Estábamos sentados en la terraza, junto a la entrada del Bar Americano, en un rincón. Se acercaba la hora de la comida, un momento de bastante ajetreo para los habitantes de El Cairo. Me había cruzado con bastantes conocidos pero los había ignorado a propósito. Ahora tenía al jefe enfrente, al otro lado de la mesa de mimbre.
—Hay una cosa que no puedo soportar, Greville —dijo—, y es que me den órdenes. Últimamente, me están manipulando demasiado entre unos y otros, demasiado. —Dio un sonoro golpe a la mesa con el puño—. No obstante, ya veremos quién gana al final.
En cuanto a ese canalla rastrero, Aden, es tan abogado como yo barbero.
—De nuevo se equivoca, Barton —dijo una voz suave y, al alzar la vista, vi que Nayland Smith acababa de cruzar las puertas que teníamos detrás.
—Por lo visto, siempre me equivoco —gruñó el jefe.
—No siempre —dijo sir Denis al tiempo que arrastraba una silla—. Pero resulta que el señor Samarkan, a quien he mencionado hace una hora… Le recuerda, ¿verdad?
—¡No he perdido la memoria, Smith! Murió en Inglaterra, en aquellas malditas cuevas… cerca de mi casa. ¡Claro que lo recuerdo! ¡Gracias a usted, aquel feo asunto fue acallado!
—¡Ah! —murmuró Nayland Smith y por un instante una sonrisa iluminó su severo rostro.
Su sonrisa despejó la tensión en el ambiente.
—¿Sabe una cosa, Barton? —prosiguió—, por nada del mundo lo admitiría usted pero, desde la desaparición de Rima, se ha estado comportando como un niño de pecho. Comprendo cómo se siente, lo que no comprendo es por qué se desahoga con sus amigos. Sea como sea, la ficha de M. Samarkan (antiguo director de un hotel bastante cercano a este y, más tarde, del New Louvre de Londres) está archivada en Scotland Yard. Fue Petrie quien me dio la pista. Por eso sé que tiene un hermano. También estoy al corriente de que ese hermano cambió legalmente de nombre y de nacionalidad.
Calló y clavó la mirada en sir Lionel.
—He advertido el parecido, por supuesto —admitió el jefe—, pero…
—Yo también —prosiguió Nayland Smith—, pero ha sido Petrie quien lo ha identificado. Acabo de comprobar los datos del caballero. Ejerce legalmente en El Cairo, como afirmaba. Sin embargo, se le relaciona con asuntos turbios.
—Ya lo suponía —intervine.
—En resumen, no hay duda de que su principal fuente de ingresos son los manejos del Si Fan. Es uno de sus espías y agente del doctor Fu-Manchú, como lo fuera su hermano antes que él.
Devorado por la impaciencia y la inquietud, apenas pude contenerme en el transcurso de esta conversación. Cuando sir Denis se interrumpió de nuevo, dije:
—Todo esto no me ayuda a comprender por qué ha dejado marchar a ese déspota.
—Lo mismo digo —gruñó el jefe—. De haber dependido de mí, lo habría lanzado por la ventana.
Sir Denis se arrellanó en la silla y pidió algo al camarero que acababa de llegar.
—Sus tácticas primitivas, Barton —comentó con frialdad cuando el camarero se hubo alejado—, acarrearían la definitiva desaparición de Rima. Si eso es lo que busca, tome el mando.
—Pero… —empezó el jefe.
—¡No hay «peros» que valgan! —espetó Nayland Smith con impaciencia—. No tenemos ninguna pista sobre el paradero de Rima. A Greville, aquí presente, lo han drogado… En ese sentido su cerebro no nos sirve para nada. El hombre al que quería arrojar por la ventana seguramente no sabe más que nosotros. En cualquier caso, es un enlace… ¡Un enlace que usted habría roto!
Se detuvo para observar una ventana situada al otro lado de la calle. Lo hizo tan de repente que yo, sin darme cuenta, me volví también y miré en la misma dirección. Al hacerlo, vi lo que le había llamado la atención.
En la ventana de una casa nativa —pues el Shepheard colindaba con la ciudad oriental— había una mujer asomada, al parecer mirando hacia donde estábamos sentados. Se apartó de la ventana al instante. Me volví y mis ojos toparon con la penetrante mirada de sir Denis.
—¿Tenía yo razón, Greville?
Asentí.
—Creo que sí.
No necesitaba su confirmación para estar seguro de que Fah Lo Suee nos había estado espiando desde el otro lado de la calle. Me incorporé de un salto.
