29. EN LA CÁMARA REAL

Llegó a mis oídos muy apagado. De dónde procedía, no podía adivinarlo. En aquel ambiente, a aquella hora, poseía un timbre sobrenatural que resultaba escalofriante.

¡El débil repique de un gong!

Produjo un efecto imposible de describir por lo misterioso; su propósito era incomprensible. A la fría luz de las linternas, vi que los rasgos de Nayland Smith se endurecían.

—Por el amor de Dios, ¿qué es eso? —susurré.

—Una señal —respondió en voz baja— para avisar a alguien que estamos aquí. Dios sabe cómo han entrado, pero ya ve, Greville, yo tenía razón. ¡No estamos solos!

—Suena terrorífico —dije inquieto.

Eché un vistazo a la oscuridad que debíamos explorar.

—Sí —asintió Nayland Smith en voz baja—, pero tiene una parte buena y una parte mala. La buena es que ignoran que están acordonados; la mala, que algunas personas han entrado esta noche en la pirámide sin que los viera la patrulla.

El silencio, aquel silencio sepulcral característico del lugar, volvió a extenderse sobre nosotros como un manto. Para ser sincero, creo que sólo la idea de encontrar a Rima me mantenía en pie. En aquel instante, lo arriesgado del plan se presentó con toda claridad en mi mente.

—¿No se estará metiendo en una trampa, sir Denis? —dije—. Yo no cuento desde el punto de vista del doctor Fu-Manchú, pero…

—Pero —continuó—, como experto, ¿puede decirme en qué beneficiaría a los agentes del doctor Fu-Manchú deshacerse de mí aquí, por mucho que les convenga? En estos momentos, hay seis hombres vigilando la entrada y otros sesenta están listos para atajar cualquier tentativa de algo parecido a un ataque por la espalda.

—Es cierto, pero el gong… Si han entrado sin ser vistos, también podrán salir.

Clavó la mirada en mí; sus ojos acerados a la fría luz de las linternas.

—Esperaba que pasase por alto esa cuestión —dijo—, porque nos deja a merced de una única garantía: ¡la palabra de Fu-Manchú! En todos los años que llevo luchando para destruirlo, Greville, nunca ha faltado a ella. ¡Nadie nos importunará hasta diez minutos después de que hayamos recuperado a Rima! Entonces… ¡se levantará la veda! Continúe.

«¡Diez minutos después de que hayamos recuperado a Rima!»… ¿Realmente la luz de su fe en la palabra de Fu-Manchú brillaba con tanta intensidad?

Me puse en marcha, rampa arriba, y al fin entramos en aquel imponente pasillo negro que comunica con el corto pasaje por el cual se accede a la sala conocida como la Cámara Real, pero cuya forma (como sir Lionel siempre ha sostenido) destruye de un plumazo la teoría, sostenida por nombres de gran prestigio, de que aquella majestuosa mole fue erigida para albergar la tumba de Keops.

De modo inconsciente dirigí el rayo de la linterna hacia arriba. La vasta y misteriosa cuesta estaba desierta, al menos hasta donde alcanzaba la tenue luz.

Remontamos el corredor por el lado izquierdo y llegamos arriba. Siglos de silencio nos envolvían. Me pareció extraño el hecho de no sentir deseo alguno por expresar en palabras los muchos interrogantes que bailaban en mi mente. Un pensamiento me impulsaba a continuar; me imaginaba pronunciando un nombre:

¡Rima!

Aceleré el paso.

Tal vez fuese una trampa. Sin embargo, por lo que sabíamos, nadie había entrado en la pirámide aquella noche. Aun así, había oído el inconfundible sonido de un gong… y los derviches se estaban reuniendo en Gizeh.

Llegamos al pasillo horizontal que conduce a la cámara real y ambos nos detuvimos instintivamente. Miré hacia atrás, hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna. Nada se movió.

—¿Me haría el favor de hacer de mula de carga, Greville? —dijo Nayland Smith con sorna.

Me tendió la maleta. La entrada parecía abrir las fauces ante nosotros. Sir Denis se sacó un revólver del bolsillo, lo examinó con destreza y volvió a guardarlo. A continuación, iluminó la chata abertura y ordenó:

—Sígame de cerca.

Vaciló un instante —cualquiera habría dudado— y después, con la cabeza gacha e iluminando el pasaje de piedra que se extendía ante él, se puso en marcha. Lo seguí. Con la mano que tenía libre, me aferraba a la automática.

Nayland Smith alcanzó el final del pasaje. En aquel instante, atisbé el suelo de aquel extraño aposento, un lugar que miles de personas han visitado pero que sigue siendo un misterio; siguiéndole los pasos, llegué al final y pude incorporarme.

Al hacerlo, jadeé, lo justo para ahogar un grito.

¡De súbito, se había encendido una luz brillante! Tan iluminado, el lugar ofrecía un aspecto bien distinto. No se veían murciélagos. La cámara parecía más grande y por esa misma razón aún más misteriosa. Aquella luz resplandeciente la proporcionaba una lámpara —un extraño globo— tan potente que no podía adivinar de dónde sacaba la energía.

Estaba colocada sobre una pequeña mesa, junto a la cual descansaba el famoso sarcófago; tras la mesa, situado de tal modo que la luz de la lámpara lo iluminaba entero, había un hombre sentado en una silla de mimbre de un tipo muy característico en Egipto. Al parecer, era el único ocupante de la sala. Llevaba un pequeño gorro negro coronado por una bola de coral y una sencilla túnica amarilla. Tenía los ojos clavados en sir Denis.

¡Era el doctor Fu-Manchú!