco probable. En cualquier caso, sólo hay un modo de salir. —Me volví hacia sir Lionel—. ¿Ha buscado el agujero, jefe?
—¡No! —rezongó—, no lo he buscado. Y lo que es más, no pienso hacerlo. Lo que hay que hacer es cerrar el maldito lugar y vigilarlo.
Nayland Smith se volvió hacia Hewlett.
—Tendrá que hacer los trámites oportunos para que la pirámide permanezca cerrada al público el resto de la semana, y apostar hombres de guardia en la entrada día y noche.
—Muy bien —dijo Hewlett—; me ocuparé.
Habíamos vuelto a bajar y ya tenía los pies en la arena cuando se me ocurrió una idea.
—¡Dios mío, sir Denis! —exclamé—. No es seguro dejar a cuatro hombres solos allí esta noche.
—¿Por qué? —gruñó.
—¿Recuerda la reunión de derviches de la que nos habló Enderby? Bien; están aquí ¡Un grupo de cincuenta o sesenta!
—¿Dónde?
—A este lado del Mena House.
—¡Es un rescate! —exclamó el jefe con aspereza—. ¡Planean asaltar la entrada! ¡Fu-Manchú está escondido dentro!
Vi que Nayland Smith se estiraba el lóbulo de la oreja.
—Han empezado a reunirse hacia la medianoche —dijo Hewlett—. Me han informado.
—¿Quiénes son?
—La mayoría procede de poblados remotos. Como dice el señor Greville, son miembros de diversas comunidades de derviches.
—Esto no me gusta —refunfuñó Nayland Smith—. Al Mahdi ha organizado a los derviches. ¿Qué opina usted, Hewlett?
—No opino nada. No logro entender… A menos que, como apunta sir Lionel, se propongan atacarnos… ¡Diablos! ¡Ahí vienen!
Ya habíamos descendido la pendiente y estábamos cerca del lugar donde Petrie había aparcado el coche. Al ver aquello, nos detuvimos todos a un tiempo.
Apenas visible en la oscuridad de la noche, un grupo de árabes bastante numeroso avanzaba hacia nosotros desde el lado opuesto. La arena crujía a sus pies.
—Podría ser peligroso —musitó Nayland Smith—, si no fuera porque aún hay sesenta hombres armados aquí.
Sir Denis no había acabado de hablar cuando la marcha se detuvo como obedeciendo una orden silenciosa. Forzando la vista, aunque no estaba a mucha distancia de nosotros, observamos a aquel grupo extrañamente silencioso. El policía que había dado el alto al coche de Petrie apareció de repente.
—¿Qué hago, señor? —le preguntó a Hewlett—. No parecen muy amistosos.
—No haga nada —respondió este—. La situación está controlada.
—Muy bien, señor.
La horda permanecía detenida al principio del altiplano. Nos habíamos acercado lo suficiente para distinguir los colores de las túnicas y de los turbantes: blanco, negro, verde y rojo, un confuso borrón divisible en unidades. Mientras los contemplaba con desconfianza, vi que cien brazos se alzaban y oí el sordo rugido de sus voces:
—¡Mokanna!
Tras lo cual, como devotos en una catedral, se arrodillaron todos a un tiempo y apoyaron la cabeza en la arena.
—¡Dios mío! ¿Qué significa eso?
Había hablado Nayland Smith.
Nos dimos la vuelta y miramos el lado norte de la Gran Pirámide. Al hacerlo, vi un espectáculo cuyo recuerdo sigue tan vivido en mi mente como instantes después de presenciarlo.
A unos dos tercios de la ladera de aquella inmensa construcción, en un lugar que yo sabía inaccesible para cualquier escalador, apareció una figura. Incluso desde donde yo estaba, se apreciaba con gran claridad… ¡pues la figura resplandecía con una luz brillante!
Más tarde se nos ocurrirían muchas teorías respecto a los medios utilizados para iluminar la aparición. Recordamos la lámpara globular que habíamos visto en la cámara real; varias lámparas similares, ocultas a la vista de los espectadores y colocadas a un nivel más bajo que la figura, podrían, en mi opinión, explicar el fenómeno. De todos modos, en aquel momento no acertaba a comprenderlo.
Por mi parte, me embargaba el más puro asombro. Pues allí, envuelto en la oscuridad, ¡vi a Al Mokanna!
Contemplé una figura alta y majestuosa vestida con una túnica blanca o de un verde muy pálido. La máscara de oro le ocultaba el rostro y un alto turbante la coronaba. En la mano derecha empuñaba una espada de hoja curvada…
Los derviches se pusieron a entonar un extraño cántico. Ni siquiera me volví a mirar. Tenía la mirada fija en la aparición de la pirámide. Llegaron a mis oídos unos gritos lejanos… órdenes, por lo que deduje. No les presté atención. No había dejado de pensar en que ningún escalador podía llegar a ese lugar.
Entonces, tan repentinamente como se había presentado, la aparición se esfumó.
Se habían apagado las luces o quizá las habían tapado: aquella fue la conclusión a la que llegamos más tarde. En aquel momento, el efecto fue de lo más misterioso. Cuando la figura se desvaneció, los derviches lanzaron de nuevo un grito alto y triunfal:
—¡Mokanna!
Nayland Smith rompió el silencio subsiguiente para decir:
—Fu-Manchú nos ha creado un nuevo problema. Él o alguno de sus discípulos se ha hecho pasar por el profeta resucitado y ha viajado desde Afganistán hasta la frontera de Arabia. ¿Entiende ahora esta reunión de derviches, Hewlett?
Llegó a nuestros oídos un murmullo de conversación agitada. Los árabes, que sin duda habían acudido a un) cita, se habían dispersado y empezaban a descender por la ladera.
—Era urgente que mostrasen las reliquias —prosiguió sir Denis—; de ahí el secuestro de Rima. Esto era una cita con los líderes de senussis y de otras comunidades de fanáticos. Hasta ahora los había engañado, pero si no conseguía hacerse con las reliquias, antes o después habrían detectado el fraude. Esta chispa, Greville —se volvió hacia mí en la oscuridad—, va a encender una hoguera. Al Mokanna promete ser un problema mayor que Al Mahdi.
En aquel momento, el jefe se echó a reír.
En aquellas circunstancias, las carcajadas sonaban tan inoportunas que me dieron escalofríos.
—¡Nos ha engañado, Smith! —gritó—. ¡Nos ha engañado! ¡Pero, por Dios, nosotros le hemos engañado a él!