31. LA TRAMPA ESTÁ TENDIDA

Siempre recordaré el momento en que me incliné para abandonar la sala. Las reliquias de oro del Profeta Enmascarado, un descubrimiento sublime en la historia de la arqueología, brillaban en la mesilla a la luz de aquella extraña lámpara globular. Fu-Manchú, con los codos apoyados sobre la mesa y las manos cruzadas bajo la prominente barbilla, nos observaba con expresión resuelta.

Nos habíamos quitado de encima una grave preocupación. En respuesta a una pregunta directa formulada por Nayland Smith, Fu-Manchú había asegurado que Rima no había sido sometida a «drogas nocivas ni ardides de Lama» (palabras textuales de sir Denis). Aunque parezca increíble, pese a todo el temor y el odio que el doctor Fu-Manchú me inspiraba, no se me ocurrió dudar de su palabra. Ansiaba que Rima me respondiese a un millar de preguntas, pero primero y por encima de todo deseaba volver a contemplar la bóveda celeste.

La gran galería estaba vacía de punta a punta. Yo iba a la cabeza, sir Denis cubría la retaguardia. Descendimos a trompicones hasta el lugar donde la galería se comunica con el pasaje más angosto. Allí me volví y miré hacia atrás, hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna.

No se veía nada e imaginé al doctor Fu-Manchú a solas en la cámara real…

Eché un vistazo a Rima. Apretaba los dientes con valentía e incluso esbozó una leve sonrisa. Sin embargo, advertí que le fallaban las fuerzas.

—¡Rápido! —nos espetó Nayland Smith—. Recordad… ¡diez minutos!

Con todo, ni siquiera cuando cruzamos el umbral más bajo y empezamos a ascender hacia la salida, pude dar crédito a la idea de que el doctor Fu-Manchú hubiera llevado a cabo aquel trabajo sin ayuda. Volví a detenerme.

—Ha sido aquí donde hemos oído… —empecé.

Como si mis palabras hubieran apuntado la entrada, procedente de algún lugar imposible de ubicar en aquellas circunstancias, oímos el débil repique de un gong.

Rima se aferró a mí presa de la histeria. En aquel antiguo pasillo, en el corazón de la construcción más extraña jamás erigida por el hombre, resultaba el sonido más misterioso que la imaginación pudiera evocar.

—No temas, Rima —dijo Nayland Smith—. Se trata sólo de una contraseña para indicar que empezamos a ascender.

—¡Oh! —jadeó—, no podré soportar mucho más. ¡Por favor, Shan, sácame de aquí! Sácame de aquí…

Seguí avanzando a la máxima velocidad que me fue posible. Si Rima se hubiese desmayado, habría sido complicado transportarla por aquel estrecho pasaje. Sin embargo, el propósito de aquellas señales, aparte del misterio que representaba el escondite de quienquiera que las emitiese, constituía un interrogante que nunca llegaríamos a responder satisfactoriamente.

Como habíamos acordado, el doctor Petrie, junto con cinco hombres más, acudió a la entrada de inmediato.

—Gracias a Dios, Petrie —dijo Nayland Smith con voz ronca—. ¡La tenemos! ¡Aquí está! Cuide de ella, amigo.

Al ver al doctor, la pasmosa fortaleza de Rima la abandonó; se arrojó en sus brazos con un grito ahogado y rompió en sollozos histéricos.

—¡Rima, querida! —exclamé—. ¡Rima!

Petrie, que la sostenía con un brazo, me hizo gestos de que me alejara al tiempo que asentía con gesto confortador.

—Vamos, Greville —dijo Nayland Smith—. Está en buenas manos. Mejor que no la atosigue de momento.

Habíamos acordado —y confieso que en ningún momento tuve fe en que llegásemos a ver realizados nuestros planes— llevarla a Mena House. En la arena, al pie de la pendiente, estaban apostados sir Lionel y Hewlett. Mientras yo saltaba el último escalón, el jefe preguntó en tono ronco:

—¿La tienes, Greville? ¿Está sana y salva?

—Sí, está con Petrie. Se ha derrumbado, pobre muchacha… y no me extraña —contestó Nayland Smith—. Pero no ha sufrido ningún daño, Barton. Hágase a un lado; déjesela a Petrie.

—¿Dónde estaba? ¿Qué ha sucedido?

—No podemos preguntarle nada hasta que se le pase el ataque de nervios. ¿Alguna noticia, Hewlett?

—¡Estoy atónito, sir Denis! Pero gracias a Dios, han recuperado a la señorita Barton. Sólo una cosa. Pocos minutos después de que entrasen, cuando nos acercábamos a la pirámide, hemos oído un lamento espantoso…

—¡Un mugidor, Smith! —gritó el jefe—. Sabe Dios dónde se ocultaba el negro; no hemos visto ni su sombra.

Nayland Smith me miró de reojo.

—Es probable que se tratara de una señal para el gong —susurró—. ¿Pero qué iba primero? ¿Y cómo se oían entre ellos?

Vi que Hewlett echaba un vistazo a la esfera iluminada de su reloj.

—Faltan tres minutos, sir Denis —anunció—. ¿Cuántos hombres hay dentro?

—Sólo uno —contestó Nayland Smith en un tono deliberadamente inexpresivo.

—¡Sólo uno! —gritó el jefe con incredulidad.

—Uno, pero el más importante de todos.

—¿Qué? ¿No se referirá a…?

—Me refiero exactamente a él, Barton. Hemos dejado al doctor Fu-Manchú a solas en la cámara real.

—¡Dios mío! En ese caso, a pesar de toda su astucia…

—¡Está atrapado! —concluyó Hewlett—. No logro comprender cómo ha entrado y cómo ha introducido a la señorita Barton, pero una cosa está clara: no podrá salir.

Hablaba con sinceridad; la única entrada a la cámara real pasaba por la gran sala y la gran galería que habíamos franqueado hacía unos instantes; y ambas salidas estaban acordonadas.