—¡Registremos la casa! —exclamé—. ¡Sé que usted está autorizado, sir Denis!
Mi arrebato apasionado había llamado la atención y de repente advertí avergonzado que varias personas me estaban mirando.
—Siéntese, Greville —fue la tranquila respuesta—. Sus tácticas son tan deplorables como las de Barton.
Me arrellané en la silla y respondí a su mirada imperturbable con una, creo, no demasiado afable.
—¿De qué diablos estáis hablando? —gruñó el jefe—. No veo nada.
—Aparte de lo que le interesa personalmente —contestó Nayland Smith—, rara vez es capaz de ver nada. Petrie, con su carácter flemático, vale más que ustedes dos juntos a la hora de hacerse cargo de la situación. De no haber estado yo aquí la noche pasada, Barton, a estas alturas todo El Cairo sabría que Rima ha desaparecido.
—¿Y por qué no puede saberlo todo El Cairo?
—Porque, en ese caso, se la llevarían subrepticiamente a otra parte. Si no entiende eso, no entiende nada.
Con todo, no pude evitar echar un vistazo a la ventana desde la cual, estaba seguro, la hija de Fu-Manchú nos había estado espiando. Nayland Smith se percató.
—¡Por el amor de Dios! —me espetó enfadado—, finja que no la ha visto. —Sacó pipa y tabaquera y las puso sobre la mesa—. ¡Necesito fumar!
Mientras se disponía a llenar aquella pipa de brezo vieja y agrietada, sir Lionel dijo:
—Lo que quiero saber…
—Lo que quiere saber —lo cortó sir Denis— es por qué he escogido un lugar tan extraño como punto de encuentro. Si me hace el favor de no interrumpirme, se lo explicaré. ¡Ah, ahí llega Petrie!
El doctor acababa de subir la escalinata y miraba a su alrededor como buscándonos. Me puse en pie y agité la mano. Asintió y, abriéndose paso entre las mesas, se acercó a nosotros.
—Siéntese, Petrie —dijo Nayland Smith—. Aquí hay una silla. Como verá, me he anticipado a su llegada y le he pedido un refresco.
—Dígame, Smith —lo acució Petrie—, ¿ha llegado a un acuerdo? Por el amor de Dios, dígame cómo han quedado.
—He llegado a un acuerdo, amigo —respondió Nayland Smith al tiempo que apoyaba la mano en el brazo del médico y se lo apretaba con gesto alentador—, pero, por lo visto, ni a Barton ni a Greville les parece bien mi idea.
—Fah Lo Suee… —empecé al tiempo que miraba la ventana de la fachada opuesta.
—¡Greville! —ladró sir Denis—, después habrá mucho tiempo; en este momento, quisiera explicarle la situación a Petrie.
Lo dijo en un tono despótico que casi rozaba la grosería. Me sentí como un recluta en manos del sargento mayor de la compañía. Sin embargo, me aguanté y saqué la pitillera.
—He convenido con el señor Aden, quien, como usted sospechaba, Petrie, es hermano del difunto Samarkan…
—¡Lo sabía! —exclamó Petrie.
—Tenía razón —admitió Nayland Smith— y estoy en deuda con usted por haberme proporcionado la pista. Bueno, como iba diciendo, hemos convenido que las reliquias del Profeta Enmascarado (Dios sabe que ya han causado suficientes desgracias) serán entregadas a aquellos que las reclaman esta noche, a las doce, en la cámara real de la Gran Pirámide. Allí nos devolverán a Rima.
Casi podría asegurar que ninguna estrella de Hollywood habría logrado una expresión estupefacta de tanta perfección como la exhibida en aquel momento por el doctor Petrie. Subyugado por la perplejidad, paseó la mirada de rostro en rostro.
—¿Sabe lo que pienso, Petrie? —gritó el jefe—. ¡Que es una completa locura!
—La verdad, yo no sé qué pensar —confesó Petrie—. Parece del todo descabellado. Realmente, Smith, en estas circunstancias…
Sir Denis, que no había conseguido encender la primera cerilla, se volvió irritado hacia el médico.
—¿Alguna vez ha tenido ocasión de observar, Petrie —preguntó en tono áspero—, que mi comportamiento general suela ser absurdo?
—En absoluto.
—Muy bien. —Raspó una segunda cerilla—. Citaré de memoria los términos del acuerdo al que Barton y yo hemos accedido. Greville estaba presente.
La segunda cerilla tampoco se encendió así que dejó la pipa en la mesa.
