Nayland Smith estaba totalmente inmóvil y el rayo de su linterna iluminaba el suelo a sus pies. Aquellos increíbles ojos verdes lo miraban sin parpadear desde el otro lado del globo.
Entonces suponía —aunque, por supuesto, estaba equivocado— que sólo había visto al doctor Fu-Manchú una vez en la vida. Al observarlo ahora pensé que había sufrido un cambio extraordinario. El imponente rostro, que reflejaba una dignidad imperturbable, parecía el de un hombre más joven. El poder que emanaba de aquel ser formidable era tal que creo que nunca seré capaz de retratarlo. Parecía irradiar fuerza. La energía de sir Denis era palpable, pero la que emitía el doctor Fu-Manchú vibraba con misteriosa intensidad.
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió en aquel extraño lugar antes de que se pronunciase la primera palabra, pero los segundos se arrastraban interminables.
Hacía calor; un calor sofocante. Yo tenía la mano empapada. Le lancé una rápida mirada a Nayland Smith. Apretaba los dientes con fuerza y adiviné que con la mano derecha, que había metido en el bolsillo, agarraba el revólver Colt. No podía imaginar qué o a quién esperaba encontrar pero cada rasgo de su severo rostro daba a entender que en ningún momento había previsto verse cara a cara con el doctor chino.
Este último rompió el insufrible silencio.
—Volvemos a vernos, sir Denis… Un encuentro que, por lo que observo, usted no se esperaba. Sin embargo, debió preverlo.
Fu-Manchú hablaba con frialdad, en un tono inexpresivo y, salvo por algunos sonidos guturales junto con un extraño siseo de vez en cuando, su inglés era perfecto, intencionado hasta el punto de resultar pedante; con todo, no tenía acento. Recordé que, según decía Petrie, el doctor chino hablaba con fluidez todas las lenguas del mundo civilizado, así como varias lenguas salvajes y diversos dialectos.
El doctor Petrie y sir Denis llevaban varios años luchando, casi sin tregua, contra su gran adversario. Yo había leído con gran interés todo lo que Petrie había escrito sobre él, incluidos cientos de apuntes que nunca fueron publicados. En aquel instante, cara a cara con aquel hombre brillante pero malvado, los recuerdos volvían a mí. Ojalá compartiese la facilidad de expresión del doctor. Sin duda su pluma habría hecho mayor justicia a una escena para cuyo intento de descripción me siento incapacitado.
—Me vio en Ispahán —prosiguió aquella voz morosa. El efecto en aquella estancia cerrada fue inenarrable—. Antes de eso, ya había reconocido mis métodos. Usted engañó a mis agentes y yo llegué demasiado tarde para rectificar sus errores de cálculo, que dos de ellos pagaron con la vida.
Nayland Smith mantuvo los ojos clavados en su interlocutor, pero no pronunció palabra.
—Quizá fue una imprudencia presentarme en persona y pasar por aquella calle la segunda noche que intenté apoderarme de las reliquias. No tenía más remedio, había perdido la fe en mis agentes. Usted me aventajaba. Me vio; yo no le vi. Por lo visto, pasó por alto el hecho de que caminaba sin la ayuda del bastón.
Nayland Smith pareció muy sorprendido pero no dijo nada.
—La caja con truco de sir Lionel Barton —prosiguió Fu-Manchú pronunciando el nombre del jefe con una entonación peculiar que me produjo escalofríos— hizo necesario, para mi gran contrariedad, este repentino viaje a Egipto. Llegué una hora después que ustedes. En consecuencia, sir Denis, ya que sabe con quién se enfrenta y dado que también está al corriente de que mis recursos en este momento son insuficientes, pues no tengo a nadie a mi disposición en cuyos servicios pueda confiar, ¿le parece extraño que acuda en persona a nuestra cita?
—No —respondió sir Denis por fin sin apartar la mirada de aquel rostro arrugado y amarillento—. Me parece típico de su formidable insolencia.
El rostro del doctor Fu-Manchú permaneció imperturbable. Sólo esos grandes ojos, rasgados y de un brillante color verde que sólo puedo calificar de antinatural, se empañaron apenas un instante.
—Ha jugado usted la única carta contra la que no podíamos apostar —prosiguió sir Denis—; y aquí —señaló la maleta que yo había dejado en el suelo— está el precio. No obstante, antes de continuar…
Sabía lo que iba a decir y lo dije yo en su lugar, o más bien lo grité, con rabia:
—¿Dónde está Rima?
