Nos detuvimos en el pequeño intercolumnio de mampostería que comunica con la entrada y, dándonos la vuelta, miramos atrás. Sesenta hombres nos rodeaban, pero no veíamos a ninguno. En algún lugar, allí, en la oscuridad exterior, estaban sir Lionel y el doctor Petrie, observándonos. Con todo, en aquella noche sin luna debíamos de ser poco más que formas oscuras, si es que llegaban a vernos. Miré hacia las dunas del desierto y, a la izquierda, atisbé aquellas calles históricas que tan poco habían aportado a nuestros conocimientos. Había dos o tres ventanas iluminadas en el Mena House.
—Adelante, Greville —dijo Nayland Smith—. A partir de aquí, estoy en sus manos.
Me di la vuelta, encendí la linterna y empecé a recorrer el angosto pasaje, obstruido en el extremo más bajo, por el que se accede a la única entrada conocida a las cámaras interiores. Yo estaba muy familiarizado con el lugar, pues había pasado allí varias semanas tomando complicadas medidas a las órdenes de sir Lionel; los cálculos no habían conducido a resultados definitivos.
Llegamos al punto donde confluyen el pasaje nuevo y el antiguo.
Nuestros pasos en aquel lugar cerrado a cal y canto levantaban ecos fantasmales. Al llegar a la zona en forma de «V» donde empieza la cuesta, sir Denis ordenó:
—No se mueva, Greville.
Obedecí. Dirigí la luz de la linterna hacia la subida y nos quedamos medio minuto en silencio.
—¿Qué está escuchando? —pregunté.
—Nada —respondió en voz baja—. Si hoy no hubiera hablado por teléfono con el doctor Fu-Manchú en persona, juraría que usted y yo estamos solos en este lugar.
—Nada me hace suponer lo contrario —repliqué—. La patrulla no ha visto entrar a nadie. ¿Qué podemos esperar?
—Nada es imposible… sobre todo cuando se trata del doctor Fu-Manchú. Ha aceptado mis condiciones y el lugar de encuentro. En suma, ha dado su palabra. La verdad, aunque todo apunte a lo contrario, me llevaré una gran sorpresa si cuando lleguemos a la cámara real no encontramos allí a sus delegados con Rima.
Me sentía incapaz de responder de modo que me limité a remontar la larga y angosta pendiente que comunica con la sala principal, un inmenso corredor que conduce a la exigua entrada del lugar conocido como la cámara real. Cuando pasamos ante la abertura que conduce a la cámara de la reina, Nayland Smith, que caminaba pegado a mis talones, me cogió del brazo y me obligó a detenerme.
—Espere —dijo—; vuelva a escuchar.
Permanecí inmóvil. Algunos murciélagos, molestos por las luces, revoloteaban en círculo sobre nosotros. Sentía una impaciencia indescriptible. Imaginé a Rima prisionera, avanzando a rastras por aquellos lóbregos pasillos. Me resultaba inconcebible, no creía que estuviese allí dentro.
En cualquier caso, hasta que no llegase al punto muerto que constituye la cámara real, mis dudas no se disiparían. La demora impuesta por Nayland Smith me resultaba insufrible, sobre todo porque no comprendía su propósito.
Nunca he percibido un silencio tan absoluto como el que reina en el interior de la Gran Pirámide. Ni siquiera en las cuevas naturales, pues bajo tierra siempre se oye el goteo del agua, algún indicio de la naturaleza en acción. Allí, en aquel vasto monumento, ningún sonido rompía la quietud.
Allí estábamos, escuchando. Salvo por el aleteo de los murciélagos, el silencio era tan completo que oía mi respiración. Cuando Nayland Smith habló, aunque lo hizo en susurros, su voz irrumpió en la quietud como el golpe de un martillo.
—¡Escuche! ¡Escuche, Greville! ¿Lo oye?