—Las palabras exactas no importan —prosiguió—, pero el contenido es el siguiente: «El agente del doctor Fu-Manchú estaba autorizado a proponer un punto de encuentro aceptado por ambas partes con la condición de que estuviese a un mínimo de seiscientos metros de cualquier lugar habitado y de que no acudiesen más de dos personas con las reliquias del profeta. Ellos aceptan que Rima acuda con un máximo de dos personas. Cuando nosotros hayamos recuperado a Rima y ellos las reliquias, todos podremos partir sin interferencias.»
—¿Y bien? —dijo el jefe inclinándose sobre la mesa—; ¡se lo vamos a poner en bandeja!
—Escúcheme —prosiguió la imperturbable voz de Nayland Smith—. Como sabía con quién me las veía, puse una condición adicional: tras el intercambio de bienes (discúlpeme, Greville, pero no se me ocurre otro modo de expresarlo), habrá una tregua de diez minutos. Fíjese bien en lo que digo: diez minutos.
—Sigo sin entenderlo —confesé.
—Yo tampoco —dijo Petrie.
—¡Un momento! —gruñó el jefe, y miró a Nayland Smith fijamente—. Empiezo a comprender… Creo que empiezo a comprender.
—Me alegro, Barton —respondió el otro—. Como es natural preveía una emboscada. Si Fu-Manchú consigue lo que quiere y al mismo tiempo tiene a tiro a dos personas que saben demasiado de él y de sus métodos, la jugada es perfecta. He buscado puntos flacos en el acuerdo. El doctor no dudaría en asesinar a cualquiera de nosotros, pero no faltará a su palabra. He actuado así por seguridad.
—¡Es inútil! —exclamé—. Esta noche vamos a meternos en una trampa aun sabiéndolo.
—¡Un momento! —Con una tercera cerilla sir Denis encendió la pipa—. El señor Aden ha tenido la amabilidad de dejarme escoger el lugar de encuentro. Yo he elegido la cámara real de la Gran Pirámide. Fue una inspiración del momento y tal vez me haya equivocado. Sin embargo, consideren las ventajas.
Se interrumpió. Todos teníamos los ojos fijos en él.
—Aparte de la condición de que sólo dos personas pueden acudir a la cita, ninguna cláusula en el acuerdo prohíbe que nos cubran tantas personas como queramos convocar. La policía está avisada. Esta noche a las doce Gizeh estará desierto; no hay luna. Acordonaremos la pirámide. Nada en mi acuerdo con el señor Aden lo prohíbe. Cuando llegue Rima de dondequiera que la tengan escondida, me lo notificarán.
—¡Cielos! —exclamó el jefe y golpeó la mesa con tanta fuerza que volcó el vaso de Petrie; como si no lo hubiera advertido, continuó—: ¡Cielos! ¡Es genial! ¿Su patrulla la interceptará?
—Es posible.
Sir Lionel rio a carcajadas y dio unas palmadas para llamar al camarero.
—Ni siquiera podrán… —empezó, y al instante se interrumpió.
Vi que sir Denis lo miraba y comprendí que, al igual que yo, había advertido una expresión maliciosa en el rostro de sir Lionel. La llegada del camarero suspendió la conversación unos instantes pero de inmediato sir Denis se volvió hacia mí impaciente.
—¿Sabe una cosa, Greville? —dijo—, incluso si consiguen burlar a nuestros agentes y tenemos que entrar en la pirámide, los enemigos estarán a nuestra merced. La policía obstruirá la entrada y…
—¡Y sólo hay una entrada! —concluí—. ¡No tienen ninguna posibilidad de arrebatarnos las reliquias!
—Eso sería ponernos las cosas a pedir de boca —exclamó el jefe—. Me extraña que Fu-Manchú acepte. ¡Estamos cantando victoria demasiado pronto! Reconozco que es un plan estupendo, Smith; ahora veo que tenía razón. Sin embargo, al sugerir un lugar a un mínimo de seiscientos metros de cualquier zona habitada, Fu-Manchú no había pensado en la Gran Pirámide. Es el diablo en persona y sin duda emplearía sus ardides en casi cualquier otro lugar sin traicionar el acuerdo. ¡Pero la Gran Pirámide! Vetará el asunto en cuanto ese rastrero de Aden se lo cuente.
—Eso suponía —admitió Nayland Smith—, pero hace sólo diez minutos, justo antes de reunirme con ustedes, me han comunicado por teléfono que aceptaban el acuerdo.
—¿Con quién ha hablado? —pregunté.
—Con una voz única en su género… la del doctor Fu-Manchú.
—¡Dios! —exclamé—. Entonces está aquí, en El Cairo.