Por un instante, los grandes ojos verdes parpadearon en mi dirección. Noté el poder de aquella mente privilegiada.
—Está aquí —respondió el doctor Fu-Manchú con suavidad—. Dije que estaría aquí.
El modo en que pronunció las últimas palabras no podía ser más concluyente. Estuve a punto de desafiarle, pero algo en su modo de expresarse me lo impidió. Me sentía abrumado por la magnitud de aquel misterio.
¿Cómo había entrado el doctor Fu-Manchú en este lugar cuyo acceso estaba vigilado desde el ocaso? ¿Y cómo había introducido a Rima?
—No acabo de entender qué se propone —dijo Nayland Smith, cuyo tono indicaba que le costaba gran trabajo contenerse—. Ese movimiento entre ciertas sectas musulmanas —del que, si no estoy equivocado, usted pretende apoderarse— se vendrá abajo en cuanto los hechos salgan a la luz.
—¿A qué hechos en particular se refiere? —preguntó el doctor chino con voz sibilante.
—A que fue sir Lionel Barton quien voló la tumba de Al Mokanna con una bomba de relojería y a que la explosión provocó aquella luz en el cielo; al hecho de que él llevó las reliquias a Egipto y se las entregó a los conspiradores bajo coacción. ¿En qué se convertirá el profeta resucitado cuando se conozcan los hechos?
—No afectará a la situación en ningún sentido; será considerada una hábil propaganda como la que a menudo se ha empleado en el pasado. Además, dado que ni sir Lionel Barton ni ninguna otra persona estará en condiciones de demostrar que llegó a poseer las reliquias en algún momento, nadie lo creerá.
—¿Y su relación con el movimiento?
—Será bien recibida, pues los ideales del Si Fan no se contradicen con los propósitos de las sectas musulmanas que usted ha mencionado, sir Denis. Los subterfugios son inútiles entre nosotros. Esta vez daré la cara. Una cosa y sólo una puede derrotar al nuevo Mokanna: que no consiga presentar pruebas de su misión. Supongo que me las ha traído…
La fuerza y la fría vehemencia de sus palabras, por lo que ahora veía, habían absorbido la atención de sir Denis tanto como la mía.
—Le felicito —dijo en tono burlón—. Por lo visto, su físico no se resiente a pesar de tantas responsabilidades.
Fu-Manchú inclinó ligeramente la cabeza.
—Gracias, he recuperado la salud. En cuanto a usted, advierto con satisfacción que vuelve a estar en forma. Me ha acordonado…, algo que autorizan los términos del acuerdo. Desea atraparme y ha actuado como lo habría hecho yo en su lugar. Sin embargo, sé que hasta diez minutos después de concluir nuestra entrevista, nadie tratará de detenerme. No he pasado por alto las condiciones. Mi seguridad radica en la certeza de que las cumplirá al pie de la letra.
Dio unas sonoras palmadas.
No sé qué me esperaba, pero tanto Nayland Smith como yo mismo volvimos la vista instintivamente hacia la roma abertura. En aquel momento sucedió algo que rebasaba cualquier suposición previa.
Un grito bajo y entrecortado me hizo volverme al instante.
—¡Shan!
Rima, mortalmente pálida a la extraña luz de aquella lámpara globular, estaba de pie tras la tumba de granito.
En el momento en que ella fijó en mí sus grandes ojos abiertos y suplicantes el corazón me dio un vuelco y después pareció detenerse. Sir Denis, el hombre de los nervios de acero, mostraba la expresión más sorprendida que le había visto jamás en todos nuestros años de amistad.
—¡Rima! —exclamó—. ¡Dios mío! ¿Estabas ahí tendida, escondida?
—¡Sí! —Se volvió hacia él y vi que tenía los puños cerrados—. Lo prometí. —Bajó la vista hacia la figura inmóvil y erguida que había sentada ante ella—. Era mi parte del trato.
Trazando un amplio círculo alrededor del siniestro chino, se acercó a mí y la estreché entre mis brazos. Noté que su corazón latía a un ritmo frenético. La sujeté con fuerza, le acaricié el cabello; estaba agotada de la emoción, al borde del desmayo. Me susurraba frases rápidas e incoherentes, lo mucho que había temido por mi seguridad, lo contenta que estaba de verme. Entonces oímos de nuevo aquella voz baja y monótona:
—He cumplido mi promesa, sir Denis. Ahora le toca a usted…